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II

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Veintidós años atrás. París, 1356

Flamel estaba tumbado en el lecho, con el rostro contraído, junto a Pernelle. La víspera, cuando se encerraron en la alcoba, habían hecho el amor con frenesí, buscando, además de una descendencia, que cada vez veían más distante, el placer de la carne. Después había llegado el reposo y un sueño relajado que, para el escribano, se había tornado cada vez más inquieto. Sintió frío y tiró de la ropa de cama para cubrirse. Su esposa farfulló una protesta, sin llegar a despertarse. Poco a poco, unos espasmos lo sacudieron con una fuerza creciente y su frente se perló de sudor, al tiempo que un rictus de temor se dibujaba en su boca, anunciando que su sueño distaba mucho de resultar placentero.

La aurora irrumpía en el cielo de París cuando la campana de la espadaña de Saint-Jacques-la-Boucherie volteó alegre llevando sus sones por encima de los negros y empinados tejados de pizarra. Convocaba a misa primera a los vecinos del tranquilo barrio que se extendía por la ribera derecha del Sena, frente a la Cité.

Pernelle se despertó con el tañido de la campana, abandonó el lecho y se cubrió enseguida con una gruesa bata de lana.

Le llamó la atención comprobar que su esposo permaneciese acostado y que no hubiese abandonado la alcoba. Se levantaba cada mañana con el canto de los gallos y se encerraba en el gabinete de la buhardilla que daba al patio trasero de la casa.

Sonrió al recordar su fogosidad de la víspera y pensó que necesitaría descansar un rato más. Bajó la escalera sin hacer ruido y se encontró en la cocina a Jeanette y a Agnès, quienes, somnolientas, iniciaban sus tareas. En ese momento apareció Mengín frotándose los ojos con los puños. ¡Aquel muchacho nunca se hartaba de dormir!

—Vamos, Mengín, espabila, que tienes que ir al mercado y traer el pescado que ayer dejé encargado —le gritó Jeanette.

—No grites —la reconvino Pernelle en voz baja—. ¡Maese Nicolás duerme aún!

—¿El señor no está en el gabinete? —preguntó la criada extrañada, sin quitar el ojo de la olla de leche que estaba a punto de hervir.

—No, aún no se ha despertado.

—¡Sí que es extraño! —exclamó Jeanette dejando escapar una risilla.

—¿Puede saberse de qué te ríes?

—De nada, mi señora, de nada.

—Los que se ríen de nada son bobos —terció Mengín, que acababa de cumplir los ocho años.

—Sí, sí… ¡Bobos! —exclamó Agnès.

—He dicho que no alcéis la voz —ordenó de nuevo Pernelle.

—Desayuna deprisa y ve a la pescadería —conminó Jeanette a Mengín.

Como buenos cristianos, en el hogar de los Flamel se respetaban escrupulosamente los preceptos de la Santa Madre Iglesia, entre ellos la vigilia establecida para todos los viernes del año, día en que se recordaba la muerte de Nuestro Señor Jesucristo.

—Y tú, Agnès, te acercas a la panadería antes de ponerte con la colada. —Jeanette, la fiel criada que compartía no pocas confidencias con su ama, ejercía sus dominios en el ámbito doméstico, salvo en lo concerniente a la limpieza del gabinete de trabajo del escribano, que estaba reservado a la señora.

Pernelle, inquieta por la tardanza de su esposo, se asomó al hueco de la escalera para comprobar que arriba imperaba el silencio. Subió los peldaños con cuidado de no hacer ruido, temiendo que a su marido le ocurriese algo grave. Salvo los domingos y fiestas de guardar, Nicolás Flamel se levantaba muy temprano, se encerraba alrededor de una hora en su buhardilla, iba a misa y regresaba a casa para desayunar un tazón de leche muy caliente y dos gruesas rebanadas de pan del día anterior, pasadas por las brasas y untadas con mantequilla y tres higos secos. Luego besaba a su esposa y se marchaba a su escribanía, unas calles más abajo, frente a la parroquia.

Entró de puntillas en el aposento y se lo encontró en la misma posición que lo había dejado: abrigado con la ropa de cama e inmóvil. Notó cómo se le encogía el corazón y pensó en lo peor; su experiencia en ese terreno era muy lamentable: ya la había vivido en dos ocasiones. Temerosa, levantó los pergaminos encerados que protegían la ventana, resguardando la estancia del frío y de la lluvia, y entró la mortecina luz de un día nublado que aún no había despuntado. Se acercó de nuevo al lecho y advirtió la palidez del rostro de su esposo. Sus ojos estaban tan hundidos que su acaballada nariz parecía aún más prominente.

Con el corazón palpitando con fuerza, rogó a Dios que no la golpease por tercera vez en tan poco tiempo. Puso una mano en la frente de su esposo y comprobó que esta ardía; era el síntoma más claro de que algo en su cuerpo andaba mal. El contacto de la mano hizo que Flamel se estremeciese y entreabriera los ojos, que estaban enrojecidos. En su mirada era patente su estado febril.

—¿Te sientes mal? —le preguntó Pernelle con voz trémula.

La mirada de Flamel vagó por la penumbra de la alcoba, como si buscara algo.

—¿Qué te pasa, Nicolás? —preguntó de nuevo Pernelle.

Tampoco esta vez obtuvo respuesta. Rápidamente, salió de la alcoba y desde el rellano de la escalera gritó angustiada:

—¡Jeanette! ¡Jeanette!

—Sí, mi señora.

—¡Súbeme unos paños y un poco de agua fría! ¡Rápido!

—¿Ocurre algo?

—¡No preguntes y haz lo que te he dicho! ¿Se ha marchado Mengín?

—¡No, mi señora, todavía estoy aquí! —respondió el criado, atraído por la angustiosa llamada de su señora.

—¡Ve en busca del doctor Brissot! ¡Rápido, dile que es muy urgente!

—¿Qué ocurre, mi señora? —preguntó el joven, alarmado.

—¡Maese Nicolás tiene fiebre, mucha fiebre!

A la espalda de Pernelle sonó, con más fuerza de la que cabía esperar, la voz del escribano.

—¡Ni hablar! ¡No quiero que venga el médico! ¡Estoy bien!

—¡Cómo que estás bien! ¡No digas tonterías!

Se quedó plantada en el umbral de la alcoba al ver a su esposo incorporado sobre los almohadones que él mismo había colocado en su espalda. El escribano se había quitado el largo y puntiagudo gorro con el que se cubría la cabeza mientras dormía, dejando al descubierto su pelo negro, que apenas blanqueaba en las sienes, apelmazado por el sudor.

—¡Tienes fiebre! —le recriminó su esposa.

—¡Lo que tengo es sed! ¡Tráeme un poco de agua!

—¡Tiene que verte el médico!

—¡Ya te he dicho que me encuentro bien! —insistió el escribano.

—¿No quieres que venga el médico?

—Por supuesto. ¿Para qué quiero a ese matasanos? ¡Llamará al barbero para que me sangre y se llevará unos buenos dineros, después de maltratar mis oídos con unos cuantos latinajos mal hilvanados!

—Pero esa calentura…

—¡Estoy bien! —repitió por tercera vez.

—Pues tu aspecto indica lo contrario —murmuró Pernelle por lo bajo, sabedora de que había perdido la batalla.

—Simplemente he pasado una mala noche. He tenido…, he tenido…

El escribano se llevó la mano a la cabeza, como si eso le ayudase a recordar. Iba a decir algo, pero la llegada de Jeanette portando una bandeja con una jofaina pequeña, un cuenco con agua y dos paños cuidadosamente doblados hizo que no terminase la frase. La doncella gozaba de toda su confianza; sin embargo, lo ocurrido era tan extraordinario que no estaba dispuesto a contárselo a nadie —lo tomarían por loco—, salvo a Pernelle. Nicolás Flamel no tenía secretos para su esposa.

—Aquí está el agua y los paños que me ha pedido. —Miró a su amo y le preguntó—: ¿Se encuentra mal, señor?

—Muy cansado, Jeanette, muy cansado.

—Ponlos ahí. —Pernelle le indicó un arcón junto a la pared y añadió—: Puedes continuar con las tareas. ¡Ah!, y di a Mengín que vaya por el pescado.

—¿No tiene que avisar al doctor Brissot?

Pernelle negó con la cabeza y bastó una mirada cómplice para que la doncella entendiese que debía dejarla a solas con su marido.

—Cierra la puerta al salir.

Pernelle empapó un paño en agua, lo retorció y lo dobló cuidadosamente. Cuando iba a aplicarlo sobre la frente de su marido, este le pidió con un hilo de voz:

—Primero, dame de beber.

El escribano apuró el cuenco con avidez. El agua alivió su garganta reseca. Se limpió los labios con la manga del camisón y su esposa le dirigió un reproche silencioso. Con el cuenco vacío en las manos, paseó de nuevo la mirada por el aposento, como si buscase algo que no encontraba. Pernelle colocó en su frente el paño humedecido y se sentó en el lecho. Cruzó las manos sobre su regazo y lo observó en silencio, esperando que fuese él quien lo rompiese, pero su esposo parecía ausente. Al cabo de un rato le preguntó con voz suave:

—¿Qué me decías cuando nos interrumpió Jeanette?

Flamel clavó sus pupilas en los ojos de su esposa. Eran de un gris acerado que daba a su mirada una mezcla extraña, enérgica y dulce a la vez; era aquella mirada la que había prendado su corazón. Dejó escapar un suspiro.

—He tenido un sueño.

Fue un murmullo tan débil que su mujer tuvo la impresión de que se avergonzaba de pronunciar aquellas palabras. Como si revelase un secreto inconfesable y temiera que alguien más pudiese escucharlo. Pernelle tomó una de sus manos entre las suyas para inspirarle confianza.

—¿Un sueño? ¿Qué clase de sueño? Cuéntame.

—La verdad es que no sé si se trataba de un sueño. ¡Ha sido todo tan extraño…!

Pernelle trató de disimular su preocupación. Su esposo ofrecía un aspecto lamentable. Aquella mirada huidiza y lo que acababa de escuchar le hacían pensar que quizá su marido había perdido el juicio. Tenía el aspecto de esos locos que a veces se veían por las calles, desvalidos y desorientados, que gritaban cosas sin sentido y que eran objeto de burlas por parte de gentes sin corazón.

—¿Por qué dices eso?

—Porque todo era tan real que parecía estar ocurriendo entre estas cuatro paredes.

La voz del escribano sonaba conmocionada y Pernelle notó que un temblorcillo agitaba la mano de su esposo. La acarició suavemente, tratando de infundirle serenidad.

—¿Lo recuerdas?

—Era todo tan real que tengo aquí —se llevó el dedo índice a la sien— todos los detalles. Era…, era… —titubeó vacilante.

—¿Qué era? —le preguntó Pernelle, cada vez más alarmada.

—Pernelle, ¿me creerías si te digo que he tenido una aparición?

—¡Jesús!

—Algo que se ha materializado entre estas paredes —precisó el escribano.

Pernelle trató de tranquilizarse, pensando que aquello era debido a la calentura. El doctor Brissot aseguraba que una fiebre alta hacía delirar a los enfermos. Comprobó que el paño estaba casi seco y lo cambió por otro, después de empaparlo bien en la jofaina. Observó que su marido tenía los ojos cerrados y recordó que hacía cerca de cinco años había acudido a su casa para redactar el contrato de arrendamiento de unas viñas que poseía en Nanterre. Tenía magníficas referencias de aquel escribano, de veintiún años, que llevaba ya bastante tiempo instalado junto a la torre de Saint-Jacques. Supo que había nacido en Pontoise, un pueblecito a pocas leguas de París. En tres semanas necesitó de sus servicios en otras dos ocasiones y, por ese instinto que poseen las mujeres, se percató de que el escribano se había enamorado de ella, a pesar de que era cuatro años mayor que él y que había enviudado por dos veces. Pocos meses después, ella también había perdido la cabeza, según decían sus familiares, y los dos estaban ante el padre Jean-Baptiste, que los convirtió en marido y mujer. Era la primera vez que lo veía enfermar, salvo por algún que otro catarro sin importancia. Tomó entre sus manos las de su esposo y las notó sudorosas.

—¿Quieres hablar de ello o prefieres descansar? —le susurró con voz dulce.

Nicolás Flamel entreabrió los ojos y la miró con ternura. Había encontrado en Pernelle una ayuda inestimable, porque el escribano era mucho más que un apacible burgués de un barrio tranquilo, próximo a la orilla derecha del Sena, que comerciaba con manuscritos, los copiaba con una escritura primorosa o iluminaba pergaminos con bellas y delicadas letras capitales. Era también un adicto al conocimiento, que leía buena parte de lo que caía en sus manos más allá de sus obligaciones profesionales. Lo hacía por el placer de aprender y, en ocasiones, cuando devolvía a su dueño un manuscrito junto a la copia que él había realizado, sentía algo parecido al dolor. Algunas de aquellas lecturas lo condujeron por los extraños vericuetos que abrían vías de conocimiento poco trilladas o, cuando menos, transitadas con discreción por quienes se aventuraban en las páginas de viejos grimorios o antiguos tratados relacionados con lo que la Iglesia llamaba ciencias ocultas, condenadas como contrarias a la fe.

A pesar de aquellos deslices, el escribano se consideraba un buen cristiano, un devoto cumplidor de sus deberes religiosos y, desde luego, un parroquiano ejemplar. Pertenecía a dos de las cofradías más prestigiosas de su parroquia, la de San Juan Bautista y la de San Miguel, y deseaba fervientemente, por encima de cualquier otra consideración, salvar su alma. Tan recias convicciones no eran obstáculo para que se adentrase, cada vez más, en el complejo mundo de los saberes ocultos. Estaba convencido de que la experiencia vivida aquella noche, aunque no lograra ver con suficiente claridad si se trataba de una aparición o de un simple sueño, estaba relacionada con esas lecturas que tanto placer le proporcionaban.

Una vez más, Nicolás Flamel paseó la vista por la alcoba, ante la preocupada mirada de su esposa. Luego posó los ojos en ella, como si le pidiese perdón anticipado por lo que iba a contarle.

—Asegúrate de que nadie nos escucha.

Pernelle, nerviosa y embargada por la inquietud, se acercó a la puerta de la alcoba y comprobó que la servidumbre se hallaba en la planta baja. Cada vez estaba más convencida de que todo aquello era fruto de la calentura. Procurando disimular sus nervios para no alterarlo, se sentó en el borde del lecho, dispuesta a escuchar pacientemente lo que quisiera contarle por muy extraño y fantasioso que fuese. Después trataría de convencerlo de que lo mejor era llamar al doctor Brissot.

—Habla tranquilo. Nadie más escuchará tus palabras.

Flamel entrecerró los ojos y con voz pausada comenzó su relato:

—No puedo precisar en qué momento de la noche ha sucedido, sólo sé que me desperté aterido de frío, a pesar de estar arropado. En medio de la oscuridad más absoluta, vi un diminuto punto de luz que, poco a poco, aumentaba de tamaño y tomaba cuerpo.

—¿Estabas despierto o se trataba de un sueño?

Flamel dudó antes de responder.

—Creo que estaba despierto.

—Entonces ¿no era un sueño?

—Era tan real que estoy seguro de que estaba ocurriendo, aunque no me atrevería a jurarlo.

—Está bien, continúa.

—Como te decía, el punto fue creciendo hasta convertirse en un resplandor que inundó por completo la estancia. Su brillo era tan intenso que tuve que cerrar los ojos.

—Si cerraste los ojos, tuvo que ser un sueño —proclamó Pernelle.

—¿Por qué lo dices?

—¡Porque no es posible ver con los ojos cerrados! —Sin querer, había alzado la voz como si de aquella forma reforzase un argumento tan elemental.

—¿Tienes mucha experiencia en apariciones? —ironizó el escribano.

Pernelle arrugó la frente. No albergaba dudas de que su marido era víctima de lo que algunos médicos llamaban delirium, una especie de demencia que se producía en la fase más aguda de la calentura y que llevaba al enfermo a confundir lo que era fruto de su imaginación con la realidad. Recordaba que Jeanette, poco después de que ella se casase por segunda vez, padeció unas calenturas tan fuertes que no cesaba de decir incoherencias. El médico que la atendió comentó que la criada deliraba y que no era capaz de discernir entre el sueño y la vigilia. Pernelle estaba segura de que su marido era víctima de la misma enfermedad. Por mucho que protestase, llamaría al doctor Brissot porque los remedios que aplicaron a Jeanette habían resultado muy eficaces.

—El resplandor era tan cegador —prosiguió el escribano— que me obligó a cerrar los ojos y así permanecí un buen rato. No sabría precisar cuánto. Como los niños, albergaba la esperanza de que cerrándolos el resplandor desaparecería. Pero cuando los abrí de nuevo, la cegadora luz seguía inundándolo todo. Molesto, los cerré otra vez, en esta ocasión para abrirlos lentamente y adaptarlos al resplandor.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Ante mi asombro, poco a poco, una presencia comenzó a tomar forma.

—¿Qué era? —La pregunta había brotado de sus labios de forma espontánea.

—No te lo vas a creer.

—¿Qué era? —insistió Pernelle vivamente interesada.

—¡Aquella figura era un ángel, Pernelle! —exclamó el escribano en voz baja.

Pernelle, cuyas convicciones religiosas eran aún más sólidas que las de su esposo, contuvo la respiración llena de temor. Si alguien escuchaba a su marido afirmar aquello, podría tener problemas muy serios. La Inquisición estaba vigilante para cercenar de raíz cualquier brote de herejía. En París, se habían vivido algunos episodios sonados con varios profesores de la Sorbona, cuyos estudios y escuelas se hallaban al otro lado del Sena. Algunos de sus maestros habían sido quemados por herejes y muchos otros habían sido expulsados de sus cátedras por sostener afirmaciones contrarias a los planteamientos de Roma. También a su marido podían quitarle la licencia que le permitía ejercer como escribano jurado de la universidad, cargo al que había accedido hacía poco gracias al sólido prestigio que se había labrado con mucho esfuerzo.

—¿Estás seguro de lo que acabas de decir?

Flamel asintió con un movimiento de cabeza, como si se avergonzase.

—¿Qué más recuerdas?

—El ángel sostenía en sus manos un hermoso libro en cuya cubierta podían verse unos extraños caracteres.

—¿Qué ponía?

—No lo sé.

—¿No pudiste leerlo?

—No pude ver los caracteres con nitidez.

—¿No era latín?

Flamel negó con la cabeza.

—Conozco el latín como mi propia lengua.

—¿Podría ser hebreo? —El escribano hizo un gesto de duda—. ¿Qué más recuerdas? —insistió Pernelle, quien, a pesar de sus temores, estaba cada vez más interesada por la extraña historia que le estaba relatando su esposo.

—Que el ángel me habló.

Al oír aquello, Pernelle se sobresaltó. El desvarío de su esposo era muy grave. ¡Un ángel visitando al escribano de la torre de Saint-Jacques y hablándole en medio de la noche! ¡Sólo un loco o, peor aún, un hereje serían capaces de sostener tal afirmación!

—¿Recuerdas…, recuerdas qué te dijo? —preguntó con voz entrecortada, tratando de disimular su turbación.

Flamel, que se había dado cuenta del sobresalto de su mujer, asintió con la cabeza.

—«Mira este libro que sostengo en mis manos, Nicolás…».

—¿Te llamó por tu nombre?

—Sí.

—Continúa, por favor.

—«Mira este libro que sostengo en mis manos, Nicolás. Un día serás su poseedor y te enfrentarás al misterioso arcano que se oculta entre sus páginas. No permitas que las dificultades te impidan ver la luz porque, si las vences, tendrás en tus manos la clave que te permitirá desvelar un secreto por el que muchos han dado la vida».

Pernelle estaba sobrecogida.

—¿Estás seguro de que eso fue lo que te dijo? —preguntó sin atreverse a contradecirlo.

Había oído decir que no era conveniente llevar la contraria a quienes padecían el mal de la pérdida de razón: además de enfurecerlos, podía resultar perjudicial para su salud.

—Sin la menor duda.

—¿Te importaría repetírmelo? —le pidió, tratando de ponerlo a prueba.

Flamel miró a su esposa con ternura.

—Crees que estoy delirando, ¿verdad?

Pernelle notó un nudo en la garganta y no pudo evitar que las lágrimas anegasen sus ojos. Ahora fue el escribano quien acarició la mano de su esposa mientras repetía, palabra por palabra, el mensaje que afirmaba haber recibido del ángel.

Pernelle estaba confusa, presa de sensaciones encontradas. La actitud de su esposo distaba mucho de la de los enfermos que padecían aquel mal provocado por las calenturas. Aunque cansado, hablaba con serenidad, incluso sentía cierto reparo en decir determinadas cosas. Esa era una actitud que en nada se parecía a la falta de control, e incluso de pudor, que ella había observado cuando Jeanette deliraba a causa de la fiebre. Además, había repetido, palabra por palabra, el supuesto mensaje del ángel y no mostraba la menor agitación. Estaba convencida de que, si aquella conversación hubiese versado sobre otro asunto, no habría levantado en su ánimo la más mínima sospecha.

—¿Recuerdas algo más?

—Intenté coger el libro y no pude. Me incorporé, pero el ángel, que había permanecido en todo momento flotando ante mí, se alejó unos palmos. Hice un nuevo esfuerzo y la visión se desvaneció. Después, de la misma forma que el resplandor había llenado la habitación se disipó hasta que todo quedó otra vez sumido en las tinieblas. Noté cómo desaparecía el frío que me había despertado.

Pernelle naufragaba en un mar de dudas, incapaz de discernir si aquello era fruto de la calentura, si su marido había tenido un sueño tan real que no le permitía distinguir lo soñado de lo vivido o si realmente se trataba de una aparición. Si la primera vez que él había mencionado al ángel ella creyó que deliraba despierto, ahora albergaba serias dudas. Por otra parte, la tranquilizaba saber que la Iglesia admitía las apariciones, aunque las consideraba algo realmente extraordinario; también admitía la existencia de los ángeles. Acarició la mano de su esposo y trató de indagar algo más con una nueva pregunta:

—¿Te dijo algo sobre cómo llegaría ese libro a tus manos?

—No.

—¿Qué más recuerdas?

Flamel entrecerró los ojos, escudriñó entre los pliegues de su memoria y encontró un detalle olvidado.

—Me llamó la atención la encuadernación del libro.

—¿La encuadernación? ¿Por qué?

—Era muy extraña.

—¿Cómo era? —Pernelle supuso que se trataría de algo extraordinario porque la vida de su marido transcurría entre pergaminos, papeles, libros y encuadernaciones.

—Sus tapas eran metálicas, como de latón, y tan deslumbrantes que incluso brillaban en medio del resplandor.

Pernelle posó una mano en la frente de su esposo y comprobó que la temperatura había descendido; se atrevería a afirmar que la fiebre había desaparecido. Flamel apartó los almohadones de su espalda y se tendió con aire cansino, como si la conversación lo hubiese extenuado. Cerró los ojos y se quedó profundamente dormido. Su esposa comprobó que su respiración era tranquila y acompasada. Algo más serena, recogió el embozo de la sábana y lo plegó con cuidado antes de arroparlo amorosamente. Bajó los pergaminos del ventanuco y la alcoba se sumió en la penumbra. Salió de puntillas con el ánimo turbado. ¡Todo era tan misterioso y extraordinario…!

Pensó que los ángeles tan sólo se aparecían a los elegidos; eran los mensajeros de Dios. Así había ocurrido con Abraham y con Jacob, según se contaba en el Antiguo Testamento. También fue un ángel quien se apareció a María e informó a José de que su esposa había concebido por obra del Espíritu Santo. Otro ángel había anunciado a las Santas Mujeres la resurrección de Cristo.

Mientras bajaba la escalera, temió que la apacible vida de la que había disfrutado aquellos años al lado de un prestigioso escribano pudiera verse alterada.

El secreto del peregrino

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