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El sultán

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La toma de Constantinopla en 1453 asignó a los turcos otomanos el papel del «otro» musulmán en la mentalidad occidental, a pesar del comercio constante y otros puntos de contacto entre este y oeste.15 Con el posterior asentamiento de los otomanos en Hungría y en la costa adriática, el imperio pasó a definirse a sí mismo como el bastión de la cristiandad contra el islam. La coincidencia del avance otomano con la invención de la imprenta favoreció la rápida difusión de estos prejuicios. La hostilidad occidental hacia los otomanos se superpuso y reforzó su anterior resentimiento hacia los bizantinos. Llegó a ser mucho más profunda que la que pudieran albergar hacia ningún otro pueblo occidental y creó un sentimiento de amenaza existencial que persistió hasta finales del siglo XVIII. Pero los otomanos no eran más que otra de las muchas potencias imperiales musulmanas que habían sucedido a los califatos que estructuraron el mundo musulmán entre la expansión del siglo VII y el choque de las invasiones mongolas del XIII. Hacia 1501, la familia chií de los safávidas forjó un nuevo Imperio persa. Los mamelucos, esclavos-soldados túrquicos que se hicieron con el poder en Egipto alrededor de 1250, fueron la única potencia que logró infligir una derrota militar de importancia a los mongoles, a los que expulsaron de Siria en 1260. El Imperio mameluco sobrevivió hasta 1517, cuando fue conquistado por los otomanos. Los mongoles derribaron el último califato, con sede en Bagdad, en 1268, pero poco después se convirtió al islam. Aunque el vasto Imperio mongol no tardó en fragmentarse, un grupo resurgió en 1526: los mogoles de la India. Así, el ascenso de España al estatus de potencia imperial global, con Carlos V, coincidió con la consolidación de los imperios otomano, safávida y mogol, que, en conjunto, gobernaban sobre 130-160 millones de personas en el Mediterráneo, Anatolia, Irán y el sur de Asia.16

Los otomanos remontaban sus orígenes a Osmán, su primer sultán y líder tribal en Bitinia, una provincia sin salida al mar al sur del mar de Mármara. Hacia 1320, Osmán completó la transición de su pueblo del nomadismo al sedentarismo. Al igual que safávidas, mogoles y habsburgos, estos impulsaron una monarquía dinástica que acabó dominando todos los grupos túrquicos tras el declive de selyúcidas y bizantinos, a los que reemplazaron.17 Los occidentales consideraban a los otomanos musulmanes, en particular a causa de su cultura de guerra santa. Pero su ascenso dependió de acuerdos con los cristianos. El biznieto de Osmán, Bayaceto I, llamó a sus hijos Jesús, Moisés, Salomón, Mohamed y José. Para remarcar su intención de hacer del islam la fuerza unificadora de su imperio, después de conquistar Constantinopla, Mehmed II expulsó a 30 000 cristianos de la ciudad. No obstante, los musulmanes suníes solo llegaron a ser el mayor grupo de población unos 70 años más tarde, después de la conquista de Anatolia, Arabia y el norte de África. Los otomanos controlaban así los lugares santos de Medina, Jerusalén y La Meca, pero su identificación con el islam suní fue causada por el ascenso de la Persia chií al este, no por el conflicto con occidente. Los avances en los Balcanes entre 1460 y 1550 garantizaron que los cristianos siguieran conformando una parte sustancial de la población otomana.18

La emergencia de tres imperios en el mundo musulmán ofrece instructivas comparaciones para comprender la posición del imperio entre los cristianos. Al contrario que la cristiandad, que convirtió al Imperio romano y empleó sus estructuras para edificar su Iglesia, el islam se formó en el siglo VII en una comunidad carente de estructura imperial formal.19 El califato fue creado posteriormente para el avance de la fe y derivaba su autoridad de la descendencia de Mahoma por matrimonio, al contrario que los reyes occidentales, que afirmaban tener vínculo directo con la divinidad. El califato se hizo dinástico y se dividió entre las ramas hispana, norteafricana y de Oriente Medio. Las estructuras religiosas, por su parte, se mantuvieron descentralizadas, sin que hubiera una única jerarquía sacerdotal equivalente a los obispos de la cristiandad. La autoridad espiritual estaba diluida entre una multitud de hombres santos, maestros y exégetas de la ley coránica, cuya influencia dependía de su reputación personal de sabiduría y moralidad.

Los gobernantes musulmanes, situados fuera del orden político cristiano, no ponían en cuestión las pretensiones de singularidad del imperio. El reinado de Carlomagno coincidió con una nueva oleada de conquistas árabes, que incluyeron Cerdeña (809) y Sicilia (827). Desde la perspectiva carolingia, tal era la conducta que cabía esperar de los «bárbaros». Carlomagno despachó una embajada a Bagdad para informar de su coronación al califa Harún al-Rashid. Después de numerosas vicisitudes, los supervivientes regresaron con ricos regalos, entre ellos un elefante llamado Abul-Abbas… El elefante, desde tiempos de Alejandro Magno, era un signo tradicional de autoridad en Oriente Medio. El califa consideraba a Carlomagno un posible aliado contra su rival musulmán de España. Al igual que ocurría con las relaciones entre imperio y Bizancio, cada una de las partes interpretaba las señales según le convenía. Además, la distancia política y geográfica reducía el incentivo para formalizar relaciones. Otón I trató de contactar con el califato andalusí de Córdoba en 953, pero no proporcionó credenciales adecuadas a sus enviados. El califa, que estaba bien informado del imperio, no quedó impresionado en absoluto.20

La conquista normanda del sur de Italia y de Sicilia, en el siglo XI, insertó una cuña entre el imperio y el norte de África islámico. Esto, combinado con la hostilidad papal durante la querella de las investiduras, garantizó que el emperador ya no volviera a liderar una cruzada tras la primera de 1095. Conrado III se unió en 1147 a la segunda, con un incompetente liderazgo francés, y participó en persona en el desastroso ataque contra Damasco de 1148. El joven Federico I Barbarroja combatió en ella y encabezó la tercera de 1190, con lo que se convirtió en el único gran soberano que participó en dos expediciones cruzadas. El prestigio de Barbarroja como emperador le sirvió para negociar con Bizancio, Hungría, Serbia, Armenia, el sultán selyúcida e incluso Saladino. Aunque la diplomacia no logró obtener una solución pacífica, al menos pudo asegurar el uso de la larga ruta a través de Anatolia que habían elegido. El inmenso ejército de Barbarroja incluía a su hijo Federico VI de Suabia, 12 obispos, 2 margraves y 26 condes.21 Barbarroja murió en el camino y, aunque la expedición no logró recuperar Jerusalén, alivió la presión sobre los reinos cruzados y forjó vínculos más estrechos entre el movimiento cruzado y el trono imperial.

El sucesor de Barbarroja, Enrique VI, no pudo participar en la cruzada por estar enfermo, aunque en 1197 envió una importante fuerza expedicionaria. Un elevado número de alemanes, frisones y austríacos se unieron a las tres expediciones cruzadas siguientes, entre 1199 y 1229. Federico II encabezó a 3000 hombres en junio de 1228, pero su excomunión impidió que su expedición recibiera el título de cruzada. El emperador triunfó por medios pacíficos allí donde otros habían fracasado con métodos más violentos, si bien también es cierto que tuvo la fortuna de llegar a Tierra Santa justo cuando el reinado de Saladino había quedado dividido entre tres sultanatos rivales sometidos al ataque de los mongoles. El sultán Al-Kamil Muhammad al-Malik quedó impresionado por la actitud relativamente abierta de Federico hacia el islam y su protección de los refugiados musulmanes de Lucera, cerca de Foggia, en el sur de Italia. La mayor parte de estos habían sido deportados de Sicilia por Enrique VI para ganarse el favor de los habitantes cristianos tras conquistar la isla en 1194. A partir de 1223, Federico incrementó las deportaciones hasta que la población de Lucera alcanzó los 60 000 habitantes. Si bien bizantinos y normandos ya habían empleado la expulsión como método de control, la acción de Federico fue única, pues reasentó la población y creó en sus posesiones continentales una comunidad dependiente de su patronazgo. Lucera le proporcionó unos 3000 soldados de élite que, al ser musulmanes, tenían el valor añadido de ser inmunes a la excomunión papal y le sirvieron con lealtad, incluso en la expedición de Jerusalén.22 Estas circunstancias favorecieron el acuerdo entre Federico y al-Kamil. En el Tratado de Jaffa de febrero de 1229 se concedió al emperador el control de Jerusalén durante 10 años, 5 meses y 40 días, el tiempo máximo que la ley islámica permite alienar propiedad a los no musulmanes. Aunque al-Kamil retuvo el control de la Cúpula de la Roca, concedió corredores de acceso a Belén y Nazaret y entregó a Federico un elefante. El 17 de marzo de 1229, Federico fue coronado rey de Jerusalén en el Santo Sepulcro. Fue el único emperador del Sacro Imperio que visitó la ciudad.

Los partidarios de Federico ensalzaron su coronación como el amanecer de una nueva era, lo cual atizó expectativas irreales y decepciones inevitables. Los templarios y los sanjuanistas condenaron el tratado por no recuperar las tierras perdidas. Sobre el papel, Federico seguía siendo rey de Jerusalén, si bien entregó el gobierno directo a Alicia de Champaña (tía de su segunda esposa) que ejercía de regente. La ciudad fue entregada a los sarracenos cuando expiró la cesión, en 1239. Menos de cinco años después, el reino latino había quedado reducido a cinco localidades costeras libanesas. Estas pasaron a los angevinos, que habían asumido en 1269 los intereses mediterráneos de los Hohenstaufen. El último puesto cruzado (Acre) cayó en manos musulmanas en 1291.

Mientras tanto, la propaganda papal aprovechó el patronazgo imperial de Lucera para presentar a Federico como un déspota oriental, harén incluido. Los «sarracenos» de Lucera sirvieron con fidelidad, pero la derrota final de los Hohenstaufen, en 1268, no les dejó otra opción que pasarse al bando angevino, en el que sirvieron contra bizantinos, tunecinos, turcos y rebeldes sicilianos. No obstante, la presencia de una gran comunidad musulmana incomodaba a los angevinos, que buscaban reemplazar al imperio en el papel de protectores del papado. En agosto de 1300, los habitantes de Lucera fueron obligados a convertirse al cristianismo. La ciudad fue renombrada Città Santa Maria.

Rodolfo I profesó votos de cruzado en 1275, pero los acontecimientos en el imperio le impidieron honrar su compromiso. Sus sucesores también tuvieron que afrontar problemas más inmediatos y la cruzada parecía cada vez más una empresa arriesgada y sin posibilidad de éxito. Sin embargo, la participación directa en la segunda y tercera cruzadas había dejado una duradera impresión entre los habitantes del imperio entre finales del siglo XIII y durante el XIV.23 Antes de convertirse en emperador, Segismundo lideró una infructuosa cruzada para salvar su reino húngaro de la invasión turca de 1396. Su sucesor, Alberto II, también consideraba una cruzada la defensa de Hungría y prefirió combatir y morir allí, en lugar de consolidar su autoridad sobre el imperio.24

El avance otomano por los Balcanes a partir de 1453 transformó a las antiguas cruzadas, antes expediciones con objetivos geográficos distantes organizadas por los emperadores, en la defensa colectiva del imperio. Esto reforzó el proceso de reforma imperial y fomentó un estilo colectivo de compartir el poder y la responsabilidad de la gobernanza del imperio (vid. págs. 392-403). Los otomanos tomaron Belgrado en 1521 y, al año siguiente, volvieron a invadir Hungría. En menos de cuatro años conquistaron cerca de la mitad de dicho reino y tres años más tarde estaban en las puertas de Viena, con lo que amenazaban de forma directa a los Habsburgo y al imperio. El transcurrir de los acontecimientos, fusionado con las tradiciones traídas por los Habsburgo, dio nuevo vigor al ideal del emperador como defensor de la cristiandad. Los Habsburgo habían asumido el trono de España después de que la península ibérica fuera liberada de la dominación musulmana. Este proceso, conocido como Reconquista, iniciado en el siglo XI, se había estancado en torno a 1270, pero revivió en 1455 en respuesta a los llamamientos papales de cruzada y ganó nuevo impulso hacia 1482 hasta culminar con la derrota del último reino musulmán, Granada, en 1492. Cuando Carlos V se convirtió en emperador en 1519 trajo consigo esta tradición de éxito, así como los intereses mediterráneos de España. Siete años más tarde, su hermano Fernando asumió las tradiciones de Hungría al heredar este reino de Luis II, muerto en agosto de 1526 en la batalla de Mohács en combate contra los otomanos victoriosos.25 España se continuó enfrentando a los otomanos en el Mediterráneo, donde se anotó la notable victoria naval de Lepanto en 1571, pero fue el imperio el que asumió la carga principal de defender Europa central.

El choque ideológico se agudizó por la asunción por parte de los otomanos de las tradiciones imperiales bizantinas, hecho que los diferenció de anteriores imperios musulmanes y revivió con una nueva forma la cuestión de los dos emperadores. Ya antes de 1453, los otomanos combinaban tradiciones romano-bizantinas con turco-islámicas, pero, tras tomar Constantinopla, adquirieron conciencia de su carácter imperial.26 Trasladaron su capital de Adrianópolis (Edirne) a Constantinopla y se establecieron en el antiguo palacio imperial bizantino. La ley de la sharía y la práctica fiscal y administrativa laica de los otomanos se combinaron con el cesaropapismo bizantino. Así, atrincheraron al gobernante en el rol de legislador e inhibieron la transición al gobierno de la ley llevado a cabo por el imperio.27 La infraestructura bizantina se mantuvo, pero modificada. Mehmed II adoptó el título de Kaysar y se presentó como sucesor de la antigua Roma y de Alejandro Magno, con intención de unificar bajo el islam al este y al oeste. Se encargó a eruditos latinos y griegos la redacción de historias oficiales que incorporasen emperadores bizantinos míticos, desde Salomón en adelante, a las historias del profeta Mahoma.28

La adopción de la retórica y de la imaginería imperial fue compleja. Por una parte, se trataba de presentar al sultán a sus nuevos súbditos cristianos de una forma que les resultase familiar. También fue fomentada por los mercaderes venecianos y genoveses, que, durante mucho tiempo, habían sido intermediarios entre el mundo latino y el mundo griego. Estos siguieron comerciando después de que el segundo pasara a soberanía otomana. También procedía de los occidentales, que tendían a aplicar su propio lenguaje político en sus tratos con los otomanos.

El nuevo sultán, Solimán I, tras su veloz conquista del Egipto mameluco (1514-1517) y su victoria sobre Persia, volvió de nuevo contra el oeste. Después de haber recolectado la manzana roja de Constantinopla, las apetencias otomanas se dirigían ahora hacia la manzana dorada de Viena, azuzadas por la coincidencia del ascenso de su poder imperial con el de los Habsburgo. Carlos V se negó a retrasar su coronación imperial de manos del papa Clemente VII a causa del asedio otomano de Viena de 1529 y prefirió continuar con la ceremonia, celebrada en Bolonia en 1530.29 Solimán fue obligado a retirarse, después de esperar en vano a que Carlos acudiera a su cita en el campo de batalla. El sultán enmascaró el anticlímax con la escenificación de un triunfal retorno, con el que esperaba deslucir la reciente coronación de Carlos. Se encargó a orfebres venecianos una enorme corona que costó 115 000 ducados, el equivalente a una décima parte de los ingresos anuales de Castilla. El diseño combinaba la corona de Carlos con una tiara papal, pero añadía una cuarta diadema para situar a los rivales occidentales del sultán en un plano inferior. El éxito de este espectáculo publicitario queda evidenciado por el apodo con el que Solimán pasó a la posteridad en occidente: el Magnífico.

Después de 1536, Solimán abandonó de forma paulatina los usos occidentales y asumió un estilo más islámico-otomano, que diferenciaba por igual la tradición imperial cristiana y la tradición de la Persia safávida. Las conquistas otomanas de Egipto y de Arabia restablecieron el equilibrio religioso y la mayor parte de las élites anatolias y balcánicas se convirtieron al islam. Los sultanes, ya desde 1453, se presentaban como los nuevos califas, con la intención de asumir el liderazgo de todo el orbe musulmán. La distinción bizantina entre civilización y barbarie quedó sublimada en la visión islámica del mundo, dividido entre las «casas» del islam, antagonistas entre sí, y la guerra. Esta visión imposibilitaba una paz permanente con los cristianos.

La línea divisoria recorría Hungría, donde los intentos de los Habsburgo de reconquistar el territorio se estancaron hacia 1541. A esto se sumó el fracaso de las onerosas expediciones de Carlos V en Túnez y Argelia.30 Los Habsburgo se vieron obligados a aceptar una división tripartita entre Hungría imperial (Habsburgo), Croacia incluida, la Hungría otomana en el centro y sudeste y la Transilvania en el nordeste. La posesión de Transilvania y el derecho a utilizar el título de rey de Hungría permaneció en disputa hasta 1699, lo cual supuso un obstáculo adicional a una paz permanente. En 1541, Fernando I compró una tregua a cambio del pago de un tributo de 30 000 florines a los otomanos. Las derrotas sufridas a partir de 1547 hicieron que este tributo pasara a ser anual. El sultán rehusó reconocer la condición de emperadores a los Habsburgo, a los que calificaba de meros tributarios. La tregua prohibía las operaciones militares de importancia, pero permitía las incursiones de milicias al otro lado de la frontera. Aunque la fricción constante proporcionaba fáciles excusas para la guerra, los intentos de los Habsburgo de poner fin al tributo otomano fracasaron en las campañas militares de 1565-1567 y 1593-1606.31

Las operaciones de los Habsburgo, aunque no eran cruzadas plenas, contaban con el respaldo del papado y atrajeron un sólido apoyo de toda Europa, de donde llegaron voluntarios extranjeros como John Smith, futuro fundador de Virginia.32 A partir de la década de 1530 se decretaron días de oración y penitencia para enmendar los pecados de la población cristiana, supuesta causa de la amenaza turca. Las campanas turcas se tañían cada mediodía por todo el imperio para recordar al pueblo su deber de orar por el triunfo de las armas imperiales. La imposibilidad ideológica de paz favoreció la aceptación de las reformas estructurales del imperio, que preveían que todos los Estados imperiales debían contribuir a la defensa colectiva (vid. págs. 394-401, 440-455).

Las relaciones entre oriente y occidente estuvieron lejos de ser un «choque de civilizaciones». Los húngaros y los súbditos del imperio nunca dejaron de comerciar con los otomanos y el emperador consideró la posibilidad de aliarse con la Persia chií. En 1523, el sah de Persia propuso una alianza a Carlos V. Los contactos intermitentes se intensificaron en torno a 1600 con la llegada a Praga de una nutrida embajada persa. Las conversaciones quedaron interrumpidas en 1610 a causa de la diferencia de expectativas. El sah Abás confundió las vagas expresiones de amistad de los Habsburgo con un compromiso firme y atacó el Kurdistán otomano en 1603, por lo que consideró una traición la paz separada firmada por los Habsburgo y los otomanos en Zsitvatorok en 1606. Esto dejó un duradero resentimiento que desbarató todos los intentos futuros de reemprender el contacto.33

Zsitvatorok prolongó la tregua de preguerra entre los Habsburgo y los otomanos y requería que ambas partes «se tratasen con el título de emperador, no con el de rey».34 El pacto se renovó cinco veces hasta 1642 y mejoró las relaciones entre ambos al garantizar a los súbditos de los Habsburgo un trato comercial de favor en el Imperio otomano. El tributo anual pagado a los otomanos finalizó en 1606; cada renovación le había costado a los Habsburgo 200 000 florines. Las buenas relaciones fueron de vital importancia para la supervivencia de los Habsburgo, dado que el sultán, que también tenía problemas propios, rehusó aprovechar la oportunidad de la Guerra de los Treinta Años, después de considerar la idea de apoyar a los rebeldes de Bohemia. La tregua se renovó veinte años más en julio de 1649, pero el «libre donativo» de los Habsburgo se redujo ahora a 40 000 florines. Los roces persistieron, pues los intentos de los Habsburgo de aplastar a los descontentos de Hungría abrieron la puerta a la intervención otomana, que fue en aumento hasta derivar en un enfrentamiento abierto en 1662. La necesidad de coordinar el auxilio procedente del imperio consolidó los cambios constitucionales surgidos del Tratado de Westfalia y provocó que el Reichstag quedase reunido en sesión permanente a partir de 1663.35 Los Habsburgo compraron 20 años más de tregua en 1664 a cambio de 200 000 florines, pero esta vez el sultán también envió regalos, lo cual sugeriría una relación más igualitaria.

La pauta pareció repetirse de nuevo en 1683, cuando los otomanos atacaron de nuevo Viena con intención de reafirmar su autoridad tras un periodo prolongado de agitación interna en su imperio. Pero la ciudad resistió y el asedio fue levantado por fuerzas polacas e imperiales en una victoria de verdadero carácter internacional que occidente aclamó como un nuevo Lepanto. El inmenso botín capturado incluía tiendas, alfombras y no menos de 500 prisioneros turcos que fueron obligados a establecerse en Alemania. El orientalismo sacudió Europa central mucho tiempo antes de la oleada, más conocida, que siguió a la invasión napoleónica de Egipto en 1798.36 Se esperaba incluso poder recuperar Jerusalén. La euforia inicial, no obstante, dejó paso a una larga pero exitosa guerra de desgaste que culminó con la reconquista de Hungría entre 1684 y 1699.

En el interior del imperio, este siguió evolucionando hacia una monarquía mixta. Esto significó un cambio de importancia en la relación entre los Habsburgo y los otomanos, los cuales aceptaron al fin una paz permanente, firmada en Karlowitz en 1699. Los Habsburgo se hicieron con el control de toda Hungría y Transilvania, donde borraron rápidamente cualquier rastro de 150 años de presencia musulmana. El sultán también prometió dar mejor tratamiento a los católicos de sus territorios. Pero el elemento religioso se desvanecía. Hasta la década de 1730, el emperador siguió recibiendo ayuda germana e italiana para hacer la guerra al turco, pero estos conflictos cada vez se veían más como asuntos exclusivamente austríacos. Las campanas turcas doblaron por última vez durante la guerra de 1736-1739. Cuando, en el siguiente conflicto (1787-1791) se sugirió que se volvieran a tocar de nuevo, se rechazó la sugerencia por poco ilustrada.37 Mientras tanto, los avances adicionales contra los turcos de 1716-1718 consolidaron a los Habsburgo como una gran potencia con independencia del título imperial, lo cual transformó su relación con el imperio y con otras potencias europeas.

El Sacro Imperio Romano Germánico

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