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El imperio y la paz europea
ОглавлениеHacia finales del siglo XVI, ya no se esperaba de un emperador del Sacro Imperio que ejerciera de policía de Europa, pero este seguía teniendo cierto margen para actuar como pacificador. Tales acciones redundaban a menudo en interés del imperio, además de encajar con el ideal imperial tradicional. Pese al fracaso de reiterados esfuerzos de mediación en las guerras civiles neerlandesas, Maximiliano II arbitró el fin de la Guerra Sueco-Danesa de 1563-1570, que garantizó cincuenta años de paz para la Alemania septentrional.109
El acuerdo westfaliano vinculaba de forma explícita el equilibrio interno del imperio a la paz europea general, por medio de una combinación de cambios constitucionales en el seno de un acuerdo internacional.110 Las «libertades germanas» de los Estados imperiales se formalizaron para impedir que el emperador convirtiera el imperio en un Estado centralizado capaz de amenazar a sus vecinos. La situación práctica conformó estas consideraciones, que iban más allá de lo teórico. La Paz de Westfalia prohibía a Austria auxiliar a España, que continuó en guerra contra Francia hasta 1659. Las condiciones inestables de las fronteras occidentales del imperio animaron al elector Johann Philipp von Schönborn de Maguncia y a otros príncipes de ideas similares a buscar una alianza internacional más amplia que garantizase el acuerdo westfaliano y asegurase una paz permanente. En 1672, después del fracaso de tales intentos, Schönborn y otros trataron de conformar un «tercer partido» neutral para impedir que el imperio se viera arrastrado a las guerras contra Francia.111
Por lo general, tales propuestas iban en contra de los intereses de los Habsburgo, los cuales solían sabotearlas y presentaban a los príncipes como unos necios manipulados por los pérfidos franceses. Aun así, la opción de una Reichsmediation colectiva del Reichstag continuó teniendo un peso moral considerable desde que se propuso por primera vez en 1524 para poner fin a la guerra de Carlos V contra Francia. Fernando III recuperó la influencia perdida por los Habsburgo al comienzo de la Guerra de los Treinta Años cuando invitó a los Estados imperiales a participar en el congreso de Paz de Westfalia. La permanencia del Reichstag a partir de 1663 ofreció nuevas posibilidades, pues la presencia de enviados de la mayoría de Estados europeos le dio el carácter de un congreso internacional.112 En cada una de las guerras principales subsiguientes hubo ofertas de mediación, pero estas siempre se veían frustradas por la oposición de los Habsburgo y por las crecientes dificultades ceremoniales planteadas por las discrepancias entre Estados imperiales y soberanos europeos.
Las limitaciones del imperio como pacificador activo no redujeron el interés por su lugar dentro de la paz continental, en particular entre aquellos insatisfechos con el enfoque de libre mercado dado a la paz basado en el autorregulado, supuestamente, «balance de poder». Dado que el imperio había representado un orden universal idealizado durante el Medievo, no debe sorprendernos que, a partir del siglo XVI, algunos autores también vieran en este un modelo para un sistema común europeo. Destacados representantes de esta idea fueron el filósofo político Samuel von Pufendorf, el abate de St. Pierre, William Penn, Jean-Jacques Rosseau e Immanuel Kant. Estos proponían que los Estados cedieran al menos parte de su soberanía a una o más instituciones comunes inspiradas por el Reichstag y las cortes supremas del imperio y daban una visión positiva del mismo en una época en la que otros consideraban que estaba en declive terminal.113 Pero sus debates idealizados guardaban escasa semblanza con las realidades políticas y sociales del imperio. La paz imperial continuó anclada en métodos de consenso premoderno y en la defensa de los derechos corporativos, ideas que chocaban con los nuevos ideales de soberanía, derechos individuales y (después de 1789) control popular del poder hegemónico del Estado.