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VI

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París, 1358

Habían transcurrido casi dos años desde que Nicolás Flamel había visitado a Pierre Courzon, el mismo día en que llegaban a París las primeras noticias del desastre sufrido por el ejército francés en Poitiers. En los días siguientes, las noticias no hicieron sino confirmar las primeras impresiones. La derrota había sido completa, el enemigo había ocupado comarcas enteras, los muertos se contaban por millares y, efectivamente, el rey Juan había caído prisionero. Los ingleses lo trasladaron a Londres y exigían por él un rescate fabuloso. En medio de grandes dificultades, el Delfín se había hecho cargo del Gobierno en ausencia de su padre. La agitación se había extendido por los campos de Francia, donde los campesinos, agobiados por los impuestos, se habían alzado en las comarcas al norte de París. Los sucesos eran particularmente graves en la zona de Beauvais y el malestar también se manifestaba dentro de los muros de París, donde a diario se producían altercados, muchos de ellos provocados por los estudiantes del barrio Latino, en la orilla izquierda del Sena.

Pernelle había asumido que su marido no podía ignorar la visión del ángel. Después de la trifulca que supuso la visita a Pierre Courzon, descartado que la aparición pudiese estar relacionada con el diablo, se serenaron mucho las aguas. Con la complicidad de su esposa, Flamel dedicó cada vez más tiempo al estudio de la alquimia. Haciendo gala de una extrema discreción, alternaba sus tareas como escribano con sus primeros ensayos alquímicos en un pequeño laboratorio instalado en el sótano de su domicilio. Una vez eliminadas sus reticencias, Pernelle se había convertido en una colaboradora imprescindible para sus ensayos y experimentos. El entusiasmo se había apoderado del matrimonio, que buscaba formas para convertir en realidad la gran obra que todo alquimista perseguía con el anhelo de verla materializarse ante sus ojos.

A lo largo de aquellos meses habían logrado algunos progresos y acumulado un elevado número de fracasos. La servidumbre de la casa mantenía una absoluta discreción acerca de las actividades de sus amos, por lo que nadie en el barrio sospechaba que los Flamel se dedicaban a la alquimia. Para los burgueses de Saint-Jacques-la-Boucherie, se trataba de una práctica abominable, propia de gentes poco recomendables que no vacilaban, guiados por la codicia, en invocar a seres malignos e incluso en tener tratos con el diablo.

En la escribanía el trabajo aumentaba gracias a su acreditada discreción en asuntos confidenciales, así como por la calidad de su caligrafía, valorada por muchos clientes. Su oficina de escribano era la más concurrida de París. Los encargos de la universidad se multiplicaban e incluso llegaban clientes de fuera de la ciudad. El pequeño local donde, años atrás, había iniciado su andadura había crecido con el negocio. Flamel adquirió la casa medianera, con espacio suficiente para que trabajasen media docena de jóvenes escribientes, buenos oficiales del gremio de escribanos.

Lo único que perturbaba una vida dedicada por entero a su trabajo y a los experimentos alquímicos era la dura realidad impuesta por la guerra contra los ingleses. Las noticias eran pésimas. Después de la derrota de Poitiers y del encarcelamiento del rey, bandas de soldados que habían abandonado la disciplina de sus ejércitos, haciendo uso de la fuerza, campaban por las campiñas saqueando y robando a los indefensos campesinos y viviendo de los latrocinios que cometían. En muchos lugares, la lucha contra los ingleses había llevado a los señores a exigir mayores impuestos a los campesinos sometidos a su dominio, alentando entre ellos un espíritu de rebeldía. A los rebeldes empezaba a conocérseles como «Jacques», el mismo nombre que se daba a los peregrinos que hacían el camino para postrarse ante la tumba del apóstol Santiago.

La tarde estaba mediada cuando dos individuos, envueltos en capotes grises de burdo paño como los que utilizaban los campesinos para protegerse del frío y de la lluvia, entraron en la escribanía. Su aspecto hizo recelar a los oficiales; pensaron que podía tratarse de Jacques. Algunos, ocultando su identidad, habían entrado recientemente en París. Por un momento, cesó el rasgueo de las plumas sobre el papel que, cada vez con más frecuencia, sustituía a las costosas vitelas de los pergaminos. El antiguo material en que se habían elaborado cartularios y códices quedaba ya reservado para clientes caprichosos o para obras muy especiales.

Michel, el más antiguo de los oficiales, encargado de atender a los clientes en ausencia del maestro, se acercó con cautela a los recién llegados. Al ver que el más corpulento de los desconocidos hacía un extraño movimiento, se echó hacia atrás temiendo que apareciese un puñal en su mano. En lugar de sacar una daga, el individuo se quitó el capote que lo había protegido de la lluvia que caía sin cesar desde el amanecer.

La sorpresa de los seis pares de ojos pendientes de ellos fue mayúscula, pues las vestiduras de los recién llegados desdecían de la pobreza de los capotes. Aquellos desconocidos no podían ser Jacques; no había más que reparar en la riqueza de sus jubones confeccionados con paños de Flandes, orlados de piel y forrados de seda. Sin embargo, la visita resultaba extraña. La gente que vestía de ese modo no aparecía por la escribanía; mandaban recado para que el maestro acudiese a su casa.

—¿En qué puedo servir a los señores?

—¿Está maese Flamel? —respondió el más corpulento.

—¿Quién pregunta por él?

—Étienne Marcel.

Al escuchar aquel nombre, los jóvenes oficiales se removieron inquietos en sus pupitres, preguntándose qué podía hacer allí el preboste de París. Michel, visiblemente nervioso, se acercó al compañero más próximo y le susurró algo al oído. El oficial dejó el cálamo entintado sobre un paño manchado y, sin limpiarse las manos ni decir palabra, salió a toda prisa.

—¿Tienen sus señorías la bondad de acompañarme?

Michel los condujo hasta un lugar reservado donde eran atendidos los clientes a quienes se dispensaba una mayor consideración. Era una estancia recogida y agradable, sencillamente amueblada. Había media docena de sillones tapizados en piel de becerro dispuestos alrededor de una maciza mesa de nogal.

—Acomódense como gusten; el maestro vendrá enseguida.

Efectivamente, a los pocos minutos apareció Nicolás Flamel con el rostro alterado por las prisas.

—¡Señoría, es un honor para mí que visitéis mi casa, que también es la vuestra!

Jamás había hablado con aquel hombre, pero lo había visto en diferentes ocasiones; en algunos actos en la catedral y en el ayuntamiento. Étienne Marcel, señalando a su acompañante, hizo las presentaciones.

—Os presento a su eminencia el obispo de Laon, Robert Le Coq.

El escribano se quedó estupefacto. La apariencia de Le Coq distaba mucho de ofrecer la imagen de un obispo, pues vestía como un gentilhombre. Era enteco de carnes, tenía el rostro alargado, la nariz aquilina y una mirada penetrante. El prelado hizo un leve gesto con la cabeza y le ofreció su enguantada mano, donde relucía un anillo con una gran amatista. Flamel, turbado por su presencia, la tomó con respeto y rozó con los labios el anillo episcopal. Al alzar los ojos se dio cuenta de que en la mirada del prelado había algo que amedrentaba. Disimulando su embarazo, los invitó a tomar asiento y, una vez acomodados, preguntó:

—¿A qué debo la presencia de tan altas dignidades en mi humilde escribanía?

Calificarlos de aquella forma no era una muestra de servilismo por parte de Flamel. El obispo de Laon era uno de los prelados más importantes del reino y su pasión por la política lo había convertido en uno de los personajes más relevantes del estamento eclesiástico. Por su parte, Étienne Marcel era en aquellos momentos el hombre más influyente de Francia. Presidía las corporaciones gremiales de la ciudad y su influencia, como cabeza visible de la burguesía del reino en los Estados Generales, era más que considerable.

Por París corría el rumor de que el preboste y el obispo habían cerrado un acuerdo para hacer frente a la gravedad de la situación que el encarcelamiento del rey había generado.

—Nuestra presencia —respondió el preboste— está relacionada con el rescate de nuestro rey.

—No os entiendo, señoría.

—Supongo que estáis al tanto de los rumores que circulan por París sobre este asunto.

El escribano se removió inquieto en su asiento.

—Algo he oído, pero tan sólo rumores, señoría. Sigo sin comprender…

El obispo, que parecía disfrutar con la desazón del escribano, miró al preboste dibujando una sonrisa maliciosa en sus labios.

—Hijo mío, os veo inquieto y debéis sosegaros. Lo que su señoría y yo requerimos de vos es algo muy simple, algo que está en vuestra mano.

—¿Algo que está en mi mano, eminencia?

—Así es. Lo que necesitamos está relacionado con vuestro oficio.

A medida que crecía su inquietud también lo hacía su curiosidad.

—Disculpad mi torpeza, eminencia, pero no acabo de entenderos.

Con la mirada, el obispo invitó a hablar al preboste.

—Veréis, Flamel, nuestra presencia se debe a que lo que deseamos de vos no podría hacerlo cualquier escribano de los muchos que tienen abierta oficina en París.

—No os entiendo, señoría.

—Muy sencillo, ninguno tiene la fama de discreto que os acompaña, y la discreción es pieza principal en este negocio. Prestad atención y prometedme vuestro silencio; lo que voy a deciros no puede salir de estas cuatro paredes. —El escribano notó cómo se le erizaba el vello de la nuca—. Por cierto, ¿vuestros oficiales pueden escuchar esta conversación?

—No lo creo, pero si se sienten más a gusto, puedo despedirlos. Os aseguro que antes de que haya acabado de decirles que se marchen ya estarán en la calle.

—Si no os importa —señaló el obispo.

Flamel, algo confuso, salió del despacho.

—¡Basta por hoy! —ordenó a sus oficiales.

En contra de lo esperado, los escribientes se mostraron algo más que remolones. No todos los días se recibía una visita de tanto fuste. Sorprendido por su actitud, tuvo que insistir hasta que el último de ellos abandonó la oficina. Cerró la puerta y echó la tranca. La ausencia de sus oficiales le produjo cierta sensación de miedo.

—Puedo aseguraros que nadie escuchará nuestras palabras.

—Sentaos y sosegaos —le indicó el preboste.

Durante unos segundos, muy largos para el escribano, el silencio imperó en la sala. Miró a Étienne Marcel. Se decía que era el hombre más rico de París y que su pasión por la política era mayor que su interés por los negocios.

Por fin, la voz del preboste sonó pausada, casi monocorde.

—Nuestra visita, como os he dicho, está relacionada con el rescate que los ingleses piden para poner en libertad al rey Juan.

—Pero lo que se dice será pura fábula, ¿no es cierto? —preguntó Flamel, nervioso.

—¿Por qué decís que es pura fábula?

—Bueno…, en realidad…, en realidad… —Los nervios le habían jugado una mala pasada—. Me refiero a la cifra que, según se rumorea, piden los ingleses.

—¿Qué cifra habéis escuchado? —preguntó el obispo.

—¡Una locura, eminencia! Es algo tan irreal que ni siquiera…, ni siquiera me atrevo…

—¿Qué cifra? —lo interrumpió el preboste.

—¡Tres millones, señoría! ¡Tres millones de sueldos! —exclamó escandalizado.

El preboste y el obispo intercambiaron una mirada. Flamel recordó haber escuchado en una conversación de las que tenían lugar los domingos a la puerta de la parroquia que los dos hombres que tenía sentados delante de él intrigaban contra el Delfín y se mostraban, sin tapujos, partidarios de Carlos de Navarra, popularmente conocido como el Malo.

Había cometido un grave error al señalar que la cifra del rescate del rey era una locura. Era cierto que se trataba de una fantasía, pero no debería haberlo dicho delante de aquellos hombres.

—Esa es, exactamente, la cifra que los ingleses exigen como rescate. ¡Piden un rescate de tres millones de sueldos! ¡Supondría caminar por una senda que sólo Dios sabe adónde nos conduciría! ¡Aunque se trate del propio rey, eso rompe todos los esquemas establecidos! ¡Tenéis razón, señor escribano, pagar ese rescate es una locura porque va contra las normas establecidas por Dios Nuestro Señor! —exclamó el obispo.

Flamel estaba sobrecogido. Había caído inocentemente en la trampa de aquellos viejos zorros.

—Aceptar el pago de una suma tan fabulosa —apostilló el preboste con voz sosegada— significaría arruinar el reino y abrir una puerta por la que entrarían vientos que nadie podría controlar. Como bien dice su eminencia, asumir un pago de tres millones de sueldos sería la ruina de Francia.

Una vez más se había impuesto un silencio que era tan expresivo como un vehemente discurso. El preboste y el obispo dejaron que los segundos pasasen para que el escribano rumiase sus propios pensamientos.

—Su eminencia —señaló Marcel— ha explicado con sabiduría que el pago del rescate que exigen los ingleses es mucho más grave que una suma que vos, con buen criterio, habéis calificado como una locura. Pero, en este caso, locura y realidad van cogidas de la mano porque esa es la cifra que exigen los ingleses. —Permaneció en silencio. Ya había cometido un desliz y no estaba dispuesto a equivocarse de nuevo—. Somos muchos los que estamos convencidos de que con esa exigencia lo que nuestros enemigos pretenden es destruir Francia. Esa suma sólo podría reunirse a cambio de extender el hambre por los campos, paralizar los talleres y asestar tal golpe al comercio que no podría recuperarse en muchos años.

Flamel dejó escapar un suspiro y luego, con un hilo de voz, comentó:

—Sigo sin entender el motivo de vuestra visita. No sé qué puedo hacer yo en unas circunstancias como estas.

El obispo, después de cruzar una mirada con el preboste, decidió que había llegado la hora de revelar la razón de su presencia allí. El escribano se sentía arrinconado.

—El problema, señor Flamel, no está en reunir esa suma que, ciertamente, como vos decís es una locura.

—¿No?

—No. Por lo que sabemos, los ingleses, conscientes de que reunir tres millones no es empresa fácil, se avendrían a dar ciertas facilidades, siempre que se les ofrezcan garantías suficientes. Aunque no lo han dicho claramente, estarían dispuestos a poner al rey en libertad, si se les hiciese efectiva la tercera parte del rescate y un miembro de la familia real quedase como rehén, en garantía del pago pendiente.

—En ese caso, ¿tal vez…?

En esta ocasión Flamel había actuado con astucia. Su insinuación buscaba una respuesta y no se equivocó. El preboste y el obispo cruzaron de nuevo sus miradas.

—En realidad —señaló Marcel—, no se trata de un asunto de garantías, sino de que las consecuencias de asumir un rescate tan cuantioso romperían los principios en que se asienta la sociedad. Sería atizar el caos que nos amenaza en las circunstancias presentes. Supongo que a vuestros oídos habrán llegado también los rumores que corren acerca de los levantamientos de los campesinos en Beauvais.

—¿Eso que han dado en llamar la «Jacquerie»?

—Veo que estáis informado. Los nobles apenas pueden contener la cólera de los campesinos, que, en algunos lugares, han llevado su protesta hasta extremos poco adecuados.

Lo sorprendió la forma en que el preboste se refería a los graves excesos cometidos por los campesinos. Su curiosidad lo llevó a preguntarle, aunque lo hizo con sumo cuidado.

—¿Qué queréis decir con extremos poco adecuados?

—Muy sencillo, mi querido amigo. En cierto sentido, la cólera de los campesinos tiene una explicación: los impuestos que los nobles les exigen últimamente se han incrementado de forma desmesurada. Muchos señores quieren resarcirse de las pérdidas sufridas en Poitiers a costa del esfuerzo y de los sacrificios de sus siervos y les están apretando más allá de lo que podría considerarse razonable. —Flamel no daba crédito a lo que estaba escuchando: el preboste de París estaba justificando la cólera desatada entre los campesinos—. Pero han perdido la razón que podía asistirles en sus protestas cuando han destruido las heredades, violado a las mujeres y asesinado a los hombres.

—¡Se cuentan historias terribles! —exclamó el obispo para corroborar las últimas palabras de Marcel—. El pago del rescate no haría otra cosa que abrir las puertas de par en par a una revuelta general.

—¿Podría su eminencia ser más explícito?

—Si el rescate exigido por los ingleses es una locura, mayor sería esta si se pagase. Las energías del reino han de canalizarse en otra dirección, los esfuerzos han de encaminarse a hacer frente al enemigo en las mejores condiciones posibles.

La conversación se había deslizado por una senda peligrosa. Había derivado hacia la alta política.

—¿Qué piensa acerca de todo esto el Delfín, en su condición de regente del reino?

El obispo saltó, como impulsado por un mecanismo.

—Lo importante en estos momentos no es lo que piense el Delfín, sino que la única decisión válida para los intereses del reino es que el rescate no se haga efectivo.

—¡Pero eso significaría que el cautiverio del rey no tendría fin!

Flamel no había podido contener aquellas palabras. Temía haberse excedido, pero la respuesta del preboste sonó suave y conciliadora.

—Lleváis razón, pero reflexionad un momento.

—¿Sobre qué?

—Sobre que el rey se llame Juan o se llame Carlos. Desde la muerte de Felipe el Hermoso —señaló el preboste—, la sucesión a la corona no ha sido fácil. Al morir sus hijos sin descendencia, los Valois sucedieron en el trono a los Capetos, aunque otros, que se consideran legítimos aspirantes a la corona, afirman tener mejores derechos sucesorios y los consideran más legítimos que la línea reinante.

—¡Ese es, precisamente, el argumento que esgrime el monarca inglés para afirmar que él es el verdadero rey de Francia! ¡Ser el único nieto y, por lo tanto, el único heredero directo de Felipe el Hermoso! —exclamó el obispo

La conversación había tomado un sesgo muy complicado para una persona como el escribano.

—Pido disculpas anticipadas por mi atrevimiento, pero me encuentro abrumado. Me gustaría saber qué desean sus señorías de mi humilde persona. Soy incapaz de entrever qué relación tengo yo, un simple escribano, con tan complejos asuntos.

—Necesitamos de vuestros buenos oficios y de vuestra discreción —respondió el obispo.

—¿Podría su eminencia ser más explícito?

—Os ruego que leáis este texto —le pidió Étienne Marcel a modo de respuesta.

El preboste sacó de la bocamanga de su tabardo un pliego y se lo entregó. Flamel lo desdobló con mano temblorosa y leyó su contenido bajo la atenta mirada de los dos hombres. Cuando levantó los ojos del pliego, que había leído por dos veces, estaba horrorizado.

—¿Estáis de acuerdo con ese texto? —Las palabras del obispo cortaban como una daga afilada.

Ahora fue él quien jugó con el silencio. Su mente trabajaba a toda velocidad. Ya sabía por qué estaban allí el preboste y el obispo, pero desconocía qué iban a pedirle. Meditaba su respuesta, consciente de que su vida pendía en aquel momento de un hilo y que eran sus palabras las que podían cortarlo. Asintió con ligeros movimientos de cabeza, como si de aquella forma su compromiso fuera menor que si lo expresase de viva voz y, para evitar ratificarlo con palabras, preguntó con un hilo de voz:

—¿Qué es exactamente lo que deseáis?

—Prestad mucha atención…

El secreto del peregrino

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