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VIII

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Córdoba, 1358

Simeón Baruch, el cabalista de Córdoba, aceptó dedicar unas semanas a Moisés, aunque Gamaliel intuyó que lo hacía a regañadientes. El aprendiz de cabalista lo tenía todo dispuesto para ponerse en camino a finales de septiembre. Haría el viaje con unos arrieros que iban hasta Cádiz en busca de la sal de sus playas y de los atunes, ya en salazón, que durante la primavera y el verano se pescaban en las aguas de aquel golfo. Durante algunas semanas, en varias poblaciones de la costa, se desarrollaba una intensa actividad que daba trabajo no sólo a los pescadores, sino a un sinnúmero de gentes que aderezaban los atunes salándolos y preparándolos para la conserva. También acudían pícaros y prostitutas al olor de un dinero que corría abundante. En su ligero equipaje, Moisés llevaba una carta de presentación para el responsable de la Cofradía Santa de Córdoba.

La distancia entre Toledo y Córdoba se hacía entre ocho y diez jornadas, dependiendo de los avatares del camino. Viajar era siempre una aventura peligrosa. Había que cruzar los Montes de Toledo y el campo de Calatrava, donde los monjes guerreros de esa orden tenían encomiendas y muchas poblaciones de la comarca estaban bajo su control, para llegar al valle de Alcudia y afrontar el tramo más peligroso del recorrido: el paso de Sierra Morena para descender desde el valle de los Pedroches, ya en tierras del reino de Córdoba, hasta las llanuras regadas por el Guadalquivir.

Al noveno día, Moisés llegó a Córdoba sin más contratiempo que el vivido en el valle de Alcudia con unos pastores que bajaban con su cabaña para pasar la invernada en las zonas más templadas del sur. Los rabadanes, que manejaban miles de cabezas, no reparaban en ocupar toda la vereda, impidiendo el paso a los demás, lo que significaba perder media jornada hasta que los rebaños llegaban a los descansaderos. Los arrieros protestaron, sonaron palabras gruesas y algunos echaban ya mano a cayados, estacas y puñales cuando la presencia de un grupo de calatravos puso fin a lo que podía haber sido un baño de sangre. Los monjes guerreros, que lucían orgullosos sobre sus capas las cruces rojas rematadas en flores de lis, iban hacia Almagro, donde se hallaba el maestrazgo de su orden.

Moisés entró en Córdoba por una puerta flanqueada por dos macizas torres almenadas. La ciudad había disminuido mucho su perímetro desde que hacía más de un siglo había pasado a dominio de los cristianos y, aunque los musulmanes ya no residían en ella, el trazado de sus calles, estrechas y laberínticas, era el propio de una ciudad islámica. En los alminares de las antiguas mezquitas desde donde los almuédanos habían llamado a la oración, sonaban ahora las campanas cristianas. Observó alguna construcción en la que resultaba patente quiénes eran los nuevos señores de la ciudad: se trataba de edificios labrados en piedra que destacaban entre las blancas fachadas de las casas enjalbegadas. Por encima de algunos tejados, apuntaban las enhiestas copas de los cipreses y los amplios abanicos que formaban el ramaje de las palmeras, mostrando el abolengo islámico de la ciudad.

A pesar de haber perdido buena parte de su población, a Moisés le pareció una ciudad grandiosa que multiplicaría por ocho o tal vez por diez la población de León, aunque nadie supo darle cuenta de la cifra de sus vecinos. Los arrieros se fueron derechos hacia la posada del Avellano, donde pasarían la noche antes de emprender al día siguiente el camino hacia Écija, aguas abajo del Guadalquivir.

El lugar apestaba a grasa de cerdo. Fue mucho el alboroto producido por la llegada de más de veinte animales de carga y media docena de arrieros que, junto a Moisés y a otros tres comerciantes acompañados de sus criados, formaban el grupo. Unos mozos, en realidad chiquillos de entre ocho y diez años, se disputaron hacerse cargo de las bestias en busca de una propina mientras dos mujeronas observaban indolentes el trasiego, sentadas en el alféizar de una ventana. En medio del revuelo, apareció un individuo que tapaba buena parte de su vientre con un mandil de cuero mugriento; tenía unas cejas pobladas e hirsutas y gritaba como un poseso a dos ganapanes que salían a toda velocidad hacia el patio. Completaban el panorama no menos de media docena de hombres: dos de ellos aparejaban unas mulas, otro sacaba agua de un pozo y los demás habían dejado la charla que mantenían.

Moisés decidió esperar a que pasase el turbión provocado por la arribada antes de preguntar por Isaac el Ciego, que era el nombre del responsable de la Cofradía Santa. Se sentó en un poyete con la pared como respaldo, pendiente de su bolsa de médico y del fardo donde llevaba su ligero equipaje. La experiencia le había enseñado que esos momentos eran aprovechados por los truhanes para hacerse con lo que hubiera a mano. Reparaba en las paredes, blanqueadas con cal, aunque con manchas, desconchones y suciedad, cuando se le acercó una de las mujeres.

—¿Tú también te quedas? —le preguntó con una sonrisa pícara.

—No, simplemente aguardo. —Moisés señaló el revuelo del patio. Pensó que tal vez ella podía darle la información que necesitaba—. ¿Conoces a Isaac el Ciego?

Si hubiese preguntado por el diablo, la mujer habría hecho menos aspavientos.

—¿Preguntas por el enterrador de los judíos?

—Sí.

Si la mujerona albergaba algún propósito cuando se acercó melosa, se marchó maldiciendo entre dientes.

A Moisés no le sorprendió demasiado la reacción. La Cofradía Santa era el nombre cristiano de la Hebrá Kadishá, una asociación formada por personas especialmente preparadas para llevar a cabo el enterramiento de los cadáveres y de los rituales funerarios que lo acompañaban. Vio cómo la mujer lo señalaba con el dedo al tiempo que hacía un comentario a su compañera de ventana. Poco después se acercó la otra mujer, aunque con cara de pocos amigos.

—¿Cuánto me das si te digo dónde encontrar al enterrador?

A Moisés no le gustó ni su disposición ni su actitud. Se tomó un tiempo para sopesar la propuesta y se decidió por hacerle una oferta.

—Medio maravedí.

—Uno.

—Siempre y cuando me acompañes hasta el sitio y compruebe que no mientes.

—¿No te fías?

Moisés se encogió de hombros.

—Defiendo mi maravedí.

—Está bien. ¡Muéstrame el dinero!

Moisés, viajero experimentado tras el periplo que lo había llevado de Palermo a León, no cometió la imprudencia de abrir su bolsa. Siempre llevaba algunas monedas a mano. Sacó el maravedí y se lo mostró.

—¡Vamos! —le ordenó autoritaria.

—¿Queda muy lejos?

—No mucho.

—¿Eso cuánto es?

La mujer echó cuentas.

—Cuatro calles, torciendo a la derecha, cerca de la Mezquita.

—¿Todavía quedan mezquitas en Córdoba?

—¡Allí se dice misa! —protestó airada—. ¡La Mezquita es la iglesia más grande de Córdoba!

Moisés tomó su bolsa y su fardo y se los echó al hombro.

—¡Aguarda un momento!

—¿A qué? —preguntó ella con desenfado.

—Será sólo un instante.

Se acercó al capataz de los arrieros, con quien sostuvo una breve conversación. Los dos hombres se despidieron amigablemente.

La mujer no había mentido. Cruzaron por una calle unos palmos más ancha que las demás, dejaron atrás tres cruces y al llegar a la cuarta se toparon con la esquina de una construcción majestuosa: ante sus ojos apareció la antigua Mezquita aljama de Córdoba.

En una pared larguísima, no demasiado elevada y coronada por almenas escalonadas, se embutían una serie de puertas decoradas con elementos geométricos y de lacería finamente trabajados. Alternaba la piedra dorada y el mármol rojo. Se detuvo un momento.

—¡Qué hermosura! —exclamó admirado.

—¡Vamos, no te entretengas! —lo apremió la mujer, a quien no parecía importarle tanta belleza.

Moisés echó a andar de mala gana, alzó su mirada y contempló el alminar desde el que los almuédanos habían llamado en otro tiempo a la oración y donde ahora repicaban las campanas. Atisbó, a través de unas enormes puertas forradas de bronce, un patio donde el verde de los naranjos era un regalo para la vista.

—Lo llaman el Patio de los Naranjos —comentó la mujer sin detenerse.

Al otro lado del patio, los últimos destellos del sol se reflejaban en las piedras dándoles una tonalidad dorada. Moisés se prometió volver lo antes posible. Entraron en una estrecha calleja al final de la cual se abría una plazoleta rodeada de humildes viviendas de blancas fachadas, todas ellas cerradas a cal y canto.

—Allí vive el enterrador. —Señaló una casa de una planta, ante cuya puerta se alzaba una palmera—. ¡Dame mi maravedí! —exigió autoritaria.

Moisés le entregó una moneda y, antes de que se diese cuenta, había desaparecido. Se acercó a la casa y golpeó la puerta con el llamador. Al tercer intento, cuando empezaba a sospechar que había pecado de incauto al pagar antes de comprobar que se trataba del lugar adonde iba, obtuvo respuesta.

—¿Quién llama? —preguntó una voz ronca que a Moisés le pareció irritada.

—Busco a Isaac el Ciego. Mi nombre es Moisés Canches, me envía el rabino Gamaliel de Toledo.

Oyó cómo descorrían unos cerrojos. La madera de la puerta crujió al abrirse, pero los goznes no chirriaron. La figura que apareció ante los ojos de Moisés era la de un hombrecillo de edad indefinida que vestía con desaliño. Tenía el rostro deformado por las marcas de la viruela y lleno de arrugas. Sostenía en su mano un bastón de caña.

—Te esperaba. —Al abrir la boca enseñó una caverna desdentada.

Moisés arrugó la frente.

—¿Cómo es posible?

—Hace días el rabino Baruch me informó de tu llegada. —Agitó nervioso su bastón y de forma destemplada le ordenó—: ¡Vamos, vamos, entra de una vez! ¡No te quedes ahí como un pasmarote! Sígueme y ten cuidado no vayas a tropezar.

Moisés había visto algo en el rostro de Isaac que llamaba la atención, aunque no lograba definirlo. Lo siguió por un estrecho y cochambroso pasillo, sumido en la penumbra, hasta una habitación que parecía la tienda de un chamarilero: carecía de ventanas, y la luz, más allá de la poca que entraba por la puerta, se la daba un candil de cuatro picos. Al verlo, Moisés se dio cuenta de lo que había llamado su atención. ¡Aquel individuo no era ciego!

—¡Toma asiento!

Señaló con el bastón una silla de tijera, al tiempo que con su mano libre espantaba a un gato famélico que se había acomodado en el sillón. Moisés lo miró con disimulo y comprobó que los ojos del anciano estaban enrojecidos y algo hinchados, pero tenían vida. Se preguntó por qué lo llamarían el Ciego. Y pensó que era un buen motivo para iniciar una conversación.

—Me sorprende que os llamen…

—¿El Ciego? —lo interrumpió Isaac con sequedad.

—Así es.

—Muy sencillo, fui ciego en mi juventud.

—¿Cómo es eso?

—Una mala caída me privó de la vista. Así estuve más de veinte años. Un día, recibí otro golpe en la cabeza y, de repente, recuperé la visión. ¡Fue algo extraordinario! La gente, sin embargo, ha seguido llamándome el Ciego hasta hoy.

—Comprendo.

—Mañana enviaré recado al rabino Baruch para que diga cuándo puede recibirte.

El anciano batió palmas y al instante aparecieron dos fornidos jóvenes. Moisés dedujo por sus toscas y negras túnicas ceñidas con un cordón de cáñamo que eran miembros de la Cofradía Santa.

No le gustó su aspecto, ni el ambiente que flotaba en aquella casa. No se explicaba cómo su maestro lo había enviado allí.

—Estos son Rubén y Ariel. Si el rabino te recibe mañana, ellos te acompañarán. —Moisés asintió sin abrir la boca—. Ahora, mostradle su alcoba.

Lo que el viejo había llamado alcoba era un destartalado cuartucho sin más ventilación que un agujero redondo de un palmo de diámetro, situado muy alto en la pared del fondo. El suelo era de tierra y todo su mobiliario se reducía a un camastro y un taburete. El lugar estaba impregnado por un olor que Moisés no lograba identificar, pero que apestaba. Le dieron un candil con poco aceite y ni Rubén ni Ariel mencionaron nada sobre la cena. Él no se atrevió a preguntar y se dispuso a pasar su primera noche en Córdoba, en un lugar que era poco más que una cuadra. Trataría de aclararlo todo al día siguiente.

La noche fue un duermevela en la incómoda covacha. El hedor no desapareció y, de vez en cuando, oía unos ruidos extraños. Aguardó inquieto a que alumbrase el día y sintió un alivio al contemplar cómo entraban por las rendijas de la puerta, atrancada con el taburete, las primeras luces del amanecer.

Se levantó, se colocó el jubón, porque por prevención no se había desprendido ni de la saya ni de las calzas, y salió al patio. Lo recibió una mañana que se anunciaba luminosa y un límpido cielo azul. Los molestos ruidos de la noche, cuyo origen no había podido establecer, habían sido sustituidos por el gorjeo de los pájaros. Rezó la oración de la mañana y, sigilosamente, entró en la habitación adonde el viejo lo había conducido la víspera. En medio de la confusión había visto papel, atramentum y cálamos. Pergeñó unas líneas, dejó la nota en lugar visible y salió de la casa sin hacer más ruido que el crujido de la puerta al abrirse; la entornó con cuidado y cruzó la plazuela, donde imperaba un agradable silencio apenas roto por el aleteo de unas palomas que huyeron ante su presencia.

Sintió la primera punzada de hambre al llegarle el aroma del pan al pasar ante una tahona. Moisés dio una vuelta alrededor de la antigua Mezquita comprobando la perfección en el ensamblaje de las piedras, la armonía de las proporciones y la primorosa obra de marquetería que decoraba los alfices y dinteles de las puertas. Los arcos, formados por dovelas donde se alternaban colores y decorados, eran un pretexto para la exuberancia decorativa y una delicia para la vista. Las piedras de aquel edificio hablaban de vida. Se detuvo junto al Guadalquivir que bajaba majestuoso y calculó que había más de trescientas varas de orilla a orilla. Permaneció largo rato acodado en el pretil de un recio puente de factura antigua; no podía dejar de pensar en por qué su maestro le había buscado aquel alojamiento. Al ver los primeros rayos de sol reflejados en las aguas, anunciando que ya se alzaba sobre la línea del horizonte, se dio la vuelta y miró una vez más la Mezquita. Ante él se levantaba el macizo muro de la quibla, el menos armónico de los cuatro, pero el más sagrado porque…

Moisés dudó por un momento. ¡Aquello no era posible! Incrédulo, miraba alternativamente hacia la posición del sol y hacia la quibla. No podía dar crédito a lo que estaba viendo. ¡La Mezquita aljama de Córdoba miraba al sur, no estaba orientada hacia La Meca! Conocía la importancia que tenían los símbolos para los musulmanes y sabía que uno de los preceptos del Corán señalaba que la oración había de hacerse mirando hacia La Meca. ¿Cómo podía ser que quienes habían rezado en aquella mezquita, la más importante del califato, que había tenido su sede en aquella ciudad, no lo hiciesen hacia el lugar indicado por Mahoma?

Subió por la amplia calle que separaba uno de los costados de la Mezquita del Alcázar y entró por una de las puertas al patio que la víspera, con las prisas, apenas había podido vislumbrar. Era porticado en tres de sus lados y estaba plantado de naranjos y palmeras. El suelo estaba empedrado con guijarros de río blancos y negros que formaban dibujos geométricos a los que apenas prestó atención. Entró en el templo en busca de una explicación.

Se quedó paralizado ante la visión que se ofreció a sus ojos. ¡Jamás había visto nada parecido! Era un bosque de columnas tan grande que se perdía la vista. A esa hora apenas había fieles, lo que facilitaba su presencia en un templo cristiano, aunque por su indumentaria podía pasar fácilmente por uno de ellos. En aquel momento el sonido de las campanas anunció que, en breve, los fieles acudirían en mayor número. Avanzó embelesado entre las columnas y bajo las dobles arcadas que daban mayor altura a la techumbre. Otra vez los colores se alternaban en las piezas de los arcos. ¡Era un lugar lleno de magia! Se orientó rápidamente, aunque no resultaba fácil en medio de aquel mar de columnas, y buscó el mirhab, el lugar más sagrado de las mezquitas, temiendo que los cristianos lo hubiesen destruido. Tuvo un pálpito cuando cruzó bajo unos complicados arcos, formados por lóbulos, donde la decoración era más exquisita; una verdadera joya labrada en piedra. Quedó abrumado ante la belleza de los mosaicos que decoraban el mirhab, el mimbar y la maxura. El lujo y la belleza de las cúpulas y de las puertas mostraban una riqueza decorativa que hablaba del poder de los califas omeyas de Córdoba.

Extasiado ante tanta maravilla, perdió la noción del tiempo. Las campanas habían sonado dos veces más y los cristianos comenzaban la celebración de la misa. Discretamente, abandonó el templo y encaminó sus pasos hacia la casa del Ciego. La encontró cerrada y tuvo que llamar. Lo recibió con expresión circunspecta, aunque en sus labios apareció un esbozo de sonrisa al ver la dorada hogaza de pan que Moisés llevaba bajo el brazo. La había adquirido a su regreso y también había comprado por medio maravedí una panilla de aceite a un vendedor callejero que pregonaba su mercancía con una cantinela reiterativa.

Le llamó la atención que no aludiese a la nota que le había escrito, ni se mostrase enfadado por haber dejado la puerta entornada, incluso que no le preguntase adónde había ido. No había rastro ni de Rubén ni de Ariel, lo que no significaba que no estuviesen al acecho. La víspera tampoco había detectado su presencia. Fue el propio Isaac, que daba cuenta de una gruesa rebanada de pan, regada generosamente con aceite, quien le dio noticia de ellos.

—Rubén y Ariel han ido a preguntar al rabino Baruch cuándo puede recibirte.

—¿Los dos?

—Siempre van juntos —sentenció el Ciego.

Desayunaban todavía, cuando aparecieron los dos cofrades. A Moisés lo escamó que nadie acudiese a descorrer los cerrojos; eso significaba que la casa tenía otra puerta.

—¿Qué os ha dicho? —les preguntó su jefe.

—Lo recibirá esta tarde, a primera hora.

Moisés pensó que era la mejor noticia que podían darle. Si el cabalista hubiese demorado el encuentro, la estancia en aquella casa le habría resultado insoportable. Trataría el asunto con el rabino y esperaba resolverlo antes de pasar otra noche en el inmundo lugar donde lo habían instalado.

—¿Dónde vive Baruch?

—Cerca de la sinagoga, junto a una puerta de la muralla que llaman de Almodóvar.

—¿Queda lejos?

El Ciego, en lugar de responderle, invitó a sus cofrades a sumarse al desayuno, como si el pan y el aceite fueran suyos. Rubén y Ariel no necesitaron que les repitiesen la invitación. Se repartieron lo que quedaba de hogaza, que era la mayor parte, y la comieron con ansia. Antes de que Moisés terminase su rebanada, habían dado cuenta de todo.

—He comprobado que has estado hurgando entre mis pertenencias —dijo el Ciego. Aunque era una grave acusación, lo comentó en tono despreocupado, como si no le diese importancia.

—Yo no he hurgado en ninguna parte —repuso Moisés a la defensiva.

—¿Ah, no? Entonces ¿qué es esto? —Le mostró la nota que le había dejado.

—Una simple nota para indicaros que había salido.

El Ciego asintió con ligeros movimientos de cabeza.

—Ya. ¿De dónde has sacado el papel? ¿Y la tinta? ¿De quién son los cálamos?

Moisés se quedó de piedra. ¡Sólo había escrito una nota! Su instinto lo alertó; aquel descarado deseaba al-go más que una explicación. Lo mejor que podía hacer era marcharse de allí, sin esperar a que el rabino Baruch lo recibiese.

—Veo que mi presencia no es grata en esta casa. Mejor será que me marche.

El Ciego permaneció en silencio y Moisés abandonó la sala con la preocupación de que los dos cofrades, que más parecían matones, cayesen sobre él. Cruzó el patio a toda prisa, entró en la covacha, y entonces comprendió la sorprendente actitud del Ciego. Era él quien había hurgado en sus cosas, que aparecían desordenadas sobre el jergón. Su bolsa de médico estaba destrozada; tenía varios cortes hechos en busca de un doble fondo. Conteniendo su ira, recogió sus pertenencias en un hatillo y se lo echó al hombro. Se disponía a marcharse cuando aparecieron los cofrades. Unos pasos atrás estaba el Ciego.

—¿Adónde vas con tantas prisas?

—Ya os lo he dicho, mi presencia aquí no es grata. ¡Dejadme salir!

—Primero tendrás que pagar tu alojamiento —exigió el Ciego con insolencia.

—¿Cuánto es?

El bellaco se acarició el mentón, simulando hacer cálculos.

—Doce maravedíes.

—¡Eso es un robo!

—¿Me acusas de ladrón? —Al hablar enseñó su boca desdentada—. Si es lo que piensas, te daremos satisfacción.

Moisés lamentó haberles puesto tan fácil el atropello. Bastó un gesto del Ciego para que los dos matones lo acorralasen en la pared del fondo.

—¿Dónde guardas tu oro?

Consciente de que toda resistencia era inútil, buscaba la forma de escapar. Si les entregaba lo que querían, su vida no valdría un maravedí.

—Lo que buscáis está aquí. —Sacó por encima de la saya una bolsilla de cuero que colgaba de su cuello.

Sintió un escalofrío al ver que en la mano de Ariel había aparecido una gumía.

—¡Regístralo, Mustafá! —ordenó el viejo, que se mantenía a una distancia prudente.

—¿Has dicho Mustafá? —preguntó Moisés, sin dar crédito a sus oídos.

—¡No es hora de hacer preguntas! ¡Quítale la bolsa, Ahmed!

—¿Mustafá? ¿Ahmed? —Ahora empezaba a ver claro—. ¿Quiénes sois?

Moisés decidió rápido. Se arrancó la bolsa de un tirón y la arrojó a un rincón. Los dos sicarios se abalanzaron sobre ella. Tenía que aprovechar ese instante para escabullirse. Golpeó con todas sus fuerzas en el rostro del supuesto Isaac, que rodó por el suelo, y salió al patio con unos preciosos segundos de ventaja. En lugar de correr hacia la puerta, lo hizo en dirección contraria. Si la casa tenía una puerta trasera, era su única oportunidad; no habría tenido tiempo de descorrer los cerrojos. Llegó a un corral donde se amontonaban el estiércol y la basura, y dos cerdos hozaban tranquilamente. Entonces Moisés comprendió el origen de todo aquello. Horrorizado, descubrió que algo más apartado había un cadáver semienterrado. ¡Aquellos canallas, además de ladrones, eran asesinos!

Al fondo había una puerta pequeña. Corrió hacia ella desesperadamente, pero estaba cerrada. No podía perder la ventaja que había conseguido por lo que, al comprobar que la altura de la tapia del corral no era elevada, tomó impulso desde la distancia y saltó para agarrase a la parte superior. El dolor que sintió hizo que soltara un grito. El reborde estaba lleno de cortantes trozos de arcilla para impedir un acceso fácil a la casa. Tiró hacia arriba por instinto de conservación, aunque las palmas de sus manos se desgarrasen. Los dos matones habían aparecido por el otro extremo del corral. Logró auparse y saltó al otro lado, aterrizando en un callejón solitario formado por las traseras de varias casas y un alto muro de piedra que pertenecería a la morada de una familia noble. El callejón era un estercolero; en algunos sitios la porquería alcanzaba más de un palmo de altura. La basura le ayudó a amortiguar el golpe, pero salpicó sus ropas. Decidió correr hacia la derecha, a toda velocidad, mientras escuchaba a su espalda las imprecaciones y gritos de los secuaces, entre otras razones porque en la bolsilla no estaba lo que buscaban. Llevaba su dinero cosido en el forro del jubón.

Salió a una calle algo más ancha y muy concurrida. Dejó de correr para no llamar la atención y caminó deprisa buscando dar esquinazo a sus perseguidores. Llegó a un cruce que identificó. A su izquierda quedaba la calleja que conducía a la Mezquita; allí estaba la tahona donde había comprado el pan. Encaminó sus pasos hacia el patio que en poco rato se había llenado de tenderetes y convertido en un mercado ambulante. Se apartó a un rincón y observó sus manos: la derecha le escocía, pero sólo eran desollones y rasguños, nada de consideración, pero en la izquierda tenía un corte profundo que le había desgarrado el pulpejo y la sangre manaba abundante. Sacó un trozo de lienzo del hatillo que milagrosamente había conservado y se la vendó como pudo.

—¡Vais a desangraros! —exclamó una voz a su espalda.

Moisés se volvió y se encontró con un mocetón de aspecto afable.

—¿Conoces un sitio donde puedan curarme?

—El Hospital de la Caridad no queda lejos; allí os atenderán debidamente.

—¿Te importaría acompañarme?

—Lo siento, pero estoy aquí para ganarme la vida. —Apretó la correa de la que colgaban las esportillas—. No puedo irme de vacío.

—¿Cuánto cobras por llevar una carga?

—Depende del peso y del sitio adonde haya que llevarla.

—El peso es liviano y el sitio ese hospital del que me has hablado.

—¿Me pagaríais por acompañaros? —se extrañó el mozo.

—Si el precio es razonable…

—Si me dais medio maravedí…

—Hecho. ¿Cómo te llamas?

—Acisclo, como mi padre y mi abuelo. Llevamos el nombre del santo patrono de esta ciudad.

—Había oído decir que era san Rafael.

—Ese es el arcángel protector, al que se acude en caso de epidemias y enfermedades, pero el patrón es san Acisclo —proclamó el esportillero con orgullo—. A él estaba dedicada una de las iglesias más antiguas de Córdoba.

—No lo sabía.

—Pues sí, en ella se encerraron algunos defensores de la ciudad cuando la atacaron los moros y resistieron durante meses sus envites, porque en el interior de la iglesia había un pozo alimentado por el agua de un venero. Aguantaron hasta que los infieles lo cegaron, advertidos por un traidor. A pesar de todo, porfiaron tanto que los moros acabaron por incendiar el templo y los que estaban dentro murieron abrasados. Por eso al lugar lo llamaron el descampado de la Hoguera y también de los Cautivos.

—Veo que estás informado.

—El oficio de esportillero obliga a mucho palique y, a poco que se ponga algo de atención, se aprende. Y vos, ¿cómo os llamáis?

—Mi nombre es Moisés.

El esportillero arrugó la frente, pero no hizo el menor comentario. Moisés dudó si ya lo habría identificado como judío. Echaron a andar, salieron del patio y el aprendiz de cabalista aprovechó para preguntarle por Isaac el Ciego. No podía entender por qué Gamaliel lo había enviado a aquel sujeto, en el caso de que el individuo que había conocido fuese realmente él. En el cadáver a medio enterrar en el corral podía estar la explicación de muchas cosas.

—¿Sabes quién es?

—¡Claro! El que entierra a los judíos.

—¿Qué clase de persona es?

—Para ser judío, no es mala gente.

Moisés lo miró con el rabillo del ojo.

—¿Por qué le dicen el Ciego?

—Por qué va a ser… ¡Porque no ve ni a tres en un burro!

—¿Acaso lo conoces?

—No, pero he oído hablar de él. Sé dónde vive. Si queréis, cuando os hayan cosido esa raja, os acompaño. No está lejos, siempre que…

—Te pague otro medio maravedí, ¿no?

—Bueno, podría guiaros por la ciudad durante todo el día si me pagáis el jornal; la conozco como la palma de mi mano. ¡Ponedme a prueba!

Moisés pensó que Acisclo, pese a no manifestar demasiadas simpatías por los judíos, podía ser una solución a algunos de sus problemas: le pediría que lo condujese a casa del rabino Baruch. Enfilaron la calle donde estaba el hospital; era estrecha, pero estaba empedrada y muy limpia.

—¿Duele? —le preguntó Acisclo, sin dejar de saludar a la gente con la que se cruzaban.

—Bastante. Es un corte profundo, ha seccionado varias venas y me temo que también ha afectado al tendón que da movilidad al pulgar.

—¿Es mucho preguntar cómo os la habéis hecho?

—¿El qué? —remoloneó Moisés.

—¡Qué va a ser! La herida.

—Un percance largo de contar. ¿Queda muy lejos el hospital?

—¡Qué va! Ya estamos llegando.

Moisés decidió aprovechar el tiempo.

—¿Por dónde queda la puerta de Almodóvar?

—Aquí cerca, unas calles más allá. ¿Lo preguntáis por algo?

—Porque tengo entendido que cerca de ella vive Simeón Baruch —dijo Moisés, decidido a no andarse con rodeos.

—¿El rabino?

—Eso es.

—¿Tenéis tratos con los judíos?

—Yo soy judío.

—¿Vos? —Acisclo se quedó mirándolo—. ¡Pues vaya! ¡Nadie lo diría!

—¿Serías capaz de decirme en qué se distingue un judío de un cristiano, más allá de sus creencias religiosas?

El mozo no se pensó la respuesta.

—¡En que los judíos no pueden ni ver a los cochinos! ¿Os parece poco? Además… —Entonces vaciló un momento.

—Además, ¿qué?

—Que los judíos mataron a Nuestro Señor Jesucristo.

—¿Has pensado que Jesús de Nazaret también era judío?

Acisclo arrugó la frente.

—La verdad es que nunca se me había ocurrido pensarlo.

Llegaron al Hospital de la Caridad, un edificio sencillo, con la fachada encalada.

—¿Sabes dónde vive Simeón Baruch?

—Sí. Como decís, vive cerca de la puerta de Almodóvar. Tiene fama de ocultista y de tener tratos con los poderes del otro mundo. ¿Os interesa el más allá?

—¿Por qué me preguntas eso?

—Porque antes me habéis preguntado por el enterrador de los judíos.

Acisclo era un alma sencilla, de una lógica natural que resultaba aplastante. Si no tenía buen concepto de los judíos era simplemente porque así se lo habían enseñado. Moisés pensó que, si ya no había salido corriendo, le sería de gran ayuda durante el tiempo que estuviese en Córdoba.

—¿Vale otro medio maravedí, si me esperas y acompañas? —le propuso antes de cruzar la puerta del hospital. Acisclo aceptó—. Entonces, entremos.

Moisés vio que el mozo vacilaba.

—Mejor os espero aquí.

—¿Por alguna razón?

—Veréis…, es que la sangre… No me gustan mucho los hospitales.

—Aguarda entonces.

Una hora más tarde Moisés y Acisclo caminaban hacia la puerta de Almodóvar. El primero llevaba un aparatoso vendaje en su mano izquierda. La costura que le había hecho el barbero le dejaría una cicatriz para el resto de sus días. Era un individuo zafio, poco cuidadoso en su trabajo, y le había cobrado dos maravedíes.

—¿Queréis ver la sinagoga? —le propuso Acisclo.

—¿Nos coge de paso?

—Está muy cerca de donde vamos.

—Entonces, si no te importa…

—No. Lo que habéis dicho sobre que Jesucristo era judío me ha dado en qué pensar. Porque entonces san Pedro o san Juan también lo eran.

—También lo era Santiago, del que se dice que su tumba está en Compostela.

—¿Adonde van los peregrinos?

—Exacto. La mayoría de ellos pasan por mi ciudad.

—¿De dónde sois?

—De León.

—¿Es como Córdoba?

—Es mucho más pequeña y allí no se nota que estuvieron los musulmanes, a diferencia de lo que ocurre aquí. Hace más frío y nieva con frecuencia. El río que pasa por ella es un arroyuelo en comparación con el Guadalquivir, pero tiene una hermosa catedral con torres muy altas y hermosas vidrieras de colores. Es muy luminosa.

—Me gustaría ver mundo, pero no he salido de Córdoba. ¡Esta es la sinagoga!

Era una construcción discreta. Una menorah grabada en la piedra del dintel señalaba que se trataba de un templo judío.

—¿Te importa esperar? Será un momento.

—Aquí aguardo.

Moisés, después de rezar una oración dando gracias al Altísimo por haberlo sacado con bien de la ratonera donde estaba, se sentó en un banco y trató de serenar su espíritu, a pesar de las punzadas de dolor de la mano. Estaba convencido de que el cadáver que había visto en el estercolero era el de Isaac y que la gentuza con la que se había topado eran sus asesinos. Sólo de esa forma cobraba sentido que Gamaliel lo hubiese mandado allí. Le atormentaba la imagen del cadáver hozado por los cerdos. Era lo primero que pensaba contarle a Baruch. Aquellos tipos eran unos delincuentes; no podían tener relación con el rabino. Presumiblemente habían representado una farsa ante él para robarle y matarlo. Lo que no se explicaba era por qué no lo habían intentado durante la noche. Pensar en el cadáver hozado por los cerdos lo descompuso. A la salida se encontró con Acisclo sentado en el suelo y con la espalda apoyada en la pared. El mozo se entretenía sacando virutas a un palo con una navaja, y al ver salir a Moisés de aquella manera dio un brinco y se puso en pie.

—¿Os ocurre algo?

—¡Llévame rápido a la casa del rabino! —exclamó, sin darle explicaciones.

—Pero, bueno, ¿qué ha ocurrido ahí dentro?

—Vamos, Acisclo, deja de hacer preguntas y llévame a la casa del rabino ¡No podemos perder un instante! ¿Por dónde se va?

—¡Seguidme! Estamos muy cerca.

Subieron por la calleja hasta un cruce y giraron a la derecha; al fondo se veía la muralla rematada por picudas almenas. Allí se abría una puerta que mostraba el grosor de los muros.

—¡Vamos por allí! —indicó el mozo, cruzando la calle sin detenerse.

Iba tan rápido que a Moisés le costaba trabajo seguirlo. Enfiló otra calle estrecha, paró a un transeúnte y le preguntó algo. El individuo asintió y señaló una vivienda. Cuando Moisés se acercó resoplando, el mozo le mostró una modesta fachada.

—Esa es la casa del rabino.

Como la mayor parte de las casas cordobesas, la de Simeón Baruch carecía de ventanas. Era una forma de ocultar las posibles riquezas de sus moradores y evitar envidias y tentaciones. Tras una fachada austera podía encontrarse una lujosa vivienda, espaciosa y llena de comodidades, con grandes jardines donde el disfrute de la existencia era una delicia. La vida en la ciudad se realizaba más en el interior que afuera. Algunos poetas llamaban a Córdoba la Ciudad Callada. Moisés ya había reparado en que incluso allí donde se veían ventanas, aseguradas con rejas de gruesos barrotes, las vistas quedaban ocultas con unas celosías labradas en madera.

Moisés sacó un maravedí, pero antes de entregarlo a Acisclo lo retuvo un momento en la mano.

—¿Algún problema? —preguntó el mozo con su franqueza habitual.

—Ninguno. Pero pensaba que tal vez te interesaría estar a mi servicio alguno de los días que permanezca en la ciudad. ¿Te importa aguardar a que hable con el rabino?

Acisclo vacilaba. Moisés le caía bien, pero no dejaba de ser un judío. El médico resolvió la situación por la vía más rápida.

—¿Vale medio maravedí por la espera?

—Aquí os aguardo. Bueno, un poco más abajo. —No quería que lo viesen ante la casa del rabino. La gente era malpensada y podía sacar conclusiones equivocadas.

Moisés golpeó con el aldabón y un joven que cubría su cabeza con la kipá abrió la puerta.

—¿Qué queréis?

—¿Es la casa del rabino Simeón Baruch?

—Sí, pero el rabino está ocupado. —La respuesta había sido tan inmediata que Moisés sospechó que se trataba de una muletilla para espantar a las visitas no deseadas.

—El asunto es urgente.

—Ya os he dicho que está ocupado.

—Y yo te digo que es muy urgente.

—¿Cuál es vuestro nombre?

—Moisés Canches. Me envía el rabino Gamaliel de Toledo.

El rostro del joven, hasta entonces huraño, se iluminó.

—¿Sois discípulo de Gamaliel de Toledo?

—Sí.

—¿Por qué no habéis empezado por ahí? Seguidme, os lo ruego. Seguidme.

Moisés sintió un legítimo orgullo de ser discípulo de Gamaliel; el nombre de este había resultado decisivo. El joven lo condujo hasta una estancia sobriamente amueblada, pero con objetos de calidad. El tapizado de los sillones era de terciopelo negro y el suelo estaba cubierto con esteras de esparto. En un rincón, había un velón de cuatro picos de bronce primorosamente labrado por artesanos de Lucena, y en el extremo opuesto una mesa pequeña sobre la que reposaban unos rollos de la Torá. En una de las paredes colgaba un tapiz de seda, trabajado con primor. Representaba una visión idealizada del templo de Salomón. Reinaba un agradable silencio. El tiempo de espera, que no fue mucho, se le hizo a Moisés interminable porque ansiaba contar al rabino lo que había visto y los temores que albergaba. Lo sobresaltó el ruido de la puerta al abrirse con brusquedad, pero lo que le dejó perplejo fue ver a Isaac el Ciego, o a quienquiera que fuese aquel individuo, señalándolo con un dedo acusador.

—¡Ese es, rabino! ¡Ese es el culpable!

El secreto del peregrino

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