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Alemania, 1954

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Había estado antes en Landsberg, pero sólo como visitante. Antes de la guerra muchísimas personas visitaban la cárcel de Landsberg para ver la celda número siete, donde Adolf Hitler había estado encarcelado en 1923 después del fracasado golpe de la cervecería, y donde había escrito el Mein Kampf; pero desde luego yo no había sido una de ellas. Nunca me gustaron mucho las biografías. Mi propia visita previa había sido en 1949, cuando, en mi condición de detective privado al servicio de un cliente en Munich, fui allí para entrevistar a un oficial de las SS y criminal de guerra convicto llamado Fritz Gebauer.

Los americanos dirigían la cárcel, y tenían encerrados en ella a más criminales de guerra nazis convictos que en cualquier otro lugar de Europa. Unos doscientos o trescientos habían sido ejecutados en el patíbulo de aquella cárcel entre 1946 y 1951, y desde entonces muchísimos más habían sido puestos en libertad, pero el lugar continuaba albergando a algunos de los mayores asesinos de masas de la historia. Yo conocía a unos cuantos, aunque evitaba relacionarme con la mayoría de ellos en los momentos en que a los prisioneros se nos permitía hablar. Había incluso unos cuantos prisioneros japoneses procedentes de los juicios de Shanghai por crímenes de guerra, pero apenas teníamos contacto con ellos.

El castillo había sido construido en 1910 y, a diferencia del resto de la ciudad vieja, estaba al oeste del río Lech: cuatro bloques de ladrillos blancos dispuestos en forma de cruz y en el centro una torre desde donde nuestros carceleros, con casco de acero y rostro de hierro, movían sus bastones blancos como Fred Astaire y nos vigilaban. Recuerdo que una vez recibí una postal de la celda de Hitler y tuve la impresión de que no era muy diferente de la mía: había una angosta cama de hierro con una mesita de noche pequeña, una lámpara, una mesa y una silla, y también una gran ventana doble con más barrotes en el exterior que una jaula de un domador de leones. Mi celda miraba al sudoeste, lo cual significaba que le daba el sol durante la tarde, y tenía una bonita vista del cementerio de Spöttingen, donde estaban enterrados varios hombres ahorcados en el WCPN1, que era como los americanos lo llamaban. Esto representaba un bonito cambio respecto a mi panorama de la bahía de Nueva York y el sur de Manhattan. Los muertos eran vecinos mucho más tranquilos que las barcazas de basura.

La comida era buena, aunque tenía muy poco de alemana. Tampoco me gustaban mucho las prendas que nos obligaban a vestir. Las rayas grises y rojas nunca me han sentado bien; el pequeño sombrero blanco carecía de la imprescindible ala ancha que a mí siempre me había gustado y me hacía parecer el mono de un organillero.

Poco después de mi llegada recibí las visitas del capellán católico, el padre Morgenweiss, de Herr doctor Glawik, un abogado designado por el Ministerio de Justicia bávaro, y de un hombre de la Asociación para el Bienestar de los Prisioneros Alemanes cuyo nombre no recuerdo. La mayoría de los bávaros, y también bastantes alemanes, consideraban a todos los ocupantes del WCPN1 como prisioneros políticos. El ejército estadounidense, por supuesto, veía las cosas de otra manera, y no pasó mucho tiempo antes de recibir también la visita de dos abogados norteamericanos de Nuremberg. Con su alemán con mucho acento y su bonhomía de pacotilla, eran dos tipos pacientes y muy persistentes; y fue un alivio en parte que pareciesen poco interesados en los dos asesinatos de Viena —que no tenían nada que ver conmigo— y nada interesados por la muerte de dos asesinos israelíes en Garmisch-Partenkirchen, de los que sin ninguna duda era culpable, aunque había sido en defensa propia. Lo que a ellos les interesaba era mi servicio durante la guerra en la RSHA, la Oficina Central de Seguridad del Reich, creada por la fusión del SD (el Servicio de Seguridad de las SS), la Gestapo y la Kripo en 1939.

Varias veces por semana nos reuníamos en una sala de entrevistas en la planta baja, cerca de la entrada principal del castillo. Siempre me traían café y cigarrillos, un poco de chocolate y, algunas veces, un periódico muniqués. Ninguno de los dos tendría más de cuarenta años y el más joven era el oficial superior. Su nombre era Jerry Silverman, y antes de venir a Alemania había sido abogado en Nueva York. Era muy alto y vestía una chaqueta militar de gabardina verde con pantalones caqui; llevaba varias cintas en el pecho, pero en lugar de las bandas metálicas que la mayoría de los oficiales norteamericanos llevaban en los hombros para indicar su rango, Silverman y su sargento tenían una insignia de tela cosida en las mangas que los identificaba a ambos como miembros de la OCCWC: la Oficina del Fiscal Jefe para Crímenes de Guerra. El hecho era que vestían uniformes, pero no pertenecían al ejército; eran burócratas del Pentágono, abogados del Departamento de Defensa. Sólo en Estados Unidos eran capaces de darles uniformes militares a los abogados.

El otro, el hombre más mayor, era el sargento Johnathan Earp. Era una cabeza más bajo que el capitán Silverman y se había licenciado —me lo dijo en un momento de descanso, cuando se lo pregunté— en la facultad de Derecho de Harvard antes de unirse a la OCCWC.

Ambos eran hijos de padres alemanes, y por eso hablaban el idioma con tanta fluidez, si bien Earp era el que lo hacía mejor; pero Silverman era el más inteligente.

Llegaron provistos de maletines llenos de expedientes, pero casi nunca los consultaban; parecían llevar un archivador completo en su cabeza. Sin embargo, tomaban muchas notas: Silverman escribía con una letra pequeña, muy nítida y distinguida, que bien podía haber sido la caligrafía de Völundr, el rey de los elfos.

En un primer momento creí que estaban interesados en los trabajos de la RSHA y en mi conocimiento del Departamento VI, que era la Oficina de Inteligencia Extranjera, pero parecían saber casi tanto como yo al respecto. Quizás incluso más. Pero, poco a poco, quedó claro que sospechaban que yo había estado metido en algo mucho más serio que un par de asesinatos locales.

—Verá —explicó Silverman—, hay algunos aspectos de su historia que sencillamente no encajan

—Tengo muchas cosas así —dije.

—¿Usted dijo que fue un comisario en la Kripo hasta...?

—Hasta que la Kripo se convirtió en parte de la RSHA, en septiembre de 1939.

—Pero dice que nunca fue miembro del partido.

Sacudí la cabeza.

—¿No era algo poco habitual?

—En absoluto. Ernst Gennat fue subcomisario de la Kripo en Berlín hasta agosto de 1939 y sé con absoluta seguridad que nunca fue miembro del partido nazi.

—¿Qué le pasó a él?

—Murió. Por causas naturales. Hubo otros, también. Heinrich Muller, el jefe de la Gestapo. Nunca se afilió al partido.

—Claro que —dijo Silverman— quizá no hacía falta. Era, como ha dicho usted, jefe de la Gestapo.

—Podría mencionar a otros, pero usted debe recordar que los nazis eran hipócritas. Algunas veces les resultaba conveniente utilizar a personas que estuviesen fuera de la estructura del partido.

—Entonces admite que permitió que lo utilizasen —dijo Earp.

—Estoy vivo, ¿no? —Me encogí de hombros—. Supongo que eso habla por sí solo.

—La pregunta es hasta qué punto permitió que lo utilizasen —precisó Silverman.

—Es algo que también me preocupa a mí.

Era inteligente pero nunca hubiese podido jugar al póker; su rostro era demasiado expresivo. Cuando creía que yo estaba mintiendo abría la boca y movía la mandíbula inferior como una vaca mascando tabaco; y cuando estaba satisfecho con una respuesta miraba hacia otro lado o soltaba un sonido triste, como si se sintiese desilusionado.

—Quizá querría descargar algo de su conciencia —señaló Earp.

—De verdad —dije—. No me quieren a mí.

—Eso nos toca decidirlo a nosotros, Herr Gunther.

—Podrían sacármelo a golpes, como sus amigos de la marina o el FBI.

—Al parecer todo el mundo quiere pegarle —comentó Earp.

—Sólo me pregunto cuándo van a llegar ustedes a la conclusión de que es su turno.

—Nosotros no hacemos esas cosas en la Oficina del Fiscal Jefe. —Silverman lo dijo con tanta claridad que casi le creí.

—Vaya, ¿y por qué no lo dijo antes? Ahora me siento más seguro.

—La mayoría de las personas que están aquí han hablado con nosotros porque querían hacerlo —precisó Earp.

—¿Y el resto?

—Algunas veces es difícil decir nada cuando todos tus amigos te han denunciado —dijo Silverman.

—Entonces no pasa nada. No tengo ningún amigo. Y desde luego, ninguno en este lugar. Así que, si alguien se chiva, probablemente será un tipo peor que yo.

Silverman se levantó y se quitó la chaqueta.

—¿Le importa si abro la ventana?

La cortesía era instintiva y, sin esperar respuesta, comenzó a abrirla. No es que yo hubiese podido saltar afuera; la ventana tenía barrotes, como la de mi celda. Silverman permaneció allí, mirando al exterior con los brazos cruzados en actitud pensativa, y por un segundo me recordó la foto de Hitler en un periódico en una actitud similar, en una visita a Landsberg después de haberse convertido en canciller del Reich. Pasados unos momentos, me preguntó:

—¿Alguna vez conoció a un hombre llamado Otto Ohlendorf? Era comandante general en la RSHA. —Silverman volvió a la mesa y se sentó.

—Sí. Me encontré con él un par de veces. Era jefe del Departamento Tres, creo. Inteligencia Interna.

—¿Qué impresión le dio?

—Apasionado. Un nazi hasta la médula.

—También era jefe de un grupo de tareas de las SS que operaba en el sur de Ucrania y Crimea —añadió Silverman—. El mismo grupo de tareas que asesinó a noventa mil personas antes de que Ohlendorf regresara a su mesa en Berlín. Como usted dijo, era un nazi apasionado. Pero cuando los británicos lo capturaron en 1945, cantó como un canario. Para ellos y para nosotros. En realidad, no podíamos hacerle callar. Nadie lo entendía. No hubo ningún maltrato, ningún acuerdo, ninguna oferta de inmunidad. Al parecer, sólo quería hablar de ello. Quizá debería usted pensar en hacer lo mismo. Descargar su conciencia, como hizo él. Ohlendorf se sentó en la misma silla en la que está usted sentado ahora y habló por los codos durante cuarenta y dos días seguidos. Se mostró muy tranquilo, incluso se podría decir que normal. No lloró ni ofreció ninguna disculpa, pero supongo que debía de haber algo en su alma que simplemente le molestaba.

—A algunos de los tipos que hay aquí les cayó bien —manifestó Earp—. Hasta el momento en que lo colgaron.

Sacudí la cabeza.

—Con el debido respeto, no me están vendiendo muy bien esta idea de descargar mi conciencia, si la única recompensa la recibiré en el cielo. Creía que los americanos eran buenos vendedores.

—Ohlendorf también era uno de los protegidos de Heydrich —dijo Silverman.

—¿Significa eso que cree que yo lo era?

—Usted mismo dijo que fue Heydrich quien lo llevó de vuelta a la Kripo en 1938. No sé en qué más le convierte, Gunther.

—Necesitaba un buen detective de homicidios. No un nazi con un hacha antisemita. Cuando volví a la Kripo, tuve la extraña ocurrencia de que quizá podría ser capaz de detener a alguien que asesinaba a jovencitas.

—Pero después...

—¿Se refiere a después de resolver el caso?

—Usted continuó trabajando para la Kripo. A petición del general Heydrich.

—En realidad yo no tenía otra elección al respecto. Heydrich no era un hombre al que se pudiera desilusionar.

—¿Qué quería de usted?

—Heydrich era un maldito asesino a sangre fría, pero también era un hombre pragmático. Algunas veces prefería la honestidad a una firme lealtad. En el caso de algunas personas, como yo mismo, no era tan importante que se adhirieran a la línea oficial del partido como que hiciesen un buen trabajo. Sobre todo si estas personas, como yo, no tenían ningún interés en ascender en las SS.

—Es curioso, porque Otto Ohlendorf describió en los mismos términos su propia relación con Heydrich —dijo Earp—. Jost, también. Heinz Jost. Quizá le recuerde. Fue el hombre que Heydrich designó para suceder a su amigo Walter Stahlecker a cargo del Grupo de Trabajo A, cuando lo asesinaron los guerrilleros estonios.

—Walter Stahlecker nunca fue mi amigo. ¿De dónde ha sacado esa idea?

—Era hermano de su socio comercial, ¿no? Cuando usted y él dirigían una agencia de investigaciones privadas en Berlín, en 1937.

—¿Desde cuándo un hermano es responsable de las acciones del otro? Bruno Stahlecker no podría haber sido más diferente de su hermano. Ni siquiera era nazi.

—Pero sin duda usted conoció a Walter Stahlecker.

—Asistió al funeral de Bruno en 1938.

—¿Coincidieron alguna otra ocasión?

—Es probable. Pero no recuerdo cuándo.

—¿Cree que fue antes o después de organizar el asesinato de doscientos cincuenta mil judíos?

—Bueno, no fue después. Y por cierto, se llamaba Franz Stahlecker, no Walter. Bruno nunca le llamó Walter. Pero volvamos atrás, a Heinz Jost, por un momento, el hombre que asumió el mando del Grupo de Trabajo A cuando Franz Stahlecker fue asesinado. ¿Se trata del mismo Heinz Jost que fue sentenciado a cadena perpetua y puesto en libertad condicional en este lugar hace un par de años? ¿Es ése el hombre al que se refiere?

—Nosotros sólo le juzgamos —dijo Silverman—. Es el alto comisionado de Estados Unidos en Alemania quien dispone quién debe ser puesto en libertad y cuándo.

—Y luego, el mes pasado —añadí—, oí que le llegó el turno a Willy Siebert para salir de aquí. Ahora corríjame si estoy equivocado, ¿pero no fue él el delegado de Otto Ohlendorf cuando mataron a aquellos noventa mil judíos? Noventa mil, y ustedes le dejaron marchar de aquí. A mí me parece que ese McCloy necesita que le examinen la cabeza.

—James Conant es ahora el alto comisionado —me informó Earp.

—En cualquier caso no entiendo por qué se preocupan ustedes —dije—. ¿Menos de diez años de condena cumplidos por noventa mil asesinatos? No parece que valga la pena molestarse. No sé mucho de matemáticas, pero creo que eso resulta algo así como un día de condena por cada veinticinco asesinatos. Yo maté a unas cuantas personas durante la guerra, es verdad. Pero si tenemos en cuenta lo que ha ocurrido con tipos como Jost y Siebert y aquel otro —Erwin Schulz, en enero—, joder, me tendrían que haber puesto en libertad condicional el mismo día que me arrestaron.

—Eso, en cualquier caso, nos da un número al que apuntar —murmuró Earp.

—Y eso sin hablar de los hombres de las SS que todavía están aquí —señalé, sin hacerle caso—. Ustedes no pueden creer de verdad que yo merezco estar en la misma cárcel que tipos como Martin Sandberger y Walter Blume.

—Hablemos de eso —intervino Silverman—. Hablemos de Walter Blume. Usted debió de conocerle, porque, como usted, era policía y trabajó para su viejo jefe, Arthur Nebe, en el Grupo de Trabajo B. Blume estaba a cargo de una unidad especial, un Sonderkommando, a las órdenes de Nebe, antes de que Nebe fuese relevado por Erich Naumann en noviembre de 1941.

—Me encontré con él.

—Sin duda, desde que usted llegó aquí habrán tenido ocasión de recordar muchas cosas y de renovar su antigua amistad.

—Le he visto, por supuesto. Dado que estoy aquí. Pero nunca hemos hablado. Ni tampoco es probable que lo hagamos.

—¿Se puede saber por qué?

—Creía que había libertad de asociación. ¿Tengo que explicar con quién quiero hablar y con quién no?

—Aquí no hay nada que sea libre —manifestó Earp—. Venga, Gunther. ¿Se cree qué es mejor que Blume? ¿Es eso?

—Parece que usted ya sabe muchas de las respuestas. ¿Por qué no me las dice?

—No lo entiendo —continuó Earp—. ¿Por qué quiere hablar con un hombre como Waldemar Klingelhöfer y no con Blume? Klingelhöfer también estuvo en el Grupo de Trabajo B. Seguramente, uno es tan malo como el otro.

—En general —dijo Silverman —para usted debe ser como en los viejos tiempos, Gunther. Encontrarse a todos sus viejos camaradas. Adolf Ott, Eugen Steimle, Blume, Klingelhöfer.

—Venga —insistió Earp—. ¿Por qué habla con él y con ninguno de los demás?

—¿Es porque ninguno de los otros prisioneros quiere hablar con él, porque traicionó a un camarada oficial de las SS? —preguntó Silverman—. ¿O es que parece lamentar lo que hizo como jefe del comando asesino de Moscú?

—Antes de asumir aquel mando —dijo Earp—. Su amigo Klingelhöfer hizo lo que usted afirma haber hecho. Dirigió una cacería antiguerrillera. En Minsk, ¿no? ¿Dónde estaba usted? ¿Estaba matando judíos, como Klingelhöfer?

—Quizá me permita responder a sus preguntas de una en una.

—No hay ninguna prisa —dijo Silverman—. Tenemos mucho tiempo. ¿Por qué no empieza por el principio? Usted dijo que le ordenaron incorporarse al batallón policial de reserva número tres uno seis en el verano de 1941, como parte de la Operación Barbarroja.

—Correcto.

—Entonces, ¿cómo es que no fue usted a Pretzsch en primavera? —preguntó Earp—. A la academia de policía para entrenamiento y destino. Según todos los informes, casi todos los que iban a Rusia estuvieron en Pretzsch. La Gestapo, la Kripo, las Waffen-SS, el SD, toda la RSHA.

—Heydrich, Himmler y varios miles de oficiales —puntualizó Silverman—. Según todos los testimonios previos que hemos oído, era de conocimiento común lo que iba a pasar cuando fuesen a Rusia. Pero usted dice que no estuvo en Pretzsch, y que ésa es la razón por la cual todo aquel asunto de matar judíos fue una sorpresa desagradable para usted. Entonces, ¿por qué no estuvo en Pretzsch?

—¿Qué excusa tuvo? ¿Una baja por enfermedad?

—Yo estaba todavía en Francia. En una misión especial para Heydrich.

—Algo muy conveniente, ¿verdad? A ver si lo he entendido bien: cuando usted se unió al batallón tres uno seis en la frontera ruso-polaca en junio de 1941, tuvo la impresión de que su trabajo sólo consistiría en perseguir a guerrilleros y a miembros de la NKVD, ¿correcto?

—Sí. Pero incluso antes de llegar a Vilnius había comenzado a oír historias acerca de los pogromos locales contra los judíos, porque los judíos de la NKVD estaban muy ocupados asesinando a todos sus prisioneros en lugar de liberarlos. Todo era muy confuso. No tiene ni idea de lo confuso que era. Con toda sinceridad, al principio no me creí aquellas historias. Se oían muchísimas historias así en la Gran guerra, y la mayoría de ellas resultaban ser falsas. —Me encogí de hombros—. Pero esta vez, sin embargo, incluso las peores, las historias más descabelladas, eran casi todas verdaderas.

—¿Exactamente, cuáles eran sus órdenes?

—Que nuestro trabajo era una cuestión de seguridad. Mantener el orden detrás de las líneas de nuestros ejércitos que avanzaban.

—¿Y cómo lo hacía? —preguntó Silverman—. ¿Asesinando a la gente?

—Verá, como detective en un batallón de policía, prestaba mucha atención a mis supuestos camaradas. Y resultó que muchos de aquellos cabrones asesinos en los grupos de trabajo también eran abogados. Tipos como ustedes. Blume, Sandberger, Ohlendorf, Schulz, seguro que había otros, pero no puedo recordar sus nombres. Solía preguntarme por qué tantos abogados participaban en aquellos crímenes. ¿Ustedes qué creen?

—Nosotros hacemos las preguntas, Gunther.

—Habla usted como un auténtico abogado, señor Earp. Por cierto, ¿cómo es que yo no tengo uno? Con el debido respeto, caballeros, este interrogatorio no se ajusta a las normas de la justicia alemana ni, imagino, a las normas de la justicia americana. ¿No tienen todos los ciudadanos estadounidenses el derecho a recurrir a la Quinta Enmienda para no testificar contra sí mismos?

—Este interrogatorio es un paso necesario para determinar si usted debe ser juzgado o puesto en libertad —respondió Silverman.

—Esto es lo que los polis alemanes solíamos llamar una excursión de pesca esquimal. Echas un anzuelo a través de un agujero en el hielo y esperas pescar algo.

—Algunas veces, en ausencia de pruebas claras y documentación —continuó Silverman—, la única manera de conseguir datos acerca de un crimen es a través del interrogatorio de un sospechoso como usted. Ésa, por lo general, ha sido nuestra experiencia en los casos de crímenes de guerra.

—Tonterías. Ambos sabemos que está sentado sobre una tonelada de documentos. ¿Qué pasa con los documentos recuperados del cuartel general de la Gestapo y trasladados al centro de documentación de Berlín?

—En realidad son dos toneladas de documentos —precisó Silverman—. Para ser exactos, entre ocho y nueve millones de documentos. Y ocho o nueve es el número de personas con que contamos en el OCC. Con el juicio del Einsatzgruppen tuvimos suerte: encontramos los informes escritos por los jefes del grupo. Doce carpetas que eran una mina de información. Como resultado, ni siquiera necesitamos un testigo de la acusación contra ellos. Incluso así, nos llevó cuatro meses reunir todo lo necesario. Cuatro meses. Con usted quizá llevaría más tiempo. ¿De verdad quiere esperar aquí durante otros cuatro meses mientras nosotros aclaramos si tiene que responder a alguna acusación?

—Pues entonces vayan y lean los informes de los jefes de aquellos grupos —dije—. Me dejarán libre de culpa y cargos. Porque no fui uno de ellos. Se lo dije. Me llevaron de vuelta a Berlín, una cortesía de Arthur Nebe. Fuera de la zona del grupo. Ha tenido que mencionarlo en su informe.

—Ahí es dónde reside su problema, Gunther —explicó Silverman—. Con su viejo amigo Arthur Nebe. Verá que los informes de los grupos de trabajo A, C y D eran muy detallados.

—Los de Otto Ohlendorf eran un modelo de exactitud —añadió Earp—. Usted podría decir que era el típico abogado en ese aspecto.

Silverman sacudía la cabeza.

—Pero no hay ningún informe original escrito por Arthur Nebe sobre el Grupo de Trabajo B. De hecho no hay informes del Grupo B hasta que designan a un nuevo comandante, en noviembre de 1941. Creemos que ésa fue la razón por la que Walter Blume relevó a Nebe. Porque Nebe no estaba cumpliendo con su misión. Por las razones que fuesen, estaba eliminando sólo a la mitad de judíos que los otros tres grupos. ¿Por qué cree que ocurrió?

Arthur Nebe. Hacía mucho tiempo que no pensaba en el hombre que había salvado mi vida y quizá mi alma, y a quien yo había pagado con tan poca gratitud: asesiné a Nebe en Viena durante el invierno de 1947-48, cuando él trabajaba para la organización de viejos camaradas del general Gehlen. Pero no tenía el menor interés en contarles nada sobre este asunto a los dos americanos. La organización de Gehlen había sido patrocinada por la CIA, o como fuese que la llamaran entonces, y posiblemente todavía seguía siendo así.

—Nebe era dos hombres diferentes —manifesté—. O quizá más de dos. En 1933 Nebe creía que los nazis eran la única alternativa al comunismo y que ellos traerían el orden a Alemania. En 1938, o quizás antes, comprendió su error y conspiró con otros en la Wehrmacht y la policía para derrocar a Hitler. Hay una foto del Ministerio de Propaganda, de Nebe con Himmler, Heydrich y Müller, que muestra a los cuatro planeando la investigación de un atentado con bomba contra la vida de Hitler. Aquello fue en noviembre de 1939. Y Nebe estaba envuelto en aquella misma conspiración. Lo sé porque yo también formaba parte de ella. Sin embargo, Nebe cambió pronto de opinión tras la derrota de Francia y Gran Bretaña en 1940. Muchísimas personas cambiaron de opinión respecto a Hitler después del milagro de Francia. Incluso yo, al menos durante unos meses. Ambos volvimos a cambiar de opinión cuando Hitler atacó Rusia. Nadie creía que fuese una buena idea. Sin embargo, Arthur hizo lo que se le dijo que hiciera. El cumplía las órdenes, incluso cuando ello implicaba matar judíos en Minsk y Smolensk. Hacer lo que se te ordenaba era siempre la mejor tapadera, sobre todo si al mismo tiempo estabas planeando un golpe de estado contra los nazis. Creo que es por eso que parece un personaje tan ambiguo. Y creo que ésa es la razón de que, como ustedes dicen, incumpliera su misión como comandante del Grupo B. Porque su corazón nunca estuvo por la labor. Por encima de todo, Nebe era un superviviente.

—Como usted.

—Hasta cierto punto sí, es verdad. Gracias a él.

—Háblenos de eso.

—Ya lo he hecho.

—No nos ha contado muchos detalles.

—¿Qué quieren que haga? ¿Que les haga un dibujo?

—En realidad, queremos todos los detalles que sean posibles —señaló Earp.

—Cuando alguien está mintiendo —dijo Silverman—, casi siempre se contradice en los detalles. Usted debe saberlo, puesto que ha sido policía. Cuando alguien comienza a contradecirse en las cosas sin importancia, puedes estar seguro de que también está mintiendo en las importantes.

Asentí.

—Por lo tanto —prosiguió—, volvamos a Goloby, donde usted asesinó a los miembros de un pelotón de la NKVD.

—Ellos, según usted afirma, habían asesinado a todos los presos de la cárcel de la NKVD en Lutsk —dijo Earp—. Según los soviéticos, aquello sólo fue propaganda alemana, destinada a persuadir a sus propios hombres de que las ejecuciones sumarias de todos los judíos y bolcheviques estaban justificadas.

—Ahora me dirá que fue el ejército alemán el que asesinó a todos aquellos polacos en el bosque de Katyn.

—Quizá lo fue.

—No, de acuerdo con la propia investigación del Congreso de los Estados Unidos.

—Está usted bien informado.

Me encogí de hombros.

—En Cuba compraba todos los periódicos norteamericanos. Con la intención de mejorar mi inglés. Fue en 1952, ¿no? La investigación. Cuando el comité Malden recomendó que los soviéticos respondieran a la acusación en la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Verá, es una historia en la que he estado interesado desde hace mucho. Ambos sabemos que la NKVD mató a tanta gente como nosotros. Entonces, ¿por qué no admitirlo? Los comunistas son ahora el enemigo. ¿O sólo es propaganda americana?

Saqué un paquete de cigarrillos del bolsillo de mi chaqueta carcelaria y encendí uno sin prisas. Estaba cansado de responder a las preguntas, pero sabía que tendría que abrir la puerta del sótano más oscuro de mi mente y despertar algunos recuerdos muy desagradables. Incluso en una habitación con rejas en la ventana, la Operación Barbarroja parecía estar muy lejos. Afuera hacía un precioso y soleado día de junio, y aunque también había sido un día cálido de junio cuando la Wehrmacht invadió la Unión Soviética, no era así como lo recordaba. Cuando recordaba nombres como Goloby, Lutzk, Bialystok y Minsk, pensaba en un calor infernal y en las vistas, sonidos, y olores de un infierno en la tierra; pero sobre todo recordaba al joven de veinte años bien afeitado, de pie en una plaza adoquinada, con una palanqueta en la mano, sus gruesas botas hundidas en la sangre de unos treinta hombres que yacían muertos o moribundos a sus pies. Recordé la sonrisa asombrada de algunos de los soldados alemanes que estaban presenciando esa bestial exhibición; recordé el sonido de un acordeón tocando una alegre tonadilla, mientras otro hombre, mayor y con una larga barba, caminaba en silencio, casi con calma, hacia el tipo con la palanqueta, y de inmediato fue golpeado en la cabeza, como si se tratara de algún espantoso sacrificio hindú; recordaba el ruido que hizo el viejo mientras caía al suelo y la manera en que sus piernas se sacudían rígidamente, como las de una marioneta, hasta que la palanqueta le golpeó de nuevo.

Señalé la ventana con el pulgar.

—De acuerdo —dije—. Se lo diré todo. Pero ¿les importaría si dejo que el sol me dé en la cara unos momentos? Me ayudará a recordar que todavía estoy vivo.

—A diferencia de muchos otros millones —dijo Earp con toda intención—. Adelante. No tenemos prisa.

Me acerqué a la ventana y miré al exterior. Junto a la entrada principal, un pequeño grupo de personas se había reunido para esperar a alguien. Si no era eso, estaban mirando la ventana de la celda número siete, cosa que parecía menos probable.

—¿Hoy van a soltar a alguien? —pregunté.

Silverman se acercó a la ventana.

Sí —dijo—. Eric Mielke.

—¿Mielke? —Sacudí la cabeza—. Ustedes están equivocados. Mielke no está aquí. No puede estar.

Mientras hablaba, se abrió una puerta más pequeña en la principal y un hombre bajo y regordete, de unos sesenta años y con el pelo cano, salió y fue aclamado por las personas que esperaban.

—Aquél no es Mielke —afirmé.

—Creo que se refiere a Erhard Milch, señor —le dijo Earp a Silverman—. El mariscal de campo de la Luftwaffe. Es él a quien dejan en libertad hoy.

—Así que es él —dije—. Por un momento creí que era un verdadero criminal de guerra.

—Milch es, era, un criminal de guerra —insistió Silverman—. Era el director de armamento aéreo con Albert Speer.

—¿Qué tiene de criminal construir aviones? —pregunté—. Ustedes también construyeron muchos aviones, y el estado en que quedó Berlín en 1945 es un ejemplo de ello.

—Nosotros no utilizábamos mano de obra esclava para hacerlo —replicó Silverman.

Observé que, mientras tanto, Erhard Milch aceptaba un ramo de flores de una chica bonita. Le dio las gracias con una cortés reverencia y se marchó en un Mercedes nuevo para comenzar el resto de su vida.

—¿Cuál fue la sentencia?

—Cadena perpetua —dijo Silverman.

—Cadena perpetua, ¿eh? Algunas personas son muy afortunadas.

—Se la redujeron a una condena de quince años.

—Creo que pasa algo raro con las matemáticas de su alto comisionado —señalé—. ¿Quién más va a salir de aquí?

Di una calada a mi cigarrillo insípido, tiré la colilla por la ventana y la vi caer al suelo dejando una estela de humo como la de los invencibles aviones de la Luftwaffe construidos por Milch.

—Usted iba a hablarnos de Minsk —dijo Silverman.

Gris de campaña

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