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Sábado, 13 de marzo de 1943


Volvió a nevar durante la noche, y hacía tanto frío en el cuarto que tuve que dormir con el abrigo puesto. La ventana se cubrió de escarcha por dentro y había diminutos carámbanos en el armazón de la cama, como si un hada de hielo hubiera pasado de puntillas por las barras de hierro mientras yo intentaba dormir. No era el frío lo único que me mantenía despierto: de vez en cuando me venían a la cabeza los tres niños descalzos y me arrepentía de no haberles dado más que unos cigarrillos.

Después de desayunar procuré mantenerme al margen. No quería recordar al coronel Ahrens con mi presencia que dentro de poco me sustituiría un juez de la Oficina de Crímenes de Guerra. Y a diferencia de muchos de los soldados del 537.º, no tenía muchos deseos de levantarme al amanecer y plantarme a la orilla de la carretera general de Vitebsk para aclamar al Führer cuando llegara del aeropuerto a fin de comer temprano con el mariscal de campo Von Kluge en su cuartel general. Así que tomé prestada una máquina de escribir de la oficina de telecomunicaciones y pasé el rato antes del vuelo a Berlín escribiendo mi informe para el juez Goldsche.

Era una tarea aburrida, y buena parte del tiempo estuve mirando por la ventana. Fue así como vi que Peshkov, el intérprete con bigote de cepillo, discutía furiosamente con Oleg Susanin y al final el campesino derribaba a Peshkov de un empujón. Aquello no tenía nada de interesante más allá de que siempre es curioso ver cómo zarandean a un tipo que guarda cierto parecido con Adolf Hitler. Muy pocas veces hay ocasión de verlo.

Después de comer, el teniente Hodt me llevó en coche al aeropuerto, donde, como era de prever, había estrechas medidas de seguridad, más estrechas de lo que había visto nunca: todo un pelotón de granaderos de las Waffen SS vigilaba dos Focke-Wulf Condor especialmente equipados y un escuadrón de cazas Messerschmitt que aguardaba para escoltar el regio vuelo de Hitler a Rastenburg.

Hodt me dejó en el edificio central del aeropuerto, donde una avanzadilla de los oficiales del Estado Mayor de Hitler disfrutaban de un último pitillo antes de que llegase el convoy del Führer; por lo visto Hitler no dejaba fumar a bordo de su aparato.

Mientras aguardaba, un joven teniente de la Wehrmacht con gafas entró en el vestíbulo y preguntó quién de nosotros era el coronel Brandt. Un oficial con una insignia ecuestre dorada en la guerrera dio un paso al frente y se identificó, después de lo cual el teniente entrechocó los talones y anunció que era el teniente Von Schlabrendorff y que traía un paquete del general Von Tresckow para el coronel Stieff. El breve intercambio solo despertó mi interés cuando el teniente le entregó el mismo paquete con dos botellas de Cointreau que Von Dohnanyi —con quien Von Schlabrendorff guardaba un gran parecido— había traído consigo en el vuelo de Berlín el miércoles anterior. Eso me llevó a preguntarme de nuevo por qué Von Dohnanyi no había entregado a algún otro el paquete cuando aterrizamos en Rastenburg. Tal vez si hubiera sido un oficial del servicio de seguridad propiamente dicho habría hecho alusión a ese detalle —que me parecía sospechoso—, pero bastante tenía ya entre manos sin interferir con el trabajo de la Gestapo o de los guardaespaldas del Führer con uniforme del RSD. Además, perdí interés en el asunto cuando un fornido sargento de aviación entró en el vestíbulo y anunció que nuestro vuelo a Berlín se había pospuesto hasta el día siguiente a la hora de comer.

—¿Cómo? —exclamó otro oficial, un comandante con una cicatriz impresionante en la cara—. ¿Por qué?

—Problemas técnicos, señor.

—Más vale que los detecten en tierra que en pleno vuelo —le dije al comandante, y me fui en busca de un teléfono.

Un hombre sin aliento

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