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Tuve que obtener un certificado de desnazificación del Ministerio del Interior, en Prinzregentenstrasse, lo cual, como nunca fui miembro del Partido Nazi, no presentó mayores dificultades. De hecho, el Presidium de la Policía de Ettstrasse (donde tenían que refrendar el certificado) estaba lleno de matones que, al igual que yo, habían trabajado para las SS, por no mencionar los que habían pertenecido a la Gestapo y al SD. Por suerte para mí, las autoridades de ocupación no eran de la opinión que los traslados ex officio de la KRIPO, la policía criminal, o de la ORPO, la policía uniformada, a estas organizaciones de la policía nazi bastaran para que a un hombre le fuera negado un puesto de policía en la incipiente República Federal de Alemania. Sólo aquellos jóvenes que habían comenzado sus carreras en las SS, la Gestapo o el SD se toparon con dificultades reales. Y aun en esos casos hubo formas de eludir la Ley de Liberación de 1946 que, de haber sido aplicada con la rigidez que se pretendía, hubiera dejado a Alemania sin fuerza policial. Un buen poli sigue siendo un buen poli, aunque haya sido un nazi hijo de perra.

Encontré una pequeña oficina en Galeriestrasse, al oeste de Wagmullerstrasse. Parecía justo lo que andaba buscando. Se encontraba delante de una oficina de correos y justo encima de una librería de viejo. Estaba en la misma planta que la consulta de un dentista y una casa de compraventa de monedas. Me sentía tan respetable como me podía sentir en un edificio que todavía mantenía la pintura de camuflaje para evitar los ataques aéreos de los Aliados. El edificio se había utilizado como delegación menor de la Oficina de Guerra de Ludwigstrasse y en un viejo armario encontré algunas viejas fotografías de Hitler y Göring, un portagranadas vacío, una bandolera de rifle y un casco M42 que resultó ser de mi talla (sesenta y ocho).

Frente al edificio había una parada de taxis y un quiosco que vendía periódicos y tabaco. Tenía mi nombre grabado en una placa de metal y un buzón en la pared de la entrada. Todo listo.

Me paseé por el centro de Múnich y dejé tarjetas en oficinas y lugares que creí podrían contribuir al negocio. La Cruz Roja, la Agencia Alemana de Información de Sonnenstrasse, el Instituto Cultural de Israel en Herzog-Max-Strasse, la American Express Company en Brienner Strasse y la Oficina de Objetos Perdidos de la Policía. Incluso acudí a antiguos compañeros. Uno de ellos era un ex poli llamado Korsch que trabajaba como reportero del Die Neue Zeitung, un periódico americano, y otro era un antiguo secretario que tuve, un tal Dagmarr, que me ayudó a echar un vistazo a los archivos de la ciudad, en Winzererstrasse. Pero sobre todo me dediqué a visitar las oficinas que los muchos abogados de Múnich tenían en los alrededores del Palacio de Justicia. Si había un grupo al que le iban bien las cosas bajo la ocupación americana, ése era el de los abogados. Aunque se acabara el mundo, seguiría habiendo abogados para hacerse cargo de la documentación.

Mi primer caso en Múnich me llegó a través de un abogado y, por una extraña casualidad, tuvo relación con los camisas pardas de Landsberg. Al igual que el segundo caso, en realidad, aunque no creo que fuera ninguna casualidad. Es probable que lo mismo sucediera con el tercero. Cualquiera de aquellos casos podría haberse llevado mi vida por delante, pero sólo uno lo hizo. Aún hoy me cuesta decir que no estuvieron relacionados.

Erich Kaufmann era abogado, neoconservador y miembro del así llamado Círculo Heidelberg de Juristas, el órgano central encargado de coordinar la liberación de los prisioneros de Landsberg. El 21 de septiembre de 1949 fui a la enmoquetada oficina de Kaufmann, cercana al Palacio de Justicia de Karlsplatz, otro de los edificios públicos que estaban siendo reformados. El sonido de las hormigoneras, martillos, sierras y de los contenedores elevados al chocar contra el suelo convertía a Karlsplatz en un lugar tan ruidoso como cualquier campo de batalla. Recuerdo la fecha porque fue el día que siguió a la comparecencia del populista de derechas Alfred Loritz en el Parlamento, en la que exigió la amnistía inmediata y generalizada para todos los criminales de guerra, con la única excepción de los más sangrientos, término con el que se refería a los que ya estaban muertos o a los fugitivos. Estaba leyendo la noticia en el Süddeutsche Zeitung cuando la secretaria de Kaufmann, una joven con aspecto de ninfa, vino a buscarme a la suite palaciega que, con toda modestia, él llamaba su oficina. No sé qué me sorprendió más: la oficina, la noticia del periódico o la secretaria; quedaba muy lejana la última vez que alguien tan atractivo como aquella pequeña fräulein me había acariciado con sus tupidas pestañas. Atribuí el gesto al traje nuevo que me había comprado en Oberpollinger. Me quedaba como un guante. Aunque el traje de Kaufmann era mejor. Le quedaba como un traje.

Supuse que tendría unos sesenta años. Y no me hicieron falta muchas suposiciones para darme cuenta de que era judío. Para empezar, junto a la puerta había una pequeña placa con algo escrito en hebreo. Me alegré de ello, pues era señal de que por fin las cosas estaban volviendo a la normalidad en Alemania. Era agradable no ver más estrellas de David pintarrajeadas en las ventanas. No tenía ni idea de qué había sido de él en el tiempo de los nazis, y tampoco era algo que pudiera preguntarse. Pero era evidente que, en los años que llevábamos sin ellos, las cosas le habían ido muy bien. No sólo su traje era mejor que el mío, sino todo en general. Sus zapatos parecían hechos a mano, llevaba las uñas cuidadas y lucía un alfiler de corbata que parecía un regalo de cumpleaños de la reina de Saba. Incluso su dentadura era mejor que la mía. Sostenía mi tarjeta entre los dedos rechonchos y fue directo al grano, sin perder el tiempo en el tipo de cortesías que suelen infestar los asuntos de negocios en Múnich. No me importó en absoluto. No me van las cortesías. Al menos no después de la temporada que me tocó pasar en un campo ruso de prisioneros de guerra. Además, tenía prisa por comenzar a trabajar.

—Quiero que interrogue a un soldado americano —dijo Kaufmann—. Un soldado raso del Tercer Ejército de Estados Unidos. Se llama John Ivanov. Es guardia de la Prisión de Criminales de Guerra Número Uno. ¿Sabe dónde está?

—En Landsberg, supongo.

—En efecto. Precisamente allí. En Landsberg. Obsérvelo, herr Gunther. Descubra qué clase de persona es. Si es de fiar o no. Si es honesto o deshonesto. Si es un oportunista o dice la verdad. Doy por hecho que mantiene la confidencialidad de sus clientes, ¿no?

—Por supuesto —respondí—. Se me da mejor que a Rudolf Hess mantener la boca cerrada.

—Entonces, de manera confidencial, deje que le diga que el soldado del ejército Ivanov ha hecho una serie de declaraciones sobre el tratamiento que reciben los camisas pardas. También asegura que las ejecuciones de los supuestos criminales de guerra llevadas a cabo en junio del año pasado fueron una chapuza, que el verdugo manipuló lo que hizo falta para que los condenados tardaran más tiempo en morir. Le daré la dirección en la que puede encontrarse con Ivanov. —Desenroscó el tapón de una estilográfica de oro y comenzó a escribir en un pedazo de papel—. Por cierto, a propósito de su comentario sobre Hess, deje que le diga que no me queda ningún sentido del humor, herr Gunther. Los nazis me lo robaron a golpes. Literalmente, créame.

—A decir verdad, mi sentido del humor tampoco está demasiado desarrollado. A mí me lo robaron los rusos. Pero bueno, así sabrá que hablo en serio cuando le diga que mis honorarios son de diez marcos al día, más gastos. Dos días por anticipado.

Kaufmann no pestañeó. Mi ocurrencia no consiguió impactarlo. Es probable que por culpa de los nazis. A ellos sí que se les daban bien los impactos. Pero me di cuenta de que tal vez hubiera establecido un precio demasiado bajo. Cuando estaba en Berlín prefería que la gente se quejara un poco de mis honorarios. De ese modo me ahorraba la clientela que me mandaba a hacer excursiones de pesca. Arrancó la hoja del bloc y me la dio.

—En su tarjeta dice que habla algo de inglés, herr Gunther. ¿Es así? ¿Habla inglés?

—Sí —respondí, en inglés.

—El testigo no habla muy bien alemán, creo, así que su inglés le será útil para conocerlo un poco mejor. Para ganarse su confianza, tal vez. Los americanos no son grandes lingüistas. Tienen mentalidad insular, como los británicos. Cuando se deciden a aprenderlo, los ingleses hablan bien alemán. Pero los americanos consideran que aprender otro idioma es una absoluta pérdida de tiempo. Algo así como jugar al fútbol, cuando en realidad ellos juegan una variedad del mismo deporte, aunque un tanto extraña.

—Ivanov parece un nombre ruso. Puede que hable ruso. Yo lo hablo perfectamente, lo aprendí en el campo.

—Usted fue uno de los afortunados —dijo—. Es decir, al menos volvió a casa. —Me miró fijamente durante unos segundos—. Sí, ha tenido suerte.

—Por supuesto —respondí—. Tengo buena salud, aunque recibí mi dosis de metralla en la pierna. Y hace un par de años me descubrí un bulto en la cabeza que de vez en cuando me pica. Por lo general, cuando algo no tiene sentido. Como ahora, por ejemplo.

—¡Vaya! ¿Qué es lo que no tiene sentido?

—El hecho de que a un judío le preocupe lo que pueda ocurrirle a un hatajo de criminales de guerra.

—Es razonable —concedió—. Sí, soy judío. Pero eso no significa que me interese tomarme la revancha, herr Gunther.

Se levantó de la silla, caminó hacia la ventana y me llamó a su lado con un gesto perentorio.

Mientras me acercaba me fijé en una foto de Kaufmann con el uniforme de soldado alemán durante la primera guerra mundial y en un doctorado enmarcado de la Universidad de Halle. De pie junto a él me di cuenta de que su traje gris de raya diplomática era aún mejor de lo que lo había juzgado. La tela emitió un suave crujido cuando se quitó las gafas con montura de carey y las frotó enérgicamente con un pañuelo blanco tan inmaculado como el cuello de su camisa. Me llamaba más la atención aquel hombre que las impresionantes vistas sobre Karlsplatz que ofrecía la ventana de su oficina. Me sentí como Esaú, de pie junto a su sosegado hermano Jacob.

—Eso es el Palacio de Justicia y el Nuevo Tribunal de Justicia —comentó—. En un año o dos, o tal vez menos, si Dios quiere, porque el ruido me está volviendo loco, tendrán el mismo aspecto que antes. La gente podrá entrar y presenciar un juicio sin necesidad de saber que el edificio fue destrozado por las bombas de los Aliados. Y eso está bien para un edificio. Pero la ley es algo distinto. Nace del pueblo, herr Gunther. Si anteponemos el perdón a la justicia, y conseguimos la amnistía para todos los criminales de guerra, lograremos un nuevo comienzo para Alemania.

—¿Eso incluye a criminales de guerra como Otto Ohlendorf?

—Incluye a todos los prisioneros. Yo soy sólo uno de los muchos, entre ellos los judíos, que creen que la purga política que nos han impuesto las autoridades de ocupación ha sido injusta en todos los sentidos, además de un fracaso estrepitoso. La persecución de los que llaman «fugitivos» debe terminar cuanto antes, y los que aún siguen presos deben ser liberados a fin de que podamos dejar atrás los tristes acontecimientos de una época desgraciada. Un grupo de abogados, líderes religiosos de la misma opinión y yo vamos a presentar una petición al Alto Comisionado americano con relación a los prisioneros de Landsberg. Y la obtención de pruebas que demuestren cualquier indicio de maltrato a los prisioneros constituye un paso previo fundamental. El hecho de que sea judío no tiene absolutamente ninguna relación con nada de esto. ¿Me he expresado con claridad?

Me gustó que se molestara en darme una breve lección sobre la joven República Federal. Hacía mucho tiempo que nadie se preocupaba por mi educación. Además, nuestra relación profesional estaba en una etapa demasiado temprana para hacerme el gracioso con él. El hombre era abogado y, a veces, cuando te haces el gracioso con un abogado, te acusan de desacato y te meten en la cárcel.

Así que fui a Landsberg, hablé con el soldado del ejército Ivanov y volví a encontrarme con Kaufmann, momento en que tuve ocasión de hacer todos los comentarios graciosos que se me pasaron por la cabeza. No le quedó más remedio que quedarse sentado y aguantar, porque eso es lo que los detectives privados llamamos un informe y, saliendo de mí, un informe puede sonar a desacato, sobre todo si no estás acostumbrado a mi estilo. Además, no podía decirle nada de lo que él quería oír. Al menos no si lo que pretendía era ahorrarle la horca a tipejos del estilo de Otto Ohlendorf. Ivanov era un mentiroso y un estafador y, peor aún, un tarugo. Una bestia inútil que lo único que pretendía era saldar cuentas con el ejército de Estados Unidos y de paso sacar algo de dinero.

—Para empezar, no estoy seguro de que haya trabajado alguna vez en Landsberg —dije—. No sabía que Hitler había estado encerrado allí en 1924. Ni que el castillo fue construido hace relativamente poco, en 1910. No tenía ni idea de que los siete hombres que fueron colgados en Landsberg en junio de 1948 fueran médicos nazis. Además, me dijo que el verdugo es un tipo llamado Joe Malta, y Malta dejó el ejército en 1947. Landsberg tiene ahora un nuevo verdugo cuya identidad permanece en secreto. También dijo que la horca está dentro del edificio, cuando en realidad está fuera, cerca del tejado. Si trabajara allí, sabría todo esto. Yo diría que sólo ha trabajado en el campo de refugiados.

—Ya veo —dijo Kaufmann—. Ha sido usted muy riguroso en su investigación, herr Gunther.

—He conocido a tipos más deshonestos que él —añadí con aire satisfecho a modo de conclusión—. Pero sólo en la cárcel. Solamente conseguirá que Ivanov sea un testigo convincente si le hace saber que ha metido un billete de cien dólares en la Biblia sobre la que tenga que jurar.

Kaufmann guardó silencio. Entonces abrió el cajón de su mesa y sacó una caja que contenía el dinero con que me pagó por mis servicios, en efectivo. Por fin dijo:

—Parece satisfecho.

—Siempre quedo satisfecho después de haber hecho un buen trabajo —respondí.

—No se haga el tonto conmigo. Venga ya, ambos sabemos que hay algo más.

—Es posible que esté contento, sí —concedí.

—¿No cree que Alemania merece un nuevo comienzo?

—Alemania sí. La gente como Otto Ohlendorf, no. Ser un hijo de perra no era una condición imprescindible para formar parte de las SS, aunque ayudaba mucho. Sé de qué hablo. Yo también estuve en las SS durante algún tiempo. Puede que en parte sea ésa la razón por la que no acabo de sintonizar con su nueva República Federal. O tal vez sea un antiguo, no lo sé. Pero ¿sabe? Un tipo que aniquila a cien mil hombres, mujeres y niños tiene algo que no me acaba de gustar. Y tiendo a pensar que la mejor manera de darle a Alemania el nuevo inicio que se merece es colgarlo, a él y a los de su calaña.

Unos por otros

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