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Permanecí en el hospital varias horas. La enfermera me dijo que me llamaría si empeoraba, pero como sólo tenía teléfono en mi oficina, tuve que regresar allí y no a mi apartamento. Además, Galeriestrasse quedaba más cerca del hospital que Schwabing. A tan sólo veinte minutos a pie. Y en tranvía se llegaba en la mitad de tiempo.

De vuelta me detuve en la cervecería Pschorr, de Neuhauser Strasse, para tomar una cerveza y una salchicha. No me apetecía ninguna de las dos, pero aún mantengo el hábito de poli de comer cuando puedo en lugar de cuando tengo hambre. Después compré un cuarto de litro de Muerte Negra en el bar, me lo metí en el bolsillo y me marché. El brebaje era para lo que intuía estaba por venir. La gripe ya me había quitado a una esposa durante la gran epidemia de 1918. Y había visto morir de ella a suficientes hombres en Rusia como para conocer bien las señales. Las manos y pies que se volvían poco a poco azules. El esputo en la garganta del que no lograban librarse. La respiración agitada seguida de la falta de aire, y de nuevo la respiración agitada. El leve olor a descomposición. Lo cierto es que no quería sentarme a su lado y verla morir. No tenía valor para eso. Me dije que prefería recordar a Kirsten llena de vida, pero sabía que la verdad era otra. Era un cobarde. Demasiado gallina para pasar por eso junto a ella. Seguro que Kirsten habría esperado más de mí. A decir verdad, yo también habría esperado un poco más de mí mismo.

Entré en la oficina, encendí la lámpara del escritorio, dejé la botella junto al teléfono y me tumbé en un sofá de piel verde chirriante que me había traído del bar del hotel. Junto al sofá había una butaca a juego de respaldo con botones y brazos rugosos de piel agrietada. Al lado de la butaca tenía un escritorio con pie central y cierre de persiana, y en el suelo una Bokhara verde raída, ambos objetos sacados del hotel. La otra mitad de la suite estaba ocupada por una mesa de conferencia y cuatro sillas. De la pared colgaban dos mapas de Múnich enmarcados. Tenía una pequeña estantería llena de guías telefónicas, horarios de trenes y diversos impresos y folletos que me había llevado de la Agencia Alemana de Información, en Sonnenstrasse. El conjunto daba una impresión que mejoraba la realidad, aunque no demasiado. Era la clase de lugar en el que encontrar a la clase de hombre que no tenía agallas para quedarse junto a su esposa a esperar su muerte.

Pasado un rato me levanté, me serví una copa de Muerte Negra, me la bebí y volví a echarme en el sofá. Kirsten tenía cuarenta y cuatro años. Demasiado joven para morir de lo que fuera. Lo injusto de la situación la volvía insoportable, tanto como para destrozar mi fe en Dios, de haberla conservado. No eran muchos los que salían de un campo soviético de prisioneros de guerra creyendo en algo que no fuera la propensión de los humanos a la inhumanidad. Aunque no era sólo lo injusto de su muerte lo que me bullía en la cabeza. También lo desafortunado. Perder a dos esposas por culpa de la gripe era algo más que mala suerte. Se sentía como una condena. Tras haber sobrevivido a una guerra como la que acabábamos de pasar, en la que tantos alemanes habían perdido la vida, que alguien muriera de gripe parecía, cuando menos, improbable. Más improbable que en 1918, ya que entonces mucha gente murió de lo mismo. Aunque claro, desde la perspectiva de los que se quedan, este tipo de cosas son siempre injustas.

Llamaron a la puerta. La abrí y me encontré con una mujer alta y atractiva. Me dedicó una sonrisa vacilante y dirigió la mirada al nombre en el vidrio esmerilado de la puerta.

—¿Herr Gunther?

—Sí.

—Vi la luz desde la calle —dijo—. Lo llamé hace un rato pero no estaba.

De no ser por las tres pequeñas cicatrices en forma de semicírculo que le adornaban la mejilla derecha, habría sido bastante bonita. Me recordaron a los tres rizos que lucía Zarah Leander en la vieja película sobre un torero que tanto le había gustado a Kirsten. La Habanera. Debía de ser de 1937. De hacía una eternidad.

—Todavía no he logrado encontrar secretaria —respondí—. No llevo tanto en el negocio.

—¿Es usted detective privado? —preguntó con tono de sorpresa, y me miró fijamente durante unos segundos, como si tratara de juzgar qué tipo de persona era y si debía o no confiar en mí.

—Eso dice en la puerta —repuse, consciente de que no ofrecía mi mejor imagen de alguien de confianza.

—Tal vez haya cometido un error —dijo, con la vista clavada en la botella que había encima de la mesa—. Siento haberle molestado.

En cualquier otro momento hubiera recurrido a mis buenas maneras y dosis de encanto, le hubiera ofrecido asiento, hubiera apartado la botella y le hubiera preguntado, con mucha educación, qué problema tenía. Puede que incluso le hubiera ofrecido una copa y un cigarrillo para que se calmara. No era infrecuente que, a punto de entrar en la oficina de un detective privado, los clientes se echaran atrás. Sobre todo las mujeres. Conocer a un detective —verlo vestido con un traje barato y percibir la mezcla de su olor corporal y colonia intensa— puede bastar para que un cliente potencial se dé cuenta de que es mejor que no sepa lo que creía querer saber. Hay demasiada verdad en el mundo. Y demasiados cabrones dispuestos a ponértela delante, a estampártela en las narices. Por costumbre me aparté, como si tratara de incitarla a cambiar de opinión y hacerla entrar, pero ella se quedó fuera. Es probable que hubiera notado el olor a alcohol en mi aliento y la expresión llorosa y autocompasiva en mis ojos. Debió de pensar que estaba borracho. Sus elegantes zapatos de tacón dieron un paso atrás.

—Buenas noches —dijo—. Y disculpe.

Salí al pasillo y me quedé escuchando el sonido de los tacones que avanzaban sobre el suelo de linóleo en dirección a las escaleras.

—Buenas noches también para usted —respondí.

No se volvió. No dijo nada más. Y entonces desapareció, dejando tras de sí una estela de algo fragante. Aspiré con fuerza el último rastro de ella hasta llevármelo al estómago y al lugar que hacía de mí un hombre. Tal como se suponía que debía hacer. Al fin y al cabo, era un olor mucho más agradable que el del hospital.

Unos por otros

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