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París, 1356

Tras escuchar lo que decían aquellos hombres a la salida del callejón de los Locos, Nicolás Flamel aguardó un tiempo prudencial, después de que se marcharan, y se alejó a toda prisa de aquel lugar. La noche era oscura por culpa de los nublados que cubrían el cielo de París y ocultaban la luna. Por ello, cuando el astro aparecía entre los nubarrones y su fría luz iluminaba el paisaje, Flamel aprovechaba para acelerar el paso por las callejas vacías y acogidas al silencio.

La oscuridad llevaba a que la gente buscase el resguardo y cobijo de sus hogares. Las tinieblas eran el dominio del averno y la noche el tiempo de los demonios, según sostenían los clérigos en sus prédicas y sermones. Hasta que Flamel llegó a Les Halles no vio un alma. Estaba cerca de las tapias del cementerio de los Inocentes cuando decidió tomar la calleja de la derecha y dar un rodeo para no pasar bajo la mirada de las gárgolas que, desde los aleros del campo santo, vigilaban atentas el cielo con aire siniestro. Los clérigos afirmaban que tenían como misión defender los recintos sagrados y enfrentarse a los diablos que, en medio de la noche, trataban de profanarlos. Con todo, al escribano le provocaban desasosiego. Aceleró el paso para llegar lo antes posible a su casa. Sabía que Pernelle estaría angustiada, temiendo que le hubiese ocurrido alguna desgracia. Tenía por costumbre, cuando preveía que el trabajo retrasaría su vuelta a casa, enviarle recado con alguno de los oficiales de la escribanía. En esta ocasión había envuelto su visita al viejo magister en el secreto y se había prolongado más de lo previsto.

Al llegar a la iglesia de Sainte Catherine, oyó sonar las campanas del reloj que, desde hacía pocos meses, lucía en una de las torres del ayuntamiento. Lo habían traído de Milán, y durante varias semanas los maestros relojeros habían tratado de ajustar el mecanismo al paso de las horas. Las protestas eran continuas porque no pocos señalaban que su medida del tiempo distaba mucho de la que realizaban con sus clepsidras, sus relojes de arena o los llamados relojes de fuego. Había quien sostenía que los desfases llegaban casi a una hora por día. Flamel contó diez campanadas; decididamente era muy tarde para regresar a casa.

El rodeo para evitar las gárgolas del cementerio lo condujo a los estrechos y oscuros callejones que se extendían a su espalda, un corto recorrido que lo llevaría hasta la amplia plaza de la Grève, donde comenzaba el tranquilo barrio donde vivía. Se sintió aliviado al pisar los adoquines de su pavimento y ver los faroles que lucían en la fachada del ayuntamiento, rompiendo levemente las tinieblas de la noche. Al entrar en la plaza, una orden imperiosa lo obligó a detenerse.

—¡Alto!

El vozarrón lo intimidó, aunque descartó que se tratase de unos malhechores: estos, desde luego, no le habrían dado el alto.

El escribano vio moverse unas luces en el centro de la plaza y aguardó inmóvil mientras dos sombras se acercaban: una llevaba un fanal que protegía la titilante luz de una vela. Estaban ya cerca cuando se dio cuenta de que se trataba de soldados. Se detuvieron a pocos pasos para evitar alguna sorpresa. El que portaba el fanal lo alzó para ver mejor y cerciorarse de que se trataba de un solitario viandante. A Flamel lo tranquilizó comprobar que se trataba de soldados. Después de lo que había escuchado en el callejón de los Locos, no le sorprendió que estuviesen patrullando por la ciudad. Sin embargo, en su recorrido por los andurriales de la Corte de los Milagros no se había tropezado con ninguna patrulla.

—¿Quién sois? —le preguntó la misma voz que le había dado el alto.

—Mi nombre es Nicolás Flamel y soy escribano jurado. Tengo mi escribanía cerca de aquí, junto a la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie. —El tono de su voz había dado consistencia a su respuesta.

—¿Adónde camináis tan a deshoras?

—Voy a mi casa. También está muy cerca, en la calle de los Escribanos.

—¿Por qué tan tarde?

Flamel pensó que necesariamente tanto control tenía que estar relacionado con lo que había escuchado. Las rondas nocturnas que se hacían por algunas zonas de París estaban a cargo de los agentes del preboste, y no de los soldados del rey. Lo que desconocía era a quién obedecían aquellos soldados. La situación política era tan complicada que podía haber ocurrido cualquier cosa.

—Vengo de atender un asunto relacionado con mi trabajo. Se ha prolongado más de lo esperado.

Los soldados se miraron y el del fanal soltó una carcajada nerviosa.

—¡Un viejo avaro que necesita amontonar misas en el testamento para escapar del infierno! —Flamel guardó un silencio digno. Nadie podría decir que había asentido a las palabras del soldado—. ¿Tenéis noticia de lo ocurrido?

Como apenas podía ver el rostro del soldado, no sabía cuál era la mejor respuesta. Una palabra equivocada podía costar la vida a un hombre o, cuando menos, llevarlo hasta una mazmorra donde se pudriría por algún tiempo.

—Algo he oído cuando venía de camino. Por eso, mi mayor deseo es llegar lo antes posible a mi casa. No es noche para andar por las calles.

—¿Qué es lo que habéis oído exactamente? —Los soldados estaban ahora a un par de pasos. Se habían acercado lo suficiente para distinguir las facciones del escribano.

—Poca cosa, dos hombres decían que se había librado una batalla en Poitiers.

—¿Qué más decían esos dos?

Flamel estaba ahora convencido de que había cometido una estupidez al responder como lo había hecho. Vaciló antes de contestar: la situación era tan compleja que bien podían estar tendiéndole una trampa. Entonces, el del fanal bajó el brazo y pudo ver que sobre su coselete llevaba la flor de lis. Ya sabía qué tenía que responder.

—Que nuestro ejército ha llevado la peor parte.

—¿La peor parte? —El del fanal agitó la mano.

Al escribano le pareció que estaba bebido por el olor que desprendía.

—¿Acaso no es cierto? —preguntó Flamel.

—¡Vaya una forma de describir lo que nos ha ocurrido! —El soldado estaba completamente borracho.

Flamel pensó que podía enterarse de algo más sin correr demasiados riesgos.

—Bueno, en realidad… En realidad, lo que esos individuos decían es que las tropas del rey han sufrido una grave derrota.

—¿Y vos creéis lo que han dicho? —le preguntó el otro.

Flamel se puso de nuevo en guardia y sopesó la respuesta. Hablar mal de la marcha de la guerra contra los ingleses que se había reanudado el año anterior, después de la tregua impuesta por la terrible epidemia de peste negra que había asolado la mayor parte de Europa, estaba condenado con penas muy severas. A no ser…, a no ser que fuesen partidarios de otro de los aspirantes al trono. Era del dominio público que la guerra no marchaba bien para la causa del rey Juan y que los ingleses habían infligido a sus tropas algunas derrotas. En voz baja, para evitar posibles complicaciones, la gente contaba historias extraordinarias de ese príncipe inglés, a quien popularmente se conocía como el Príncipe Negro, por el color de su armadura y de las plumas del penacho de su cimera.

—Prefiero no creerlo hasta que la noticia se confirme. Muchas veces los rumores agrandan y deforman lo que verdaderamente ha ocurrido.

—¡Llevan razón esos bribones! —exclamó el del fanal dejándolo en el suelo.

—¡Eres un bocazas! —lo recriminó su compañero—. ¡Calla de una maldita vez!

—¿Acaso no digo la verdad? —Dio un paso atrás, tropezó y estuvo a punto de caer.

—¡Estás borracho! Y vos continuad vuestro camino y no os detengáis. Es peligroso andar por las calles a estas horas sin compañía.

Antes de alejarse, Flamel, que no albergaba dudas acerca de la respuesta, preguntó al soldado:

—¿Es cierto lo que decían esos hombres?

—La derrota de nuestras tropas ha sido una verdadera catástrofe. ¡Vamos, marchaos de una vez!

A pesar de la orden, insistió en satisfacer su curiosidad.

—Me refiero a la suerte de nuestro rey y al peligro que nos amenaza.

El soldado lo observó de arriba abajo; su mirada era gélida.

—¿Qué más habéis escuchado?

Tanta curiosidad no había sido una buena idea. Ahora no le quedaba más remedio que responder y tal vez sus palabras le acarreasen nefastas consecuencias.

—¿Qué más habéis escuchado? —se impacientó el soldado, cuyo rostro se había convertido en una máscara. En su semblante no había rastro del atisbo de condescendencia que el escribano había creído ver poco antes.

Flamel pensó que lo mejor era no andarse con rodeos.

—Esos hombres decían que el rey Juan ha caído prisionero de los ingleses y que el enemigo ya ha entrado en Orleans.

—¡Marchaos! ¡Marchaos a vuestra casa y no os detengáis! —le ordenó el soldado, alzando la voz.

En medio de las sombras surgió una voz a la espalda de los soldados.

—¿Qué está pasando aquí?

El soldado se volvió y saludó al recién llegado.

—Identificamos a este hombre, señor. Dice que es escribano y vecino de la parroquia de Saint-Jacques-la-Boucherie.

El sargento, un individuo corpulento, cuyo vientre rebosaba por encima de un grueso cinturón de cuero tachonado, se acercó unos pasos y ordenó al del fanal que lo alzase. Lo hizo tan rápidamente que parecían haberse esfumado los efectos del alcohol.

—¡Por todos los demonios, pero si es Nicolás Flamel! ¡Qué sorpresa! ¡Jamás pensé encontrarte por la calle a estas horas! ¡No te hacía asiduo a la vida nocturna! ¿Alguna aventurilla amorosa?

Flamel se quedó tan sorprendido como los soldados ante aquella muestra de familiaridad. Intentó identificar al hombre, pero sólo pudo hacerlo cuando este se quitó el casco que dejaba en la penumbra su rostro. Era un viejo conocido de su familia, un hijo del burgomaestre de su Pontoise natal. Se llamaba Roland Segall y era la primera persona a quien Flamel había acudido, recién llegado a París. Ante la sorpresa de los soldados, el sargento lo abrazó y, tomándolo por el brazo, echaron a caminar por la solitaria plaza.

—¿Alguna palomita?

—¡No, por el amor de Dios!

El sargento lo miró con un brillo de malicia en los ojos.

—¿No irás a decirme que a estas horas estás en la calle por asuntos profesionales?

—He visitado a un amigo y cuando hemos acordado…

—¿Sabes ya lo ocurrido?

—De ello hablaba con tus hombres, cuando has aparecido. Me estaban sometiendo a un interrogatorio. Supongo que la cosa ha sido seria. ¿Tan grave es la situación?

—Más de lo que te imaginas, Nicolás. ¡Ha sido una catástrofe! Los ingleses han apresado al rey y…

—Entonces, ¿el rumor es cierto?

—Y tan cierto: el enemigo está a las puertas de Orleans. Por lo que sabemos, en toda aquella zona sólo resiste Poitiers, que es una plaza bien fortificada. Hemos perdido miles de hombres y nadie se atreve a pronosticar lo que pueda ocurrir en los próximos días. Aquí, en París, la situación es muy complicada; los partidarios de Carlos de Navarra creen que ha llegado su oportunidad.

—¡Pero el rey de Navarra está preso! —exclamó Flamel.

—Lo que no significa que lo estén sus partidarios. Aquí cuenta con importantes apoyos. ¡Esto es un lío, Nicolás! Los ingleses reclaman el trono porque su rey cree que deben prevalecer sus derechos sobre los del nuestro, ya que su madre era hija de Felipe IV de Francia, el Hermoso, y como todos sus hermanos murieron sin descendencia…

—¡Pero la ley dice que las mujeres no pueden reinar! ¡Es la ley Sálica, una antigua ley de la época de los francos!

—Sí, pero nada dice acerca de que puedan transmitir los derechos a un varón. Ese es el argumento de los ingleses. En cierto modo, es el mismo que esgrime el rey de Navarra. Reclama el trono porque es descendiente por línea directa del rey Felipe, y es nieto del mayor de sus hijos.

Flamel trató de recordar. El hijo mayor de Felipe el Hermoso había reinado como Luis X y sólo tuvo una hija que se llamaba Juana, quien se casó con el rey de Navarra; por lo que, siguiendo la ley Sálica, le sucedió en el trono uno de sus hermanos. Cuando el hijo de Juana planteó sus aspiraciones al trono, el rey Juan lo encerró en un castillo. En aquellos momentos Francia tenía un rey prisionero, cuyo hijo, el Delfín, era un joven inexperto, y dos aspirantes al trono. ¡Un verdadero lío!

—¿Cómo se ha producido tamaño desastre? —preguntó Flamel, que había encontrado en el sargento una mina para satisfacer su curiosidad—. Los rumores afirman que nuestro ejército era muy superior en número al del Príncipe Negro.

—Acabas de dar con la clave para lo que preguntas.

—¿La clave? ¿Qué clave?

—No te has referido al ejército inglés. Lo has hecho utilizando el nombre del Príncipe Negro. Dicen que sus hombres lo adoran, que lo seguirían hasta el mismísimo infierno si fuera menester. ¡Además es un gran estratega! Los ingleses se han movido con mucha más soltura y agilidad. Las noticias que nos llegan apuntan a que el papel de sus arqueros ha sido decisivo.

—¿Qué ha pasado con sus arqueros?

—Disparan a una velocidad extraordinaria. Quienes los han visto en acción afirman que mientras uno de nuestros ballesteros lanza un virote, ellos disparan cinco o seis veces. Sobre nuestra caballería, muy pesada en sus maniobras, cayó una verdadera lluvia de flechas.

—¡Que Dios y su Santa Madre nos protejan!

—Falta nos va a hacer, porque las noticias que llegan de otros sitios son que la gente anda soliviantada. En toda la zona de Beauvais los ánimos están muy alterados; los campesinos han atacado algunas haciendas. ¡Esto tiene mala pinta, amigo Flamel! Ordenaré a dos de mis hombres que te acompañen a casa.

—Hay peligro de que en París…

El sargento se encogió de hombros.

—La situación es tan complicada que toda prevención es poca. ¡No te entretengas hasta estar al resguardo de tu casa!

El secreto del peregrino

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