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Kirsten murió poco después de la medianoche, momento en el que ya estaba lo bastante intoxicado como para que la noticia fuera soportable. Ya no había tranvías, de modo que fui al hospital a pie, sólo para demostrarme que podía hacerlo tan bien como cualquiera. Ya la había visto viva; no me hacía ninguna falta verla muerta, pero el hospital requería mi presencia. Llevé el certificado de matrimonio. Pensé que sería mejor arreglarlo todo antes de que perdiera su aspecto de ser humano. Siempre me ha sorprendido la rapidez con que eso sucede. Una persona puede rebosar tanta vida como un cesto lleno de cachorros, y horas más tarde parecer una figura de cera del Panoptikum de Hamburgo.

Me atendió una enfermera distinta y un médico también distinto. Ambos mejores que los del turno de día. La enfermera era algo más atractiva. El médico tenía aspecto de ser humano, incluso en la penumbra.

—Siento mucho la muerte de su esposa —susurró, lo que yo interpreté como una señal de respeto hasta que me di cuenta de que nos encontrábamos en mitad de la sala, junto al mostrador de las enfermeras, rodeados por mujeres dormidas que no estaban ni la mitad de enfermas de lo que había estado mi esposa—. Hemos hecho todo lo que hemos podido, herr Gunther. Pero estaba muy grave.

—Gripe, ¿no?

—Eso parece —respondió.

A la luz de la lámpara me pareció muy delgado, tenía la cara pálida y redonda, y el cabello pelirrojo de punta. Parecía un monigote de feria.

—Aunque es un poco raro, ¿no cree? —señalé—. Es decir, no he sabido de nadie más que haya muerto de gripe.

—En realidad, hemos tenido varios casos. En la otra sala hay uno. Tememos que se propague. Estoy seguro de que recordará la última epidemia de gripe, la de 1918. Se acuerda, ¿verdad?

—Mejor que usted —respondí.

—Por ese motivo las autoridades de ocupación están tan decididas a contener la propagación de cualquier infección. Razón por la que le pedimos permiso para incinerar el cuerpo de inmediato. A fin de evitar la propagación del virus. Me doy cuenta de que es un momento muy duro para usted, herr Gunther. Perder a una esposa tan joven debe de ser terrible. No puedo llegar a imaginarme cómo se siente en estos momentos. Pero no le pediríamos su colaboración si no la estimáramos absolutamente necesaria.

Hablaba como si tuviera un nudo en la garganta, todo un detalle después de la clase magistral en indiferencia y sangre fría impartida por su colega estirado, el doctor Effner. Lo dejé seguir con su monserga, pues no tenía ganas de interrumpir sus efusivas muestras de condolencia con lo que me pasaba por la cabeza, es decir, que antes de perder la chaveta e ingresar en el Max Planck, Kirsten había tocado fondo, estaba siempre borracha, y que antes de eso había sido algo así como una fulana, sobre todo con los americanos.

Estando en Berlín, recién terminada la guerra, ya sospeché que se abría de piernas a cambio de chocolate y cigarrillos. Muchas habían hecho lo mismo, por supuesto, aunque no daban muestras de disfrutarlo tanto como ella. Así pues, me pareció apropiado que los americanos dispusieran de su cuerpo inerte como creyeran oportuno. Al fin y al cabo, ya habían dispuesto de él como habían querido cuando estaba con vida. De modo que cuando el doctor terminó de susurrar su perorata, asentí y dije:

—Está bien. Haremos lo que usted diga, doctor. Si cree que es necesario...

—Bueno, son más bien los americanos —respondió—. Después de lo sucedido en 1918, temen que se propague una epidemia en la ciudad.

Suspiré.

—¿Cuándo quiere hacerlo?

—Lo antes posible. Es decir de inmediato, si le parece bien.

—Antes me gustaría verla —respondí.

—Sí, sí, por supuesto. Pero trate de no tocarla, ¿de acuerdo? Por si acaso. —Me dio una mascarilla—. Será mejor que se la ponga —añadió—. Hemos abierto las ventanas para airear la habitación, pero no merece la pena correr ningún riesgo.

Unos por otros

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