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IV

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León, 1356

Cuando cruzó la puerta de Caldemoros y entró en León, Moisés Canches presentaba un aspecto lamentable: el semblante curtido, el pelo sucio y la barba larga y descuidada, tan magro de carnes que era poco más que huesos y piel.

Sus vestidos parecían andrajos. Tiraba del ronzal de un jumento cargado con dos voluminosos fardos; se había hecho con él en Trasmoz, en tierras de la corona de Aragón, cercanas a la raya de Castilla, en el camino de Ágreda. Se lo dio un rico hacendado, como agradecimiento y en pago de sus servicios por aliviarle, a base de infusiones de equiseto, los dolores que le producía la orina al salir de su vejiga.

Aquel día cumplía treinta y dos años. Hacía más de nueve que se había marchado de León. Pese a la distancia, durante la mayor parte del tiempo había mantenido el contacto con su familia, pero lo había perdido unos meses antes de los sucesos de Palermo y había tardado más de un año en regresar desde allí. Hacía casi dos años que no tenía noticia de los suyos y ardía en deseos de abrazar a su padre, a su madre y a sus hermanos. ¡Tenía tantas cosas que contarles…!

Al llegar al Corral de la Calderería, supo que algo muy grave había ocurrido. La puerta y las ventanas de su casa, que quedaba al fondo de la plaza, estaban cerradas y aseguradas con tablones claveteados. Se acercó tirando de la reata del asno, mientras su corazón latía con tal fuerza que sintió un ahogo. Una mujer que, con un cántaro al costado, iba a por agua a la fuente de la iglesia de San Martín, al verlo de aquella guisa, sintió curiosidad.

—¿Buscas a alguien? —preguntó con desparpajo.

—Sí, a Salomón Canches. Esta era su casa.

La mujer lo miró de arriba abajo sin disimular su desprecio.

—Dices bien, era su casa, pero ya no lo es.

Moisés Canches notó cómo la sangre golpeaba con fuerza en sus sienes.

—¿Cómo…, cómo que ya no lo es? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde están él y su familia?

—¡Una vara bajo tierra! —exclamó la mujer alzando la voz, como si se regocijase con la noticia.

—¿Qué…, qué quieres decir? —preguntó Moisés tartamudeando.

—¡Que murieron! —proclamó con desdén.

—¿Cuándo? —inquirió angustiado.

La mujer lo midió otra vez con la mirada, recreándose en los andrajos.

—¿Eres forastero?

—No, soy de aquí.

—¿Y no te has enterado de la revuelta?

—¿Revuelta? ¿De qué revuelta me hablas?

—La que hubo hace un par de años, cuando se corrió la voz de que la peste había brotado de nuevo.

—¿A qué peste te refieres?

—Bueno…, en realidad, a ninguna.

—¿Pretendes volverme loco?

La moza se acomodó el cántaro en la cintura y le hizo una mueca de asco.

—¿Acaso no lo estás?

—¡Dime qué ha ocurrido, te lo suplico! —imploró Moisés.

—Se extendió el rumor de que llegaba una nueva peste; en la zona del Bierzo se habían producido unas muertes extrañas. La gente estaba muy alterada y alguien dijo que los pozos habían sido envenenados. Se culpó a los judíos.

Moisés cerró los ojos; no necesitaba saber más. Lo mismo había ocurrido en Palermo. Dos veranos atrás, se propagó por la ciudad una epidemia de tabardillos maliciosos que causó numerosas defunciones. Su maestro lo achacó a las picaduras de los piojos y recomendó mucha higiene, pero nadie le echó cuentas. Los primeros casos se habían dado entre los presos de la cárcel, hacinados en las mazmorras, víctimas de la miseria y cubiertos de mugre. La mortandad se extendió rápidamente y se culpó a los judíos, a los que también se acusó de lo mismo: haber envenenado las fuentes y los pozos. La matanza fue terrible. Más de quinientas personas murieron acuchilladas, arrojadas por los balcones de sus casas y rematadas en el suelo o quemadas vivas en el interior de sus viviendas. La judería de la ciudad quedó arrasada.

Moisés reparó entonces en algo. Muchas otras casas del barrio también estaban cerradas a cal y canto.

—¿Murió toda la familia? —preguntó con un hilo de voz.

—Creo que escapó la pequeña —lo dijo como si le molestase.

Moisés comenzó a sollozar y se llevó las manos a la cara.

—¿No serás de la familia? —preguntó ella.

Apenas podía articular palabra, de modo que asintió con un ligero movimiento de cabeza. Abrumado por el dolor, cayó de rodillas. La mujer lanzó un escupitajo y se alejó, arrepentida de haberse entretenido con aquel judío.

Moisés dedicó las siguientes horas a buscar información sobre su hermana, pero nadie le daba noticias, ni siquiera entre los judíos que habían sobrevivido al pogromo y que trataban de reconstruir sus vidas en aquel espacio, entre el lienzo sur de la vieja muralla y las casas que quedaban a la derecha del llamado Camino Francés, en el Burgo Nuevo. Sin dinero, ni medios de subsistencia, consiguió acreditarse como hijo de Salomón Canches y se le permitió tomar posesión de su casa, donde se instaló como médico y herborista, después de exhibir la cédula expedida por la Universidad de Palermo que lo acreditaba como doctor en Medicina.

Hacía ocho años —al poco de marcharse de León, cumpliendo los deseos de su padre— que había pasado por las aulas de Montpelier, ocultando su condición de semita, donde había aprendido anatomía y había estudiado a Hipócrates y a Galeno. Pero fue en Palermo donde su vocación por la medicina se convirtió en el eje de su vida. Allí, de la mano de un médico musulmán, Alí ibn Kalib, que lo acogió como al predilecto de sus discípulos, conoció a Dioscórides y se empapó del contenido de su De materia medica, en cuyas páginas había aprendido a valorar las propiedades de las plantas, alejándose de las supersticiones que rodeaban a muchas de ellas. La muerte de su maestro en el terrible ataque que sufrió la judería de la ciudad —Canches salvó la vida gracias a un golpe de suerte— lo impulsó a regresar a León. Gastó sus últimos dineros en conseguir un pasaje en una galera aragonesa y, tras un azaroso viaje, llegó a Mallorca. Allí ejerció la medicina en condiciones muy difíciles y necesitó casi cuatro meses de trabajo para conseguir el dinero con que pagarse un pasaje a Valencia, desde donde emprendió un verdadero periplo para llegar a León.

El viaje significó meses de penalidades sin cuento, pero que fortalecieron su espíritu y le permitieron adquirir una experiencia práctica sobre el valor de las plantas. Llegó hasta lugares recónditos en busca de algunas que atesoraban propiedades extrañas. Dio rodeos propios de un demente, caminando leguas y leguas por sendas perdidas, y alejándose del itinerario que lo conducía a su destino, para encontrar hierbas rarísimas que, sin embargo, podían curar enfermedades consideradas incurables. Consultaba una y otra vez su ajado ejemplar de la De materia medica, que guardaba como el más preciado de sus tesoros, donde el sabio griego había dejado una larga lista de más de seiscientas especies con las que podían aplicarse una gran variedad de remedios. Subió hasta las laderas del Moncayo para hacerse con una provisión de corteza de una especie autóctona de Pinus niger. Visitó el monasterio de Veruela, en cuya botica se guardaba uno de los únicos ejemplares de la Historia de las plantas de Teofrasto. El hermano herbolario, un monje venerable y bonachón, le permitió copiarlo, después de obtener la autorización del prior. También hizo incursiones, poniendo en riesgo su propia vida, para conseguir Polypodium vulgare, un helecho cuya decocción le permitía obtener un magnífico laxante; no paró hasta encontrar las flores amarillas de la fárfara, también llamada tusilago, porque era el mejor de los remedios contra la tos y las enfermedades del pecho. Más fácil le resultó hacerse con una buena provisión de los populares espolones de gallo, unos espinos blancos que muchos campesinos utilizaban para levantar los setos que delimitaban sus heredades; lo que casi todos ignoraban era que tenía propiedades hipnóticas más poderosas que las de la valeriana. Buscó las pestilentes hojas de la Datura stramonium, una planta peligrosa que algunos utilizaban como veneno, pero que en cantidades adecuadas era un excelente remedio para los dolores de huesos.

La vida en León transcurría para Moisés en medio del desasosiego y las penurias materiales. No tenía nombre, ni amistades, ni clientela. La comunidad judía estaba tan depauperada tras el asalto sufrido que apenas podía ayudarle, aunque muchos días comió por mano de alguno de sus vecinos. Conseguir el sustento cotidiano suponía una aventura diaria que no siempre culminaba con éxito. Durante varias semanas dedicó la mayor parte de su tiempo a adecentar la casa, que había sido saqueada antes de que fuese cerrada a cal y canto. Un día, en el fondo de una alacena, en un escondrijo disimulado con unas tablas, encontró un manuscrito encuadernado en piel de becerro que los saqueadores no habían visto.

Lo sacó con sumo cuidado, como si de un preciado tesoro se tratase, y comprobó que había otros dos volúmenes. En la cubierta, escrito con una letra que el paso del tiempo había desvaído, podía leerse un nombre que, en aquel momento, carecía de significado para él: Zohar. Al abrirlo, el cuero de la encuadernación crujió reseco. En la primera página podía leerse otra vez aquella palabra y, debajo, el nombre de Simón bar Yohai. En la parte inferior había una fecha y aparecía el nombre de su padre: Salomón Canches. Lo depositó cuidadosamente sobre una de las baldas de la alacena y tomó el segundo de los libros. Tenía la cubierta ajada por el manejo y no había ninguna referencia a su contenido. El cuero era de peor calidad, estaba renegrido y presentaba manchas de humedad. Lo abrió y encontró el título en la primera página: Los diez sefirot, y unas líneas más abajo el nombre de su padre. A diferencia del anterior, que estaba confeccionado en recio pergamino, este estaba escrito sobre papel. Su textura era muy frágil, casi transparente, y la tinta había mordido los pliegos en algunas partes, traspasándolos. El tercero de los textos era un volumen primorosamente encuadernado en piel de cordero, con el título grabado a fuego en el lomo y la tapa: Comentarios al Pentateuco. Su autor era, según rezaba en la primera página, Abraham ben Meir ibn Ezra. Había oído hablar de él a su padre. Decía que era un trotamundos, interesado por todo tipo de conocimientos, que trataba de interpretar las Sagradas Escrituras a partir del significado de las propias palabras.

Moisés, obsesionado con la medicina, había prestado poca atención a las llamadas ciencias rabínicas, a pesar del interés de su padre. En no pocas ocasiones, le dijo que el estudio de la medicina y el conocimiento de la naturaleza divina y de sus conexiones con el universo no eran incompatibles. Por primera vez en su vida lamentó no haber seguido los consejos de su progenitor. Dejó escapar un suspiro y colocó los tres libros junto a los textos de Dioscórides e Hipócrates, que conservaba como su más valioso patrimonio junto a otra media docena de manuscritos.

Adecentó la casa lo mejor que pudo, aunque la falta de medios le permitió poco más que limpiarla, ordenarla y hacerse con alguna ropa de su padre y hermanos. Los cristianos no robaban las ropas usadas por los judíos, por haber estado en contacto con el cuerpo de unos seres considerados impuros. Esto le permitió desprenderse de sus andrajos. Pasaba parte de la jornada estudiando a Dioscórides y a Hipócrates, y confeccionando pócimas, jarabes, pomadas y ungüentos, aunque no había demanda. Empleaba el resto del día en indagar sobre el paradero de su hermana Sara, aunque sin muchas esperanzas de encontrarla.

Por la noche lo mortificaban pesadillas en las que Sara aparecía como concubina, sometida a toda clase de vejaciones, en el harén de un comerciante nazarí que la había comprado en un mercado de esclavos. Se despertaba bañado en sudor, agotado, como si hubiese estado trabajando sin cesar, y con fuertes dolores de cabeza.

Una noche, dos meses después de haber llegado a León, sonaron en la puerta unos golpes recios y nerviosos cuando se disponía a acostarse. No pudo evitar un estremecimiento de temor: unos golpes a aquellas horas en casa de un judío no podían anunciar nada bueno.

—¿Quién va? —preguntó sin levantar la tranca, ni descorrer el cerrojo que aseguraba la puerta.

—¡Abre, en nombre del corregidor! —gritó una voz al otro lado.

Atemorizado, pensó en huir. Podía intentarlo saltando las albardillas del patio trasero de la casa, pero desechó la posibilidad porque, si habían ido a prenderlo, se habrían asegurado de cortarle la huida. La autoritaria voz retumbó de nuevo en el silencio de la noche.

—¡Abre o echamos la puerta abajo!

—¡Ya va, ya va!

Descorrió el cerrojo, alzó la tranca y tiró de la puerta. Ante él aparecieron dos individuos; uno portaba una antorcha que alzó para mejorar la visión. La resina chisporroteó al caer unas gotas.

—¿Eres Moisés Canches?

—Ese es mi nombre.

—¿El médico?

Le sorprendió la pregunta.

—Sí.

—Si tienes que llevarte algo para atender a un enfermo, cógelo rápidamente y acompáñanos.

Moisés, sorprendido, vaciló.

—¡Vamos, que no disponemos de toda la noche! —lo apremiaron.

—¿Por qué habéis dicho que abriese en nombre del corregidor?

—¡Porque venimos en su nombre!

—¿En nombre del corregidor?

—Sí, ¿algún problema? —le espetó el de la antorcha en tono provocativo.

Moisés no salía de su asombro. ¿Cómo era posible que acudiesen a él? Apenas llevaba dos meses en la ciudad y no había tenido la posibilidad de hacer algo que avalase su capacidad como médico.

—¿Quién ha pensado en mí? —preguntó amoscado.

—Preguntas demasiado, pero, por si te interesa, ha sido el escribano del cabildo.

Allí estaba la respuesta a sus dudas. Había acudido al ayuntamiento para presentar sus credenciales y el escribano había emitido la cédula que le permitía ejercer la profesión. Notó cómo un calambre recorría su espalda. La situación tenía que ser desesperada para que acudiesen en su busca. Probablemente iba a enfrentarse a un problema sin solución.

—¿Quién es el enfermo?

—¡Deja de hacer preguntas de una maldita vez! ¡Coge lo que creas necesario y acompáñanos! ¡Deprisa!

Moisés asintió.

—Sólo será un momento. ¿Queréis pasar?

—No —respondieron los dos al unísono.

—Aguardad, entonces.

Se ratificó en la idea de que, si lo llamaban, la situación debía de ser desesperada. Acudían a él como último remedio. Pensó que también era una oportunidad. Estaba dispuesto a jugarse el todo por el todo, y con un poco de suerte quizá… Con un sentimiento de orgullo como jamás había tenido en relación con su pertenencia a la grey hebrea, se puso la kipá de su padre, la que utilizaba cuando acudía a la sinagoga para cumplir con sus obligaciones religiosas, y colocó en su bolsa de médico lo imprescindible.

—¡Vámonos!

Se sobrecogió al comprobar que la casa era la de don Rodrigo de Villalpando, cercana al monasterio de San Isidoro. En la puerta había varios corrillos y cierta agitación, aunque todos hablaban con voz queda. A lo lejos se oían las alertas de los centinelas que rondaban en los adarves. Unos fanales colgados de argollas iluminaban la noche. Al verlo llegar, se hizo el silencio entre los congregados, que se apartaron para dejarle paso. En el zaguán aguardaba el ama de llaves, una mujer de mediana edad, metida en carnes, con un llamativo bigote y un grueso lunar en la mejilla izquierda. Al verlo con la kipá cubriendo su coronilla, la mujerona se santiguó, pero Moisés no se amilanó.

—¿Dónde está el enfermo?

—¡Seguidme! —le ordenó la mujer.

En el portal había otro grupo de personas y al menos dos de ellos eran clérigos; su presencia también allí fue acogida con un silencio expectante. Subieron por una escalera amplia, de peldaños labrados en piedra y poco pronunciados. Desde la planta de arriba llegaba el murmullo de varias conversaciones: debía de haber mucha gente. En la galería lo esperaba un joven cuyas vestiduras realzaban la distinción de su porte.

—Mi nombre es Diego de Villalpando, ¿sois el médico?

—Sí, soy Moisés Canches.

Miró por encima del hombro del joven y vio a dos médicos, según dedujo de sus hopalandas negras de amplias solapas. Por un momento, sus miradas se cruzaron en un desafío silencioso.

Entraron en una alcoba, acompañados por el ama de llaves, y los recibió un tufo denso y fuerte. Las ventanas estaban cerradas, las cortinas echadas; en la penumbra, la atmósfera era casi irrespirable.

Había cuatro pebeteros donde se quemaban esencias aromáticas, a modo de sahumerios. Varias personas parloteaban en un rincón y al menos media docena se agolpaba alrededor del enfermo, hundido en la inmensidad del lecho.

—¿Quién es el enfermo? —preguntó al joven.

—Mi padre, el corregidor.

El médico paseó la mirada a su alrededor de forma significativa.

—¿Qué hace aquí toda esta gente?

—Son familiares y amigos.

—Creo que deben salir.

—¿Qué habéis dicho? —preguntó el joven entre sorprendido y enfadado.

—Que deben salir de la alcoba… por el bien del enfermo.

—¿Pretendéis quedaros a solas con mi padre?

Moisés entendió el porqué de la pregunta: los médicos judíos eran sospechosos de matar a más cristianos de los que curaban. Corría la voz de que envenenaban a sus pacientes y, aunque hubieran demostrado sobradamente su suficiencia, su condición de judíos los convertía en sospechosos.

Algunos habían pagado con su vida al no poder salvar la del enfermo al que asistían, pese a haber puesto toda su ciencia y empeño en lograrlo.

—¿Vive vuestra madre?

—No.

—¿Tenéis algún hermano?

—Una hermana.

Señaló con la mirada a una joven de largas trenzas rubias.

—Quedaos ambos.

—¡Fuera todo el mundo! —gritó el joven.

—También deben sacarse esos pebeteros.

—Los médicos han dicho que limpian las miasmas del ambiente.

—Mi opinión es que deben sacarse.

El joven lo miró fijamente. Aquellos ojos le decían que, si su padre moría, la culpa recaería sobre él. Era un riesgo porque aún no sabía qué clase de mal aquejaba al corregidor, ni el daño que había hecho la enfermedad en su organismo.

—¡Felisa, que saquen los pebeteros! —ordenó el joven al ama de llaves.

Moisés percibió mucha dureza en las miradas de quienes abandonaban la alcoba.

—¡Ana, tú te quedas!

Unos criados sacaron los pebeteros y se vivió un momento de tensión cuando uno de los médicos que estaban en la galería intentó impedirlo.

—¡Las miasmas acabarán con su vida! —gritó al hijo del corregidor.

—Lo que acabará con su vida es esta humareda irrespirable —le respondió Moisés.

Los criados aguardaban indecisos.

—¡Sacad los pebeteros! —ordenó el hijo del enfermo.

—¡No respondo de lo que pueda suceder! —gritó el médico, descompuesto, abandonando la alcoba sin molestarse en cerrar la puerta. Lo hizo Moisés suavemente.

Bajo la atenta mirada de los hermanos, observó en silencio al enfermo, que estaba sumido en un profundo sopor. Después le abrió la boca con una pequeña pala de madera y comprobó que tenía la lengua blanca. Examinó atentamente los globos oculares, que presentaban un tono amarillento, y durante varios segundos mantuvo su mano derecha sobre la frente para comprobar la temperatura. Luego sacó de su bolsa una trompetilla de madera y auscultó su pecho: la respiración era agitada y ruidosa, como si algo atascase los pulmones.

Los hijos del enfermo no perdían detalle.

El corregidor estaba demacrado. Moisés comprobó, al levantarle las mangas de la camisa, la extrema delgadez de sus brazos, donde eran visibles las heridas producidas por las sangrías que le habían practicado.

—¿Cuántas sangrías le han hecho?

—Varias, pero no sabría deciros cuántas.

—En el vientre le han aplicado sanguijuelas —comentó doña Ana.

Moisés negó con la cabeza, mostrando así su desa- cuerdo.

—¿Cómo está? —preguntó la joven con una voz dulce, casi melodiosa.

—Muy grave, pero quizá haya remedio para su mal.

Los ojos de la joven se iluminaron al escuchar las primeras palabras de esperanza en varios días.

—¿Os fiais de mí? —preguntó mirándolos fijamente.

Sólo obtuvo silencio.

—Necesito una respuesta.

El hijo del corregidor se encogió de hombros.

—No os conozco y tengo que confesaros que, si hemos acudido a vuestros servicios, es porque estamos desesperados. Desconocemos vuestros métodos y hasta dónde alcanza vuestra ciencia. Además…, además…

—Además soy judío —confirmó Moisés.

—Lo lamento, pero ese no es un punto a vuestro favor.

—Yo tengo confianza en vos —comentó doña Ana a media voz.

—¿Significa eso que seguiréis mis instrucciones al detalle?

—¡Contad con ello! —respondió sin vacilar.

—Bien, ordenad que despejen la casa. Todo este barullo sólo puede perjudicar a vuestro padre, que necesita tranquilidad y reposo.

—¿Qué más deseáis? —preguntó don Diego.

—¿Hay otro aposento más confortable?

—¿No os parece este suficiente? —inquirió molesto.

—Más que suficiente, si la atmósfera no estuviese tan viciada. Vuestro padre necesita respirar aire limpio y esta alcoba debería ser ventilada.

—Se hará como indicáis. ¿Algo más?

—Sábanas limpias en el lecho y se acabaron las sangrías.

—¿No son buenas? —preguntó doña Ana sorprendida.

—En sus actuales condiciones ejercen el mismo efecto que un veneno.

—¿Estáis seguro?

—Completamente. Ni sanguijuelas, ni incisiones. ¿Qué ha comido vuestro padre en las últimas cuarenta y ocho horas?

—Nada. Los doctores han prescrito una dieta rigurosa para limpiar los malos humores del cuerpo.

Moisés resopló con incredulidad.

—Avisad a la cocina y que preparen un caldo sustancioso.

—¡Ahora mismo! —exclamó la hija del enfermo casi entusiasmada.

—¡Aguardad un momento, por favor! —Moisés rebuscó entre las hierbas de su bolsa y sacó dos pequeños manojos—. Que preparen una tisana con estas hierbas y que le añadan un poco de miel.

Una vez solos, pidió a don Diego que le contase la evolución de la enfermedad.

—Dadme todos los detalles, sin olvidar ninguno, aunque os parezca una minucia.

Don Diego explicó el proceso, aunque reconoció que su hermana podría ser más precisa. Fue ella quien le contó que primero se pensó que se trataba de un resfriado, pero luego la tos fue cada vez mayor hasta producirle ahogos angustiosos. Entonces los médicos recetaron una sangría para rebajar los humores y, al no surtir efecto, le hicieron dos más.

—Protesté porque lo veía cada vez más débil, pero me contestaron con latines.

—¿Qué pasó después?

—La calentura era cada vez más fuerte. Entonces le aplicaron las sanguijuelas.

—¿Qué más?

—Después determinaron una dieta rigurosa para que se limpiase el organismo. Entonces dejó de delirar.

—Creo que le faltaban las fuerzas para ello —añadió don Diego.

—No andáis muy descaminado.

—¿Qué tiene mi padre, doctor? —preguntó doña Ana.

—Una afección pulmonar que un tratamiento equivocado ha puesto al borde de la muerte. Sus pulmones están inflamados y su organismo muy debilitado.

—¿Creéis que sanará?

—Existe una posibilidad, pero sería bueno que rezarais a vuestro Dios.

Mientras en la cocina preparaban el caldo y la tisana, los criados invitaron a la concurrencia a marcharse. Luego trasladaron al enfermo a una pequeña y acogedora estancia, que olía a limpio. Con mucho esfuerzo, el enfermo tomó algo de caldo y la tisana. Doña Ana y Moisés lo velaron toda la noche. El día siguiente fue crítico: la calentura no remitía y el enfermo no salía del sopor. El médico insistió en su tratamiento a base de tisana y más caldo. Por la tarde, Moisés estaba preocupado; se preguntaba en qué había equivocado su diagnóstico. La segunda noche se hizo más larga que la primera. La hija del corregidor y Moisés la pasaron dando cabezadas en un incómodo duermevela. Al amanecer del segundo día la fiebre empezó a remitir y el sueño se hizo más sereno. El enfermo durmió toda la mañana sosegadamente.

Cuando Felisa subió el caldo y la tisana, Moisés dijo que no se le despertase.

—¡Pero tiene que tomarlo!

—Ese sueño repara sus fuerzas más que si se comiese una pierna de cordero.

—¿No pretenderéis que me crea tamaña estupidez?

—Lo que os digo es cierto.

—¿Dónde os han dado vuestra cédula de médico? ¿La habéis comprado en una almoneda?

Doña Ana reprendió a Felisa, pero el médico, que tenía marcado en su semblante el efecto de la dureza de dos noches de vigilia, salió en defensa del ama de llaves.

—Quizá he exagerado al decir una pierna de cordero.

A mediodía el corregidor recobró la lucidez. Manifestó tener hambre, pero hubo de conformarse con un tazón de caldo y otra tisana endulzada con más miel que las anteriores. Por la noche, Moisés le permitió comer algo sólido. La calentura apareció de nuevo, pero de forma débil; era poco más que destemplanza. Su respiración había mejorado mucho, aunque todavía tenía algún acceso de tos; aun así pasó una noche tranquila. A pesar de tener un sueño agitado, Moisés consiguió dormir. Doña Ana, por su parte, se había retirado a descansar a sus aposentos; de madrugada, acudió a la habitación de su padre y la llenó de alegría verlo dormir y a Moisés roncar.

Al día siguiente el enfermo abandonó el lecho, mostrando síntomas de que su recuperación iba a mejor. Comió con apetito una rebosante escudilla de berzas y compartió con el médico una pierna de cordero. La fiebre había desaparecido y la tos era apenas un recuerdo, tan sólo un carraspeo de garganta. A la caída de la tarde, Moisés dijo que sus servicios ya no eran tan urgentes, aunque señaló que regresaría al día siguiente. El enfermo debía quedar en reposo un par de días más, mantenerse abrigado y seguir tomando la tisana para la que dejó suficiente provisión de hierbas.

El corregidor pagó con largueza sus servicios y le indicó que allí tenía un amigo para cuando fuera menester. Fue entonces cuando Moisés le solicitó su ayuda para dar con el paradero de su hermana. Doña Ana y don Diego estaban exultantes con que su padre pudiese compensarle sus desvelos por devolverle la salud, más allá del dinero. El corregidor tomó como algo personal encontrar a Sara.

Moisés se marchaba cuando el ama de llaves lo abordó en el portal.

—Este ganapán —dijo señalando a un pilluelo de grandes ojos negros que llevaba un cesto tapado por un paño de una blancura inmaculada— os acompañará a vuestra casa.

Por primera vez, ella le dedicó una sonrisa.

Moisés premió al pilluelo con medio maravedí y, apenas se hubo marchado, comprobó el contenido del cesto: dos muslos de capón asado, una crujiente hogaza de pan recién horneada, un trozo de cecina, medio queso, una escudilla con requesón, pan de higo, un tarro con miel y un pellejillo lleno de vino.

Unas semanas más tarde supo que su hermana pequeña había sido recogida por un rabino, amigo de su padre, que vivía en Nájera. Hasta allí fue Moisés. Se encontró con que Sara era una preciosa joven de quince años —cuando él se marchó acababa de cumplir los siete— y se hizo cargo de ella, después de agradecer al rabino sus desvelos. Este le entregó los títulos de propiedad de la casa que se había preocupado en conservar, así como una cantidad de dinero puesta a buen recaudo en medio de la confusión del pogromo. Era una bonita suma porque la había administrado con sabiduría y prudencia. Supo también que sus padres y sus otros tres hermanos estaban enterrados en el Prado de los Judíos, al otro lado de las barreras que cerraban la judería, frente al Hospital del Rey.

Por boca de don Yucef, así se llamaba el rabino, se enteró de que la matanza había sido una reacción del populacho, alentada por algunos beneficiados de la catedral, que no estaban dispuestos a aceptar la creciente influencia de la comunidad hebrea en León.

—He oído decir que los impulsores fueron el deán de la catedral y un regidor llamado Villafañe, que eran deudores de Benjamín Panigre.

—¿Les prestaba dinero? —preguntó Moisés.

—Grandes sumas que gastaban en jaranas y diversiones con mujerzuelas.

—¿Organizaron una matanza para no pagar unas deudas?

—La situación es mucho más compleja —se quejó don Yucef—. En otros lugares también ha habido muertes y saqueos; existe gran animadversión hacia nuestro pueblo. Las cosas van de mal en peor. Es una suerte que contéis con el favor del corregidor.

La curación del corregidor, desahuciado por los médicos cristianos, corrió de boca en boca y, en pocas semanas, la clientela afluyó a su casa en busca de remedios. Moisés Canches se convirtió en un médico reputado, pese a su condición de judío, y Sara se hizo cargo de la casa. Construyeron un verdadero hogar, donde Moisés dedicaba cada vez más tiempo a la lectura de los libros encontrados en la alacena, aunque avanzaba poco por falta de fundamento para abordar el estudio de los sefirots y comprender el profundo significado de los contenidos del Zohar.

Una tarde, después de haber atendido a todos sus pacientes, se encaminó a casa del rabino Josué ben Limón, quien tenía fama de profundo conocedor de la Torá. Moisés pensó en lo orgulloso que estaría su padre si lo viese como un médico reputado, cada vez más interesado en el estudio de los textos sagrados.

El secreto del peregrino

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