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Cuba, 1954

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Habían pasado varias horas. Habían llevado al marinero herido al hospital en Guantánamo, Melba estaba encerrada en una celda de la cárcel, y yo había relatado mi historia, dos veces. Tenía dos dolores de cabeza, pero sólo uno de ellos en el cráneo. Había tres personas en aquel húmedo despacho del edificio del maestro de armas de la US Navy. Maestro de armas es el término con que la Marina de los Estados Unidos designa a los marineros especializados en el mantenimiento de la ley y la custodia de los arrestados. Policías con uniforme de marinero. A los tres que habían escuchado mi relato no pareció gustarles mucho más la segunda vez. Movieron sus grandes culos en sus inadecuadas sillas, se quitaron pequeños hilillos y pelusas de sus inmaculados uniformes blancos y miraron los reflejos en las punteras de sus brillantes zapatos negros. Era como ser interrogado por una reunión del sindicato de ordenanzas de un hospital.

El edificio estaba en silencio, excepto por el zumbido de los tubos fluorescentes en el techo y el ruido de una máquina de escribir del mismo tamaño y color que el USS Missouri; y cada vez que respondía a una pregunta y el poli naval golpeaba las teclas de aquella cosa, era como el sonido de alguien —probablemente yo— a quien le cortaran el pelo con unas enormes tijeras muy afiladas.

Al otro lado de una pequeña ventana con rejas, el nuevo día se elevaba por encima del horizonte azul como un rastro de sangre. No era un buen augurio, y no sin razón, porque estaba claro que los americanos sospechaban que tenía una relación mucho más íntima con Melba Marrero y sus crímenes —en plural— de lo que yo admitía. Estaba claro que, como yo no era norteamericano y olía muy fuerte a ron, les resultaba relativamente fácil creerlo así.

Sobre la mesa de formica azul claro cubierta con quemaduras de cigarrillos color café, había varios expedientes y un par de armas con etiquetas en las guardas de los gatillos, como si estuviesen a la venta. Una de ellas era la pequeña pistola Beretta que Melba había utilizado para dispararle al suboficial de tercera clase; y la otra era una automática Colt que le habían robado a él varios meses antes y que había sido utilizada para asesinar al capitán Balart delante del Hotel Ambos Mundos en La Habana. Junto con los expedientes y las pistolas estaba mi pasaporte argentino azul y oro, y de vez en cuando el poli naval a cargo de mi interrogatorio lo recogía y pasaba las páginas como si no pudiese creer que alguien pudiera ir por la vida siendo un ciudadano de un país que no fuese Estados Unidos. Su nombre era capitán Mackay, y además de sus preguntas, tenía que enfrentarme a su aliento. Cada vez que acercaba su rostro cuadrado y con gafas al mío me veía envuelto en el agrio aroma de sus dientes podridos, y al cabo de un rato comencé a sentirme como algo masticado y digerido a medias dentro de sus intestinos yanquis.

Mackay dijo con desprecio mal disimulado:

—Esta historia suya, que nunca había oído hasta hace un par de días, no tiene sentido. Ningún sentido en absoluto. Usted dice que era la chica con la que se había liado; que le pidió venir con usted en su barco durante unas semanas. Y que eso explica la considerable suma de dinero que tenía usted.

—Correcto.

—Sin embargo dice que no sabe casi nada de ella.

—A mi edad es mejor no hacer demasiadas preguntas cuando una muchacha bonita acepta irse contigo.

Mackay esbozó una sonrisa. Tenía unos treinta años, demasiado joven para comprender el interés de un hombre mayor en las mujeres jóvenes. Llevaba una alianza en el dedo gordo, e imaginé a alguna muchacha saludable con una onda permanente y un bol debajo de su brazo regordete esperándole a que regresase a casa en el alojamiento para oficiales de alguna lúgubre base naval.

—¿Quiere que le diga lo que creo? Creo que iba a la República Dominicana, para comprar armas destinadas a los rebeldes. El barco, el dinero, la muchacha, todo encaja.

—Oh, veo que le gusta la suma, capitán. Pero soy un empresario respetable. Tengo dinero. Tengo un bonito apartamento en La Habana. Tengo un empleo en un hotel casino. No soy el tipo de persona que trabaja para los comunistas. ¿La muchacha? No es más que una chica.

—Quizá. Pero ella asesinó a un policía cubano. Y ha estado a punto de asesinar a uno de los míos.

—Quizá. ¿Pero me ha visto usted disparar a alguien? Ni siquiera levanté la voz. En mi trabajo las muchachas —las muchachas como Melba— son un beneficio adicional. Lo que hacen en su tiempo libre no es... —hice una pausa y busqué la mejor frase en inglés—. No es asunto mío.

—Lo es desde que ella le disparó a un americano en su barco.

—Ni siquiera sabía que tuviera un arma. De haberlo sabido, la hubiese arrojado por la borda. Quizás a ella también. Y si hubiese tenido la más mínima idea de que era sospechosa del asesinato de un policía, nunca hubiese invitado a la señorita Marrero a venir conmigo.

—Déjeme que le diga algo de su amiga, señor Hausner. —Mackay contuvo un eructo, pero no lo bastante para mi comodidad. Se quitó las gafas y echó el aliento sobre ellas, y por milagro, no se rajaron—. Su nombre verdadero es María Antonia Tapanes, y era prostituta en una casa en Caimanera, y así es como llegó a robar un arma perteneciente al suboficial Marcus. Es por eso que él la reconoció cuando la vio en su barco. Tenemos la sospecha de que ella cometió el asesinato del capitán por orden de los rebeldes. Es más, estamos casi seguros.

—Me resulta difícil de creer. Ni una sola vez me habló de política. Parecía más interesada en pasárselo bien que en hacer la revolución.

El capitán abrió uno de los expedientes que tenía delante y lo empujó hacia mí.

—Es más o menos cierto que su amiguita ha sido comunista y rebelde desde hace tiempo. Verá, María Antonia Tapanes pasó tres meses en la cárcel nacional de mujeres en Guanajay por su intervención en la conspiración del domingo de Pascua de abril de 1953. Luego, en julio del año pasado, su hermano Juan Tapanes resultó muerto en el asalto al cuartel de Moncada dirigido por Fidel Castro. Muerto o ejecutado, no está claro. Cuando María salió de la cárcel y se enteró de la muerte de su hermano, fue a Caimanera y trabajó como prostituta para hacerse con un arma. Eso ocurre con frecuencia. Para ser sincero, bastantes de nuestros hombres utilizan sus armas como moneda para comprar sexo. Después se limitan a denunciar que les han robado el arma. En cualquier caso, la siguiente ocasión en que el arma apareció, se utilizó para matar al capitán Balart. También hubo testigos. Una mujer que responde a la descripción de María Tapanes le disparó en el rostro. Y después en la nuca, cuando yacía en el suelo. Quizá se lo tenía merecido. ¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Lo que sé es que el suboficial Marcus tiene suerte de estar con vida. Si ella hubiese utilizado el Colt en lugar de aquella pequeña Beretta, ahora estaría tan muerto como el capitán Balart.

—¿Se recuperará?

—Vivirá.

—¿Qué le pasará a ella?

—Tendremos que entregarla a la policía de La Habana.

—Imagino que eso era lo que más le preocupaba. La razón por la que le disparó al suboficial. Tuvo que dominarla el pánico. Saben lo que le harán, ¿verdad?

—No es tema de mi incumbencia.

—Quizá debería serlo. Tal vez ése es el problema que tienen ustedes en Cuba. Quizá si ustedes los americanos prestasen un poco más de atención a la clase de personas que gobiernan este país...

—Quizá debería preocuparle un poco más lo que le ocurra a usted.

Era el otro oficial quien hablaba ahora. No me habían dicho su nombre. Lo único que sabía de él era que la caspa le caía de la nuca cada vez que se rascaba. Tenía muchísima caspa. Incluso en las pestañas asomaban minúsculas escamas de piel.

—Supongo que no —dije—, ya no.

—¿Cómo ha dicho? —El hombre de la caspa dejó de rascarse la cabeza y se examinó las uñas antes de mirarme con el entrecejo fruncido.

—Hemos estado con esto toda la noche —respondí—. No dejan de hacerme las mismas preguntas y continúo dando las mismas respuestas. Les he relatado mi historia. Pero ustedes dicen que no se la creen. Me parece muy justo. Puedo ver los agujeros que tiene. Y ustedes ya están aburridos de escucharla. Yo también. Todos estamos aburridos, sólo que no estoy dispuesto a cambiar mi historia por otra. ¿Qué sentido tendría? Si sonase mejor que la original la hubiese utilizado desde el principio. Por lo tanto, persiste el hecho de que no le veo ningún sentido a contarles otra. Y dado que no me interesa hacerlo, entonces quedan perdonados por pensar que en realidad no me importa si me creen o no, porque me parece que no puedo hacer nada al respecto para convencerles. De una manera u otra, ya han tomado sus decisiones. Es eso lo que ocurre con los polis. Créanme, lo sé, yo también fui poli. Y dado que ya no me importa si me creen o no, entonces me parece muy bien que ustedes lleguen a la conclusión de que no me importa un pimiento lo que me pase. Bueno, quizá si o quizá no, pero eso es algo que yo sé y que ustedes deben decidir por ustedes mismos, caballeros.

El poli casposo se rascó un poco más, y la habitación pareció convertirse en uno de esos paisajes nevados dentro de una bola de cristal.

—Habla mucho, señor, para ser alguien que dice tan poco.

—Lo sé, pero eso ayuda a mantener los nudillos de hierro lejos de mi cara.

—Lo dudo —dijo el capitán Mackay—. Lo dudo mucho.

—Lo sé. Ya no soy tan guapo. Sólo que eso debería hacer más fácil que me creyeran. Han visto a la muchacha. Se la pone tiesa a todos los marineros. Me sentía agradecido. ¿Cuál es la expresión que tienen ustedes en inglés? ¿A caballo regalado no le mires los dientes? Y ya que estamos en ello, usted tampoco debería hacerlo, capitán. No tiene nada contra mí y sí mucho contra ella. Usted sabe que ella le disparó al suboficial. Es obvio. La cosa sólo comienza a complicarse cuando usted intenta vincularme a alguna especie de conspiración rebelde. ¿Yo? Yo sólo esperaba pasar unas bonitas vacaciones con mucho sexo. Llevaba bastante dinero porque pensaba comprarme un barco más grande, y no hay ninguna ley que lo impida. Como ya le he dicho, tengo un buen trabajo. En el Hotel Nacional. Tengo un bonito apartamento en el Malecón, en La Habana. Conduzco un Chevy nuevo. ¿Por qué iba a renunciar a todo eso por Karl Marx y Fidel Castro? Usted me dice que Melba, o María, o como se llame, es comunista. No lo sabía, quizá debería habérselo preguntado, sólo que prefiero decir guarradas cuando estoy en la cama que hablar de política. Si ella quiere ir por ahí disparando a los polis y a los marineros americanos, entonces digo que debería ir a la cárcel.

—No es muy galante por su parte —opinó el capitán Mackay.

—¿Galante? ¿Qué significa galante?

—Caballeroso. —El capitán se encogió de hombros—. Gentil.

—Ah, cortés. Caballeroso. Sí, lo entiendo. —También me encogí de hombros—. Me pregunto cómo sonaría eso. ¿Ella sólo estaba intentando protegerme? Dele una oportunidad, capitán, no es más que una cría. ¿La muchacha tuvo una infancia difícil? De acuerdo, si eso cambiara algo, ya sabe, creo de verdad que la muchacha estaba muy asustada. Como le he dicho, ustedes saben lo que pasará cuando la entreguen a la policía local. Si tiene suerte, la dejarán vestida cuando la hagan desfilar por las celdas de la comisaría. Quizá sólo la azoten con un látigo de verga de toro todos los días. Pero lo dudo.

—No parece que eso le preocupe demasiado —señaló el poli casposo.

—Desde luego rezaré por ella. Quizás incluso le pague un abogado. La experiencia me dice que pagar es mucho más útil que rezar. El Señor y yo ya no nos llevamos tan bien como antes.

El capitán se burló.

—No me gusta usted, Hausner. La próxima vez que hable con el Señor es probable que le felicite por su buen gusto. ¿Tiene un trabajo en el Hotel Nacional? Que le follen. Tampoco me gustó nunca aquel hotel. ¿Tiene un bonito apartamento en el Malecón? Espero que venga un huracán y lo arrase, soplapollas argentino. ¿No le importa lo que le pase a usted? Tampoco a mí, amigo. Para mí no es más que otro sudaca grasiento con una lengua afilada. ¿No se le ocurre una historia mejor? Entonces es más estúpido de lo que parece. ¿Había sido poli? No quiero saberlo, mariconazo. Lo único que quiero escuchar de usted es una explicación de cómo es que estaba ayudando a una asesina a escapar de esta puta isla miserable que usted llama hogar. ¿Alguien le pidió un favor? Si lo hicieron, quiero un nombre. ¿Alguien les presentó? Quiero un puto nombre. ¿La recogió en la calle? Deme el nombre de la jodida calle, imbécil. O habla o le encierro, amigo. Esta noche hemos salido a pescar y lo hemos pescado a usted, Hausner. Lo tendré metido en la nevera hasta que me diga todo lo que quiero saber. Hable o lo encierro y tiro la puta llave hasta que esté convencido de que no queda ninguna información en su cuerpo mentiroso que no haya vomitado en el suelo. ¿La verdad? Me importa una mierda. ¿Quiere salir de aquí? Deme unos cuantos hechos claros y directos.

Asentí.

—Pues aquí tiene uno. Los pingüinos viven casi exclusivamente en el hemisferio Sur. ¿Es lo bastante claro?

Empujé mi silla hacia atrás para ponerla en dos patas, y éste fue mi primer error, y sonreí, y éste fue el segundo error. El capitán se movió con una velocidad sorprendente. En un momento me estaba mirando como si yo fuese una serpiente en el inodoro, y al siguiente me estaba gritando como si se hubiese dado un martillazo en el pulgar, y antes de que pudiese borrar la sonrisa de mi rostro, él lo hizo por mí, empujando la silla hacia atrás y después cogiéndome por las solapas de mi americana y levantando mi cabeza del suelo sólo lo suficiente para poderla golpear de nuevo.

Los otros dos lo agarraron por los brazos e intentaron apartarlo de mí, pero eso dejó libres sus piernas para pisotear mi cara como si intentara apagar un fuego. No es que doliese. Tenía una derecha tan grande como una pelota de baloncesto y yo ya no sentía casi nada desde que me había dado en la barbilla. Zumbando como una anguila eléctrica, me quedé allí tirado, esperando a que acabara para poder mostrarle quién estaba de verdad al mando del interrogatorio. Cuando consiguieron ponerle una anilla en su nariz puntiaguda y se lo llevaron, yo ya estaba más o menos preparado para soltar mi siguiente ocurrencia. Lo hubiese hecho antes, pero no podía debido a la sangre que me chorreaba de la nariz.

Cuando estuve seguro de que no me iban a golpear más, me levanté del suelo y me dije a mí mismo que si me volvían a pegar sería porque de verdad me había ganado una paliza y que eso valdría la pena.

—Ser un poli —dije— se parece mucho a buscar algo interesante que leer en el periódico. Cuando lo encuentras, puedes estar seguro de que una buena parte se te ha pegado en los dedos. Antes de la guerra, la última guerra, era poli en Alemania. Un poli honesto, además, aunque supongo que eso no significa mucho para monos como ustedes. De paisano. Un detective. Pero, cuando invadimos Polonia y Rusia, nos vistieron con uniformes grises. No verdes, no negros, no marrones, grises. Gris de campaña, lo llamaban. Lo bueno del gris es que puedes rodar por tierra todo el día y todavía parece lo bastante limpio como para saludar a un general. Era una de las razones por la que lo vestíamos. Otra razón por la que vestíamos de gris era quizá que podíamos hacer lo que hacíamos y creer que todavía teníamos normas; que podíamos conseguir mirarnos a los ojos cuando nos levantábamos por la mañana. Ésa era la teoría. Lo sé, una estupidez, ¿verdad? Pero ningún nazi fue nunca tan estúpido como para pedir que vistiésemos un uniforme blanco. ¿Saben por qué? Porque es muy difícil mantener limpio un uniforme blanco. Me refiero a que admiro su coraje al vestir de blanco. Porque, admitámoslo, caballeros, el blanco lo muestra todo. En especial la sangre. ¿Y la manera en que se comportan ustedes mismos? Es una gran desventaja.

Instintivamente, aquellos hombres se miraron la tela vacía de su inmaculado uniforme blanco como si estuviesen mirándose la bragueta; y fue entonces cuando recogí con los dedos un chorro de mi nariz llena de sangre y se lo arrojé, como si fuera Jackson Pollock. Podría decirse que quería expresar mis sentimientos, más que ilustrarles. Y que mi cruda técnica de lanzar mi propia sangre a través del aire hacia ellos era una manera de hacer una declaración. En cualquier caso, parecieron comprender muy bien lo que intentaba decir. Y cuando acabaron de pegarme y me arrojaron a una celda, tenía la pequeña satisfacción de saber, por lo menos, que yo era moderno de verdad. No sabía si sus uniformes blancos manchados de sangre eran una obra de arte o no. Pero sabía lo que me gustaba.

Gris de campaña

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