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Prólogo

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riviera francesa, 1956

Los lobos suelen nacer con los ojos de color azul oscuro. Se les aclaran y luego adquieren gradualmente su color adulto, que acostumbra a ser amarillo. Los huskies, por el contrario, tienen los ojos azules y, debido a ello, la gente cree que también debe de haber lobos de ojos azules; sin embargo, en el sentido estricto, no los hay. Si te topas con un lobo de ojos azules, lo más probable es que no sea un lobo de pura raza, sino un híbrido. Dalia Dresner tenía los ojos más extraordinariamente azules que había visto en una mujer; pero me jugaría algo a que había en ella una pequeña parte de loba.

Dresner había sido una estrella del cine alemán allá en las décadas de los treinta y los cuarenta, que fue cuando tuve una relación con ella, aunque breve. Ahora tiene casi cuarenta años, pero, incluso en implacable Technicolor, sigue siendo pasmosamente hermosa, sobre todo esos ojos azules que parecían lanzar rayos, parpadeaban con lentitud y tenían todo el aspecto de poder destruir más de un edificio con un simple y despreocupado vistazo o con una mirada especialmente intensa. Desde luego abrieron un orificio candente en mi corazón.

Al igual que el dolor de una despedida, en el fondo nunca se olvida el rostro de una mujer a la que se ha amado, sobre todo si es el de una mujer a la que la prensa se había referido como la Garbo alemana. Por no hablar de su manera de hacer el amor; de algún modo eso también tiende a quedarse en la memoria. Quizá sea lo mejor cuando el recuerdo de hacer el amor es prácticamente todo lo que a uno le queda.

«No pares», gemía en las pocas ocasiones en que intenté complacerla en la cama. Como si tuviera la más mínima intención de parar; habría seguido gustosamente haciéndole el amor a Dalia hasta el final de los tiempos.

La estaba viendo de nuevo en el cine Eden, en La Ciotat, cerca de Marsella, supuestamente el cine más antiguo del mundo y es posible que el más pequeño. Allí fue donde los hermanos Lumière proyectaron su primera película, en 1895, y está en primera línea de mar, delante de un puerto deportivo donde hay amarrados barcos y yates carísimos todo el año, y a la vuelta de la esquina del miserable piso en el que había estado viviendo desde que me fui de Berlín. La Ciotat es un antiguo pueblo de pescadores al que da vida un importante astillero de la Marina francesa (si es que se puede utilizar la palabra «importante» en la misma frase que «Marina francesa»). Hay una bonita playa y varios hoteles, en uno de los cuales trabajo.

Encendí un pitillo y, mientras veía la película, intenté recordar todas las circunstancias que propiciaron nuestro primer encuentro. ¿Cuándo fue exactamente? ¿En 1942? ¿1943? De hecho, nunca pensé que Dalia se pareciera mucho a la Garbo. A mi modo de ver, la actriz a la que más se asemejaba era Lauren Bacall. Lo de la Garbo de Alemania fue idea de Josef Goebbels. Me contó que la sueca solitaria era una de las actrices preferidas de Hitler, y Margarita Gautier una de las películas favoritas del Führer. Cuesta trabajo imaginar que Hitler tuviera una película favorita, sobre todo una tan romántica como Margarita Gautier, pero Goebbels aseguraba que cada vez que el Führer veía esa película le asomaban lágrimas a los ojos y luego tenía el rostro encendido durante horas. No dudo que relanzar a Dalia como la respuesta del cine alemán a Greta Garbo había sido para Goebbels otra manera de ganarse el favor de Hitler, y naturalmente de la propia Dalia; Goebbels siempre estaba intentando congraciarse con alguna actriz. Tampoco le reprocho que intentara congraciarse con Dalia Dresner. Lo intentaban muchos hombres.

Había pasado buena parte de su vida en Suiza pero nació en Pula, Istria, que, después de 1918 y la disolución del Imperio austrohúngaro, fue cedida a Italia. Sin embargo, esta península siempre había sido una parte natural de Yugoslavia —de hecho, todos los antepasados de Dalia eran croatas— y, para huir de la italianización obligatoria y la supresión cultural por parte de los fascistas de Mussolini, la llevaron a vivir a Zagreb a muy temprana edad. En realidad, se llamaba Sofia Brankovic.

Una vez terminada la guerra decidió abandonar su casa cerca de Zúrich y regresar a Zagreb en busca de lo que quedara de su familia, si es que quedaba algo. En 1947, fue detenida por el gobierno yugoslavo bajo sospecha de colaborar con los nazis durante la guerra, pero Tito —de quien se aseguraba que estaba encaprichado de ella— intervino en persona y dispuso que Dalia quedase en libertad. De nuevo en Alemania, ella intentó volver a los platós, pero las circunstancias dificultaron su regreso. Por fortuna para ella, le ofrecieron trabajo en Italia y apareció en varias películas que tuvieron gran aceptación. Cuando Cecil B. DeMille estaba buscando intérpretes para Sansón y Dalila en 1949, se planteó contratar a Dalia Dresner antes de decantarse definitivamente por Hedy Lamarr, más aceptable desde el punto de vista político. Hedy era buena —desde luego era muy hermosa—, pero estoy convencido de que Dalia hubiera resultado más convincente. Hedy interpretaba el papel como una colegiala de treinta y cinco años. Dalia lo hubiera interpretado como si fuera ella misma: una mujer seductora con tanto cerebro como músculos tenía Sansón. En 1955, cuando ya estaba trabajando de nuevo en el cine alemán, ganó la Copa Volpi a la mejor actriz en el Festival de Cine de Venecia por una película titulada El general del diablo, en la que daba la réplica a Curd Jürgens. Pero fueron los ingleses los que ofrecieron a Dalia sus papeles de mayor éxito y, en particular, la compañía British Lion Films, que la contrató para protagonizar dos películas junto a Dirk Bogarde.

Saqué toda esta información del programa que adquirí en el diminuto vestíbulo del Eden antes de empezar la película, solo para ponerme al día de los detalles de la vida de Dalia. Aunque menos interesante que la mía —y por la misma razón—, también parecía mucho más divertida.

La película en la que la estaba viendo ahora era una comedia con Rex Harrison titulada, en francés, Un mari presque fidèle. Era curioso oír una voz que no era la suya y en francés. El alemán de Dalia siempre había estado aderezado con miel y cigarrillos. Quizá la película surtiera efecto en inglés pero desde luego en francés no, y no creo que tuviera nada que ver con que estaba doblada ni con que se me hizo un nudo en la garganta al verla de nuevo. Sencillamente era una película mala, así que, poco a poco, los ojos se me cerraron en la cálida penumbra de la Riviera, y empecé a tener la sensación de que era el verano de 1942…

La dama de Zagreb

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