Читать книгу Unos por otros - Philip Kerr - Страница 12

6

Оглавление

A los tres días recibí un cheque certificado por valor de mil marcos alemanes a ser cobrados de la cuenta personal que el barón tenía en Delbrück & Con. Llevaba una buena temporada sin percibir un sueldo decente, de modo que dejé el cheque sobre la mesa para recrearme en él. De vez en cuando lo levantaba, lo volvía a mirar y me decía que estaba de nuevo en activo. Tuve toda una hora para sentirme orgulloso de mí mismo.

Entonces sonó el teléfono. Era el doctor Bublitz, del Instituto de Psiquiatría Max Planck. Me dijo que Kirsten estaba enferma. Después de un episodio de fiebre, su salud había empeorado y la habían trasladado al Hospital General de la ciudad, cerca de Sendlinger-Tor-Platz.

Salí a toda prisa de la oficina, subí a un tranvía, atravesé corriendo los jardines Nussbaum y llegué a la Clínica de Mujeres de Mainstrasse. La mitad de aquel lugar parecía un edificio; la otra mitad estaba en ruinas. Avancé entre una hilera de hormigoneras, salvé un parapeto de ladrillos nuevos y madera y enfilé hacia un tramo de escaleras de piedra. El polvo de la obra adherido a la suela de mis zapatos los hacía chirriar como si pisaran azúcar. En la escalera se oía el eco de los golpeteos, que retumbaban con fuerza monótona, como si un pájaro carpintero prehistórico estuviera haciendo un agujero en un enorme árbol. En la calle, un par de martillos neumáticos parecían disputarse la construcción de la última trinchera de Múnich. Alguien fresaba los dientes de un pobre sufriente mientras otro le amputaba la pierna a su esposa, más sufriente todavía.

En el patio fluía agua a borbotones, como en una caverna subterránea. Algún minero demente o un forjador enfermo hubieran apreciado la paz y la tranquilidad del lugar, pero para cualquier otra persona con tímpanos, la Clínica de Mujeres se asemejaba mucho al infierno.

Kirsten se encontraba en una pequeña habitación individual, cercana a la sala principal. Tenía fiebre y estaba amarillenta. El pelo se le pegaba a la cabeza como si acabara de lavárselo. Tenía los ojos cerrados y su respiración era rápida y superficial. Parecía muy enferma.

La enfermera que la atendía llevaba mascarilla. A juzgar por el aspecto de Kirsten, una decisión acertada. Un hombre vestido de blanco se colocó a mi lado.

—¿Es usted un pariente cercano? —gruñó.

Era robusto, tenía el pelo rubio, llevaba raya en medio, gafas sin montura, un bigote a lo Hindenburg, un cuello de camisa tan almidonado que podría haber cortado maíz con él, y una pajarita parecida a los lazos que adornan las cajas de bombones.

—Soy su marido. Bernhard Gunther.

—¿Marido? —Buscó entre sus notas—. ¿Fräulein Handlöser está casada? Eso no consta en ningún sitio.

—Cuando su médico la ingresó en el Max Planck olvidó notificarlo —respondí—. Tal vez porque no lo invitamos a la boda, no lo sé. Cosas que pasan. Pero bueno, ¿podemos olvidar ese detalle? ¿Qué le ocurre?

—Me temo que no podemos olvidarlo, herr Gunther —respondió el médico—. Hay una serie de normas. Sólo puedo hablar del estado de fräulein Handlöser con un familiar cercano. ¿Ha traído el certificado de matrimonio?

—Pues no, no lo tengo aquí —respondí con mucha calma—. Pero lo traeré la próxima vez. ¿Qué le parece? —Guardé silencio y aguanté la mirada indignada del médico durante unos segundos—. Verá, no hay nadie más. Nadie más vendrá a visitarla, se lo puedo garantizar. —Esperé. No dijo nada—. Y si no me cree, respóndame a la siguiente pregunta: si no está casada, ¿por qué razón lleva una alianza?

El médico la miró y cuando vio la alianza en su dedo volvió a ojear sus notas, como si hubieran de darle alguna pista sobre el procedimiento a seguir.

—La verdad es que se trata de una irregularidad importante. Sin embargo, teniendo en cuenta su estado, supongo que tendré que creerle.

—Gracias, doctor.

Juntó los talones e inclinó la cabeza hacia delante. Comencé a considerar que aquel hombre hubiera obtenido el título de medicina en un hospital de Prusia, en un algún lugar en el que, en vez de estetoscopios, repartían botas militares. Aunque en realidad aquella actitud era bastante común en Alemania. Los médicos alemanes siempre se han creído tan importantes como Dios. Es más, puede que la situación sea aún peor. Es probable que Dios se crea un médico alemán.

—Soy el doctor Effner. Su esposa, frau Gunther, está muy enferma. Gravemente enferma. No está mejorando. No mejora en absoluto, herr Gunther. La trasladaron aquí durante la noche. Y estamos haciendo todo lo que podemos, señor. Puede estar seguro de ello. Pero creo que debería prepararse. Prepararse para lo peor. Es probable que no pase de esta noche. —Hablaba como un cañón, en explosiones de discurso breves y violentas, como si hubiera aprendido a tratar a sus pacientes a bordo de un Messerschmitt 109—. Procuraremos que esté tranquila, por supuesto. Pero ya hemos hecho cuanto podíamos hacer. ¿Entiende lo que le quiero decir?

—¿Está diciendo que puede que muera? —pregunté cuando, por fin, me dio oportunidad.

—Sí, herr Gunther —respondió—. Eso digo. Está muy enferma, como puede observar.

—¿Qué diablos le sucede? Es decir, la vi hace unos días y parecía encontrarse bien.

—Tiene fiebre —dijo, como si no hiciera falta dar más explicaciones—. Fiebre alta. Lo puede comprobar si quiere, aunque no le aconsejo que se acerque demasiado a ella. La palidez, la falta de aire, la anemia, la inflamación de los ganglios... todo eso me lleva a pensar que sufre una gripe severa.

—¿Gripe?

—Los ancianos, los vagabundos y la gente que está internada o sufre algún retraso mental, como su esposa, son especialmente vulnerables al virus de la gripe.

—Ella no es retrasada mental —respondí, con cara de pocos amigos—. Está deprimida, eso es todo.

—Los hechos hablan por sí solos, señor —añadió el doctor Effner—. Las enfermedades respiratorias son la primera causa de muerte entre los retrasados mentales. No puede discutir los hechos, herr Gunther.

—Discutiría con Platón si hiciera falta, herr doctor —respondí, mordiéndome el labio para no morderle a él en el cuello—. Sobre todo si los hechos estuvieran equivocados. Y le agradecería que no mencionara la muerte con tanta presteza. Aún no está muerta. No sé si se ha dado cuenta. Aunque puede que usted sea el tipo de médico que prefiere estudiar a sus pacientes en lugar de intentar sanarlos.

El doctor Effner llenó de aire las aletas de la nariz, enarcó la espalda aún más —por imposible que pareciera— y se subió a una parra muy alta.

—¿Cómo se atreve a insinuar algo así? —gritó—. ¿Insinuar que no me preocupan mis pacientes? Es indignante. Indignante. Estamos haciendo todo lo que podemos por... ¡fräulein Handlöser! Que tenga usted un buen día, señor.

Echó un vistazo a su reloj, dio media vuelta con elegancia y se alejó a paso ligero. De haberle lanzado una silla a la cabeza me hubiera sentido mejor, pero no habría ayudado en nada a Kirsten ni a ninguno de los otros pacientes. En aquella barraca en construcción ya había ruido de sobra.

Unos por otros

Подняться наверх