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En Alemania existen registros de casi todo. Somos gente meticulosa, observadora y burocrática, y a menudo nos comportamos como si la documentación y los memorandos fueran el sello distintivo de la auténtica civilización. Aun cuando nos ocupábamos de la aniquilación sistemática de toda una raza, había estadísticas, actas, fotografías, informes y transcripciones. Cientos, puede que miles de criminales de guerra lograran eludir su condena por culpa de nuestra obsesión, tan alemana, por las cifras, los nombres y las direcciones. Los ataques aéreos por parte de los Aliados habían acabado con gran parte de la documentación, sí, pero no me cabía duda de que, en algún lugar, encontraría el nombre de Wolfgang Stumpff junto a su dirección.

Comencé por la Jefatura de Policía e hice una visita a la sección de Registro de Direcciones y a la Oficina de Pasaportes, donde no encontré ni rastro de él. Entonces me dirigí al Ministerio del Interior, en Prinzeregenstrasse. Incluso busqué su nombre en la Sociedad de Juristas Alemanes. Sabía que Stumpff era de Múnich y había estudiado Derecho. Eso me lo había dicho el barón. Y como era muy improbable que durante la guerra no le hubiera tocado hacer el servicio militar, mi siguiente parada fue el edificio de Archivos del Estado de Baviera, en Arcisstrasse, donde tenían documentación que se remontaba a 1265, y que no había sufrido daño alguno. Sin embargo, allí tampoco tuve suerte, lo único que descubrí fue que los archivos del ejército habían sido trasladados a Leonrodstrasse, donde por fin encontré lo que buscaba en las Listas de Rangos, con todos los grados militares. Ordenados alfabéticamente y de año en año. Era un registro hermoso, escrito a mano en tinta púrpura. Hauptmann Wolfgang Stumpff de la 1.a Gebirgsdivision, la antigua División de Montaña de Baviera. Ya tenía un nombre, una dirección y el nombre del comandante del regimiento de Stumpff. Incluso me llevé su fotografía.

La dirección en el distrito Haidhausen del este de Múnich ya no existía; la zona había sido destruida por completo el 13 de julio de 1944. Al menos eso rezaba el letrero colocado al pie de las ruinas. Momentáneamente despojado de ideas, decidí pasar la tarde tomando tranvías, en concreto el tres, el seis, el ocho y el treinta y siete, con la fotografía de Stumpff que había tomado prestada en el bolsillo. Antes de aquello, sin embargo, tenía que acudir a mi cita con la hija del barón, en la puerta de la Glyptothek.

Helene Elisabeth von Starnberg llevaba una falda de color beige hasta las rodillas, un jersey amarillo que se le pegaba al cuerpo lo justo para que supieras que era una mujer, y unos guantes de conducir de piel de cerdo. Tuvimos una conversación agradable y le enseñé la fotografía que había tomado prestada de los archivos del ejército.

—Sí, es él —comentó—. Claro que en la fotografía está mucho más joven.

—¿Cómo? ¿No lo sabe? Esta foto tiene al menos mil años. Lo sé porque ése es el tiempo que Hitler dijo que duraría el Tercer Reich.

Sonrió y, por un segundo, se me hizo difícil creer que tuviera un hermano que había vivido y trabajado en lo más profundo del infierno. Rubia, claro. Como si acabara de bajar de Berchtesgaden. No era de extrañar que Hitler tuviera una preferencia tan marcada por las rubias, si alguna vez había conocido a una rubia como Helene Elisabeth von Starnberg. En cualquier caso, era una criatura de otro mundo. Tal vez la juzgara de manera equivocada, pero seguía manteniendo lo primero que había pensado de ella, es decir, que nunca había subido a un tranvía. Traté de representar esa imagen en mi mente, pero no encajaba. Era como imaginar una caja de galletas coronada por una diadema de brillantes.

—¿Tiene algún parentesco con Ignaz Gunther? —preguntó.

—Era mi tatarabuelo —respondí—. Pero le ruego que no se lo diga a nadie.

—No lo haré. Esculpió un montón de ángeles. Algunos bastante bonitos. ¿Quién sabe? Tal vez usted se convierta en nuestro ángel, herr Gunther.

Supongo que se refería al ángel de la familia Von Starnberg. Por suerte, hacía buen día y yo estaba de buen humor, y tal vez por eso me ahorré un comentario desagradable y no le respondí que para ayudar a su hermano tendría que convertirme en un ángel negro, que era como la gente solía llamar a los integrantes de las SS. Tal vez. Aunque lo más probable es que mantuviera la boca cerrada porque ella era lo que la gente solía llamar un bombón, en los tiempos en que todavía recordaban el aspecto y el sabor que tenían.

—En Burgersaal hay un hermoso grupo de ángeles de la guarda que fueron esculpidos por Ignaz Gunther —dijo, señalando al otro lado de Königsplatz—. Cuesta creer, pero sobrevivieron a los bombardeos. Debería echarles un vistazo algún día.

—Lo haré —repuse, y di un paso atrás mientras ella abría la puerta de su Porsche y se sentaba al volante.

Me dijo adiós con la mano enguantada a través del parabrisas dividido, encendió el motor de cuatro cilindros horizontales y salió disparada.

Crucé Karlsplatz en dirección sur y el «Stachus», la zona de mayor tráfico de toda la ciudad, llamada así por una taberna que hubo allí. Caminé por Neuhauser Strasse hasta Marienplatz, ambas muy dañadas durante la guerra. Bajo los andamios se habían construido zonas de paso especiales para los viandantes, y los muchos espacios que quedaban entre los edificios bombardeados estaban ocupados por tiendas provisionales de una planta. Los andamios hacían que Burgersaal pasara tan inadvertida como una botella de cerveza vacía. Al igual que todos los edificios en aquella parte de la ciudad, la capilla estaba siendo restaurada. Cada vez que paseaba por Múnich me daba cuenta de la suerte que había tenido al haber pasado la mayor parte de 1944 con el ejército del general Ferdinand Schorner en la Rusia Blanca. Múnich había resultado muy castigada. La noche del 25 de abril de 1944 fue una de las peores de la historia de la ciudad. Gran parte de la capilla quedó reducida a cenizas y el altar mayor desapareció. Aun así, las esculturas de Gunther permanecieron intactas. Aquellos angelotes de mejillas sonrosadas y delicadas manos no se ajustaban a la idea que yo tenía de los ángeles de la guarda. Más bien parecían un par de chaperos de algún balneario de Bogenhausen. Yo no creía que fuera descendiente de Ignaz, pero pasados doscientos años, ¿quién puede estar seguro de algo así? Mi padre nunca estuvo seguro de quién fue su madre, y mucho menos de quién pudo ser su padre. En cualquier caso yo habría esculpido el conjunto de forma muy distinta. Imaginaba a los ángeles de la guarda armados con algo más letal que una sonrisa altanera, un meñique levantado con elegancia y un ojo clavado en las puertas del cielo buscando respaldo. Pero bueno, así soy yo. Aún hoy, cuatro años después del final de la guerra, lo primero que pienso al levantarme todas las mañanas es dónde dejé mi Kar 98.

Salí de la iglesia y me metí enseguida en un número seis que se dirigía al sur desde Karlsplatz. Me gustan los tranvías. No tienes que preocuparte por llenarles el depósito y puedes dejarlos aparcados en cualquier callejón de mala muerte. Son fantásticos si no puedes permitirte un coche, y en el verano de 1949 salvo por los americanos y el barón Von Starnberg, podía muy poca gente. Además, los tranvías te llevan exactamente allí donde quieres ir, siempre y cuando tengas la sensatez de subir a uno que pare cerca del lugar al que te diriges. No sabía adónde iba Wolfgang Stumpff, ni tampoco de dónde venía, pero supuse que tendría más probabilidades de encontrarlo en uno de aquellos tranvías que en cualquier otro. La labor de un detective no requiere un cerebro del tamaño del de Wittgenstein. Permanecí en el número seis hasta Sendlinger-Tor-Platz, donde bajé y tomé un número ocho que viajaba en dirección contraria. Subió por Barer Strasse hasta llegar a Schwabing, y me apeé en Kaiserplatz, cerca de la iglesia de Santa Úrsula. Según había oído, allí también había unas cuantas esculturas de Ignaz Gunther, pero cuando vi un treinta y siete que se acercaba por Hohenzollernstrasse, me metí en él sin dudarlo.

Me dije que no tenía sentido hacer la ruta completa. Tenía más opciones de encontrar a Wolfgang Stumpff si me mantenía por el centro de Múnich, donde la mayoría de la gente subía o bajaba de los tranvías. A menudo, el trabajo detectivesco incluye jugar con la estadística e imaginar probabilidades. A veces me quedaba en la parte de arriba, otras hacía el viaje en el piso inferior. El piso de arriba era mejor porque se podía fumar, lo malo es que no se veía a los que subían y bajaban, que era como la gente llamaba a esa parte del tranvía que no estaba en el piso superior. Arriba éramos casi todo hombres porque casi todos los hombres fumaban, y las mujeres que fumaban preferían no hacerlo en los tranvías. No me preguntes por qué. Soy detective, no psicólogo. No es que asumiera que Stumpff no fumaba, pero imaginé que, de haber estado en el piso de arriba, la hija del barón no lo hubiera visto. Al menos no desde la ventana de un Porsche 356. Demasiado baja. Podría haberlo visto en el piso de arriba si hubiera conducido un cabriolé, pero nunca desde un cupé.

¿Por qué doy tantos detalles? Porque aquellas pequeñas cosas rutinarias eran las que me recordaban qué se sentía al ser policía. El dolor de pies, el sudor en la nuca y debajo del sombrero, ejercitar de nuevo mis dotes de observación. Había vuelto a fijarme en los rostros. A escudriñar las caras en apariencia normales de los que se sentaban frente a mí en busca de algún rasgo distintivo. La mayoría de la gente tiene uno, sólo hay que mirar con la suficiente atención.

Estuve a punto de no verlo bajar. El tranvía iba muy lleno. Tenía los ojos oscuros y de mirada intensa, la frente alta, los labios delgados, un hoyuelo en la barbilla y una nariz canina que le daba el aspecto de estar siguiendo el rastro de algo. Me recordó mucho a Georg Jacoby, el cantante, y por un segundo tuve la sensación de que se pondría a cantar La mujer de mis sueños. El rasgo distintivo de Wolfgang Stumpff era fácil de encontrar. Le faltaba un brazo.

Bajé del tranvía tras él y lo seguí hasta la estación de trenes de Holzkirchner. Allí tomó un tren de cercanías y se apeó en la parada de München-Mittersendling. Igual que yo. Caminó cerca de un kilómetro y medio por Zielstattstrasse hasta llegar a una casita moderna y acogedora flanqueada por árboles. Me quedé mirando la fachada y vi que se encendía una luz en una de las habitaciones del piso superior.

Me daba igual que Vincenz von Starnberg pasara veinte años en Landsberg. Me daba igual que lo colgaran en su celda con pesos atados a los tobillos. Me daba igual que su padre muriera de tristeza. Me daba igual si Stumpff declaraba acerca de la personalidad de su viejo amigo de universidad o no. Aun así llamé al timbre, a pesar de haberme dicho que no lo haría. No pretendía engatusar a nadie por el Sturmbannführer de las SS von Starnberg ni por su padre el barón. Ni hablar. Ni por mil marcos. Pero no me importaba engatusar a alguien si aquello me había de permitir engatusar también al bombón. Que los ojos azules de Helene Elisabeth von Starnberg me vieran como a un ángel de la guarda era algo con lo que podía vivir.

Unos por otros

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