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El hombre del coche era de estatura media, tenía el pelo oscuro, las orejas prominentes y la mirada sombría. Llevaba un grueso traje de lana y una camisa blanca sin corbata, sin duda para evitar que se colgara. No me habló y yo no le hablé. Entró en el hotel con la cabeza enterrada entre sus estrechos hombros, como si (no se me ocurre ninguna otra explicación) cargara con el peso de una enorme vergüenza. Aunque tal vez me pueda la imaginación. El hecho es que sentí lástima por él. Si las cartas se hubieran jugado de manera distinta, podría haber sido yo el que se encontrara en ese Buick.

Había otra razón por la que me dio lástima. Parecía enfermo, febril. Ni de lejos en las mejores condiciones para empezar a cavar un hoyo en mi jardín. Así lo comenté con el americano mientras éste buscaba herramientas en las profundidades del maletero de su Buick.

—Por su aspecto debería estar en el hospital.

—Y ahí es donde lo llevaré una vez haya terminado con esto —respondió el americano—. Si encuentra la caja, tendrá su penicilina. —Se encogió de hombros—. No creo que colaborara si no hubiéramos llegado a ese acuerdo.

—Vaya, y yo que creía que los yanquis prestaban atención a las Convenciones de Ginebra...

—Oh, lo hacemos, lo hacemos —respondió—. Pero estos tipos no son soldados convencionales, son criminales de guerra. Algunos de ellos han asesinado a miles de personas. Ellos mismos se han colocado fuera del ámbito de protección de Ginebra.

Seguimos a Wolf hasta el jardín y una vez allí el americano soltó las herramientas en el césped y le ordenó que se pusiera a ello. Era un día caluroso. Demasiado para hurgar en ningún otro lugar que no fuera los bolsillos. Wolf se apoyó en un árbol durante unos segundos para tomar fuerzas y soltó un suspiro.

—Creo que éste es el sitio, justo aquí —susurró—. ¿Podría traerme un vaso de agua? —preguntó.

Le temblaban las manos y tenía la frente cubierta de sudor.

—Tráigale un vaso de agua, ¿quiere, Gunther? —ordenó el americano.

Fui a por el agua y cuando regresé encontré a Wolf pico en mano. Hizo un intento de clavarlo en el suelo y a punto estuvo de desfallecer. Lo agarré por el hombro y lo ayudé a sentarse. El americano encendió un cigarrillo con aparente desinterés.

—Tómate tu tiempo, Wolf, amigo. No hay prisa. Por eso reservé dos noches. ¿Lo ve? Tuve en cuenta que no estaría en forma para hacer trabajos de jardinería.

—Este hombre no está en condiciones de hacer ningún tipo de trabajo físico —respondí—. Fíjese en él, apenas se sostiene en pie.

El americano lanzó la cerilla hacia Wolf y escupió con desdén:

—¿Acaso cree que él le dijo eso a alguna de las personas que estuvieron en Dachau? Y un carajo. Lo más probable es que les pegara un tiro en la cabeza nada más caer al suelo. Lo cual tampoco es mala idea. Me evitaría tener que llevarlo al hospital de la cárcel después de esto.

—Ya. Pero ése no es el objetivo de esta aventura, ¿no? Creí que sólo le interesaba conseguir lo que hay enterrado por aquí.

—Así es. Pero no seré yo quien cave. Éstos son zapatos Florsheim.

Le arrebaté el pico de la mano con mala gana y añadí:

—Si tiene que servir para que pueda librarme de usted antes de esta noche, lo haré yo mismo.

Hundí la punta del pico en el césped como si estuviera clavándola en la cabeza del americano.

—Nadie le ha dado vela en este entierro, Gunther.

—No, pero nos tocará celebrar uno a menos que sea yo quien se ocupe de esto.

—Gracias, compañero —musitó Wolf, que fue a sentarse debajo del árbol, se recostó y entrecerró los ojos.

—Hay que ver estos cabezas cuadradas... —El americano sonrió—. Siempre unidos, ¿eh?

—Esto no tiene nada que ver con ser alemán —respondí—. Es probable que hubiera hecho lo mismo por alguien que no me cayera demasiado bien, incluso por usted.

Estuve trabajando durante una hora con el pico y después con la pala hasta que, aproximadamente a un metro de profundidad, di con algo duro. Sonó como si hubiera golpeado un ataúd. El americano corrió al borde del agujero y miró en su interior con ojos ávidos. Seguí cavando y por fin encontré una caja del tamaño de una maleta pequeña que levanté y coloqué sobre la hierba, junto a sus pies. Era pesada. Cuando alcé la vista me di cuenta de que el americano tenía una treinta y ocho en la mano. Cañón corto, pistola de policía.

—Nada personal —comentó—, pero un hombre que cava para encontrar un tesoro puede llegar a pensar que le corresponde una parte. Sobre todo un hombre lo bastante noble como para rechazar cien marcos.

—Lo que pienso es que la idea de destrozarle la cabeza con la pala me resulta muy atractiva —respondí.

El americano levantó la pistola.

—Entonces será mejor que se deshaga de ella, sólo por si acaso.

Me agaché, recogí la pala y la lancé en el parterre. Metí la mano en el bolsillo y, viendo que se tensaba, solté una carcajada.

—Vaya, el tipo duro se pone nervioso, ¿no? —Saqué un paquete de Lucky y encendí un cigarrillo—. Supongo que esos cabezas cuadradas que aún están recogiendo las piezas que les saltaron de la boca no cuidaban mucho su dentadura. Eso o es usted un cuentista.

—Bien, quiero que haga lo siguiente. Salga del hoyo, agarre la caja y llévela al coche.

—Usted y su manicura.

—Eso es, yo y mi manicura —respondió.

Salí del agujero, lo miré a los ojos y después bajé la vista a la caja, en el suelo.

—Es un cabrón, eso está claro. Pero en mi época conocí a muchos cabrones, a algunos de los mayores cabrones, mucho más cabrones que usted, y sé de qué estoy hablando. Hay muchas razones para disparar a un tipo a sangre fría, pero negarse a cargar con una caja hasta un coche no es una de ellas. Así que voy a entrar en casa a lavarme, a beber cerveza, y usted puede irse al infierno.

Di media vuelta y caminé hacia la casa. No apretó el gatillo.

Transcurridos unos cinco minutos, eché un vistazo por la ventana del baño y vi a Wolf caminando despacio hacia el Buick con la caja en brazos. Aún con la pistola en la mano y mirando las ventanas del hotel con expresión nerviosa, como si temiera que estuviera apuntándole con un rifle, el americano abrió el maletero y Wolf soltó la caja. Después ambos subieron al Buick y partieron a toda prisa. Regresé al piso de abajo, me dirigí al bar a por una cerveza y cerré la puerta de entrada con llave. El americano tenía razón en uno de sus comentarios. Era un pésimo encargado de hotel y ya iba siendo hora de admitirlo y hacer algo al respecto. Agarré un pedazo de papel y escribí «cerrado hasta nuevo aviso» en grandes letras rojas. Lo pegué en el cristal de la puerta y regresé al bar.

Dos horas y el doble de cervezas más tarde tomé uno de los nuevos trenes eléctricos con destino a la estación central de Munich. Una vez allí recorrí las calles del centro, dañadas por el impacto de las bombas, y seguí hasta la esquina con Ludwigstrasse donde, frente a los restos chamuscados del Leuchtenberg Palais y del Odeon, en su día las dos mejores salas de conciertos de la ciudad, tomé un tranvía hacia el norte, rumbo a Schwabing. Allí casi todos los edificios me recordaban a mí; la fachada era lo único que permanecía en pie, de modo que aunque la imagen de la calle no se veía afectada, en realidad todo estaba dañado y no quedaban sino cenizas. Había llegado el momento de reconstruir, aunque no sabía cómo si seguía haciendo lo que llevaba haciendo hasta entonces. Habiendo trabajado como detective para los Adlon a principios de los treinta, algo sabía sobre el funcionamiento de un gran hotel, pero de poco me sirvió para hacerme cargo de uno pequeño. El americano tenía razón. Debía retomar lo que mejor se me daba. Iba a decirle a Kirsten que pretendía poner el hotel en venta y dedicarme de nuevo a la investigación privada. Por supuesto, una cosa era decírselo y otra muy distinta esperar que ella diera la menor señal de haberlo comprendido. Pues aunque yo al menos conservaba la fachada, Kirsten no era más que una ruina de lo que alguna vez fue.

En el extremo norte de Schwabing se encontraba el hospital estatal más importante de la ciudad. Los americanos lo utilizaban como hospital militar, por lo que los alemanes tenían que ir a otro lugar. Todos salvo los locos, que eran enviados al Instituto de Psiquiatría Max Planck, a la vuelta de la esquina del edificio principal, en Kraepelinstrasse. La visitaba tan a menudo como me era posible habida cuenta de que debía hacerme cargo del hotel, por lo que en los últimos tiempos había ido hasta allí en contadas ocasiones.

La habitación de Kirsten ofrecía una vista sobre el Prinz Luitpold Park y se extendía hasta el sureste de la ciudad pero no por ello era confortable. Las ventanas estaban aseguradas con barrotes y las tres mujeres con las que compartía habitación padecían trastornos severos. El lugar apestaba a orina y, de vez en cuando, una de las mujeres gritaba a todo pulmón, soltaba una carcajada histérica o me dirigía improperios indescifrables. Además, las camas estaban infestadas de chinches. Kirsten tenía señales en los brazos y en los muslos y una vez a mí también me picaron. No era fácil reconocer en Kirsten a la mujer con la que me había casado. En los diez meses que habían pasado desde que salimos de Berlín, había envejecido diez años. Tenía el pelo largo, canoso y sucio. Los ojos parecían dos bombillas fundidas. Se sentaba en el borde del armazón metálico de la cama y se quedaba mirando el suelo verde de linóleo como si no hubiera visto nada tan fascinante en toda su vida. Parecía un pobre animal disecado de la colección antropológica que había en el museo de Richard-Wagner-Strasse.

Tras la muerte de su padre, Kirsten había caído en un estado de depresión generalizada y comenzado a beber mucho y a hablar sola. Al principio creí que daba por hecho que yo la estaba escuchando, pero pronto me di cuenta, no sin pesar, de que ése no era el caso. Así que cuando dejó de hacerlo me sentí aliviado. El problema entonces fue que dejó de hablar por completo, y cuando ya era evidente que se había encerrado en sí misma, llamé al médico y éste recomendó su hospitalización.

—Sufre esquizofrenia catatónica aguda —me había dicho el doctor Bublitz, el psiquiatra que trataba a Kirsten, a la semana de su ingreso en el hospital—. No es tan raro. Después de lo sucedido en Alemania, ¿a quién le extraña? Diría que una quinta parte de nuestros pacientes padecen algún tipo de catatonia. Nijinski, el bailarín y coreógrafo, sufrió la misma enfermedad que frau Handlöser.

Como su médico de familia llevaba tratándola desde que era niña, la había ingresado en el Max Planck con su nombre de soltera. (Por mucho que me fastidiara, no daba la impresión de que pudiera hacer nada por rectificar el error, así que dejé de corregir al médico cada vez que la llamaba frau Handlöser.)

—¿Se pondrá mejor? —le había preguntado al doctor Bublitz.

—Es difícil de saber.

—Bueno, ¿cómo está Nijinski ahora?

—Corría el rumor de que había muerto. Pero era falso. Sigue vivo, aunque en tratamiento psiquiátrico.

—Supongo que eso responde a mi pregunta.

—¿Sobre Nijinski?

—Sobre mi mujer.

Ya apenas veía al doctor Bublitz. Me limitaba a sentarme junto a Kirsten y a cepillarle la melena o a encenderle un cigarrillo que le colocaba en la comisura de los labios, donde permanecía hasta consumirse, sin que hubiera dado ni una sola calada. A veces el humo la obligaba a pestañear, la única señal de que seguía con vida y la única razón por la que yo seguía haciéndolo. En ocasiones le leía el periódico o un libro y una o dos veces, como tenía un aliento tan apestoso, le lavé los dientes. En aquella ocasión en particular decidí contarle lo que planeaba hacer con el hotel y con mi vida.

—Tengo que hacer algo. No puedo quedarme en el hotel más tiempo. Si no lo hago, yo también terminaré aquí. Hoy mismo, cuando me vaya, iré a ver a tu abogado y pondré el hotel en venta. Después iré a ver a herr Kohl, en el Wechselbank, y le pediré un anticipo para poder montar una pequeña empresa. Como detective privado, claro. No valgo para hacerme cargo de un hotel. El trabajo policial es lo único que se me da bien. Alquilaré una oficina y un pequeño apartamento aquí, en Schwabing, para estar cerca de ti. Ya sabes que esta parte de Múnich me recuerda un poco a Berlín y además, por culpa de los bombardeos, es barata. Algo cerca de Wagmullerstrasse, hacia el extremo sur de Englischerstrasse, sería genial. La Cruz Roja de Baviera tiene allí sus oficinas, y es el primer lugar al que acude la gente que busca a una persona desaparecida. Creo que, si me especializo en esa rama, tengo posibilidades de ganarme bastante bien la vida.

No esperaba que Kirsten dijera nada y evidentemente no me decepcionó. Se quedó mirando el suelo como si aquellas noticias fueran lo más deprimente que hubiera oído jamás. Como si poner en venta un hotel condenado al fracaso fuera la peor decisión empresarial que se pudiera tomar. Guardé silencio, me llevé su cigarrillo a los labios y di una larga calada antes de apagarlo en la suela de mi zapato y guardarme la colilla en el bolsillo de la chaqueta. (La habitación estaba ya bastante sucia como para contribuir con mi cigarrillo a la montaña de mugre.)

—Siguen habiendo muchos desaparecidos en Alemania. Tantos como cuando los nazis estaban en el poder. —Negué con la cabeza—. No puedo seguir en Dachau. No sin ti. Ha sido suficiente, no puedo más. Tal y como me siento ahora mismo, debería ser yo y no tú quien estuviera aquí encerrado.

Me llevé un susto de muerte cuando una de las mujeres soltó una carcajada y me acerqué a la pared en la que Kirsten había permanecido durante el tiempo que pasé allí, meciéndose como un viejo rabino. Tal vez supiera algo que a mí se me escapaba. Hay quien dice que la locura es tan sólo la capacidad de prever el futuro, y que si supiéramos en el presente lo que sabremos dentro de un tiempo, es probable que eso bastara para hacernos gritar. En esta vida, el truco consiste en mantener los dos períodos apartados durante el mayor tiempo posible.

Unos por otros

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