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VII

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León, año 1358

Habían pasado dos años desde que Moisés Canches salvara la vida del corregidor. Ahora era un médico respetado con una amplia y acomodada clientela, lo que no impedía que asistiese a los menesterosos y necesitados. Tres días por semana dedicaba la mitad de su jornada a quienes no tenían recursos para pagarse los servicios de un médico. Esa generosidad le había procurado muchas simpatías y también despertado envidias, recelos y rechazo entre sus colegas de profesión. Los dos galenos que atendían al corregidor la noche que lo llamaron a toda prisa no le habían perdonado el mal lugar en que los había dejado.

Su hermana se encargaba de todo lo concerniente al buen orden de la casa y él tenía tiempo, además de atender su consulta, de hacer excursiones por el campo para recoger las plantas con que confeccionar sus remedios. El hogar de los Canches, dirigido por Sara, que acababa de cumplir los diecisiete años, era un remanso de paz y prosperidad material, después de la tragedia vivida por su familia. Moisés dedicaba cada vez más tiempo al estudio de la Torá, y en la judería muchos de sus correligionarios acudían a él no sólo para que les curase sus dolencias y enfermedades, sino en busca de consejo, aunque él no era rabino.

Como cada mañana, después de las oraciones y del desayuno, dedicó, antes de iniciar su consulta, dos horas al estudio de la Torá. No era el único tiempo que dedicaba la lectura de las Sagradas Escrituras; muchas noches permanecía levantado hasta muy tarde enfrascado en el estudio del Talmud. Sara se encargaba de tenerlo todo dispuesto para cuando llegasen los primeros enfermos mientras él se encerraba en una estancia que había acomodado al fondo del patio para aquellos menesteres. Hacía algunos meses que una idea bullía en su cabeza: deseaba profundizar en algunos de los conocimientos asociados al análisis de los textos sagrados, pero era imposible sin las enseñanzas de un rabino competente y versado en tales materias.

Una noche, después de sus oraciones, Moisés se quitó el viejo manto de la oración utilizado por su padre, que había logrado rescatar, lo dobló cuidadosamente y, ensimismado en sus pensamientos, lo dejó sobre una mesita donde alumbraba una menorah de plata, regalo de un rico judío de Carrión que había acudido a su consulta. Desde hacía varios días, Sara lo veía caviloso y poco comunicativo.

—¿Te ocurre algo?

Moisés negó con la cabeza.

—A ti te pasa algo —insistió Sara.

La joven sabía que Moisés era reservado y que le costaba expresar sus sentimientos. Por eso, mientras iba y venía de la cocina para disponer los alimentos de la cena, no dejó de insistirle. Sabía que al final su hermano acabaría hablando. Siempre ocurría lo mismo. En esta ocasión, fue en medio de la comida cuando le contó la causa de su ensimismamiento.

—Tengo necesidad de hacer un viaje.

—¿Por eso te muestras huidizo y silencioso? ¿Qué tiene de particular ese viaje? En este tiempo has ido a Burgos en dos ocasiones, y el otoño pasado estuviste diez días por tierras de Salamanca.

—Esta vez se trata de un viaje diferente.

Sara se acercó a su hermano y cogió sus manos.

—¿Tiene que ver con el tiempo que dedicas a las Sagradas Escrituras?

Moisés la miró a los ojos. Eran negros y brillantes como los de su madre, bellísimos; en su mirada se percibía una prudencia que iba mucho más allá de su edad.

—Necesito consejo y sabiduría; eso requiere tiempo.

—Eso significa que será un viaje un poco más largo.

—Serán varios meses, Sara, como mínimo tres.

Su hermana, restándole importancia y consciente de que ella era el principal obstáculo para que tomase la decisión de partir, le dijo:

—Podría aprovechar ese tiempo para pasar una temporada en Nájera. Tengo ganas de ver a don Yucef y a su familia.

Moisés, con los ojos arrasados por las lágrimas, la abrazó con ternura.

Se puso en camino a comienzos de la primavera. Su destino era Toledo y su objetivo aquilatar algunas cuestiones sobre la Torá, aclarar numerosas dudas y encontrar respuestas. Quería saber sobre lo que ciertos círculos del judaísmo llamaban la «Torá oral», donde se sostenía que Yaveh, además de los Mandamientos, entregó a Moisés en el monte Sinaí una versión oral de las Escrituras.

Llegó a su destino después de una semana de viaje. Desde el primer día, trabajó con tal intensidad que Gamaliel de Toledo, su maestro —un venerable rabino a quien la ancianidad había mermado sus facultades físicas, pero que mantenía un vivo intelecto capaz de sostener los más complejos razonamientos—, estaba asombrado. Tuvo que reprenderle por no dedicar el tiempo necesario al descanso.

Después de dos meses de frenética actividad, persistía en Moisés el intenso deseo de aprender, de resolver dudas, de plantear cuestiones. Una tarde, el rabino lo llamó a su sala de oraciones para que lo acompañase a rezar la plegaria. Concluido el rezo, lo invitó a dar un paseo. Encaminaron sus pasos hacia la puerta de la Herrería, frente al barrio de la Antequeruela, que se extendía al otro lado del Tajo, protegido por una tapia fuera de las murallas que circundaban el casco antiguo de la ciudad. Gamaliel y Moisés charlaban relajadamente sobre cuestiones de escasa trascendencia, aunque el discípulo sabía que el viejo rabino no daba puntada sin hilo. Si lo había invitado a pasear —lo que suponía un notable esfuerzo para sus piernas—, era porque deseaba decirle algo. Llegaron hasta la ribera del río, que en aquella zona corría encajonado al pie del roquedo sobre el que se asentaba la ciudad, ciñéndola casi por completo. Se acomodaron sobre unas peñas aplanadas por el paso del tiempo. Desde allí, podía verse una noria que, con sus cangilones, elevaba el agua hasta un canalillo para regar una estrecha franja de huertos sobre la que el sol ponía unos reflejos dorados de atardecer. Más allá de la Antequeruela, se extendían los campos labrados en una explosión de vida. En las parcelas, bien delineadas y primorosamente labradas, se veían hortelanos afanados en sus tareas, sacando rendimiento a una tierra que recibía las bendiciones del agua, sin necesidad de esperar las lluvias, siempre escasas y caprichosas.

Moisés aguardaba ansioso a que el rabino le explicase por qué lo había conducido hasta aquel paraje. Era algo inusual. Aquello significaba un gesto de amistad impropio entre un aprendiz y un maestro consagrado. Tras un prolongado silencio, señaló con el brazo.

—¿Ves aquella mancha blanca, la que está casi tapada por el pinar?

—Sí, maestro, ¿qué es?

—Un cementerio. En él reposa buena parte de nuestros antepasados, muchos de ellos hombres sabios que dieron lustre a la Escuela de Traductores que en esta ciudad impulsó, hace ya más de un siglo, un rey sabio. Allí descansan, esperando el Armagedón, rabinos de cuya sapiencia nos hemos alimentado y nutrido muchas generaciones. También descansan allí, mientras lo disponga el Altísimo, algunos de los hakhim que más han profundizado en los conocimientos sobre el Árbol de la Vida que encierra el secreto oculto en las Sagradas Escrituras.

—Maestro, ¿me estáis hablando de la cábala?

El rabino ignoró la pregunta. Tenía los ojos entrecerrados y se acariciaba los tirabuzones que colgaban sobre sus mejillas.

—¿Has oído hablar del Zohar?

La pregunta sorprendió tanto a Moisés que tardó en contestar. Gamaliel, sin inmutarse, repitió la pregunta:

—¿Has oído hablar del Zohar?

—Guardo un ejemplar en mi casa de León —se apresuró a señalar Moisés.

El rabino clavó sus ojos en él. Moisés se sintió azorado; los segundos se le hicieron interminables hasta que por fin Gamaliel rompió el silencio.

—¿Tienes un ejemplar del Libro del Esplendor?

—Sí, maestro.

—¿Por qué no me lo has dicho?

—Ignoraba que debía decíroslo —respondió Moisés, preso del aturdimiento.

—¿Sabes cuántos ejemplares se conocen de la obra de Simón bar Yohai?

—Soy un ignorante, maestro.

—Que sepamos, en toda Sefarad, no llega a la media docena.

—¿Por qué no se copia?

Un destello de ira brilló en los ojos de Gamaliel, como si Moisés hubiese blasfemado.

—¡Verdaderamente tu ignorancia es grande!

—Lo siento, maestro.

—Pero he de admitir —repuso inmediatamente— que he encontrado pocos discípulos con tus capacidades.

Moisés no supo qué decir. Todo el mundo sabía que Gamaliel de Toledo era parco en elogios y que los dispensaba muy de tarde en tarde, tan sólo en ocasiones excepcionales o en momentos muy especiales.

—¿Lo has leído?

—Sí, maestro.

El rabino lo miró de nuevo fijamente. Moisés habría deseado que la piedra sobre la que se sentaba se abriese bajo él.

—Pero mi falta de preparación me ha impedido acercarme al conocimiento que atesoran esas páginas —se excusó.

—Antes, cuando te dije que en aquel cementerio están enterrados algunos de los hakhim que más han profundizado en el conocimiento del contenido secreto de las Sagradas Escrituras, me preguntaste si te estaba hablando de la cábala. ¿Te interesa el conocimiento esotérico que encierran las Sagradas Escrituras?

—Sí, maestro.

—¿Estás seguro?

Moisés no daba crédito a lo que acababa de escuchar. ¡Esa era una de las principales razones por las que había cerrado su casa, abandonado por unos meses el ejercicio de la medicina, dejado a Sara en Nájera y viajado hasta allí! Su mayor deseo era entrar en el mundo oculto de la cábala, iniciarse en sus misterios y buscar respuestas en sus arcanos.

—Sí, maestro.

—Te advierto que no es un camino fácil. Exige dedicación, mucho sacrificio y puntual cumplimiento de los preceptos de la ley, incluso más allá de las obligaciones exigibles a todo buen judío.

—Lo sé, maestro.

—No, Moisés, no lo sabes —lo reprendió Gamaliel.

—Lo siento, maestro.

—Ese es un camino que habrás de recorrer en solitario. Para los primeros pasos tendrás un maestro iniciador, pero luego será la limpieza de tu alma la que impulse el conocimiento hacia los secretos del Altísimo y los misterios que encierra el universo. ¿Estarías dispuesto a recorrer ese camino de espinas y abrojos?

Moisés meditó la respuesta, aunque ya había tomado una decisión. Sabía que el conocimiento exigía dedicación y sacrificio, pero percibía que aquel camino era arduo y empinado. A su maestro le satisfizo que sopesase la respuesta; aquello significaba que no se dejaba arrastrar por un entusiasmo momentáneo.

—Si me creéis capacitado para afrontar ese reto, estoy dispuesto a asumirlo. Si, por el contrario, no veis en mí el temple necesario para soportar sus dificultades, decídmelo. Sólo os diré que mi ánimo está dispuesto para emprender la marcha.

Una sonrisa de satisfacción, apenas perceptible, apuntó en los labios de Gamaliel de Toledo. Llevaba años buscando al discípulo en quien confiar los conocimientos acumulados a lo largo de una vida dedicada al estudio y a la oración. Por fin lo había encontrado.

—Mañana dedicarás toda la jornada a la oración y harás ayuno completo; sólo beberás agua tres veces en todo el día. Es necesario que dispongas tu alma y tu cuerpo de forma adecuada. Tu instrucción comenzará pasado mañana.

—Como dispongáis, maestro.

—¿Dónde te alojas?

—En casa de Jehuda, el ceramista; en la Alcaná.

—Esta noche irás a mi casa. Mi esposa dispondrá lo necesario para alojarte.

El rabino se levantó con dificultad; la edad no perdonaba y el asiento, además de duro, era incómodo. Apenas iniciado el regreso, el rabino le preguntó:

—¿Cómo ha llegado a tus manos ese Zohar?

Moisés le contó la historia vivida en los meses más penosos de su existencia.

Permaneció en Toledo otros tres meses dedicado exclusivamente al estudio de las tradiciones místicas del judaísmo, buscando en la Torá las claves de su sentido oculto para poder explicar la realidad del universo. Guiado por la sabia mano de su maestro, progresaba a una velocidad vertiginosa, aunque, como en todo cabalista, era la propia personalidad del estudioso la que configuraba los perfiles del conocimiento.

Moisés se dedicó al estudio y a la oración mientras transcurrían las semanas de aquel verano, menos caluroso de lo habitual. Atrás quedaron las tardes apacibles, algunas de ellas disfrutadas en las riberas del Tajo, donde su maestro poseía una alquería, llamada la Alcantarilla, en el camino de Talavera. Había vides y olivos, además de una deliciosa huerta que se regaba con el agua de las acequias articuladas en torno al río.

Moisés era feliz dedicado al estudio, aunque añoraba a Sara y, de vez en cuando, al recordar la práctica de la medicina, sentía una punzada nostálgica. Poco a poco, los días se fueron acortando, por lo que realizaba una parte importante de su jornada de estudio bajo la luz de los candiles, a pesar de que Gamaliel le indicaba que, siempre que el ánimo estuviese dispuesto, aprovechase la luz del día para el estudio y la penumbra de la noche para la oración. Pero la disposición del ánimo no respondía siempre al discurrir de las horas.

Una tarde de principios de septiembre, Gamaliel subió al aposento donde Moisés estudiaba. Era un desván que la esposa del rabino había ordenado acondicionar como alcoba y lugar de oración y estudio. Al rabino le costaba trabajo respirar.

Al verlo aparecer, Moisés se sobresaltó y se puso en pie.

—¿Ha ocurrido algo, maestro?

En las doce semanas que llevaba acogido a su hospitalidad, el rabino jamás había subido: la escalera era empinada y suponía para el anciano un esfuerzo desmedido. El aprendiz de cabalista supo que se trataba de algo grave.

—Lamento haberte perturbado, pero hemos de hablar lejos de oídos indiscretos.

—No os preocupéis, maestro. Estaba tan abstraído…

El rabino se acercó a la mesa de trabajo y miró el Árbol de la Vida —cada cabalista debía confeccionar el suyo— sobre el que estaba concentrado su discípulo. Lo había elaborado a partir de los principios establecidos en el Zohar: la propia Divinidad había emitido un poderoso rayo de luz que se convirtió en la primera de las esferas, llamadas sefirá, a la que se conocía con el nombre de Kéter o corona suprema, de la que emanaban las otras nueve sefirot, que constituían otras tantas emanaciones divinas y cuya articulación y relaciones configuraban el Árbol de la Vida.

Gamaliel de Toledo llevaba cubiertos la cabeza y los hombros con un manto blanco adornado con listas azules, y en su mano portaba su viejo libro de rezos con las cubiertas ajadas. Con la respiración todavía fatigada, se sentó en un banco adosado a la pared, forrado de terciopelo, y dejó escapar un suspiro.

—Escúchame con mucha atención.

—Siempre lo hago, maestro.

El rabino le dedicó una sonrisa bondadosa.

—Creo que has progresado más que ningún otro de los discípulos que he tenido a lo largo de mi dilatada existencia, que ya principia su final.

—No digáis eso, maestro.

El rabino resopló con fuerza expulsando el aire de sus pulmones, en un intento de que su respiración se acompasase.

—Cuando antes te he dicho que escuches con atención, quería decir que no me interrumpieras. Sé que estoy en el último recodo del camino y no quiero comparecer ante el Altísimo sin hacer algo que, si bien ha tardado en llegar, ha llenado mi espíritu de alegría. Doy gracias al Altísimo por ello. —Gamaliel dejó escapar un placentero suspiro—. Lo que voy a confiarte justifica toda mi existencia. Más aún, si hubiese entregado mi alma sin haber podido dar cumplimiento a ello, habría muerto con la penosa sensación de que mi vida había sido un completo fracaso.

Moisés lo escuchaba turbado.

—Lo que voy a confiarte es fruto de largas y profundas meditaciones, pero no debe perturbar tu ánimo. Tus capacidades y tu disposición me aseguran que las posibilidades de errar son mínimas, y si doy un margen al error, es debido a que la certeza suele ser compañera de engreídos e ignorantes.

Sacó de su bolsillo un pequeño rollo de pergamino atado con una delicada cinta de seda azul y se lo ofreció con mano trémula. Moisés notó la suavidad y delicadeza de su tacto. Parecía haber sido confeccionado con la piel de un recental.

—¿Qué es, maestro?

—Míralo.

Moisés deshizo el lazo bajo la atenta mirada del rabino y desenrolló el pergamino con cuidado. Era poco más grande que la palma de su mano. Llenaba su superficie un complicado dibujo que a primera vista daba sensación de caos. Necesitó unos segundos para que su mente compusiese algunas imágenes. Podían verse tres círculos concéntricos que envolvían una estrella de seis puntas, la conocida como Magen David, la Estrella de David. Alrededor, había otras dos estrellas más pequeñas, las palmas de dos manos extendidas y cuatro cuadrados. Completaban el conjunto extraños nombres que parecían colocados de forma desordenada. En uno de los cuadrados estaban las cuatro consonantes que formaban el impronunciable nombre de Yaveh, el tetragrámaton y repetida por tres veces la frase: El fuego se hunde en el fuego.

—¿Qué es esto?

—Un regalo para ti.

Moisés, confuso, miraba alternativamente a su maestro y al pergamino.

—¿Por qué?

Gamaliel frunció el ceño.

—Los regalos se aceptan o se rechazan sin más. Los cristianos dicen que «a caballo regalado…».

Dejó la frase en el aire y Moisés la completó:

—«… no se le mira el diente».

—Me has oído hablar de la llamada cábala astrológica.

—Me parece una deformación de la esencia que alienta en el conocimiento de las sefirot.

Los labios del rabino esbozaron una sonrisa de satisfacción.

—Posiblemente estés en lo cierto, pero la realidad suele ser mucho más compleja de lo que a primera vista vislumbramos. Las cosas son sencillas, pero las relaciones entre ellas son complicadas o, tal vez, somos los hombres quienes las complicamos.

—Sin embargo, me habéis enseñado que el valor de la cábala reside en reflexiones teóricas acerca del conocimiento de la Divinidad y de sus emanaciones. Esas especulaciones son las que nos permiten llegar a conocimientos ocultos del universo.

—Lo que no excluye sus aspectos prácticos —sentenció Gamaliel.

—Nunca me lo habíais dicho.

—Porque no había llegado el momento. No olvides que hay un tiempo para cada cosa. Ahora presta atención. Aunque muchos presumen de serlo, son pocos los cabalistas que merecen recibir tal nombre. Casi ninguno desea que sus reflexiones se vean interrumpidas por otras actividades, lo que significa que no ejercen la enseñanza más allá de la obligación que les impone transmitir sus conocimientos a un discípulo, a lo sumo dos.

—¿Qué queréis decirme, maestro?

—Que es difícil encontrar un maestro de cábala.

—Yo ya lo tengo —exclamó Moisés.

—No. Soy un simple rabino, versado en algunas cuestiones. Pero no un cabalista.

—Maestro…

—No me interrumpas. No puedo enseñarte más y necesitas culminar tu formación para, a partir de ahí, seguir tu propio sendero. ¿Estarías dispuesto a viajar si consigo que un verdadero maestro te acepte como discípulo?

Moisés miró cómo el pergamino se agitaba en su mano; estaba temblando. Llevaba seis meses fuera de León, el doble del tiempo previsto al iniciar el viaje. Deseaba regresar a su hogar y reencontrarse con Sara, que estaría preocupada, aunque había aprovechado un par de ocasiones para enviarle cartas. Sin embargo, ignoraba si habrían llegado a su destino: Nájera era un lugar apartado.

—No tienes que responderme ahora, si bien no debes demorarlo. Como te he dicho, mi tiempo está tasado. —Gamaliel se levantó con dificultad y Moisés se dispuso a acompañarlo, pero el rabino lo detuvo con un gesto—. Si he subido solo, solo he de bajar. Aunque hay viajes sin retorno, no es bueno iniciar un camino si no se sabe volver.

Moisés vio cómo el rabino se desplazaba con dificultad; su espalda, de tan encorvada, formaba casi una joroba. El peso de los años era como una losa que arrastraba con gran dignidad. Pensó en el esfuerzo que había hecho para subir la escalera y supo que era una forma de demostrarle la importancia que para él tenía lo que acababa de decirle.

—¡Maestro!

—¿Sí? —Gamaliel se volvió lentamente.

—Buscad a ese cabalista.

El rabino no pudo evitar que una lágrima resbalase por su mejilla.

—Sólo serán unas semanas —le dijo.

—¿Adónde, maestro?

—Si todo sale como espero…, irás a Córdoba.

Moisés notó cómo se le encogía el estómago, preso de sensaciones encontradas. Estaba mucho más al sur; aquello significaba poner más tierra por medio respecto a su amada León.

Sin embargo, siempre había albergado el deseo de visitar una ciudad cuyo nombre evocaba resonancias de sabiduría.

—Una cosa más, maestro. —Moisés le mostró el pergamino que sostenía en la mano—. ¿Qué es esto?

Gamaliel entrecerró los ojos.

—Un seguro.

—No os entiendo, maestro.

—Ahí, aunque no lo creas, están algunas de las claves de la llamada cábala astrológica, indispensables para interpretar los textos cabalísticos más valiosos. ¡Lástima que muchos se hayan perdido! Pero tú tienes un Zohar; te será de gran ayuda.

Moisés miró el galimatías que aparecía dibujado en el pergamino y su rostro mostró una expresión dubitativa.

—No olvides jamás que el verdadero poder del universo está en los nombres. ¡Y los nombres están en las estrellas! No lo olvides jamás.

Moisés observó una vez más los extraños símbolos dibujados en la fina vitela, la enrolló cuidadosamente y ató la cinta de seda.

—Guárdalo y nunca te separes de él. Tal vez algún día te sea de utilidad. Está confeccionado según los principios del Sefer Yetzirah.

—¿Qué es el Sefer Yetzirah?

—La mejor de las cosmogonías escritas a partir de los principios de la cábala. Resulta casi imposible encontrar un ejemplar.

El secreto del peregrino

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