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III

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París, 1356

Pernelle deseaba olvidar aquella extraña aparición y proseguir con su vida de acomodada esposa de un importante escribano. Flamel, sin embargo, no podía apartar de su mente aquella experiencia. La imagen del ángel mostrándole el misterioso libro que sostenía en sus manos ocupaba sus pensamientos. Tardó algún tiempo en convencerse de que no podía negarse a reconocer la evidencia del extraño suceso, y en su mente buscaba detalles que le facilitasen una pista acerca del libro y de las palabras pronunciadas por el ángel.

Las propias palabras del ángel estaban marcadas por el misterio y, a pesar de las profundas reflexiones en que se había sumergido, Flamel no había logrado desvelar el arcano que encerraban. Sin que Pernelle lo supiera, había indagado en algunos textos acerca de los ángeles, de su esencia y de sus características y de lo que se sabía sobre el significado de las visiones. Conforme pasaban los días, un creciente temor vino a sumarse a sus preocupaciones: tal vez no se trataba de un ángel del Señor, sino de un demonio que se ocultaba bajo aquella apariencia para tentarlo con la mayor de sus debilidades: un libro extraordinario.

Había leído un viejo tratado sobre apariciones celestiales que le facilitó un fraile del convento de los agustinos, fray Fulberto de Chartres, pero sobre todo buscaba en la Biblia, de la que poseía una copia celosamente guardada. Leyó docenas de veces el pasaje en que un ángel, mensajero del Señor, armado con una espada de fuego, expulsaba a Adán y a Eva del paraíso. También fueron tres ángeles, bajo el aspecto de caminantes, quienes se aparecieron a Abraham y le prometieron que tendría un hijo, pese a la avanzada edad de él y de su esposa. En otro pasaje de la Biblia, encontró a otros subiendo y bajando una escalinata en el sueño de la escalera de Jacob, quien sostuvo una lucha denodada contra uno de ellos hasta quedar extenuado. Flamel pensaba que aquellos ángeles eran los guardianes de una de las puertas de entrada al paraíso. También buscó detalles acerca de la Anunciación a la Virgen María, recogida en el Nuevo Testamento, y las versiones que los distintos evangelios daban acerca del trascendental acontecimiento. También era un ángel el joven resplandeciente que aparecía como guardián del sepulcro de Jesús y anunciaba su resurrección a las Santas Mujeres. Descubrió que los ángeles desempeñaban diferentes funciones: eran mensajeros, ejercían de guardianes e incluso actuaban como guerreros. Por otra parte, le producía una gran desazón saber que hubo ángeles que, dirigidos por uno de los más bellos y poderosos llamado Luzbel, se rebelaron contra Dios. Supo que había hasta siete categorías de ángeles con sus correspondientes nombres: dominaciones, tronos, potestades, serafines, querubines, arcángeles y ángeles, según su poder. También encontró en sus lecturas referencias a la luminosidad, al resplandor que despedían sus cuerpos y a que, en ocasiones, los ángeles habían utilizado la vía del sueño para manifestarse a aquellos a los que deseaban transmitir algún mensaje; entonces eran considerados mensajeros de Dios.

A un hombre devoto como Flamel le inquietaba que el principal de los demonios tuviese un origen angelical. Era un ángel caído y la aparición podía formar parte de una tentación demoníaca. Los extraños signos que el libro mostraba en su cubierta podían estar relacionados con algún lenguaje diabólico. Tenía referencias de personas respetables acerca de la existencia de textos donde la marca de Satanás era perceptible. Incluso recordaba que, siendo muy joven, había copiado un texto para un exorcista de Orleans, cuyo título era Stigma Diaboli, donde había conjuros para invocar, en nombre del Altísimo, a los poderes del mal que se habían apoderado del cuerpo de algún desgraciado, así como señales y marcas propias del demonio para identificarlo tanto a él como a su legión de acólitos. Lo peor era no poder compartir con Pernelle sus inquietudes porque ella se negaba a hablar del asunto e insistía en que lo mejor era olvidarlo todo.

Cada día que pasaba la angustia del escribano iba en aumento. A Flamel le resultaba cada vez más difícil seguir los prudentes consejos de su esposa y, lejos de olvidarse de la aparición, crecía en él un deseo de profundizar en su significado. Sobre todo, ansiaba descartar la posibilidad de que el diablo anduviese por medio.

Después de muchas vacilaciones, venció su recelo a compartir con otra persona lo acontecido aquella noche. Muy avanzado el mes de septiembre, tomó una decisión arriesgada: visitaría a un personaje cuyo nombre levantaba ciertos resquemores; se llamaba Pierre Courzon. Lo conocía como cliente de su escribanía. A pesar de su mala fama, había trabado una relación con él que iba más allá de lo puramente comercial, algo sumamente difícil con un hombre solitario y marcado por el estigma de la herejía tras ser juzgado por un tribunal que no pudo probar que fuese un nigromante, como sostenían quienes lo acusaban.

El escribano era consciente de que visitarlo suponía una decisión arriesgada; sin embargo, no conocía a otro más versado que él en las artes ocultas, otro de los cargos que se habían esgrimido en su contra y que tampoco prosperó, en este caso porque su habilidad dialéctica había arrinconado a los dos clérigos que sostenían la acusación.

Flamel recordaba el escándalo que el juicio había levantado y cómo muchos estudiantes, alumnos suyos de la universidad, acudieron a las sesiones y causaron tales alborotos que tuvieron que intervenir oficiales del rey porque los agentes del preboste, los encargados de mantener el orden en la ciudad, eran incapaces de hacerlo. Pierre Courzon fue absuelto de efectuar prácticas censuradas por la Iglesia, consideradas propias de los seguidores de Satanás —de no haber sido así, lo habrían condenado a la hoguera—, pero su buen nombre quedó dañado y a la postre acabó costándole la licencia de magister doctor para impartir docencia en todas las escuelas y estudios de la Universidad de París. La acusación de practicar artes ocultas no carecía de fundamento. Flamel lo sabía por los títulos de alguna de las obras que Courzon guardaba en su biblioteca. El propio magister le había llevado dos manuscritos para que los copiase, cuyo contenido no ofrecía dudas. Flamel se atrevió a sacar una copia para su propio uso.

Sin que Pernelle lo supiera, pues lo habría desaprobado, encaminó sus pasos hacia la iglesia de Saint-Eustache, más allá de Les Halles, donde vivían muchos leñadores y tramperos que trabajaban en los bosques de la parte norte de París. A partir de allí, comenzaba una de las zonas más peligrosas de la ciudad, un barrio de callejas empinadas formadas por casas con paredes de adobe y cubiertas de bálago, donde abundaban los callejones estrechos y sin salida. Casi a diario aparecían cuerpos sin vida, completamente desnudos, despojados de todas sus pertenencias. Aquella zona era conocida popularmente como la Corte de los Milagros.

Flamel caminaba inquieto, temeroso de un mal encuentro. Al llegar a un estrecho callejón, que la gente llamaba de los Locos, cercano a la puerta de Montmartre, notó cómo se le aceleraba el pulso. En el ambiente flotaba una bruma de olor pútrido que al escribano le recordó el que despedían las corambres con que trabajaban los curtidores, aunque allí no había ninguna tenería. El hedor provenía de la basura y de los desperdicios arrojados en la calle. El embozo de su capa apenas le proporcionaba protección para combatir aquel olor. Se detuvo un momento en mitad del callejón, como si lo atenazase la duda. Miró hacia atrás para cerciorarse de que nadie lo había seguido. El lugar era solitario y tenebroso. En alguna ocasión, se había preguntado por qué habían bautizado aquel sitio infecto con el nombre de callejón de los Locos.

Se detuvo ante la puerta de la última casa que quedaba a su derecha y, antes de coger el llamador, miró furtivamente, como si fuese a cometer un delito. Superó una última duda, agarró una pulida mano de hierro que apretaba una bola del mismo metal y golpeó con fuerza varias veces. En medio del silencio, el sonido de la aldaba resultó estridente; instintivamente alzó el embozo de su capa. La espera se le hizo penosa e interminable. Se hallaba cada vez más impaciente, aunque el callejón seguía solitario, como el interior de la casa de la que sólo le llegaba silencio. Pensó que tal vez Pierre Courzon no viviera ya allí; llevaba más de un año sin verlo. Llamó otra vez, con el mismo resultado. En aquel momento se convenció de que había sido un error acudir hasta aquel solitario lugar, incluso a riesgo de poner en peligro su vida.

Dudó si llamar otra vez, ya que no deseaba atraer la atención sobre su persona. Al comprobar que el callejón seguía tan solitario como cuando llegó, probó una tercera vez, aunque golpeando con menos fuerza, como si temiese molestar. Ante un nuevo silencio, decidió marcharse sin aguardar un segundo más. Se apretó el embozo y echó a andar, pero apenas había dado media docena de pasos oyó el desagradable chirrido de unos goznes herrumbrosos. Dio media vuelta y vio que se asomaba una oscura sombra encorvada.

—¿Llamabais? —preguntó una voz ronca y cascada.

Flamel volvió sobre sus pasos y se acercó hasta un individuo obeso, de aspecto descuidado y vestiduras desaliñadas. Era Pierre Courzon. Muchos no habrían reconocido con aquellas trazas al que fuera en otro tiempo un brillante polemista y una de las lumbreras que alentaban los rescoldos del apagado fuego del conocimiento en la universidad parisina, perdida en estériles disputas entre nominalistas seguidores de Guillermo de Ockham y aristotélicos defensores de los planteamientos de Tomás de Aquino. Tenía el pelo largo poco cuidado y gris, llevaba días sin afeitarse y sus cejas, negras y muy pobladas, daban a su mirada un aire amenazante. Recordó el día —en sus primeros tiempos de escribano, cuando todavía no podía permitirse tener oficiales a sueldo pero ya tenía un nombre— en que se había presentado un individuo de aspecto extraño que, después de una breve conversación, le mostró un bello ejemplar titulado Opus nigrum. Lo hojeó bajo la atenta mirada del cliente y aceptó hacerle una copia en el plazo de tres meses, sin que la elevada suma que le había pedido supusiese un problema. Cuando el cliente, que dijo llamarse Pierre Courzon, se marchó, cerró la puerta y se embebió en su lectura. Así comenzó su interés por las llamadas ciencias ocultas y una atracción, cada vez mayor, por sus misterios. Opus nigrum fue la primera obra que copió por duplicado, trabajando sin descanso, para poseer su propio ejemplar. Con el paso de los años lo hizo en otras ocasiones, por lo que poseía algunos textos que constituían uno de sus mayores tesoros. Entre ellos un comentario al Apocalipsis de san Juan, ricamente ilustrado, cuyo propietario era un canónigo de Notre-Dame. El texto recogía curiosos comentarios acerca de las señales que acompañarían al final de los tiempos, una vez que el llamado anticristo hubiese hollado la tierra con sus maldades. Otro era un bello ejemplar de las llamadas Tablas alfonsíes, un tratado de astronomía que había visto la luz en Toledo, en tiempos de un rey castellano que dio nombre al texto y a quien la propia Sorbona intituló como Sapidus Rex. Pero su joya más preciada era un pequeño volumen titulado La triaca áurea, un texto donde se recogían fórmulas y experimentos alquímicos. Al principio, sintió reparo al realizar copias para sí mismo, pero tranquilizaba su conciencia diciéndose que con ello no hacía daño a nadie, procurándose una satisfacción intelectual que iba mucho más allá de su actividad de escribano que, al fin y al cabo, era sólo una forma de ganarse el sustento.

Impresionado por el aspecto del viejo magister, Flamel dejó caer el borde de la capa y descubrió su rostro. Courzon, sorprendido ante la presencia del escribano por aquellos andurriales, permaneció unos segundos en silencio antes de preguntarle:

—¿A qué debo el honor, maese Flamel?

El escribano se llevó un dedo a los labios, solicitando discreción.

—¿Qué clase de viento os trae por aquí? —musitó todo lo bajo que le permitía su voz ronca.

—¡Necesito hablar con vos!

En los ojos de Courzon brilló un destello de ilusión. Estaba convencido de que nadie en el mundo desearía hablar con él después de convertirse en un apestado social. Se pasó la lengua por los labios, resecos y agrietados, y con un movimiento de cabeza lo invitó a entrar. Se hizo a un lado y, en cuanto Flamel hubo cruzado el umbral, cerró la puerta y echó la tranca.

—¡Qué sorpresa! —Courzon lo miró de arriba abajo, como si desease cerciorarse de que sus ojos no lo engañaban—. ¡Jamás imaginé que me hicieseis una visita!

—¿Por qué?

—Sois un prestigioso escribano.

—Bien sabéis que siempre he admirado vuestros conocimientos.

Pierre Courzon dejó escapar un suspiro. Era una queja encubierta.

—¿A qué se debe vuestra visita?

—Necesito vuestra ayuda, magister.

A Courzon le agradó que lo llamase así. ¡Hacía tanto tiempo que nadie lo nombraba por su título!

—¿Mi ayuda? ¿Para qué?

—Necesito cierta información. Tal vez… vos podáis facilitármela.

En la frente del ocultista se marcaron unas profundas arrugas.

—¿Cierta información, decís? ¿Acerca de qué?

Flamel sintió que lo taladraba con la mirada y tuvo la tentación de marcharse. Era como si algo en su interior le dijese que todavía estaba a tiempo de retirarse de un camino peligroso. Nervioso, no respondió; tras un breve silencio Courzon repitió la pregunta:

—¿Acerca de qué deseáis información?

Había mantenido durante tantas semanas el secreto de la aparición que en ese momento le costaba trabajo desvelarlo. El escribano tuvo que sobreponerse a sus propios temores para que las palabras salieran de su boca.

—Acerca de los ángeles.

Courzon lo miró sorprendido.

—¿Podríais ser más explícito?

—Me gustaría saber todo lo que podáis contarme acerca de los ángeles.

El viejo profesor se pasó la mano por el mentón.

—¿Qué quiere decir todo? —se preguntó a sí mismo, como si estuviese impartiendo una clase, siguiendo el método de plantearse cuestiones a las que él mismo se daba respuesta—. Los ángeles son materia harto compleja que ha dado lugar a no pocas disquisiciones.

—Dispongo de tiempo —comentó Flamel algo más tranquilo.

—¡Ajá! Eso ayudará. ¿Sabéis que los bizantinos andan enredados en una controversia interminable sólo para determinar su sexo desde hace más de dos siglos?

—¿Acaso tienen sexo los ángeles? —El escribano no se lo había planteado.

Courzon se encogió de hombros.

—Ese no es asunto de mi interés, aunque he de deciros que los ejemplos bíblicos están referidos a ángeles masculinos; al menos eso se desprende de sus nombres: Miguel, Rafael, Gabriel, Ariel… Pero… decidme, ¿cuál es la causa de vuestro interés por esos extraños seres?

Flamel carraspeó para aclararse la garganta.

—He tenido un sueño o quizá haya sido una aparición.

—Son dos cosas muy diferentes. La primera es la representación de imágenes o sucesos mientras se duerme y que son susceptibles de interpretación porque anuncian algún hecho futuro; una aparición es una visión de un ser natural o fantástico.

—La verdad es que no sabría decíroslo, pero todo fue tan real y lo viví con tal intensidad que me inclino por la segunda posibilidad.

Courzon, a medio camino entre la duda y la sorna, le preguntó:

—Flamel, ¿estáis diciéndome que se os ha aparecido un ángel?

El escribano asintió con un leve movimiento de cabeza al tiempo que el rubor cubría sus mejillas y una molesta sensación de acaloramiento se apoderaba de él.

El magister se quedó mirándolo fijamente; conocía al escribano lo suficiente para saber que era persona seria y discreta. Sin duda, un hombre como él había tenido que vencer muchos prejuicios y superar numerosas dudas antes de acudir hasta él para plantearle aquello.

—¿Estáis seguro?

—Si no lo estuviera, no os habría visitado.

—¿Cuándo os ocurrió tal cosa?

—Hace ya algunos meses, durante la pasada primavera.

—¿Podríais describirme, con la mayor exactitud posible, qué ocurrió?

El escribano dirigió una significativa mirada hacia la puerta. Permanecían en el portal. Apenas se habían separado unos pasos de la entrada. Desde la calle, un oído indiscreto podía escuchar cuando menos algunos retazos de la conversación.

—¡Disculpadme, amigo mío! ¡La cortesía y los buenos modales nunca fueron mi fuerte! ¡Tened la bondad de acompañarme!

Cruzaron un patio donde eran visibles los restos de un pasado de esplendor sobre el que había caído un prolongado abandono. En el ambiente flotaba un olor desagradable que recordaba al de las coles hervidas. Por una puerta finamente labrada que había conocido mejores tiempos entraron en una sala de dimensiones regulares, donde imperaba un desorden próximo al caos.

—Esta era la casa de mis abuelos —comentó Courzon con cierto orgullo—. Aquí vivieron cuando este barrio gozaba de mejor vida.

—¡Por la Virgen Santísima! ¿Sois capaz de encontrar algo en medio de esta confusión?

Las paredes estaban cubiertas por estantes que iban del suelo al techo, abarrotados de códices y manuscritos, que también podían verse en el suelo apilados en rimeros de varios palmos. El lugar era húmedo y tan sombrío como el resto de la casa, y la atmósfera densa a causa del humo de los candiles y de unos gruesos cirios de sebo que alumbraban mal y producían el hollín y la tizne que podía verse por todas partes. La única luz natural entraba por un estrecho ventanuco, insuficiente para leer o escribir. A Flamel le habría resultado imposible trabajar allí.

—Aunque os cueste creerlo, sé dónde están todas y cada una de las cosas que hay en esta sala. Incluso podría localizar con los ojos cerrados cualquier texto de los que componen esta biblioteca. ¿Queréis ponerme a prueba?

El escribano consideró que se trataba de una exageración, pero se mostró cortés con su anfitrión.

—Me basta con vuestra palabra.

El magister cogió un rimero de gruesos volúmenes que reposaban sobre un taburete y los colocó en el suelo.

—Poneos cómodo —indicó a su visitante ofreciéndole asiento.

El escribano, sin desprenderse de su capa porque no encontraba lugar a propósito donde dejarla, se sentó en el taburete mientras el ocultista tomaba asiento al otro lado de la mesa en un desvencijado sillón frailuno que, milagrosamente, sostenían las buenas arrobas que pesaba su propietario. El antiguo maestro de la Sorbona entrecruzó los dedos de las manos que reposaban sobre su prominente vientre e invitó a Flamel a hablar.

—Ahora, si os place, contadme todo lo que recordéis de esa visión.

Flamel le explicó, con todo lujo de detalles, lo sucedido aquella noche en su alcoba. Courzon dejó que hablase. Comprobó cómo, conforme la narración avanzaba, Flamel se mostraba más confiado y expresivo. No lo interrumpió con preguntas, aunque en algún momento tuvo que morderse la lengua para no pedirle una aclaración. Sabía por experiencia que las historias fluían con facilidad si no estaban salpicadas de interrupciones.

—Todo lo que os he contado fue tan real que estoy convencido de que se trata de una aparición. Lo que más me inquieta es que, bajo ese aspecto angelical, pueda encontrarse el diablo. No sería la primera vez.

Courzon meditó en silencio lo que acababa de escuchar, sin dejar de acariciarse el mentón con aire caviloso. La experiencia también le había enseñado que no resultaba conveniente atosigar a preguntas a quien había tenido que esforzarse para desnudar su alma. Sin decir palabra, se dirigió a uno de los estantes de la pared del fondo e hizo una demostración práctica del control que tenía sobre los textos allí amontonados. Miró los títulos de media docena de lomos y encontró, sin dificultad, lo que andaba buscando. Se trataba de un volumen en pequeño formato, toscamente encuadernado. Se acomodó de nuevo en el sillón.

—Este es el segundo tomo del Angelous ael Sabastu —comentó, mostrándole el libro.

—¿Cómo habéis dicho?

—El Angelous ael Sabastu, el mejor de los tratados escritos sobre los ángeles.

—¿Qué significan esas palabras? Angelous es griego, pero las otras dos…

—Esas tres palabras pertenecen a lenguas diferentes.

—¿Una combinación de palabras de diferentes lenguas? ¡Permitidme que os diga, magister, que eso es un disparate! ¡Un auténtico disparate!

Courzon pasó por alto la descalificación y, sin alterar el cascado tono de su voz, le explicó:

—Angelous es un vocablo de origen griego, ael es una raíz siríaca y sabastu de origen sumerio.

—¡Un galimatías! —insistió el escribano.

—No lo creáis. Esas tres palabras pueden traducirse de distintas formas, pero ocurre algo extraordinario.

—¿El qué?

—Que las diferentes traducciones no varían la esencia de su significado.

—¿Cuál es?

—Algo parecido a «Los ángeles poseen el secreto».

A Flamel se le formó un nudo en el estómago. El viejo magister, sin percatarse de la impresión que sus palabras habían producido en el escribano, abrió el libro, buscó una página y se concentró en su lectura sin dejar de acariciarse el mentón. Parecía haberse desentendido de su visita porque estuvo leyendo varios minutos. Al cabo de un rato comentó, sin hacer alusión a lo que había estado leyendo:

—La obra completa constaba de trece volúmenes, pero cuando la Inquisición tuvo conocimiento de su existencia la persiguió con saña.

—¿Por qué?

—Porque su contenido fue considerado herético. Me atrevería a decir que los teólogos del papa creyeron que proporcionaba sustento a planteamientos heréticos que estimaban muy peligrosos.

Aunque el escribano tenía la sospecha de que Courzon avanzaba por el camino correcto, albergaba cada vez mayores temores. Tal vez Pernelle tenía razón cuando afirmaba que lo mejor era olvidarse de aquel asunto.

—¿Quién es su autor?

—No se sabe. Quizá su nombre figurase en el primero de los volúmenes. Lo único que puedo deciros es que se atribuye a un reputado teólogo que vivió a comienzos de la pasada centuria en tierras de Occitania. Por lo que he podido saber, aunque la fuente no está contrastada, se trataba de un nombre versado tanto en las llamadas ciencias blancas como en las negras.

—¿Cómo es que ese volumen está en vuestro poder?

—Es una larga historia que no viene al caso. Como os he indicado, este es el segundo volumen de una obra mucho más amplia. Por lo que sé, es el único que se conserva y su título en latín es De rerum angelicae. Se refiere a cuestiones relativas a los ángeles y, por lo que acabáis de contarme, creo que podéis estar tranquilo y desterrar vuestros temores sobre la posibilidad de que se trate de un demonio con apariencia angelical.

—¿Lo decís para tranquilizarme?

—No, lo digo porque es lo que pienso.

—¿Os importaría explicarme por qué? Me quedaría mucho más tranquilo.

—Porque todos los indicios que acompañan a vuestra historia no apuntan hacia un demonio. Luzbel y sus seguidores suelen comportarse de forma más seductora y menos esquiva. Vuestra aparición ofrece la imagen de un ángel mensajero.

—¿Qué queréis decir?

—Quien os habló os mostró un libro del que no os dejó ver más que su cubierta, al tiempo que os daba un mensaje. Por lo que me habéis contado, se apartó cuando tratasteis de tocarlo. Un demonio se habría comportado de forma muy diferente. Os habría tentado con el libro, conocedor de que son vuestra mayor debilidad. Sin duda os lo habría ofrecido, en lugar de mantenerlo lejos de vuestro alcance.

—En realidad me hizo un ofrecimiento. Dijo que algún día lograría descubrir el secreto que guarda entre sus páginas.

—Eso no es un ofrecimiento, es un mensaje. Si hubiese sido un demonio, os habría propuesto entregároslo a cambio de algo y, posiblemente, se os habría presentado en forma de súcubo para tentaros a través de la carne. Por otro lado, me habéis dicho que han pasado meses desde que tuvisteis la visión, ¿no es así?

—Cierto.

—Los demonios suelen actuar de forma más inmediata. Están impacientes por alcanzar sus propósitos; por eso se muestran seductores.

—¿Estáis seguro?

Courzon se encogió de hombros.

—En estas cosas, mi querido amigo, nunca hay certeza. No se trata de construir un razonamiento silogístico, sino que manejamos conceptos espirituales. Pero insisto, todo apunta a que se os apareció un ángel que os ha hecho llegar un mensaje.

Flamel, meditabundo, se acarició la barba. El magister no albergaba dudas sobre lo que había tenido lugar en su alcoba y descartaba una tentación diabólica, lo que había sido un bálsamo para su torturado espíritu. Pero allí no se acababan sus inquietudes; le interesaba conocer algunos pormenores.

—¿Qué sentido creéis que tiene ese mensaje?

Antes de responder, Courzon meditó largamente sus palabras, después repitió el mensaje del ángel en voz alta, y añadió:

—En su mensaje os anuncia algo sumamente importante. Os dijo que el libro llegaría un día a vuestras manos y que su contenido os permitiría acceder a conocimientos que no están al alcance del común de los mortales. Eso significa que en vuestra persona concurren las circunstancias precisas para que podáis acceder a un valioso secreto por el que, según el mensajero, muchos han dado su vida.

El escribano estaba estupefacto y admirado ante el poder de aquella mente. Pierre Courzon albergaba uno de los intelectos más poderosos que había conocido. ¡Qué lástima que aquel hombre no pudiese seguir enseñando!

El magister se levantó y rodeó la mesa, se detuvo ante el escribano y, poniendo una mano sobre su hombro, exclamó con voz profesoral, como si estuviera dictando una de sus lecciones desde su cátedra de la Sorbona:

—¡Nicolás Flamel, si todo lo que me habéis contado no es fruto de vuestra imaginación, cosa que no creo porque os tengo por hombre sensato, sois un elegido!

—No os entiendo. ¿Qué queréis decir con eso?

—Sencillamente lo que acabáis de escuchar.

—No os entiendo, magister. ¿Yo, un elegido? ¿Por quién? ¿Para qué?

—No seáis impaciente, mi querido escribano. Esas preguntas son algo que sólo el paso del tiempo os responderá.

Flamel estaba tan turbado que le costaba trabajo respirar. Sabía que si el viejo magister, poseedor de conocimientos que iban mucho más allá del dominio de la ciencia, había dicho aquello era porque tenía poderosos motivos para hacerlo. Courzon era un hombre de dotes excepcionales a quien la vida no había hecho justicia.

Pensó que lo mejor era dar por concluida su visita; el viejo profesor de la Sorbona parecía exhausto. Flamel, tembloroso, se puso en pie y se recolocó la capa sobre los hombros. Sus temores habían desaparecido, pero ahora sentía sobre él una enorme responsabilidad. Mientras cruzaban el patio, sumido ya en las tinieblas de la noche que hacía rato había caído sobre París, el magister lo tomó por el brazo, en un gesto cargado de familiaridad, y le susurró al oído con su ronca voz:

—Me temo, mi querido amigo, que vuestros días de sosiego y tranquilidad tocan a su fin.

—No sé cómo podré pagaros…

El magister pareció espantar con su mano una mosca impertinente.

—Me doy por pagado con vuestra visita.

El escribano sabía que las dificultades económicas eran una realidad en la vida de Courzon. No había más que ver su aspecto y el estado en que se encontraba el lugar donde vivía. Ya en la puerta, los dos hombres se despidieron con un prolongado abrazo. Flamel lo aprovechó para deslizar en el bolsillo de su raída y mugrienta hopalanda una bolsa bien repleta. Aliviaría sus penurias durante una buena temporada.

Courzon retiró la tranca y, al abrir la puerta, los goznes chirriaron. Antes de que Flamel saliese al callejón, le susurró al oído:

—¡Estad alerta y no bajéis la guardia, sobre todo cuando seáis poseedor de ese libro que os anunciaba el ángel! No olvidéis que, si son muchos los que han muerto por poseerlo, también serán muchos los dispuestos a matar por conseguirlo.

Flamel echó a andar, pero a los pocos pasos lo detuvo la voz del magister.

—La próxima vez no tardéis tanto tiempo en venir. Ha sido un placer compartir este rato con vos.

Flamel asintió y echó a andar de nuevo. El solitario callejón estaba tan silencioso como cuando llegó. Oyó a sus espaldas cómo se cerraba la puerta con un golpe seco. Ahora la oscuridad tapaba las miserias del lugar, pero el hedor no había desaparecido; aceleró el paso para salir lo antes posible de allí. Lo único que se escuchaba en medio del silencio era el resonar de sus pasos. Poco antes de ganar la salida del callejón, llegó hasta sus oídos un murmullo; oculto en la oscuridad, convertida en su aliada, contuvo la respiración al escuchar lo que decían aquellos individuos. Si no exageraban, aguardaban tiempos difíciles.

El secreto del peregrino

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