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La composición social
ОглавлениеEsta inmensa riqueza expandió la influencia política de la aristocracia del imperio, que controlaba todos los beneficios, prácticamente, de las cerca de un millar de catedrales y abadías existentes y dominaba la Iglesia imperial. La distribución geográfica de las tierras eclesiásticas reflejaba sus orígenes en las áreas de mayor densidad de población, que desde la Edad Media había sustentado la mayor concentración de señoríos. La mayoría de condes y caballeros estaba en las mismas regiones que las tierras eclesiásticas supervivientes: Westfalia, Renania y la confluencia Alto Rin-Meno en las regiones de Suabia y Franconia. La elección a la dignidad episcopal elevaba al candidato al rango de príncipe, de aquí que el título de obispo siguiera siendo atractivo para los caballeros en particular, en desventaja en la distribución jerárquica de derechos políticos del imperio. A comienzos de la Edad Moderna, los caballeros suponían una tercera parte de los obispos. La familia Schönborn fue la más exitosa de todos ellos, pues obtuvo en dos ocasiones la sede primada de Maguncia.145 Ya en la Edad Media había avanzado mucho la dominación aristocrática, que a principios de la Edad Moderna fue reforzada por barreras adicionales: los aspirantes a canónigo debían demostrar 16 antepasados nobles. De los 166 arzobispos imperiales entre 900 y 1500, tan solo se sabe de 4 que fueran villanos; entre los siglos VII y XV, apenas se conocen 120 villanos de un total de 2074 obispos germanos. Esta proporción se mantuvo más o menos igual entre 1500 y 1803: ejercieron el cargo de arzobispo u obispo durante ese periodo 332 nobles, 10 villanos y 5 extranjeros.146
Por desgracia para caballeros y condes, los príncipes también contaban con largas listas de antepasados ilustres. Los Wittelsbach eran firmes candidatos a los cargos de arzobispo u obispo, en particular a partir de 1555, cuando los protestantes se autodescalificaron por causa de su fe. El papado relajó las normas que prohibían la acumulación de obispados para así impedir que cayeran en manos protestantes. Ernesto, duque de Baviera, se aseguró Colonia y cuatro obispados a finales del siglo XVI; 150 años más tarde, su pariente Clemente Augusto fue conocido por el mote de «señor cinco iglesias» por detentar un número similar de obispados.147 La acumulación de obispados solía ser bien vista por los canónigos catedralicios, pues esto les permitía vincular un obispado débil a uno más poderoso, como por ejemplo Münster y Colonia, o permitir la cooperación entre vecinos, como fue el caso de Bamberg y Wurzburgo.
Tales uniones eran temporales, pues cada obispado conservaba su propia administración. Después de 1648, esta supuesta incapacidad de participar en cambios institucionales más generales provocó críticas, en particular por parte de protestantes y pensadores ilustrados que se quejaban de que la «mano muerta» de la Iglesia retenía valiosos recursos que podían emplearse de mejor forma. Los argumentos a favor de la secularización se hicieron más sólidos a partir de 1740, pues parecía un método adecuado para desactivar la tensión austroprusiana, o mejorar la viabilidad de los principados de tamaño medio, todo ello a expensas de sus vecinos eclesiásticos. Algunos historiadores posteriores aceptaron al pie de la letra los argumentos de este debate, que presentaba a la Iglesia imperial como una reliquia medieval fosilizada.148 En la práctica, la evolución interna de las tierras eclesiásticas fue, por lo general, similar al de los territorios seculares y abrazó muchas de las medidas propugnadas por los pensadores ilustrados. Por desgracia, esto no significaba que las tierras de la Iglesia fueran los territorios apacibles y benevolentes que algunos católicos afirmaban que eran: en realidad, todos estos territorios formaron sus propios ejércitos y muchos participaron en las mismas conflagraciones europeas que los príncipes seculares.149
La reforma política fue suplementada por el movimiento popular de renovación espiritual que se extendió por la Alemania católica a partir de la década de 1760. Este movimiento decayó durante el decenio siguiente, pero recuperó vigor renovado en respuesta a la supresión, por parte de José II, de 700 monasterios mediados situados en tierras de los Habsburgo y, a partir de 1782, a las restricciones sobre la jurisdicción espiritual de varios príncipes-obispos del sur de Alemania.150 Este movimiento de renovación y reforma fue conocido como febronianismo, a causa del pseudónimo adoptado por el obispo sufragáneo de Tréveris, Nikolaus von Hontheim, en un manifiesto publicado en 1763. Hontheim solicitó al papa que resolviera los Gravamina, o quejas formales, que pudieran quedar de los protestantes para permitir la reunificación de todos los cristianos alemanes en el seno de una Iglesia nacional. La petición de varios obispos de poner fin a la jurisdicción papal y la retirada de los nuncios papales de Viena, Colonia y Lucerna profundizó en el elemento antipapal. Esto provocó el rechazo de aquellos que el febronianismo buscaba reclutar, en particular el campesinado, de mayoría católica y conservadora, que se oponía a muchas de las reformas sociales de los obispos. En 1785, la asociación de los obispos febronianistas con la Liga de Príncipes prusiana enfureció a José II y dejó a la Iglesia imperial en una posición vulnerable cuando estallaron las guerras revolucionarias francesas, en 1792.151
Carlos Teodoro von Dalberg tuvo un papel muy destacado en la defensa de la Iglesia imperial. Von Dalberg provenía de una familia de caballeros imperiales que había sido propietaria de fincas entre Espira y Oppenheim desde el siglo XIV y que estaba emparentada con las influyentes familias de los Metternich, Stadion y Von der Leyen. Después de diez años como canónigo catedralicio, Dalberg fue ascendiendo dentro de la administración del elector de Maguncia hasta convertirse, en 1802, en su sucesor en el cargo de archicanciller imperial y jefe de la Iglesia imperial. Su ascenso llegó en el preciso momento en que el mundo que amaba llegaba a su fin a causa de la desaparición de tres instituciones interrelacionadas: la Iglesia imperial, los caballeros imperiales y la constitución imperial. Dalberg luchó para preservar el viejo orden contra unas circunstancias sumamente cambiantes y se mostraba optimista (sus críticos dirían ingenuo) a pesar de que sus posibilidades de éxito, visto en perspectiva, eran ínfimas. Napoleón Bonaparte lo utilizó entre 1802 y 1806 para legitimar su reorganización de Alemania. Los espléndidos elogios que Dalberg dedicó a Napoleón no contribuyeron a disipar las acusaciones de traición que recayeron sobre él, precisamente, y que acabaron por convertirlo en el chivo expiatorio del fin del imperio.152
Pero, en realidad, el destino de la Iglesia imperial lo sellaron las cláusulas de la Paz de Campo Formio de 1797, que consignó la cesión a Francia de la orilla izquierda del Rin. Los príncipes seculares que perdieran posesiones debían ser compensados con tierras eclesiásticas del lado este del Rin. Los Habsburgo esperaban limitar el daño, pero el proceso ganó ímpetu propio a causa de las posteriores victorias francesas, hasta culminar, en 1802-1803, en una gran oleada final de secularizaciones. Esto fue mucho más allá que todos los cambios anteriores y cambió el imperio de forma irrevocable, pues destruyó, en la práctica, a la Iglesia imperial. Tan solo fue trasladado el electorado de Dalberg (al antiguo obispado de Ratisbona); Mergentheim y Heitersheim permanecieron en manos de la Orden Teutónica y de los caballeros sanjuanistas, como última reserva de la aristocracia germana. El resto de la Iglesia imperial pasó a manos seculares, incluidas sus propiedades mediadas. Solo en Austria se incautó propiedad por valor de 15 millones de florines. Wurtemberg suprimió 95 abadías, que fueron convertidas en cuarteles, escuelas, sanatorios mentales, oficinas gubernamentales y palacios para acoger a los señores seculares de las tierras anexionadas en 1806. El antiguo monasterio agustino de Oberndorf se convirtió en fábrica de armas, que se hizo célebre en el futuro por ser el centro de producción del fusil Mauser.153 Propiedades, obras de arte y archivos fueron dispersados o destruidos y 18 universidades católicas cerraron sus puertas, si bien la mayor parte de la riqueza se empleó, en un principio, para procurar pensiones al antiguo clero imperial.154
Dalberg salvó su principado gracias a que ejercía de cabeza visible de los 16 príncipes que abandonaron el imperio en julio de 1806 tras pactar con Napoleón, lo que precipitó la abdicación del emperador Francisco II tres semanas más tarde (vid. Lámina 31). Dalberg fue recompensado con más territorio y el título de gran duque de Fráncfort, pero fue obligado a aceptar que el hijastro de Napoleón, Eugène de Beauharnais, fuera designado su sucesor. Austria asumió el título del gran maestre de la Orden Teutónica. En cuanto a los caballeros sanjuanistas, ya en 1805 habían quedado por completo eliminados como elemento político. Dalberg se convirtió en el liquidador del imperio y trabajó con denuedo para reorganizar la Iglesia católica y redefinir sus relaciones con los principados, ahora soberanos. Las leyes aprobadas por el Reichstag en 1803 obstaculizaron su labor, pues estas eximían a Austria y Prusia de futuros concordatos imperiales con el papado. Prusia se anexionó la mayor parte de los obispados westfalianos en 1802 y los reorganizó sin consultar con el pontífice. El papado, por su parte, rechazó las propuestas presentadas por Dalberg en 1803 en nombre del resto del imperio, pues le consideraban el continuador del febronianismo. Baviera atizó las sospechas papales; con ello, esperaba obtener la autonomía de la que ya disfrutaban Austria y Prusia. Otros príncipes establecieron sus propios acuerdos, lo cual redujo los apoyos de Dalberg a aquellos príncipes cuyas tierras eran demasiado pequeñas o demasiado pobres como para mantener obispo propio. El proyecto fracasó. El fallecimiento de Dalberg, en 1817, le allanó al papado el camino para establecer concordatos con los Estados soberanos supervivientes. Al adaptarse a la federalización de Alemania, el papado contribuyó así a la desaparición del imperio, pues este había quedado desprovisto de una Iglesia nacional.155 No obstante, esto no fue del todo negativo, pues la destrucción de la Iglesia imperial liberó energías y recursos que alimentaron el dinamismo del catolicismo germano durante el siglo XIX.