Читать книгу Unos por otros - Philip Kerr - Страница 6

PRÓLOGO

Оглавление

BERLÍN, SEPTIEMBRE DE 1937

Recuerdo el buen tiempo que hizo aquel septiembre. La gente lo llamaba «el tiempo de Hitler» por lo idóneo que resultó para sus acciones. Parecía como si los elementos se hubieran aliado para favorecer a Adolf Hitler, precisamente a él. Lo recuerdo pronunciando un encendido discurso en el que pedía la anexión de colonias a Alemania. Tal vez fuera la primera vez que lo oímos utilizar la expresión «espacio vital». Lo que no sospechábamos entonces era que para que nosotros dispusiéramos de espacio vital alguien tuviera que morir primero.

En aquel momento yo vivía y trabajaba en el espacio que llamábamos Berlín, donde a un detective privado nunca le faltaban los casos. Por supuesto, siempre versaban sobre personas desaparecidas. La mayoría de ellas judías, y la mayoría eran asesinadas en callejones, o enviadas a KZ, campos de concentración, sin que las autoridades se tomaran la molestia de notificárselo a sus familias. A los nazis les resultaba divertida aquella forma de actuar. Oficialmente animaban a los judíos a emigrar, pero como no les permitían llevarse sus pertenencias, muy pocos lo hacían. Sin embargo, algunos idearon estrategias para sacar su dinero de Alemania.

Una de las estrategias utilizada por los judíos consistía en meter sus pertenencias en un paquete precintado, catalogarlo como «última voluntad y testamento» de Fulano de Tal y depositarlo en un tribunal de justicia alemán antes de salir «de vacaciones» del país. Entonces el judío «moría» en un país extranjero y los tribunales de Francia o Inglaterra se encargaban de reclamar al tribunal alemán el paquete que contenía la «última voluntad y testamento» del difunto. Los tribunales alemanes, en manos de abogados alemanes, estaban encantados de acatar la petición de otros abogados, aunque fueran franceses o ingleses. Ése fue el modo en que unos cuantos afortunados lograron recuperar parte de su dinero y de sus pertenencias con las que comenzar una nueva vida en otro país.

Aunque resulte difícil de creer, otra de las estrategias fue ideada por el Departamento de Asuntos Judíos del Servicio de Seguridad, el SD. Aquella táctica resultó útil para ayudar a los judíos a salir de Alemania y, al mismo tiempo, para enriquecer a algunos oficiales del SD. El ardid era conocido con el nombre de plan tocher o «judío itinerante» y yo tuve ocasión de familiarizarme con él a través de dos de los clientes más extraños con los que he tratado en toda mi vida.

Paul Begelmann era un judío alemán rico, un hombre de negocios que tenía varios garajes y concesionarios de automóviles repartidos por toda Alemania. El doctor Franz Six, un Sturmbannführer de las SS, dirigía el Departamento de Asuntos Judíos del SD. Me citaron en la modesta suite de tres habitaciones que el departamento tenía en el Hohenzollern Palais, en Wilhelmstrasse. Detrás de la mesa de Six colgaba un retrato del Führer así como numerosos títulos oficiales de las universidades de Heidelberg, Königsberg y Leipzig. Six sería un criminal nazi, pero no cabía duda de que era un criminal nazi altamente cualificado. No podía decirse que tuviera el aspecto del ario ideal defendido por Himmler. De unos treinta años, tenía el pelo oscuro, un rictus de suficiencia en los labios y no parecía más judío que Paul Begelmann. Desprendía un leve olor a colonia y a hipocresía. Sobre su mesa había un pequeño busto de Wilhelm von Humboldt, fundador de la Universidad de Berlín y famoso por haber establecido los límites dentro de los cuales debía circunscribirse la acción del Estado. Me pareció poco probable que el Sturmbannführer Six estuviera de acuerdo con él en ese punto.

Begelmann era mayor y más alto; de pelo oscuro y rizado, tenía los labios gruesos y rosados como filetes. Aunque sonreía, sus ojos contaban una historia muy distinta. Tenía las pupilas estrechas, como las de un gato, como si anhelara dejar de estar en el punto de mira del SD. En aquel edificio, rodeado de todos aquellos uniformes negros, tenía el aspecto de un niño de coro deseoso de hacerse amigo de una manada de hienas. No dijo mucho, fue Six quien habló por él. Yo había oído que Six era de Mannheim, ciudad en la que había una iglesia jesuita muy conocida. Con aquel elegante uniforme negro, ésa fue la impresión que me dio. No me pareció el típico matón del SD, sino más bien un jesuita.

—Herr Begelmann ha expresado su deseo de emigrar de Alemania a Palestina —dijo con soltura—. Evidentemente, le preocupan sus negocios en Alemania y el impacto que su venta tendría en la economía local. Así pues, a fin de ayudar a herr Begelmann, este departamento propone una solución a su problema. Una solución en la que usted nos podría ayudar, herr Gunther. Lo que proponemos es que no emigre pro forma sino que conste como ciudadano alemán que ha abandonado el país para ir a trabajar. Es decir, que pueda trabajar en Palestina como representante de ventas de su propia empresa. De este modo podrá ganar un sueldo, participar de los beneficios de la empresa y, al mismo tiempo, contribuir a la política de este departamento de fomentar la emigración de los judíos.

No me cupo la menor duda de que el pobre Begelmann había accedido a compartir los beneficios de su empresa no con el Reich sino con Franz Six. Encendí un cigarrillo, miré al tipo del SD y le dediqué una sonrisa irónica.

—Caballeros, me da la impresión de que serán muy felices juntos. Lo que no acabo de entender es para qué me necesitan. Yo no caso a la gente, investigo a la gente casada.

Six se sonrojó levemente y lanzó a Begelmann una mirada de contrariedad. Tenía poder, aunque no la clase de poder que pudiera intimidar a alguien como yo. Estaba acostumbrado a amenazar a estudiantes y a judíos, pero la tarea de amenazar a un ario adulto parecía ir más allá de sus posibilidades.

—Necesitamos a alguien... a alguien en quien herr Begelmann pueda confiar... para que entregue una carta del banco Wessermann de aquí, en Berlín, al banco Anglo-Palestino de Jaffa. Queremos que esa persona abra una línea de crédito en ese banco y que alquile una propiedad en Jaffa en la que establecer un salón de ventas de automóviles. Ese alquiler servirá para justificar la importante nueva empresa de herr Begelmann. También necesitamos que nuestro agente transporte algunas de sus pertenencias y las deposite en el banco Anglo-Palestino de Jaffa. Por supuesto, herr Begelmann está dispuesto a desembolsar una sustanciosa cantidad de dinero por tales servicios. Mil libras esterlinas, a pagarse en Jaffa. Naturalmente, el SD se ocupará de los trámites y de obtener toda la documentación necesaria. Usted iría allí en calidad de representante de Motores Begelmann, y de manera extraoficial, se convertiría en agente secreto del SD.

—Mil libras. Eso es mucho dinero —respondí—. Pero ¿qué sucede si la Gestapo me interroga acerca de todo esto? Es probable que no le gusten las respuestas. ¿Ha considerado esa posibilidad?

—Por supuesto —dijo Six—. ¿Me toma por imbécil?

—Yo no, pero tal vez ellos lo hagan.

—Se da la circunstancia de que voy a enviar a otros dos agentes a Palestina en una misión de investigación que ha sido autorizada desde arriba. Como parte de la investigación, este departamento debe analizar la viabilidad de la emigración forzosa a Palestina. Para la SIPO, usted formará parte de la misión. Si la Gestapo le hace cualquier pregunta, usted estará autorizado a responder, al igual que los otros dos agentes, que se trata de una misión de Inteligencia, que cumple órdenes del general Heydrich y que, por razones de seguridad, no puede hablar del asunto. —Hizo una pausa y encendió un pequeño puro de aroma intenso—. Usted ya ha trabajado para el general, ¿no es así?

—Sigo esforzándome por olvidarlo —respondí, meneando la cabeza—. Con el debido respeto, herr Sturmbannführer, si dos de sus hombres van a viajar a Palestina, entonces ¿para qué me necesita?

Begelmann se aclaró la garganta.

—Si me permite decir algo, por favor, herr Sturmbannführer —dijo Begelmann con prudencia, revelando un marcado acento de Hamburgo. Six se encogió de hombros e hizo un gesto de indiferencia. Begelmann me dirigió una mirada de desesperación contenida. Tenía la frente perlada de sudor y pensé que no se debía sólo al calor inusual de aquel mes de septiembre—. Porque, herr Gunther, todo el mundo conoce su reputación de hombre honrado.

—Como todo el mundo conoce su gusto por los comentarios fáciles —dijo Six.

Miré a Six y asentí. Ya estaba harto de ser amable con aquel sinvergüenza.

—Lo que está tratando de decir, herr Begelmann, es que no confía en este departamento ni en la gente que trabaja aquí.

El pobre Begelmann contrajo el rostro en un gesto de dolor.

—No, no, no, no, no. No es eso en absoluto.

Sin embargo, yo me lo estaba pasando demasiado bien como para dejar el asunto.

—La verdad es que no me extraña. Una cosa es que te roben, y otra muy distinta es que el ladrón te pida que le ayudes a cargar el botín en el coche en que emprenderá la huida.

Six se mordió el labio inferior, pero enseguida me di cuenta de que lo que en verdad deseaba morder era mi yugular. La única razón por la que guardaba silencio era que yo todavía no había dicho que no. Es probable que supiera que no iba a negarme. Al fin y al cabo, mil libras son mil libras.

—Por favor, herr Gunther. —A Six no pareció importarle que fuera Begelmann quien rogara—. Mi familia agradecería mucho su ayuda.

—Mil libras —respondí—. Me ha quedado claro.

—¿Hay algún problema con la cantidad?

Begelmann miró a Six en busca de alguna pista. No obtuvo ninguna. Six era abogado, no comerciante de caballos.

—Claro que no, herr Begelmann —respondí—. Es generosa. Ése no es el problema; el problema, supongo, es mío. Me pongo nervioso cuando cierto tipo de alimaña trata de quedar bien conmigo.

Six no estaba dispuesto a sentirse ofendido. Al fin y al cabo, como quedó demostrado, era un abogado como todos los demás. Estaba preparado para dejar de lado cualquier sentimiento humano por el bien mayor de ganar dinero.

—Espero que no esté intentando insultar a un oficial del gobierno alemán, herr Gunther —me censuró—. Por la forma en que habla, cualquiera podría pensar que está en contra del nacionalsocialismo. Una actitud muy poco saludable en los días que corren.

Negué con la cabeza.

—Me malinterpreta. El año pasado tuve un cliente, Hermann Six, el industrial. Fue de todo menos honesto conmigo. Usted no tiene nada que ver con él, imagino.

—Desafortunadamente, no —respondió—. Yo procedo de una familia muy humilde de Mannheim.

Miré a Begelmann y sentí pena por él. Debería haberme negado, pero acepté.

—Está bien, lo haré. Pero, caballeros, más vale que se comporten de manera legal. No soy el tipo de persona que perdona y olvida. Y jamás he puesto la otra mejilla.

No hubo de pasar mucho tiempo antes de que me arrepintiera de haberme involucrado en el plan «judío itinerante» de Six y Begelmann. Al día siguiente me encontraba a solas en mi oficina. Fuera llovía. Mi socio, Bruno Stahlecker, había salido a trabajar en un caso, o eso me había dicho, por lo que lo más probable era que estuviera contribuyendo al negocio de algún bar de Wedding. Llamaron a la puerta y entró un hombre ataviado con un abrigo de piel y un sombrero de ala ancha. Llámalo olfato, pero supe que era de la Gestapo antes de que me mostrara la pequeña insignia.

Tenía unos veintitantos, una incipiente calvicie, la boca torcida y una mandíbula prominente y delicada que me hizo pensar que estaba más acostumbrado a repartir golpes que a recibirlos. Sin decir palabra, lanzó su sombrero mojado sobre la carpeta que tenía encima del escritorio, se desabotonó el abrigo que le cubría el elegante traje azul marino, se sentó en la silla que había frente a mí, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno, todo ello mientras me vigilaba como un águila observa a un pez.

—Bonito sombrero —dije transcurridos unos segundos—. ¿De dónde lo ha robado? —Lo agarré y se lo lancé a las rodillas—. ¿O sólo quería que yo y mis rosas supiéramos que está lloviendo?

—Me han dicho que era un tipo duro en Alex —dijo, y soltó la ceniza de su cigarrillo sobre mi alfombra.

—Era un tipo duro cuando estaba en Alex —respondí. Alex era el nombre con el que se conocía la jefatura de Policía, situada en Alexanderplatz, Berlín—. Me dieron una de esas pequeñas insignias. Cualquiera puede parecer duro con una chapita de la KRIPO en el bolsillo. —Me encogí de hombros—. Pero si eso dicen, debe ser cierto. Los polis de verdad, como los de Alex, nunca mienten.

La pequeña boca de aquel hombre dibujó una sonrisa tensa y sin dientes que tenía el aspecto de una cicatriz recién cosida. Se llevó el cigarrillo a los labios y dio una larga calada, como si tratara de sorber un hilo con el que atravesar el ojo de una aguja. O mi ojo. No creo que le hubiera importado.

—De modo que usted es el machote que atrapó a Gormann, el estrangulador.

—De eso hace ya mucho tiempo —respondí—. Era mucho más sencillo atrapar asesinos antes de que Hitler subiera al poder.

—Vaya, ¿y eso?

—En primer lugar, no abundaban tanto como en estos días. Y en segundo lugar, entonces el asunto parecía tener más importancia. Me resultaba gratificante proteger a la sociedad. Hoy en día no sabría por dónde empezar.

—Da la impresión de que no aprueba todo lo que el Partido ha hecho por Alemania —replicó.

—Se equivoca —añadí, tratando de medir mi insolencia—. No desapruebo nada de lo que se haga por Alemania. —Encendí un cigarrillo y dejé que pensara en el sentido oculto de mis palabras mientras me recreaba en una imagen mental de mi puño chocando contra la mandíbula prominente de aquel niñato—. ¿Tiene nombre o se lo reserva para sus amigos? Ya sabe, aquellos que le mandaban tarjetas por su cumpleaños. Eso suponiendo que recuerde la fecha, claro está.

—Tal vez podamos ser amigos —dijo con una sonrisa. Aquella sonrisa me ponía enfermo, era el tipo de mueca que delataba que quería algo de mí. Sus pupilas tenían una especie de brillo afilado que se escapaba de sus ojos como la punta de una espada—. Quizá podamos ayudarnos el uno al otro. Para eso están los amigos, ¿no? Tal vez le haga un favor, Gunther, y usted se sienta tan y tan agradecido que me mande una de esas tarjetas que ha mencionado. —Asintió con la cabeza—. Me gustaría mucho. Sería todo un detalle. Una tarjeta con mensaje.

Exhalé parte del humo en su dirección. Empezaba a estar cansado de su pose de tipo duro.

—Dudo que le gustara mi sentido del humor, pero estoy dispuesto a que me demuestre que me equivoco. De hecho, sería interesante que la Gestapo me demostrara que me equivoco.

—Soy el inspector Gerhard Flesch —dijo.

—Encantado de conocerle, Gerhard.

—Dirijo el Departamento de Asuntos Judíos de la SIPO —añadió.

—¿Sabe qué? Estoy pensando en abrir uno de esos aquí. De repente todo el mundo tiene un Departamento de Asuntos Judíos. Debe de ser un buen negocio. El SD, el Foreign Office, y ahora la Gestapo.

—El área de competencia del SD y de la Gestapo está delimitada por una orden aprobada por el Reichsführer de las SS en la que se establecen sus funciones —aclaró Flesch—. En teoría, la función del SD es someter a los judíos a una intensa vigilancia y después informarnos, pero en la práctica la Gestapo mantiene un pulso de poder con el SD, y las disputas más encarnizadas tienen que ver con todo aquello relacionado con los judíos.

—Muy interesante, la verdad, Gerhard. Pero no veo cómo puedo ayudarle. Además, ni siquiera soy judío.

—Ah, ¿no? —Sonrió—. Deje que se lo explique. Nos ha llegado el rumor de que Franz Six y sus hombres cobran sueldos de los judíos, aceptan sobornos a cambio de facilitarles la salida del país. Pero aún no tenemos pruebas. Y ahí es donde entra usted, Gunther. Usted es la persona que va a conseguirlas.

—Sobreestima mis recursos, Gerhard. No soy ningún especialista en escarbar en la mierda.

—Esta misión de investigación en Palestina... ¿De qué se trata, exactamente?

—Necesito unas vacaciones, Gerhard. Necesito salir de aquí y comer naranjas. Según dicen, el sol y las naranjas son ideales para la piel. —Me encogí de hombros—. Quién sabe, tal vez me convierta. He oído que en Jaffa ofrecen circuncisiones de calidad. Eso sí, hay que hacérsela antes del almuerzo. —Guardé silencio y negué con la cabeza—. Venga ya, Gerhard, es un asunto de Inteligencia. Sabe que no puedo hablar de ello con nadie ajeno al departamento. Si no está satisfecho, entonces tómela con Heydrich. Es él quien hace las normas, no yo.

—A los dos hombres con los que viaja —continuó sin pestañear—, nos gustaría que no les quitara el ojo de encima. Que se asegurara de que no abusan de la confianza que hemos depositado en ellos. Incluso estoy autorizado para ofrecerle una compensación. Mil marcos.

Me llovía dinero de todas partes. Mil libras por aquí, mil marcos por allá. Me sentía como un oficial del Ministerio de Justicia del Reich.

—Muy bonito de su parte, Gerhard —respondí—. Mil marcos es un dulce muy apetitoso. Aunque claro, no sería de la Gestapo si no guardara también un látigo que sacar a pasear en caso de que yo no sea tan goloso como usted me imagina.

Flesch me dedicó una de sus sonrisas sin dientes.

—Sería mala suerte que su origen racial se convirtiera en objeto de investigación —respondió mientras apagaba el cigarrillo en mi cenicero.

Al inclinarse hacia delante y echarse de nuevo hacia atrás, su abrigo de piel emitió un sonoro crujido, como si un montón de goterones hubieran impactado sobre una superficie, como si se lo acabara de comprar en una tienda de recuerdos de la Gestapo.

—Mi padre y mi madre eran gente religiosa. No veo en ello nada con lo que me pueda intimidar.

—Su bisabuela materna... existe la posibilidad de que fuera judía —añadió.

—Lea un poco la Biblia, Gerhard. Si retrocedemos lo suficiente resulta que todos somos judíos. Pero además, se equivoca. Era católica, y bastante devota, por lo que yo sé.

—Aun así, se llamaba Adler, ¿no? ¿Anna Adler?

—En efecto, Adler. Diría que tiene razón. ¿Y qué?

—Adler es un apellido judío. Si estuviera viva debería añadir «Sarah» a su nombre, para que la reconociéramos como lo que en realidad era, una judía.

—Aunque eso fuera cierto, Gerhard, aunque Adler fuera un nombre judío, lo cual, a decir verdad, no sé si es cierto, eso significaría que una octava parte de la sangre que corre por mis venas es judía. Y si nos atenemos a la sección dos, artículo cinco de las Leyes de Núremberg, resulta que no soy judío. —Sonreí—. Tiene muy poca habilidad con el látigo, Gerhard.

—Cualquier tipo de investigación suele resultar muy molesta —dijo Flesch—, incluso para un negocio genuinamente alemán. Y en ocasiones se cometen errores. Entonces pueden pasar meses antes de que las cosas vuelvan a la normalidad.

Asentí, a sabiendas de que decía la verdad. Nadie le decía que no a la Gestapo, al menos no sin que ello tuviera consecuencias. Tenía que optar por lo desastroso o por lo desagradable. Una decisión típicamente alemana. Ambos sabíamos que no tenía otra opción que aceptar lo que me propusiera. Sin embargo, aquello me dejaba en una posición incómoda, por decirlo con suavidad. Al fin y al cabo, tenía fundadas sospechas de que Franz Six se estaba llenando los bolsillos con la guita de Paul Begelmann, pero no me apetecía verme implicado en el pulso de poder que mantenían el SD y la Gestapo. Por otra parte, parecía evidente que los dos hombres del SD que irían conmigo a Palestina no eran de fiar. Naturalmente, ellos sospecharían de mí y, en consecuencia, me tratarían con cautela. Había muchas probabilidades de que no descubriera absolutamente nada. ¿Acaso la Gestapo se conformaría con tan poco? Sólo había una forma de averiguarlo.

—Está bien —respondí—. Pero no pienso convertirme en un bocazas y decir un montón de cosas que no son verdad. No puedo. Ni siquiera estoy dispuesto a intentarlo. Si están comprados, les comunicaré que están comprados y me convenceré de que eso es lo que hacemos los detectives privados. Tal vez me quite el sueño, tal vez no. Pero si son tipos legales, ahí terminará la historia, ¿de acuerdo? No pienso tenderle una trampa a nadie para contentarlo a usted y a los demás cabezas cuadradas de Prinz-Albrecht-Strasse. Y puede quedarse con su dulce, no quiero ni probarlo. Haré el trabajo sucio, Gerhard, pero pongamos las cartas sobre la mesa. No juego con barajas marcadas. ¿Estamos?

—Estamos. —Flesch se levantó, se abotonó el abrigo y se colocó el sombrero—. Buen viaje, Gunther. No he estado en Palestina, pero he oído que es un país muy bonito.

—Tal vez debiera visitarlo —dije con entusiasmo—. Estoy seguro de que le encantaría. Se adaptaría en un abrir y cerrar de ojos. En Palestina abundan los Departamentos de Asuntos Judíos.

Salí de Berlín la segunda semana de septiembre y crucé Polonia en un tren con destino al puerto de Constanza, en Rumania. Fue allí, a bordo del barco a vapor de nombre Romania, donde por fin conocí a los dos hombres del SD que iban conmigo a Palestina. Ambos eran suboficiales —sargentos del SD— y ambos se hacían pasar por periodistas del Berliner Tageblatt, un periódico que había pertenecido a los judíos hasta 1933, año en que los nazis lo confiscaron.

El sargento al mando era Herbert Hagen. El otro hombre se llamaba Adolf Eichmann. Hagen tenía poco más de veinte años y todo el aspecto de un intelectual sin experiencia, un universitario de clase alta recién graduado. Eichmann era unos años mayor y aspiraba a ser algo más que el vendedor de petróleo austriaco que había sido en los años que precedieron al Partido y a las SS. Ambos eran antisemitas bastante curiosos, pues estaban fascinados por el judaísmo. Eichmann llevaba más años que el otro en el Departamento de Asuntos Judíos, hablaba yiddish, y se pasó la mayor parte del viaje leyendo el libro de Theodor Herzl sobre el Estado judío, titulado El Estado judío. La idea del viaje había partido de Eichmann, que parecía sorprendido y entusiasmado porque sus superiores le hubieran aprobado, ya que nunca había estado en otro país que no fuera Austria o Alemania. Hagen era un defensor de la ideología nazi, un ferviente sionista que solía decir que «no había peor enemigo para el Partido que los judíos» —o alguna tontería por el estilo—, y que «la solución al asunto judío» pasaba por la «total desjudeización» de Alemania. Escuchar hablar a aquel tipo me ponía enfermo. Todo aquello me parecía una locura, como salido de una versión diabólica de Alicia en el País de las Maravillas.

Los dos hombres recelaban de mí, como ya había supuesto que sucedería, y no sólo porque no perteneciera al SD ni a su peculiar departamento, sino porque era mayor que ellos, casi veinte años mayor en el caso de Hagen. Así que, en broma, comenzaron a llamarme «Papi», lo cual llevé con buen humor, al menos con mejor humor que Hagen, a quien, para deleite de Eichmann, apodé Hiram Schwartz en honor al joven cronista del mismo nombre. En consecuencia, cuando el 2 de octubre llegamos a Jaffa, Eichmann sentía más simpatía hacia mí que su colega, más joven y con menos experiencia.

Eichmann no era un tipo imponente; en aquel momento pensé que era la clase de hombre que ganaba vestido de uniforme. Es más, pronto comencé a sospechar que la posibilidad de llevar uniforme era lo que lo había motivado a formar parte de las SA y después de las SS, pues tenía mis dudas de que hubiera estado preparado para unirse al ejército permanente, si en aquella época hubiera existido uno. Apenas llegaba a la estatura media, era patizambo y extremadamente delgado.

En los dientes superiores, largos y desgastados, lucía dos puentes de oro además de numerosos empastes. Tenía el cráneo muy parecido a las calaveras de las insignias de gorra de las SS, en extremo huesudo y con las sienes hundidas. Me llamó la atención que pareciera tan judío y se me ocurrió que tal vez eso tuviera algo que ver con la antipatía que profesaba por los judíos.

A partir del momento en que el Romania atracó en Jaffa, a los dos hombres del SD las cosas no les fueron demasiado bien. Los británicos debieron de sospechar que Hagen y Eichmann eran de la Inteligencia alemana y, tras una larga discusión, les dieron permiso para pisar tierra sólo durante veinticuatro horas. Yo no me encontré con ningún problema y enseguida me concedieron un visado que me permitía quedarme en el país treinta días. Tuvo su gracia, ya que no pretendía permanecer allí más de cuatro, cinco a lo sumo, pero a Eichmann, cuyos planes se habían desbaratado, le afectó profundamente. En el carruaje que nos llevó a los tres desde el puerto al hotel Jerusalén, cerca de la famosa «colonia alemana» de la ciudad, no dejó de hablar de aquel cambio de planes.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —se quejó a voz en grito—. Las reuniones más importantes son pasado mañana. Y para entonces ya estaremos de vuelta en el barco.

Sonreí, satisfecho por su consternación. Cualquier revés que sufriera el SD me iría bien. Me alegré, aunque sólo fuera porque aquello me evitaba tener que inventar una historia que contarle a la Gestapo. Al fin y al cabo, era difícil que pudiera espiar a dos hombres a los que les habían negado el visado. Se me ocurrió incluso que a la Gestapo le resultaría lo bastante divertido como para perdonarme que no les diera ninguna información concreta.

—Tal vez Papi podría reunirse con ellos —dijo Hagen.

—¿Yo? Ni lo sueñes, Hiram —respondí.

—Todavía no entiendo que a ti te hayan concedido el visado y a nosotros no —añadió Eichmann.

—Eso se debe a que colabora con ese maldito judío del doctor Six, sin duda —aclaró Hagen—. Es probable que se lo haya conseguido él.

—Puede ser —dije—. Y también puede ser que a vosotros, chicos, no se os den demasiado bien este tipo de trabajos. Si se os dieran bien es probable que no hubieseis elegido haceros pasar por periodistas de un periódico nazi. Y mucho menos de un periódico que los nazis arrebataron a los judíos. Os habríais hecho pasar por algo de menos nivel, creo yo. —Miré a Eichmann y sonreí—. Por vendedores de petróleo, por ejemplo.

Hagen lo pilló, pero Eichmann seguía demasiado enfadado para darse cuenta de que me estaba metiendo con él.

—Franz Reichert —dijo—. De la Agencia de Prensa alemana. Puedo llamarlo a Jerusalén. Supongo que sabrá cómo localizar a Fievel Polkes. Sin embargo, no tengo ni idea de cómo vamos a contactar con Haj Amin. —Soltó un suspiro—. ¿Qué vamos a hacer?

Me encogí de hombros.

—¿Qué estarías haciendo ahora? —pregunté—. ¿Qué harías hoy si hubieras obtenido un visado por treinta días?

Eichmann también se encogió de hombros.

—Supongo que hubiera visitado la colonia masónica alemana de Sarona, hubiera subido al monte Carmelo y echado un vistazo a las explotaciones agrícolas de los judíos en el valle de Jezreel.

—Entonces te aconsejo que hagas exactamente lo que tenías previsto —dije—. Llama a Reichert. Explícale la situación y regresa al barco mañana. Mañana mismo sale hacia Egipto, ¿no? Pues bien, una vez allí ve a la embajada británica de El Cairo y solicita otro visado.

—Tiene razón —dijo Hagen—. Eso es lo que deberíamos hacer.

—Podemos pedir otro —gritó Eichmann—. Claro, podemos obtener el visado en El Cairo y después regresar.

—Como los hijos de Israel —añadí.

El carruaje dejó atrás las estrechas y polvorientas callejuelas de la parte antigua y se abrió camino con velocidad por una carretera más ancha en dirección a la zona nueva de Tel Aviv. Frente a una torre de reloj y varias cafeterías árabes se encontraba el banco Anglo-Palestino, lugar en el que debía encontrarme con el encargado y entregarle la carta de presentación de Begelmann y del banco Wassermann, además del baúl que Begelmann me había pedido que sacara de Alemania. No tenía ni idea de qué contenía, pero por el peso deduje que no se trataba de su colección de sellos. No vi ningún motivo por el que debiera retrasar mi visita al banco. Y menos encontrándome en un lugar como Jaffa, poblado de árabes que nos dedicaban miradas de hostilidad. (Claro que lo más probable es que nos tomaran por judíos, y los palestinos no tenían a los judíos en muy alta estima.) Así pues, le pedí al conductor que parara y, con el baúl bajo el brazo y las cartas en el bolsillo, me apeé del carruaje y dejé que Eichmann y Hagen se ocuparan de llevar mi equipaje al hotel.

El encargado del banco era un inglés llamado Quinton. Tenía los brazos demasiado cortos para la chaqueta que llevaba y el pelo rubio tan ralo que apenas se le notaba. Tenía la nariz respingona y cubierta de pecas, y la sonrisa de un joven bulldog. Cuando lo vi no pude evitar imaginarme a su padre, siempre atento a la labor del profesor de alemán de su hijo. Y tengo la sensación de que debió de tener uno bueno, pues el joven Quinton hablaba un alemán excelente con entonación entusiasta, como si estuviera recitando «La destrucción de Magdeburgo» de Goethe.

Quinton me condujo a su oficina. De la pared colgaba un bate de cricket y varias fotografías de equipos de cricket. El ventilador del techo giraba con lentitud. Hacía calor. La ventana de la oficina ofrecía una hermosa vista del cementerio mahometano y más allá, del mar Mediterráneo. El reloj de la torre cercana marcó la hora y el muecín de la mezquita convocó a los fieles a la oración. Me encontraba muy lejos de Berlín.

Quinton abrió los sobres que le había entregado con un abrecartas en forma de pequeña cimitarra.

—¿Es verdad que los judíos de Alemania no tienen permitido tocar a Beethoven ni a Mozart? —preguntó.

—Tienen prohibido tocar música de esos compositores en eventos culturales judíos —respondí—. Pero no me pida una explicación, míster Quinton. No podría dársela. En mi opinión, el país se ha vuelto loco.

—Pues no se imagina lo que es vivir aquí —añadió—. Aquí los judíos y los árabes se la tienen jurada, y nosotros estamos en medio. La situación es insostenible. Los judíos odian a los británicos por no facilitarles a más de ellos la llegada a Palestina. Y los árabes nos odian por permitir que los judíos entren en el país. Por ahora tenemos suerte de que el odio que se tienen entre sí es mayor que el que sienten por nosotros, pero un día este país nos explotará en las narices, tendremos que irnos, y todo quedará peor de lo que ya estaba. Recuerde mis palabras, herr Gunther.

A la vez que hablaba leía las cartas y clasificaba hojas de papel, algunas de ellas en blanco salvo por una firma estampada. Entonces me explicó qué estaba haciendo:

—Éstas son las cartas de acreditación —aclaró—. Y éstas son las firmas para las nuevas cuentas bancarias. Una de ellas será una cuenta conjunta para usted y el doctor Six, ¿no es así?

Fruncí el entrecejo, no demasiado contento por el hecho de tener algo en común con el jefe del Departamento de Asuntos Judíos del SD.

—No lo sé —respondí.

—Bien. Ésta es la cuenta de la que debe sacar el dinero para alquilar la propiedad aquí en Jaffa —explicó—, así como para sus gastos y honorarios. El importe restante se hará pagadero al doctor Six previa presentación de una libreta de ahorros que le daré a usted y usted le dará a él. Y del pasaporte. Por favor, asegúrese de que le queda claro. Para entregar dinero el banco requiere que el titular de la libreta se identifique con su pasaporte. ¿Entendido?

Asentí.

—¿Podría ver su pasaporte, herr Gunther? —Se lo mostré—. La persona más indicada para ayudarle a encontrar una propiedad de uso comercial en Jaffa es Solomon Rabinowicz —dijo mientras examinaba mi pasaporte y anotaba el número—. Es un judío polaco y también el individuo con más recursos que he conocido en este exasperante país. Tiene su oficina en Montefiore Street, en Tel Aviv. Está a unos setecientos metros de aquí. Le anotaré la dirección. Doy por hecho que su cliente no quiere un local en el barrio árabe. Eso sería como meterse en la boca del lobo.

Me devolvió el pasaporte, miró el baúl del señor Begelmann e hizo un gesto afirmativo.

—Supongo que ahí van las pertenencias de su cliente, las que quiere que guardemos en nuestra caja fuerte hasta su llegada al país —dijo.

Volví a asentir.

—Una de estas cartas detalla el contenido del baúl. ¿Le gustaría comprobar que está todo en orden antes de entregarlo?

—No —respondí.

Quinton rodeó la mesa y levantó el baúl.

—¡Hay que ver cómo pesa! —exclamó—. Si me hace el favor de esperar aquí un momento, prepararé su libreta. ¿Le apetece un té? ¿Una limonada, tal vez?

—Té —respondí—. Un té estará bien.

Concluido el asunto del banco, anduve hasta el hotel y observé que Hagen y Eichmann ya habían salido. Tomé una ducha fría, fui a Tel Aviv, me encontré con el señor Rabinowicz y le di instrucciones para que consiguiera una propiedad que se ajustara a las necesidades de Paul Begelmann.

No vi a los hombres del SD hasta la mañana siguiente, a la hora del desayuno, cuando, hechos unos guiñapos, bajaron en busca de café. Habían pasado la noche en un club nocturno de la ciudad.

—Demasiado arak —susurró Eichmann—. Es la bebida local. Una especie de licor de uva algo anisado. Será mejor que lo evites.

Sonreí y encendí un cigarrillo, pero tuve que apartar el humo con la mano porque me di cuenta de que parecía marearlos.

—¿Conseguisteis localizar a Reichert? —pregunté.

—Sí, de hecho estuvo con nosotros ayer por la noche. Pero no vimos a Polkes, por lo que es probable que venga a buscarnos aquí. ¿Te importaría quedar con él, cinco o diez minutos, y explicarle la situación?

—¿Y cuál es la situación?

—Me temo que nuestros planes cambian a cada minuto que pasa. Es probable que al final no regresemos. Además, Reichert cree que no nos será más fácil obtener el visado en El Cairo que aquí.

—Vaya, lamento escucharlo —dije, sin lamentarlo un ápice.

—Dile que nos hemos ido a El Cairo —instruyó Eichmann—, y que nos hospedaremos en el National Hotel. Dile que se reúna con nosotros allí.

—No lo sé —dije—. La verdad es que no quiero involucrarme en nada de esto.

—Eres alemán. Estás involucrado, te guste o no.

—Sí, pero el nazi eres tú, no yo.

Eichmann pareció sorprenderse.

—¿Cómo es posible que trabajes para el SD y no seas nazi? —inquirió.

—El mundo es un lugar muy extraño —respondí—. Pero no se lo digas a nadie.

—Por favor, habla con él. Aunque sólo sea por cortesía. Podría dejarle una carta, pero será mucho mejor que se lo expliques en persona.

—¿Quién es ese Fievel Polkes, de todos modos? —pregunté.

—Un judío palestino que trabaja para la Haganah.

—¿Y quiénes son ésos?

Eichmann me dedicó una sonrisa de condescendencia. Estaba pálido y empapado de sudor. Estuve a punto de sentir lástima por él.

—No puede decirse que sepas muchas cosas acerca de este país ¿verdad?

—Lo suficiente para conseguir un visado de treinta días —respondí certeramente.

—La Haganah es un grupo paramilitar judío que tiene un servicio de Inteligencia.

—O sea, una organización terrorista.

—Si lo prefieres —convino Eichmann.

—De acuerdo. Lo veré, aunque sólo sea por cortesía. Ahora bien, quiero saberlo todo. No estoy dispuesto a quedar con uno de esos cabrones asesinos sin conocer toda la historia.

Eichmann dudó. Yo sabía que no confiaba en mí. Pero una de dos: o la resaca le impedía razonar o se acababa de dar cuenta de que no tenía otra opción que ser sincero conmigo.

—La Haganah quiere que le proporcionemos armas para combatir a los británicos aquí en Palestina —explicó—. Si el SD sigue fomentando la emigración judía desde Alemania, ellos nos pasarán información sobre las tropas británicas y sus movimientos navales en el Mediterráneo oriental.

—¿Judíos dispuestos a ayudar a quienes les persiguen? —Solté una carcajada—. Eso es una ridiculez. —Eichmann no se rió—. ¿No os parece?

—Al contrario —dijo Eichmann—. El SD ha financiado ya varios campamentos sionistas de formación en Alemania. Lugares en los que los jóvenes aprenden las técnicas agrícolas que les harán falta para cultivar su tierra. Tierra palestina. Una Haganah subvencionada por el nacionalsocialismo no es más que una posible rama de esa misma política. Y por esa razón vine aquí. Para tomarles la medida a los dirigentes de la Haganah, del Irgún y de otros grupos militares judíos. Mira, ya sé que cuesta creer, pero sienten mayor aversión por los británicos que por nosotros.

—¿Y dónde encaja en todo esto Haj Amin? —pregunté—. Él es árabe, ¿no?

—Haj Amin viene a ser la otra cara de la moneda —comentó Eichmann—. Por si nuestra política pro sionista no funcionara. Habíamos planeado encontrarnos con el Alto Comité Árabe y con algunos de sus miembros, en especial con Haj Amin, aquí, en Palestina. Pero parece que los británicos han ordenado la disolución del comité y la detención de sus miembros. Al parecer, hace unos días asesinaron en Nazaret al ayudante del jefe de Policía de Galilea. En estos momentos Haj Amin se esconde en el barrio antiguo de Jerusalén, pero va a tratar de salir para reunirse con nosotros en El Cairo. Así pues, aquí en Jaffa sólo tenemos que preocuparnos por Polkes.

—Recuérdame que jamás juegue a las cartas contigo, Eichmann —comenté—. Y si lo hago, recuérdame que te pida que te quites el abrigo y te remangues.

—Tú dile a Polkes que vaya a El Cairo. Él lo entenderá. Pero por lo que más quieras, no menciones al Gran Muftí.

—¿El Gran Muftí?

—Haj Amin —aclaró Eichmann—. Es el Gran Muftí de Jerusalén. La más alta autoridad religiosa de Palestina. Los británicos lo designaron en 1921, lo cual lo convierte en el árabe más poderoso del país. Además es el antisemita más fervoroso del mundo, a su lado el Führer siente adoración por los judíos. Haj Amin ha llamado a la yihad contra los judíos, y por ese motivo tanto la Haganah como el Irgún lo quieren muerto. Y por eso será mejor que Polkes no sepa que planeamos vernos con él. Él sospechará al respecto, por supuesto, pero ése es su problema.

—Espero que no se convierta también en el mío —respondí.

Eichmann y Hagen partieron en barco hacia Alejandría, y al día siguiente Fievel Polkes se presentó en el hotel Jerusalén preguntando por ellos. Polkes era un judío polaco de unos treinta y pocos que fumaba como un carretero. Llevaba un traje de verano arrugado y un sombrero de paja. Le hacía falta un buen afeitado, aunque no tanto como al ruso judío que lo acompañaba y que también fumaba como un carretero. De unos cuarenta y tantos, aquel hombre tenía unos hombros del tamaño de montañas y un rostro desgastado, como de figura tallada en un arbotante. Se llamaba Eliahu Golomb. Ambos llevaban la chaqueta abotonada, aunque aquel día, como era habitual, hacía un calor infernal. Cuando un hombre lleva la chaqueta abotonada en un día tan caluroso, el hecho suele tener una única explicación. Una vez les hube explicado la situación, Golomb comenzó a despotricar en ruso, así que, para rebajar la tensión (al fin y al cabo aquellos tipos eran terroristas), señalé en dirección al bar y me ofrecí a invitarles a un trago.

—Está bien —dijo Polkes, que hablaba bien el alemán—. Pero aquí no. Vayamos a otro lugar. Tengo el coche en la puerta.

Estuve a punto de negarme. Una cosa era tomar un trago en el bar del hotel. Otra muy distinta subirme a un coche con dos hombres cuyas chaquetas abotonadas hasta arriba me contaban que iban armados y que eran, con toda probabilidad, individuos peligrosos. Dándose cuenta de mi indecisión, Polkes añadió:

—No tiene por qué preocuparse, amigo. Nosotros luchamos contra los británicos, no contra los alemanes.

Salimos a la calle y nos metimos en el Riley. Golomb se sentó al volante y se alejó del hotel con lentitud, como si no quisiera llamar la atención. Nos dirigimos al norte y después al este, cruzamos una colonia alemana de casas blancas y elegantes llamada «Pequeña Valhalla», y después giramos a la izquierda, cruzamos la línea de ferrocarril y enfilamos Hashachar Herlz. Otro giro a la izquierda por Lilien Blum y nos detuvimos en un bar que había junto al cine. Nos encontrábamos, según me informó Polkes, en el centro del barrio residencial de Tel Aviv. En el ambiente flotaba un intenso olor a mar y a azahar. Era una zona más limpia y cuidada que Jaffa. Más europea, vaya. Y así lo comenté con aquellos hombres.

—Aquí debe sentirse como en casa —dijo Polkes—. En esta zona sólo viven judíos. Si fuera por los árabes, el país tendría el aspecto de un urinario.

Entramos en una cafetería con la fachada acristalada en la que había escritas palabras en hebreo. Se llamaba Kapulski. En la radio sonaba lo que a mí me pareció música judía. Una mujer menuda barría el suelo, cubierto con baldosas que formaban un dibujo de cuadros. De la pared colgaba la fotografía de un anciano con pelo revuelto y la camisa desabotonada que se parecía mucho a Einstein, pero sin el bigote chorreando sopa. No tenía la menor idea de quién podía ser. Junto a aquella fotografía había otra, la de un hombre que se parecía a Marx. Supe que se trataba de Theodor Herlz porque Eichmann tenía una foto suya en lo que él llamaba su «archivo de judíos». El barman nos acompañó con la mirada mientras cruzamos una cortina de cuentas y nos adentramos en una recóndita sala de atmósfera asfixiante llena de cajones de cerveza y de sillas apiladas encima de las mesas. Polkes colocó tres sillas en el suelo. Entretanto Golomb sacó tres cervezas de un cajón, les arrancó la chapa con el pulgar y las dejó encima de la mesa.

—Un truco excelente —observé.

—Debería verlo abrir latas de melocotones —dijo Polkes.

Hacía calor. Me quité el abrigo y me subí las mangas. Los dos judíos seguían con sus finas chaquetas abotonadas hasta arriba. Reparé en lo abultado de sus pectorales y asentí.

—Está bien —dije, dirigiéndome a Polkes—. He visto pistolas en otras ocasiones. Le aseguro que si veo las suyas no tendré pesadillas esta noche.

Polkes tradujo mi comentario al hebreo y Golomb dibujó una sonrisa. Tenía los dientes grandes y amarillos, como si estuviera acostumbrado a cenar hierba todos los días. Entonces se quitó la chaqueta. Polkes hizo lo mismo. Cada uno de ellos llevaba un Webley inglés del tamaño de la pata trasera de un perro. Encendimos nuestros cigarrillos, tomamos un trago de cerveza templada y nos miramos los unos a los otros. Centré mi atención en Golomb, pues era él quien parecía estar al mando de la situación. Pasados unos minutos, Polkes dijo:

—Eliahu Golomb forma parte del Consejo de Mando de la Haganah. Apoya la política radical de su gobierno en lo relativo a los judíos, pues la Haganah está convencida de que esa política no hará sino aumentar la fuerza de la población judía de Palestina. Con el tiempo habrá más judíos que árabes, y entonces podremos tomar el país.

La cerveza templada siempre me había puesto enfermo. Y más enfermo aún me ponía beberla directamente de la botella. Me cabrea tener que beber de la botella. Prefiero no beber.

—Que les quede muy claro lo siguiente: no es mi gobierno. Odio a los nazis, y si ustedes tuvieran un poco de sentido común también los odiarían. No son más que un montón de malditos mentirosos, por lo que no se puede confiar en ellos. Ustedes creen en su causa. Me parece bien. Pero en Alemania hay muy poco en lo que merezca la pena creer. Salvo, por ejemplo, en que la cerveza debe servirse siempre fría y con la debida cantidad de espuma.

Polkes tradujo mis palabras y Golomb gritó algo en hebreo. Sin embargo, yo no había terminado con mi diatriba.

—¿Quieren saber en qué creen los nazis? ¿Las personas como Hagen y Eichmann? Creen que merece la pena engañar por Alemania. Mentir si es necesario. Y ustedes son un par de bobos si piensan lo contrario. En estos momentos esos dos payasos nazis planean encontrarse con su amigo, el Gran Muftí, en El Cairo. Harán un trato con él y después regresarán a Alemania y esperarán a que Hitler decida a por quién va.

El barman llegó con tres cervezas frías en vaso y las dejó sobre la mesa. Polkes sonrió.

—Creo que a Eliahu le ha caído bien —dijo—. Quiere saber qué ha venido a hacer a Palestina. Con Eichmann y Hagen.

Les conté que era detective privado y les hablé de Paul Begelmann.

—Y para que vean que mis acciones tienen poco de noble, dejen que les diga que cobro una cantidad nada despreciable por mis servicios.

—No tengo la impresión de que sea un hombre que se mueve por dinero —dijo Golomb, a través de Polkes.

—No puedo permitirme tener principios —respondí—. Al menos no en Alemania. La gente con principios termina en el campo de concentración de Dachau. Estuve allí y no me gustó.

—¿Ha estado en Dachau? —preguntó Polkes.

—El año pasado. Una visita relámpago, podríamos decir.

—¿Había muchos judíos?

—Aproximadamente una tercera parte de los presos eran judíos. El resto eran comunistas, homosexuales, testigos de Jehová, unos cuantos alemanes con principios.

—¿Y a qué grupo pertenecía usted?

—Yo era un hombre que hacía su trabajo. Ya le he dicho que soy detective privado. Y en ocasiones me meto en líos. Hoy en día, en Alemania, es algo común. A veces se me olvida, pero es así.

—Tal vez podría trabajar para nosotros —dijo Golomb—. Nos resultaría útil conocer la mente de esos dos hombres con los que teníamos que reunirnos. Y más útil aún sería saber a qué acuerdo han llegado con Haj Amin.

Me reí. Era como si en aquellos días todo el mundo quisiera que me dedicara a espiar a otra gente. La Gestapo quería que espiara al SD. Y ahora la Haganah también me pedía que los espiara. A veces se me pasaba por la cabeza que me había equivocado de profesión.

—Podríamos pagarle —dijo Golomb—. El dinero no nos falta. Fievel Polkes es nuestro hombre en Berlín. Cada cierto tiempo podrían reunirse e intercambiar información.

—No creo que les fuera de mucha utilidad —respondí—. No en Alemania. Como ya les he dicho, soy un simple detective privado que trata de ganarse la vida.

—Entonces colabore con nosotros aquí en Palestina —repuso Golomb. Tenía una voz grave y ronca que concordaba a la perfección con la cantidad de vello que tenía por todo el cuerpo. Parecía un oso amaestrado—. Lo llevaremos hasta Jerusalén, donde usted y Fievel podrán tomar un tren con destino a Suez, y de allí ir a Alejandría. Le pagaremos cuanto nos pida. Ayúdenos, herr Gunther. Ayúdenos a hacer algo por este país. Todo el mundo odia a los judíos, y no sin razón. No conocemos el orden ni la disciplina. Llevamos demasiado tiempo ocupándonos de nosotros mismos. Nuestra única esperanza de salvación es la inmigración masiva a Palestina. En Europa no hay futuro para los judíos, herr Gunther.

Polkes terminó de traducir y se encogió de hombros.

—Eliahu es un sionista radical —añadió—. Pero su opinión es la más generalizada entre los miembros de la Haganah. Yo no comparto eso que dice de que los judíos merezcan ser odiados. Pero tiene razón cuando dice que necesitamos su ayuda. ¿Cuánto quiere? ¿En libras esterlinas o en marcos? ¿En libras de oro, tal vez?

Negué con la cabeza.

—No les ayudaré por dinero —dije—. Todo el mundo me ofrece dinero.

—Pero nos ayudará ¿no?

—Sí, les ayudaré.

—¿Por qué?

—Porque he estado en Dachau, caballeros. No se me ocurre una razón mejor para ayudarles que ésa. Si lo conocieran, lo entenderían. Y por eso mismo voy a ayudarles.

El Cairo era la virola de diamante en el asidero del abanico formado por el delta del Nilo. Al menos eso era lo que decía mi guía Baedeker. A mí me parecía algo mucho menos precioso, algo así como la tetilla colgante de una vaca que alimentaba a todas las tribus de África, y desde luego la ciudad más grande de todo el continente. Sin embargo, la palabra «ciudad» se quedaba corta para definir a El Cairo. Aquello era mucho más que una mera metrópolis. Era algo así como una isla, un centro histórico, religioso y cultural, una ciudad que sirvió de modelo a las demás ciudades que vinieron después de ella y también todo lo contrario. El Cairo me fascinaba tanto como me alarmaba.

Me registré en el National Hotel, situado en el barrio de Ismailia, a menos de setecientos metros al este del Nilo y del Museo Egipcio. Fievel Polkes se hospedó en el Savoy, en el extremo sur de la misma calle. El National no era mucho más pequeño que un pueblo de extensión media, con habitaciones del tamaño de la pista de una bolera. Algunas de las habitaciones eran guaridas llenas de narguiles que desprendían un olor acre en las que se reunían no menos de una docena de árabes, que se sentaban en el suelo con las piernas cruzadas y fumaban de pipas que tenían el tamaño y la forma de alambiques de laboratorio. La entrada del hotel estaba presidida por un tablón de anuncios de la Reuters, y al entrar en la sala de huéspedes a nadie le hubiera sorprendido encontrarse con lord Kitchener sentado en un sofá, leyendo el periódico mientras se retorcía el bigote cubierto de brillantina.

Dejé un mensaje para Eichmann y, más tarde, me reuní con él y con Hagen en el bar del hotel. Llegaron acompañados por un alemán, el doctor Franz Reichert, que trabajaba para la Agencia de Prensa Alemana en Jerusalén, pero que no tardó en excusarse e irse, alegando tener el estómago revuelto.

—Tal vez sea algo que haya comido —dijo Hagen.

Me di una palmada en el cuello para acabar con la mosca que se había posado sobre mí.

—También puede ser que algo se lo haya comido a él —respondí.

—Ayer noche cenamos en un restaurante bávaro cercano a la Estación Central —explicó Eichmann—. Yo diría que no tenía mucho de bávaro. La cerveza estaba bien, pero me parece que el schnitzel estaba hecho con caballo. O con camello.

Hagen emitió un gruñido y se llevó la mano al estómago. Les dije que estaba con Fievel Polkes y que se hospedaba en el Savoy.

—Allí deberíamos habernos quedado nosotros —objetó Hagen. Entonces añadió—: Tengo claros los motivos por los que Polkes ha venido a El Cairo. ¿Pero qué haces tú aquí, Papi?

—En primer lugar, dudo mucho que nuestro amigo judío en verdad creyera que vosotros estabais aquí —respondí—. Así que podríamos llamarlo un acto de buena fe. Y en segundo lugar, mi tarea estuvo terminada antes de lo que yo imaginaba. Decidí que tal vez no volvería a tener ocasión de visitar Egipto, y aquí me tenéis.

—Gracias —dijo Eichmann—. Te agradezco que lo hayas traído hasta aquí. De no haber sido así es probable que no hubiéramos podido reunirnos con él.

—Gunther es un espía —dijo Hagen—. ¿Por qué íbamos a creerle?

—Solicitamos un visado para Palestina —prosiguió Eichmann, sin prestar atención a su joven compañero—. Y nos lo volvieron a negar. Mañana volveremos a intentarlo. A ver si encontramos a alguien en el consulado que no deteste a los alemanes.

—Los británicos no detestan a los alemanes —le aclaré—, sino a los nazis. —Guardé silencio. Entonces, dándome cuenta de que aquélla era una buena oportunidad para congraciarme con ellos, añadí—: Pero ¿quién sabe? Tal vez el empleado que os atendió fuera un maldito judío.

—A decir verdad —puntualizó Eichmann—, creo que era escocés.

—Escuchad —dije, con tono de fingida confianza—. Voy a ser sincero con vosotros. No fue vuestro jefe, Franz Six, quien me pidió que os espiara. Fue Gerhard Flesch, del Departamento de Asuntos Judíos de la Gestapo. Me amenazó con investigar mis orígenes raciales si me negaba. Por supuesto, es una trampa. En mi familia no hay ningún judío. Pero ya sabéis cómo son los de la Gestapo. Son capaces de hacértelas pasar moradas para demostrar que no eres un condenado judío.

—No se me ocurre nadie que tenga menos pinta de judío que tú, Gunther —dijo Eichmann.

Me encogí de hombros.

—Está empeñado en demostrar que el vuestro es un departamento corrupto —aclaré—. Y claro, eso podría habérselo dicho antes de salir de Alemania. Es decir, podría haberle hablado de Six y de Begelmann. Pero no lo hice.

—¿Qué vas a decirle, entonces? —preguntó Eichmann.

—No mucho. Que no os concedieron el visado. Que sólo pude averiguar que los habéis estado timando con los gastos. Algo tendré que decirles, ¿no?

Eichmann asintió.

—Sí, eso está bien. Aunque no es lo que quiere oír, claro. Él quiere algo más, algo que le permita absorber las funciones de nuestro departamento. —Me dio una palmada en el hombro—. Gracias, Gunther. Eres un buen hombre, ¿lo sabías? Sí. Puedes decirle que me compré un traje nuevo de verano a cuenta del departamento. Eso lo sacará de sus casillas.

—Es que lo compraste con el dinero del departamento —dijo Hagen—. Por no mencionar todo lo demás. Los salacots, las redes para los mosquitos, las botas de montaña. Ha juntado más equipo que el ejército italiano. Sólo nos falta lo más importante: pistolas. Estamos a punto de reunirnos con algunos de los terroristas más peligrosos de Oriente Medio y no tenemos con qué protegernos.

Eichmann torció el gesto, lo cual no le resultaba difícil. Su expresión normal ya era una especie de mueca y su boca dibujaba habitualmente un rictus de ironía. Cada vez que me miraba tenía la impresión de que iba a decirme que no le gustaba mi corbata.

—Mira, lo siento —se disculpó con Hagen—. Ya te lo dije. No fue culpa mía. Además, ahora no hay nada que podamos hacer al respecto.

—Hemos ido a la embajada alemana y les hemos pedido armas —me informó Hagen—. Pero no nos las dan sin la autorización de Berlín. Y estoy seguro de que si las pidiéramos nos tomarían por un par de aficionados.

—¿Y no podéis ir a una armería y comprar una? —pregunté.

—Los británicos están tan alarmados por la situación que se vive en Palestina que han dejado de vender armas en Egipto —aclaró Hagen.

Llevaba rato intentando encontrar la forma de entrometerme en la reunión que iban a mantener con Haj Amin. Y en aquel momento vi la oportunidad.

—Yo puedo conseguir una pistola —anuncié.

Conocía al hombre dispuesto a prestarme una.

—¿Cómo? —preguntó Eichmann.

—Era policía en Alex —dije con aplomo—. Siempre hay un modo de conseguir armas. Sobre todo en una ciudad tan grande como ésta. Sólo tienes que saber dónde buscar. Los bajos fondos son iguales en todo el mundo.

Visité a Fievel Polkes en su habitación del Savoy.

—He encontrado la manera de inmiscuirme en el encuentro que mantendrán con Haj Amin —le comuniqué—. Le tienen miedo al Al-Istiqlal y a la Hermandad Musulmana de Jóvenes. Le tienen miedo a la Haganah. Y da la casualidad de que se han dejado las armas en Alemania.

—No me extraña que tengan miedo —dijo Polkes—. Si usted no hubiera accedido a vigilar a esos dos tal vez hubiéramos intentado asesinarlos y le hubiéramos cargado la culpa a los árabes. No sería la primera vez que hacemos algo así. Es más que probable que el Gran Muftí esté pensando en cargarnos a nosotros la culpa de algo. Debe andarse con mucho cuidado, Bernie.

—He ofrecido comprarles una pistola en los bajos fondos de El Cairo. Y les he ofrecido también mis servicios como guardaespaldas.

—¿Sabe dónde comprar una pistola?

—No. Tenía la esperanza de que me prestara ese Webley que usted tiene.

—Sin problemas —dijo Polkes—. Siempre puedo conseguir otro revólver. —Se quitó la chaqueta, desabrochó la funda y me entrego la pipa. El Webley pesaba como una enciclopedia y era casi tan difícil de manejar—. Tambor giratorio, semiautomático, calibre 45 —me explicó—. Si tiene que disparar, recuerde dos cosas. Una, tiene el retroceso de una mula. Y dos, tiene su historia. Ya sabe a qué me refiero. Así que, si puede, asegúrese de lanzarlo después al Nilo. Y otra cosa. Tenga cuidado.

—Eso ya me lo había dicho.

—Se lo digo muy en serio. Ésos son los mismos cabrones que asesinaron a Lewis Andrews, el comisionado británico en Galilea.

—Creí que eso había sido cosa suya.

Polkes sonrió.

—En esa ocasión no. Esto es El Cairo. El Cairo no es Jaffa. Aquí los británicos andan con más cuidado. Si Haj Amin sospecha que se relaciona con nosotros no dudará en matarlos a los tres, así que aunque no le guste lo que le dice, finja que le gusta. Esta gente está loca. Son fanáticos religiosos.

—Igual que ustedes, ¿no?

—No. Nosotros sólo somos fanáticos. Existe una diferencia. Nosotros no esperamos que Dios apruebe que le volemos la cabeza a alguien. Ellos sí. Por eso mismo están locos.

El encuentro tuvo lugar en la amplia suite que Eichmann había reservado en el National Hotel.

Bastante más bajo que cualquier otro de los hombres que había en la habitación, el Gran Muftí de Jerusalén llevaba un turbante blanco y una larga túnica negra. No tenía un sentido del humor demasiado desarrollado, pero sí un aire de suficiencia a la que contribuía, sin duda, el trato adulador que le dispensaban sus acompañantes. Lo que más me llamó la atención fue el enorme parecido que guardaba con Eichmann. Eichmann con una barba canosa tal vez. Quizá por eso se llevaban tan bien.

Haj Amin iba acompañado de cinco hombres que vestían trajes ligeros de color pardo y el tarboosh, la versión egipcia del fez. Su intérprete lucía un bigotito canoso a lo Hitler, tenía papada y ojos de asesino. Se apoyaba en un bastón grueso y, al igual que los otros árabes con la excepción de Haj Amin, llevaba pistolera.

Haj Amin, que rondaría los cuarenta años, solamente hablaba árabe y francés, pero su intérprete dominaba el alemán. Franz Reichter, el reportero alemán (recuperado ya de su estómago revuelto) fue el encargado de traducir al árabe para los dos hombres del SD. Me senté junto a la puerta, escuché la conversación y fingí un estado de vigilancia que me pareció oportuno dado el papel de guardaespaldas del SD que yo mismo me había adjudicado. La mayor parte de lo que allí se habló salió de boca de Haj Amin y resultó ser de lo más perturbador, sobre todo las sorprendentes muestras de su profundo antisemitismo. Hagen y Eichmann no sentían simpatía por los judíos, algo habitual en Alemania. Se reían de ellos y querían que se les excluyera de la vida pública alemana pero, desde mi punto de vista, el antisemitismo de Hagen rayaba en la inocencia y el de Eichmann obedecía al oportunismo. Haj Amin, por el contrario, odiaba a los judíos como un gato odiaría a un ratón.

—Los judíos —comenzó Haj Amin— han alterado la vida de Palestina hasta tal punto que si no los frenamos acabarán con los árabes de Palestina. No nos importa que la gente venga de visita a nuestro país, pero el judío llega a Palestina como un invasor. Llega como sionista, como alguien que se ha dejado atrapar por toda la parafernalia de la modernidad europea, la cual atenta contra los conceptos sagrados del islam. Nosotros no estamos acostumbrados a la forma de vida europea. No nos interesa. Queremos que nuestro país continúe siendo lo que era antes de la oleada de judíos. No queremos ningún progreso. No queremos prosperidad. El progreso y la prosperidad son enemigos del islam más auténtico. Y ya hemos hablado demasiado. Con los británicos, con los judíos, con los franceses. Ahora nos toca hacerlo con los alemanes. Pero de algo estoy seguro, y es que ahora sólo la espada podrá decidir el destino de este país. Si la política de Alemania consiste en dar apoyo al sionismo, sepan lo siguiente: nuestra política consistirá en aniquilar a todos los sionistas y a aquellos que defiendan su postura.

»Pero no he venido aquí a amenazar a su Führer, herr Eichmann. Alemania no es un país imperialista como Gran Bretaña. Jamás ha perjudicado a ningún estado árabe o musulmán. Durante la guerra se alió con el Imperio otomano. Yo mismo serví en el ejército otomano. Hasta ahora Alemania sólo ha luchado contra nuestros enemigos imperialistas y sionistas. Los franceses. Los británicos. Los rusos. Los americanos. Razón por la que su gente cuenta con nuestra gratitud y admiración. Lo único que deben hacer es dejar de mandarnos judíos, herr Eichmann.

»He leído el magnífico libro del Führer. Una traducción. Aun así, creo que puedo enorgullecerme de conocer la mente del Führer, caballeros. Odia a los judíos por causar la derrota de Alemania en 1918. Odia a los judíos porque fue el judío Chaim Weizmann quien inventó el gas tóxico que le afectó durante la guerra, causándole una ceguera temporal. Por su alumbramiento, nosotros damos gracias a Dios. Odia al judío porque fue éste quien propició que Estados Unidos participara en la guerra del bando de los sionistas británicos, contribuyendo así a la derrota de Alemania. Y lo entiendo a la perfección, caballeros, porque yo también odio al judío. Por infinitas razones, pero sobre todo, odio al judío por su persecución de Jesús, que fue el profeta de Dios. Por ese motivo, el musulmán que mata a un judío tiene garantizada la entrada en el cielo y el encuentro con la augusta presencia de Dios Todopoderoso.

»Así pues, mi mensaje para el Führer es el siguiente: los judíos no son sólo los más fieros enemigos de los musulmanes, sino también un elemento de constante corrupción en el mundo. Haberse dado cuenta de ello supone la mayor revelación que el Führer podría haber comunicado al mundo. En mi opinión, de actuar acorde con esa revelación, dejará un extraordinario legado en este mundo. De actuar con decisión, pues ni Alemania ni Europa solucionarán el problema judío exportándolos a Palestina. Deben encontrar otra solución, caballeros. Una solución que ponga fin a las demás soluciones. Éste es el mensaje que deben comunicar a sus superiores: el único modo de atajar el problema judío es secar la fuente en Europa. Y le hago al Führer la siguiente promesa solemne: le ayudaré a acabar con el Imperio británico si él promete acabar con toda la población judía de Palestina. Todos los judíos, de todo el mundo, deben ser aniquilados.

Incluso Eichmann pareció algo aturdido por las palabras del Gran Muftí. Hagen, dedicado a tomar notas, se quedó boquiabierto ante la fría sencillez de la propuesta del Muftí. También Reichert parecía desconcertado. Sin embargo, lograron recomponerse lo suficiente para garantizar al Muftí que le harían llegar sus palabras exactas a sus superiores en Berlín. Intercambiaron cartas oficiales y Eichmann concluyó la reunión asegurándole a Haj Amin que, ahora que ya se conocían, no cabía duda de que volverían a encontrarse. Aunque no se llegó a ningún acuerdo de peso, tuve la sensación de que las palabras del Muftí habían dejado una poderosa impresión en los dos hombres del SD.

Terminada la reunión, cuando el Gran Muftí y su séquito se hubieron marchado de la suite de Eichmann en el National (y después de que el traductor al árabe bromeara acerca de lo muy convencidos que estaban los británicos de tener a Haj Amin acorralado en algún lugar sagrado de Jerusalén que, por supuesto, no osaban violar entrando a por él), los cuatro nos miramos, encendimos un cigarrillo y nos dirigimos gestos de incredulidad.

—Jamás había oído semejante locura —dije, mientras caminaba hasta la ventana y veía a Haj Amin y a sus hombres en la calle, entrando en un furgón de aspecto corriente con los paneles laterales reforzados—. Una absoluta locura. El tipo está como una chota.

—Sí —convino Hagen—. Y aun así, su locura tiene un punto de fría lógica, ¿no crees?

—¿Lógica? —repetí, con cierta incredulidad—. ¿A qué llamas tú «lógica»?

—Estoy de acuerdo con Gunther —intervino Reichert—. A mí también me ha parecido una absoluta locura. Como salido de la Primera Cruzada. Es decir, no me malinterpretéis, no me gustan los judíos, pero, en serio, no te puedes cargar a toda una raza.

—Stalin se cargó a toda una clase en Rusia —repuso Hagen—. A dos o tres, si te paras a pensar. Podría haberle dado por los judíos con la misma facilidad que le dio por los campesinos, los kulaks y la burguesía, y haberlos liquidado. Lleva los últimos cinco años dejando que los ucranianos se mueran de hambre. Nada hace pensar que no vaya a comportarse de igual modo con los judíos y a matarlos de hambre. Pero claro, esa táctica presenta enormes problemas a nivel práctico. De todas formas, sigo manteniendo la misma opinión. Debemos intentar mandarlos a Palestina. Lo que suceda con ellos una vez aquí no es problema nuestro. —Hagen se acercó a la ventana y encendió un cigarrillo—. Aunque creo que debería evitarse a toda costa el establecimiento de un Estado judío independiente en Palestina. Me he dado cuenta de ello desde que estamos aquí. Un Estado de ese tipo podría ejercer presión diplomática sobre el gobierno alemán. Podría sobornar a Estados Unidos para que entrara en guerra con Alemania. Y esa posibilidad debe ser combatida.

—Pero supongo que no has cambiado de opinión sobre el sionismo de facto —dijo Eichmann—. Es decir, está claro que vamos a tener que mandar a esos cabrones a alguna parte. Mandarlos a Madagascar no tiene ningún sentido, jamás irían allí. No, las opciones son ésta o la otra... La que ha propuesto Haj Amin. Y no creo que nadie en el SD esté de acuerdo con esa solución. Es demasiado rocambolesca, parece algo ideado por Fritz Lang.

Reichert alcanzó la carta del Muftí. En el sobre había escritas dos palabras: Adolf Hitler.

—¿Creéis que la carta menciona algo de lo que nos ha dicho? —preguntó.

—No me cabe ninguna duda —respondí—. La pregunta es: ¿qué vais a hacer con ella?

—No tenemos más opciones que hacérsela llegar a nuestros superiores. —Hagen parecía escandalizado por la posibilidad de no entregar la carta del Muftí, más escandalizado por mi insinuación que por las palabras del Gran Muftí—. Hay que hacerlo. Se trata de correspondencia diplomática.

—A mí no me ha sonado muy diplomático que digamos —añadí.

—Tal vez no, pero aun así la carta debe llegar a Berlín. Forma parte de lo que vinimos a hacer aquí, Gunther. Necesitamos algo que mostrar de nuestra misión, sobre todo ahora que sabemos que la Gestapo nos vigila. Hacer chanchullos con los gastos es una cosa, pero venir hasta aquí para hacer el ganso es otra muy distinta. El general Heydrich nos tomaría por un par de inútiles. Están en juego nuestras carreras en el SD.

—No había pensado en eso —dijo Eichmann, que tenía una noción de carrera similar a la de Hagen.

—Heydrich será un cabrón —dije—, pero es un cabrón muy listo. Demasiado listo para leer esa carta y no darse cuenta de que el Muftí está zumbado.

—Quizá —repuso Eichmann—. Quizá sí. Por suerte la carta no va dirigida a Heydrich. Por suerte la carta va dirigida al Führer. Él sabrá cómo responder a lo que...

—De un loco a otro loco. ¿Es eso lo que insinúas, Eichmann?

Eichmann por poco se atraganta.

—Ni por asomo —barbotó—. No me atrevería jamás a... —Se puso colorado como la grana y miró a Hagen y a Reichert con preocupación—. Tenéis que creerme. No quería decir eso de ninguna de las maneras. Siento una profunda admiración por el Führer.

—Por supuesto, Eichmann —dije.

Entonces Eichmann clavó en mí su mirada.

—¿No le contarás a Flesch nada de todo esto, verdad Gunther? Por favor, dime que no se lo contarás a la Gestapo.

—Ni se me pasaría por la cabeza. Escucha, olvídalo. ¿Qué vais a hacer con Fievel Polkes? ¿Y con la Haganah?

Eliahu Golomb se reunió con Polkes en El Cairo para encontrarse con Eichmann y Hagen. Logró pasar justo antes de que los británicos cerraran la frontera después de que árabes y judíos pusieran varias bombas en Palestina. Antes de la reunión, fui a ver a Golomb y a Polkes a su hotel y les conté todo lo que se había dicho en el encuentro con Haj Amin. Golomb pasó un buen rato invocando castigos divinos para el Muftí y después me pidió consejo sobre cómo abordar a Eichmann y a Hagen.

—Creo que deberían hacerles creer que, en una guerra civil con los árabes, la Haganah saldría vencedora —dije—. Los alemanes admiran la fortaleza. Les gustan los ganadores. Son los británicos los que sienten debilidad por los desvalidos.

—Venceremos —dijo Golomb.

—Ellos no lo saben —repuse—. Creo que sería un error pedirles ayuda militar, pues lo interpretarían como un signo de debilidad. Deben convencerlos de que, ante cualquier eventualidad, están mucho mejor provistos de armas de lo que en realidad están. Díganles que tienen artillería. Díganles que tienen tanques. Díganles que tienen aviones. No sabrán si es cierto.

—¿En qué nos ayudaría eso?

—Si creen que ustedes van a vencer, pensarán que dar apoyo al sionismo es la política más adecuada. Si los ven perdedores, entonces no hay forma de saber adónde mandarán a los judíos de Alemania. Les he oído mencionar Madagascar.

—¿Madagascar? —preguntó Golomb—. Eso es ridículo.

—Mire, lo único que importa es que los convenzan de que puede existir un Estado judío sin que eso suponga ninguna amenaza para Alemania. ¿No querrán que regresen a Alemania convencidos de que el Gran Muftí tiene razón, verdad? ¿Que vuelvan creyendo que todos los judíos de Palestina deben ser aniquilados?

Cuando por fin tuvo lugar, la reunión fue bastante bien. A mis oídos, Golomb y Polkes sonaban como un par de fanáticos, pero como ya habían señalado con anterioridad, no parecían fanáticos religiosos que hubieran perdido la razón. Después de haber escuchado al Gran Muftí, cualquiera parecía sensato.

Unos días más tarde partimos de Alejandría en un barco de vapor italiano de nombre Palestrina rumbo a Brindisi, con parada en Rodas y el Pireo. Una vez en Brindisi, tomamos un tren y llegamos a Berlín el 26 de octubre.

Llevaba nueve meses sin ver a Eichmann cuando, mientras me encontraba en Viena trabajando en un caso, topé con él en Prinz-Eugen-Strasse, en el distrito 11, al sur de lo que más tarde se convertiría en Stalin Platz. Él salía del Rothschild Palais, el cual (tras la invasión de Austria en marzo de 1938 por la Wehrmacht) había sido arrebatado a la familia judía a la que debía su nombre y se había convertido en los cuarteles del SD en Austria. Eichmann había dejado de ser un suboficial de bajo rango para convertirse en alférez, en un Untersturmführer. Caminaba con brío. Los judíos comenzaban a huir del país. Por primera vez en su vida, Eichmann había conseguido un puesto de poder. Fuera lo que fuese lo que les hubiera dicho a sus superiores a su vuelta de Egipto, no cabía duda de que había resultado.

Nos detuvimos a charlar un par de minutos y después se metió en el asiento trasero de un vehículo oficial. Recuerdo que pensé: «Ahí va el tipo con más pinta de judío que haya vestido jamás un uniforme de las SS».

Hay otra cosa que siempre recordaré de él. Algo que me dijo en el barco que tomamos en Alejandría, aprovechando un momento en que no estaba mareado. Algo de lo que Eichmann se enorgullecía. De pequeño, cuando vivía en Linz, había ido a la misma escuela que Adolf Hitler. Tal vez eso explicara en lo que llegaría a convertirse. No lo sé.

Unos por otros

Подняться наверх