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I

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París, 1378

Fue el primer domingo de agosto, durante el sermón, cuando tomó la decisión. El sacerdote que oficiaba la misa había llegado a Saint-Jacques-la-Boucherie a principios de año, y hacía dos semanas, desde que el anciano padre Jean-Baptiste llevaba postrado en la cama víctima de una dolencia gravísima, que se encargaba de la misa mayor de los domingos, la del mediodía. El sermón, demasiado largo y tedioso, había hecho que se desentendiese y se concentrase en la idea que desde hacía varias semanas lo obsesionaba. Algo le decía en su interior, después de tantos años de esforzado y paciente trabajo, de grandes esperanzas, siempre defraudadas, que era el único camino para hallar la solución a sus anhelos; unos anhelos que también compartía su esposa Pernelle. Esta, después de no pocas reticencias, se había convertido en su más fiel colaboradora y en el apoyo imprescindible para remontar tantos fracasos. En alguna ocasión, habían llegado tan lejos que creyeron tocar el éxito con la punta de los dedos, pero siempre se había impuesto un decepcionante final. Para nada habían servido el estudio en el silencio de la noche, las largas vigilias junto al atanor o los arduos trabajos con el fuelle; tampoco ayudaron los consejos de algún que otro maestro.

Sus experimentos, llevados con la mayor discreción, no los habían apartado de sus prácticas religiosas, a pesar del recelo eclesiástico hacia unas actividades consideradas peligrosas y, en muchas ocasiones, penadas con la muerte. Uno de sus más firmes apoyos había sido fray Fulberto de Chartres, quien tranquilizó su conciencia y sosegó su espíritu apartándolo de la creencia de que los alambiques, los atanores, las redomas o los crisoles eran instrumentos inventados por Satanás, y los trabajos realizados con ellos, actividades diabólicas que condenaban a sus autores a las penas del infierno. Nicolás Flamel y su esposa Pernelle eran buenos cristianos y fervorosos creyentes.

A la salida de misa, Nicolás y Pernelle cumplieron con el ritual de cada domingo, siempre que el mal tiempo no lo impidiese. Cogidos del brazo, encaminaron sus pasos hacia la ribera del Sena, cruzaron el Pont aux Changeurs y pasearon por la Cité. Les gustaba callejear por los alrededores de Notre-Dame y regresar a su casa por la plaza de la Grève para prolongar el paseo. En el cementerio de los Inocentes, dejaban, invariablemente, una limosna en el cepillo situado en el chaflán con la calle de la Ferronnerie. Hacía muchos años que prescindían de la conversación de que disfrutaban los feligreses en la plazuela junto a la iglesia. Esa actitud, unida a los rumores que circulaban acerca de ciertas prácticas a las que se dedicaba el matrimonio en el sótano de su casa, les había granjeado fama de gentes reservadas y de compañía poco recomendable. Sólo el prestigio profesional de Nicolás Flamel, acreditado como el más cualificado de los escribanos de París —la propia Sorbona lo tenía como escribano jurado de sus documentos—, había evitado que las actitudes hurañas que mostraban algunos se hubiesen convertido en un absoluto rechazo social.

A ambos les disgustaba profundamente que unos cuantos aprovechasen esa ocasión para criticar a otros vecinos que, por alguna circunstancia, vivían un mal momento. Se murmuraba acerca de los problemas que tenía el negocio del cordelero de la calle de Ferronnerie por no pagar a los proveedores, sobre la ruina del especiero que se había visto obligado a cerrar la tienda que tenía en la Cité, sobre el embarazo de la hija soltera del pastelero de la calle de los Inocentes, sobre la malsana afición a los prostíbulos del tonelero de Saint-Germain o sobre la grave enfermedad, que sin duda daría con él en la sepultura, del cervecero de la plaza de la Grève.

Como cada domingo, a la hora del almuerzo eran cinco las personas a la mesa. Ese día, en casa de los Flamel, la servidumbre —dos criadas que llevaban cerca de veinte años con ellos y Mengín, el recadero que desde hacía poco tiempo estaba pendiente de las espaldas de su amo— compartía la mesa con los señores. A Jeanette se la consideraba un miembro más de la familia. Estaba al servicio de Pernelle desde el primer matrimonio de esta, y había sido un paño de lágrimas para su señora en las dos ocasiones en que se había quedado viuda, antes de contraer nupcias con el escribano Nicolás Flamel. Agnès estaba en la casa desde los doce años, cuando fue recogida por el matrimonio. Debido a un incendio que arrasó una manzana de casas, se quedó sin padres y desamparada. El padre Jean-Baptiste, para evitar que fuese a parar a manos de algún malvado sin escrúpulos o a uno de los prostíbulos de la mancebía, convenció a los Flamel de que, a falta de hijos en el matrimonio, la acogiesen en su hogar. Mengín era hijo de unos campesinos pobres y cargados de hijos, a quienes no les importó deshacerse de él. Cuando apenas había cumplido los siete años —ahora tenía treinta—, los Flamel lo acogieron como criado. Era diligente y vivaz.

Una vez que Flamel hubo bendecido la mesa y Pernelle servido la sopa, el escribano, sin mayores preámbulos, dijo con voz grave:

—Voy a peregrinar a Compostela para postrarme a los pies del apóstol Santiago.

En el silencio que siguió a sus palabras, tan sólo se escuchaba el tintineo de las cucharas en los platos. Agnès retiró las escudillas y Jeanette dispuso en una fuente el hermoso besugo recién sacado del horno y que había cocinado con mimo durante horas.

—¿A tu edad vas a afrontar los peligros de un viaje tan largo? —preguntó por fin Pernelle con voz reposada, sin atisbo de reproche alguno.

—No soy tan viejo —se defendió Flamel—. Aún no he cumplido los cuarenta y ocho.

—¡Eso es casi medio siglo!

—En todo caso, mi edad recomendaría no posponer por más tiempo la peregrinación. No debo dejarlo para más adelante.

—Peregrinar hasta la tumba del apóstol supone jornadas agotadoras. ¡Tú no estás acostumbrado a esas caminatas! Además, ¿con quién vas a ir? ¿No pretenderás hacer el camino en solitario? ¡Eso sería como firmar tu propia acta de defunción!

Las cosas no transcurrían como el escribano tenía previsto. Su esposa no había rechazado la propuesta; tan sólo le recordaba los peligros y las dificultades que entrañaba emprender aquel camino que conducía, según algunos, hasta el mismísimo fin del mundo.

—Lo he pensado con todo detenimiento.

—¿Significa eso que llevas maquinándolo mucho tiempo sin decirme nada?

—Acabo de hacerlo —se excusó Flamel.

—Pues según se deduce de lo que acabas de afirmar, ¡llevas pensándolo mucho tiempo! —gritó airada.

—Es cierto que he dado algunas vueltas al asunto, pero hasta hace unas horas no he tomado la decisión.

Pernelle se levantó y se acercó hasta el otro extremo de la mesa donde estaba su esposo y, bajando mucho el tono de su voz, lo que resultaba más amenazante que los últimos gritos, le dijo:

—Me gustaría conocer la razón por la que deseas peregrinar a Compostela.

Flamel cogió las manos de su esposa entre las suyas, pero Pernelle las retiró molesta. No era momento para caricias y arrumacos. Estaba muy enfadada, aunque trataba de contenerse, lo cual le resultaba muy difícil porque era mujer enérgica y, además, no dependía del trabajo de su marido. Había aportado al matrimonio un capital considerable. Cuando se casó con Flamel, hacía ya más de veinticinco años, era rica y disponía de sobrados recursos para vivir. Fue él quien se había enamorado perdidamente, a pesar de que ella le llevaba cuatro años.

—Es un impulso.

—¿Un impulso? —Pernelle lo miraba fijamente a los ojos con el ceño fruncido.

—Sí, un impulso místico —repitió el escribano—. Es como si necesitase dar respuesta a una llamada. Es casi…, casi…, como si…, como si… —Flamel titubeaba; daba la impresión de que le avergonzaba verbalizar lo que estaba pensando.

—¿Casi como qué? —le ayudó su esposa.

—Como si una fuerza incontenible me arrastrase a ese lugar.

El semblante de Pernelle se transformó. No esperaba que su marido le respondiese de aquella manera. Tampoco Flamel pensaba que su mujer reaccionase como lo hizo.

—¿Estás seguro? —se limitó a preguntar.

El escribano se encogió de hombros y dejó escapar un suspiro.

—No, la verdad es que no lo estoy. —La mirada dulce que le regaló su esposa lo animó a continuar—. Es una sensación indefinible, tan extraordinariamente sutil y leve, como si una fuerza irresistible me llamase hacia ese camino por el que han transitado millones de peregrinos en busca de remedio para sus males, de perdón para sus pecados o para cumplir una promesa.

Al escribano le había costado mucho decidirse. Era un hombre de ciudad y ponerse en camino suponía afrontar numerosos peligros. El temor a viajar era tal que muchas personas ni siquiera se lo planteaban. La mayor parte de los vecinos de París no se había alejado más allá de un par de leguas de los alrededores de la ciudad. Eran habitantes de un burgo y allí se desarrollaba su vida. Para ellos, el campo representaba una amenaza, y más allá de las tierras dedicadas al cultivo, se extendían densos e impenetrables bosques que eran dominio del maligno. En las espesuras de sus profundidades, a las que apenas llegaba la luz, habitaban fieras salvajes y seres diabólicos. Los bosques que, amenazantes, bordeaban los caminos eran tan temibles como las tinieblas de la noche. A ello había que añadir las bandas de salteadores, muchas de ellas formadas por soldados que, con las treguas que periódicamente se firmaban con los ingleses, se encontraban sin oficio y campaban a sus anchas por bosques y caminos.

A Pernelle le había bastado una mirada y la escueta respuesta que había salido de su boca para intuir por qué su esposo, cercano al medio siglo, había tomado aquella decisión. Sabía que no buscaba un remedio para sus males, ni perdón para sus pecados. Su decisión estaba relacionada con algo mucho más profundo y a la vez, como él mismo había dicho, más sutil. Conocía bien a su esposo, cuya mente era como un libro abierto para ella, después de haber compartido tantas esperanzas e ilusiones que se desvanecían una y otra vez. Sabía cuál era el impulso que lo llevaba a la búsqueda de una solución que se le resistía desde hacía veinte años.

—Tu peregrinaje a Compostela ¿tiene algo que ver con la búsqueda?

Flamel asintió.

—Sabes tan bien como yo que para algunos peregrinos el Camino de Santiago significa algo más que llegar hasta la tumba del apóstol. Es como un camino iniciático, una ruta a lo largo de la cual superan miedos e incertidumbres al tiempo que desarrollan su fuerza interior.

—¿Es eso lo que buscas?

—Eso y también… algo más.

Pernelle comprendió que su esposo quería jugar una última carta antes de darse por vencido y echar por la borda veinte años de trabajo. Entendía, sin necesidad de más explicaciones, que su marido se convirtiese en un extraño peregrino, y estaba de acuerdo con su decisión porque ella también era parte de la búsqueda que había ocupado tantas horas de su vida. Había sido como un veneno que poco a poco se había infiltrado en su cuerpo hasta convertirse en el principal objetivo de su existencia. Lo único que podía reprochar a su marido era que no hubiese compartido con ella las inquietudes que lo habían llevado a tomar una decisión tan importante.

Ahora entendía por qué durante las últimas semanas había hablado con los peregrinos que se concentraban en Saint-Jacques-la-Boucherie para, desde allí, atravesar París hasta la puerta de Orleans donde comenzaba el largo recorrido que los conduciría, si esa era la voluntad de Dios, hasta la tumba del apóstol y a algunos más allá todavía, hasta el finis terrae donde se ponía el sol, hundiéndose al otro lado del mar tenebroso en los confines del mundo.

Fue ella quien ahora tomó sus manos y las apretó con fuerza, tratando de transferirle la energía que iba a necesitar para afrontar la aventura que tenía por delante. Flamel miró a su esposa y de sus ojos se escapó una lágrima. Se estaba haciendo viejo. Se fundieron en un largo y cariñoso abrazo que sorprendió a Jeanette y a Agnès.

—¿Dónde está el besugo? —preguntó Pernelle, mirando a ambas.

—En la mesa, mi señora. Me temo que ya estará frío.

Como todos los domingos, después del almuerzo, Flamel se retiró a meditar. Entrecerró los ojos y recordó cómo había comenzado la prodigiosa aventura que ahora lo llevaba a peregrinar a Compostela. Todo empezó una noche de primavera, veintidós años atrás.

El secreto del peregrino

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