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Kaufmann no me dio la impresión de ser un hombre rencoroso. Pero sí pedante, por lo que supongo que le fastidió un poco que no le ayudara a salvar a los camisas pardas. Por eso sospecho que fue él quien me mandó a mi siguiente cliente, a sabiendas de que no me gustaría, y a sabiendas también de que no podría rechazarlo. Al fin y al cabo estaba comenzando de nuevo en el negocio. Tal vez quisiera hacerme cambiar de opinión acerca de cómo lograr un buen inicio para la República Federal.

La llamada de teléfono me informó de que debía tomar un tren hasta Starnberg, donde habría un coche esperándome. Sólo sabía que mi cliente era el barón Von Starnberg, que era inmensamente rico, y que había sido el director de I. G. Farben, la compañía fabricante de productos químicos más importante del mundo en su día. Algunos de los directores de I. G. Farben habían sido juzgados en Núremberg por crímenes de guerra, pero Von Starnberg no era uno de ellos. No tenía ni idea de qué quería de mí.

El tren subió por el valle del Würm y recorrió algunos de los parajes campestres más hermosos de Baviera antes de llegar a Starnberg, media hora más tarde. Acostumbrado a respirar el polvo de Múnich, aquello supuso un cambio agradable. Starnberg era un pueblecito de casas que se levantaban sobre un bancal, al extremo norte del Würmsee, un lago de veinte kilómetros de largo y uno y medio de ancho. Las aguas azul zafiro estaban salpicadas de veleros que resplandecían como diamantes bajo el sol matinal. El antiguo castillo de los duques de Baviera dominaba la vista desde lo alto. La palabra «panorámica» apenas alcanzaba para describirla. Después de un minuto contemplando la estampa de Starnberg, me vinieron ganas de levantar la tapa y comerme el cremoso helado de fresa.

En la estación me esperaba un viejo Maybach Zeppelin. El chofer tuvo la delicadeza de meterme en el asiento trasero y no en el maletero, probablemente el lugar en el que se sentía inclinado a meter a cualquiera que bajara de un tren. Al fin y al cabo, allí detrás había plata suficiente como para abastecer de balas al Llanero Solitario durante los próximos cien años.

La casa se encontraba al oeste, a unos cinco minutos en coche desde la estación. La placa de metal que había en uno de los pilares de la entrada en forma de obelisco rezaba que era una «villa», supongo que porque les daba un poco de vergüenza utilizar la palabra «palacio». Tardé un minuto en subir por las escaleras que conducían a la puerta principal, donde un tipo vestido como para marcarse el Cheek to cheek con Ginger Rogers esperaba mi llegada para sostenerme el sombrero y guiarme por las llanuras de mármol que se extendían frente a mí. Me acompañó hasta la biblioteca, después dio media vuelta, se retiró en silencio y emprendió el regreso para llegar a casa antes del anochecer.

En la biblioteca me esperaba un hombre bastante alto, algo que descubrí cuando me acerqué lo suficiente para escuchar que me ofrecía un trago de aguardiente. Acepté y me fijé en él mientras manipulaba una licorera gigantesca de cristal y oro, tan grande que parecía que hubieran de custodiarla siete enanitos. Llevaba gafas y lucía una barba blanca algo excéntrica que me hizo pensar que me serviría el licor en un tubo de ensayo.

—La vieja parroquia de nuestro pueblo —dijo, como si tuviera media tonelada de arena apilada en la laringe—, tiene un altar de estilo rococó tardío que fue construido por un tal Ignaz Gunther. ¿Un pariente suyo, tal vez?

—Ignaz era la oveja negra de la familia, herr barón —respondí con naturalidad—. Preferimos no hablar de él en las reuniones sociales.

El barón sufrió un acceso de tos que sólo cesó cuando hubo encendido un cigarrillo. En el intervalo, aún no sé cómo, se las ingenió para estrecharme la mano con la punta de los dedos, ofrecerme un pitillo de la caja de oro del tamaño de un diccionario que había sobre la mesa, brindar conmigo, dar un trago a su aguardiente y desviar mi atención hacia la fotografía de un joven con cara de niño que debía rozar la treintena. Parecía más una estrella de cine que un Sturmbannführer de las SS. Tenía una sonrisa de porcelana fina. El marco era de plata maciza, lo cual, junto con la cigarrera de oro, me hizo pensar que en aquella casa había alguien que se tomaba las finanzas muy en serio.

—Mi hijo, Vincenz —me informó el barón—. Vestido con ese uniforme cualquiera podría pensar que él es la oveja negra de esta familia. Pero es todo lo contrario, herr Gunther. Todo lo contrario. Vincenz fue siempre un chico estupendo. Estaba en el coro de la escuela. De niño tenía tantas mascotas que sus habitaciones parecían un zoo.

Me gustó oír aquello de «sus habitaciones». Decía mucho de la infancia de Vincenz von Starnberg. Como también me gustó el alemán del barón; el alemán que hablaba todo el mundo antes de empezar a utilizar palabras como «Lucky Strike», «Coca-Cola», «OK», «jitterbug», «chicle» y, la peor de todas, «socio».

—¿Tiene hijos, herr Gunther?

—No, señor.

—Bueno, ¿qué puedo decirle de mi único hijo? Supongo que esto lo resume: diríamos que no es tan malo como lo pintan. Estoy seguro de que usted mejor que nadie comprenderá lo que le digo, herr Gunther. Usted también perteneció a las SS, ¿no es así?

—Era policía, herr barón —respondí, con una leve sonrisa—. Estuve en la KRIPO hasta 1939 cuando, a fin de incrementar la eficacia, o al menos eso fue lo que nos dijeron, nos mezclaron con la Gestapo y el SD para formar una nueva oficina de las SS llamada RSHA, la Oficina Central de Seguridad del Reich. Lo cierto es que no nos dieron elección.

—No, claro. A Hitler no se le daba demasiado bien eso de dar elección. Es posible que todos tuviéramos que hacer cosas que no nos interesaban. También mi hijo. Era abogado. Un abogado prometedor. Se incorporó a las SS en 1936. A diferencia de usted, él sí lo eligió. Le aconsejé que tuviera cuidado, pero ningún hijo hace caso de los consejos de su padre hasta que ya es demasiado tarde. Y eso lo sabemos los padres, por esa razón envejecemos y nos salen canas. En 1941 fue nombrado segundo de un equipo móvil de matanza en Lituania. Ni más ni menos. Eso es lo que era. Aunque ellos le daban otro nombre, algo como Grupos de Acción, o alguna tontería por el estilo. Pero lo acusaron de asesinato de masas. En circunstancias normales, Vincenz no habría tenido nada que ver con algo tan horrible, pero al igual que muchos otros, se sintió obligado por el juramento que le había hecho al Führer como máximo representante del Estado alemán. Debe comprender que hizo lo que hizo por lealtad a ese juramento y al Estado, aunque en lo más hondo de su ser estuviera en contra.

—Me está diciendo que sólo obedeció órdenes.

—Eso es —respondió el barón, sin hacer caso, o tal vez sin darse cuenta del tono sarcástico que tenía mi voz—. Una orden es una orden. Y es ineludible. Las personas como mi hijo son las víctimas de los juicios de valor históricos, herr Gunther. Y no hay nada que ensucie más el honor de Alemania que los prisioneros de Landsberg, entre los que se encuentra mi hijo. Esos camisas pardas, como los llaman los periódicos, presentan el mayor obstáculo para la restauración de nuestra soberanía nacional, la cual es imprescindible si alguna vez pensamos contribuir, como quieren los americanos, a la causa de la defensa de Occidente. Me estoy refiriendo, está claro, a la guerra contra el comunismo que está por llegar.

Asentí con cortesía. Aquélla era la segunda lección que recibía en las últimas dos semanas. Pero aquélla era fácil de entender. Al barón Von Starnberg no le gustaban los comunistas, algo que ya delataba el entorno. De vivir allí, a mí tampoco me gustarían los comunistas. Y no es que me gustaran, pero habida cuenta de lo escaso de mis pertenencias, tenía más en común con ellos que con el barón, que tenía de todo, y que no se llevaría la mano al bolsillo para contribuir a la victoria de los americanos en la guerra contra el comunismo mientras Estados Unidos siguiera tratando a su hijo como a un vulgar delincuente.

—¿Ya ha sido juzgado? —pregunté.

—Sí —dijo el barón—. Fue condenado a muerte en abril de 1948. Pero tras presentar una petición al general Clay, le conmutaron la sentencia a cadena perpetua.

—Entonces no veo qué puedo hacer yo —dije con educación y callándome que, desde mi punto de vista, la «oveja negra» del barón había tenido más suerte de la que cabía imaginar—. Además, él no niega las acusaciones, ¿verdad?

—No, en absoluto. Como ya le he explicado, su defensa se basó en una fuerza mayor. En el hecho de que no podía haber actuado de ningún otro modo. Lo que ahora pretendemos es que el gobernador se dé cuenta de que Vincenz no tenía nada personal en contra de los judíos.

»Verá, después de licenciarse pasó a ser profesor adjunto de derecho en la Universidad de Heidelberg. Y en 1934 hizo cuanto estuvo en su mano para que la Gestapo cesara en la persecución de un estudiante que había escondido judíos en su casa. Se llamaba Wolfgang Stumpff, y quiero que lo encuentre, herr Gunther. Debe encontrarlo para que testifique con relación a aquel episodio contra los judíos y podamos pedir la liberación de Vincenz. —El barón suspiró—. Mi hijo tiene sólo treinta y siete años, herr Gunther. Tiene toda la vida por delante.

Me serví otra copa del excelente aguardiente del barón para quitarme el mal sabor de boca. Aunque también sirvió para evitar que aparcara el tacto y comentara que al menos Vincenz tenía una vida por delante, no como los muchos judíos lituanos cuyas muertes había autorizado, aunque fuera por lealtad al juramento hecho a un oficial de las SS. Llegados a aquel punto, no me cabía ninguna duda de que Erich Kaufmann había propiciado nuestro encuentro.

—¿Dice que sucedió en 1934, barón? —inquirí. El barón asintió—. Ha llovido mucho desde entonces. ¿Cómo sabe que ese chico, Stumpff, sigue vivo?

—Porque hace un par de semanas mi hija, Helene Elisabeth, vio a Wolfgang Stumpff en un tranvía, en Múnich.

Traté de disimular la sorpresa y pregunté:

—¿Su hija iba en un tranvía?

El barón dibujó una leve sonrisa, como si se hubiera dado cuenta de lo absurdo de la situación.

—No, no. Ella iba en su coche, salía de la Glyptothek, la galería de esculturas. Se detuvo en un semáforo, alzó la vista y lo vio apoyado en la ventana del tranvía. Está segura de que era él.

—La Glyptothek. Eso está en el barrio de los museos, ¿no? Veamos. Está el número ocho, que va de Karlsplatz a Schwabing. El tres y el seis, que también van a Schwabing. Y el treinta y siete, de Hohenzollernstrasse a Max-Monument. Supongo que no recordará el número, ¿verdad? —El barón negó con la cabeza y yo imité su gesto—. No importa, lo encontraré.

—Le pagaré mil marcos si lo hace.

—Bien, bien, pero una vez haya dado con él todo queda en sus manos y en las de sus abogados, barón. No pienso defender a su hijo. Es lo mejor. Lo mejor para él pero, sobre todo, lo mejor para mí. Ya me cuesta bastante conciliar el sueño sin dar la cara por asesinos de masas.

—La gente no me habla de ese modo, herr Gunther —dijo con frialdad.

—Pues vaya acostumbrándose, barón. Esto es una república, ¿o acaso lo había olvidado? Además, yo soy el tipo que sabe exactamente dónde encontrar la mejor baza para su hijo. —Aquello era un farol con el que pretendía que las aletas de la nariz no se le hincharan aún más. Había ido demasiado lejos, le había aireado mi opinión en la cara, como hace un torero con la muleta. Ahora me tocaba convencerlo de que la sinceridad era un rasgo de mi personalidad y de que estaba a la altura del trabajo—. Me alegro de que me haya ofrecido esa bonificación, porque no me llevará más que unos cuantos días, y a razón de diez marcos al día más gastos, no creo que me saliera a cuenta.

—¿Cómo lo va a conseguir? Si yo mismo he intentado hacer averiguaciones...

—Podría decírselo, pero entonces me quedaría sin trabajo. Por supuesto, tendré que hablar con su hija.

—Por supuesto, por supuesto. Le diré que se reúna con usted.

Lo cierto es que no tenía ni idea de por dónde empezar. En Múnich había 821.000 personas. En su mayoría católicos a los que les costaba abrir la boca, incluso en el confesionario.

—¿Necesita algo más? —preguntó, como si hubiera olvidado mi insolencia.

—Podría pagarme algo por anticipado —respondí—. Con treinta marcos cubre lo que queda de semana y se lleva la satisfacción de saber que la solicitud de liberación de su hijo estará en breve de camino a Landsberg.

Unos por otros

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