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Minsk, 1941

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No había visto a Nebe desde hacía más de un año. Se veía mayor y más cansado de lo que recordaba. El pelo canoso de antes tenía ahora el mismo color plata de su cruz al mérito de guerra, mientras que sus ojos eran tan estrechos como la raja de su boca. Sólo su larga nariz y sus orejas prominentes parecían seguir siendo las mismas.

—Me alegra verte de nuevo, Bernie.

—Arthur.

—Toda una vida dedicada a detener a criminales y ahora yo mismo me he convertido en uno. —Se rió con cansancio—. ¿Qué te parece?

—Podrías detener esto.

—¿Qué puedo hacer? Sólo soy un engranaje en la máquina de la muerte de Heydrich. La máquina ya está en marcha. No podría detenerla ni aunque quisiese.

—Solías pensar que podías cambiar las cosas.

—Aquello era antes. Hitler tiene el mango del látigo desde la caída de Francia. Ahora nadie se atreve a oponerse a él. Las cosas tendrán que ponerse muy mal para nosotros en Rusia para que eso pueda suceder de nuevo. Y sucederá, por supuesto. Estoy seguro. Pero todavía no. Las personas como tú y yo tendremos que esperar nuestro momento.

—¿Y hasta entonces, Arthur? ¿Qué pasará con estas personas?

—¿Te refieres a los judíos?

Asentí.

Él se bebió la segunda copa y se encogió de hombros.

—En realidad te importa un pepino, ¿verdad?

Nebe soltó una risa seca.

—Tengo muchas cosas en la cabeza, Bernie. Himmler vendrá aquí el mes que viene. ¿Qué esperas que haga? ¿Que le invite a sentarse en algún lugar tranquilo y explicarle que todo esto está muy mal? ¿Explicarle que los judíos también son personas? ¿Hablarle del emperador Carlos V y de la Dieta de los Gusanos? Aquí estoy, y no puedo hacer otra cosa. Sé razonable, Bernie.

—¿Razonable?

—Estos hombres, Himmler, Heydrich, Müller, son fanáticos. No puedes razonar con los fanáticos. —Sacudió la cabeza—. Ya estoy bajo sospecha desde el complot de Elser.

—Si no lo haces, no eres mejor que ellos.

—Tengo que ser muy precavido, Bernie. Sólo estaré a salvo mientras siga cumpliendo al pie de la letra las órdenes que me den. Y tengo que mantenerme a salvo, por si alguna vez se presenta otra oportunidad para librarnos de Hitler. —Se tomó su tercera copa con la misma rapidez que las anteriores—. Sin duda, tú eres el único que puede entenderlo.

—Lo único que sé es que estás organizando un asesinato en masa en esta ciudad.

—Entonces, adelante y detenme, Kommissar. Por Dios, ojalá pudieses. Ahora mismo preferiría estar en un calabozo en el Alex que en esta fantasmal ciudad fronteriza. —Dejó la copa y me tendió las muñecas—. Ponme las esposas. Y sácame de aquí si puedes. ¿No? Ya me lo parecía. Eres tan impotente como yo. —Recogió la copa, la bebió, y encendió otro cigarrillo—. ¿En cualquier caso, qué les has dicho a aquellos dos cabrones? ¿Blume y Mundt?

—¿Yo? Les dije que no había venido a Rusia a matar viejas. Aunque fuesen judías.

—Poco prudente, Bernie. Poco prudente. Mundt está muy bien considerado en Berlín. Ha sido miembro del partido desde 1926. O sea, más que yo. Y eso cuenta para algo con Hitler. No deberías volver a decir esas cosas. Al menos, no a tipos como Mundt. Podría hacerte la vida muy difícil. No tienes idea de lo que son capaces algunos de estos SS.

—Comienzo a hacerme una idea.

—Mira, Bernie, hay otros aquí en Bielorrusia, y en Alemania, que piensan de la misma manera que tú y yo. Que están dispuestos a moverse contra Hitler cuando llegue el momento apropiado. Necesitamos hombres como tú. Hasta entonces, lo mejor sería que mantuvieses la boca cerrada.

—Mantener la boca cerrada y matar a unos cuantos judíos, ¿no?

—¿Por qué no? Porque puedes creer en mi palabra, matar judíos es sólo el principio. Después de todo, no es el método más eficiente de matar a miles de personas. No te puedes imaginar cómo me están presionando para encontrar otra manera de matar judíos.

—¿Por qué no los haces volar por los aires? —dije—. Podrías llevarte a todos los judíos de Bielorrusia, reunirlos en un campo con un par de miles de toneladas de dinamita bajo los pies y encender la mecha. Eso resolvería tu problema en un santiamén.

—Me pregunto —dijo Nebe pensativo—, si eso funcionaría.

Sacudí la cabeza como muestra de mi desesperación y, por fin, me bebí el aguardiente.

—Me gustaría poder contar contigo, Bernie. Después de todo lo que hemos pasado. En Berlín. Ya sabes que no hay nadie en quien pueda confiar de verdad en este país dejado de la mano de Dios. Desde luego, en ninguno de los demás oficiales.

—Ni siquiera estoy seguro de confiar en mí mismo, Arthur. Ahora no, después de ver lo que he visto. Ahora que sé lo que sé.

Nebe volvió a llenar nuestras copas.

—Humm. Es lo que sospechaba, loco cabrón. —Sonrió con amargura—. Eres muy capaz de hacerlo, ¿verdad? Hablar de los judíos cuando Himmler venga a Minsk el mes que viene. Algo así. ¿Qué voy a hacer contigo?

—Me puedes fusilar. Como si fuese alguna vieja judía.

—Si las cosas fueran tan simples —dijo Nebe—, quizá te daría el gusto. Pero sigues siendo tan ingenuo como siempre. Ningún oficial alemán de la RSHA puede ser fusilado sin que intervenga la Gestapo. Y menos un hombre con tus antecedentes. Trabajaste para Heydrich. Y para mí. Te interrogarían. Te harían preguntas que no se pueden responder con un sí o un no. Y no puedo permitir que les digas nada acerca de mí. Ni de mi pasado. De nuestro pasado.

Yo negaba con la cabeza, pero sabía que él tenía la razón.

Nebe sonrió y comenzó a morderse las uñas. Me fijé en que tenía las puntas de los dedos en carne viva.

—Ojalá pudiese dejar de morderme las uñas —comentó—. Mi madre solía mojarme los dedos con mierda de gato para impedirme que lo hiciese. Parece que no dio resultado, ¿verdad?

—Todavía tienes mierda en los dedos, Arthur.

—Pero ahora sé que fui yo quien se comportó como un ingenuo. Respecto a ti. Te necesito fuera de Minsk antes de que abras tu estúpida boca cuando no esté presente, y para evitar que te detengan. Y posiblemente también a mí. Eres demasiado viejo para combatir en el frente. No te aceptarán. Así que eso queda descartado. —Exhaló un suspiro—. Supongo que tendrá que ser en el servicio de inteligencia. Hay muy poco de eso en esta guerra, así que deberías encajar ahí. Por supuesto, creerán que eres un espía, así que tendrá que ser un destino temporal. Hasta que pueda pensar en algo que te lleve de vuelta a Berlín, donde no podrás hacer ningún daño.

—No me hagas ningún favor —afirmé—. Correré el riesgo.

—Pero yo no. Es lo que intento decirte. —Señaló mi copa—. Venga. Bébetelo y anímate. Deja de preocuparte por unos pocos judíos. La gente lleva matando judíos desde que el emperador Claudio los expulsó de Roma. ¿Qué dijo Lutero? Que después del diablo no hay enemigo más amargo, más venenoso y más vehemente que un judío. Y no olvidemos al kaiser Guillermo II, que dijo que los judíos no pueden ser verdaderos patriotas; que son algo diferente, como insectos dañinos. Incluso Benjamín Franklin creía que los judíos eran vampiros. —Nebe sacudió la cabeza y sonrió—. No, Bernie. Es mejor que te busques otro motivo para odiar a los nazis. Hay muchísimas razones para hacerlo. Pero no los judíos. No los judíos. Tal vez, si hay bastantes pogromos en Europa, consigan por fin regresar a su puta madre patria, como ese inglés idiota de Balfour les prometió, y así nos dejen en paz a todos nosotros.

Me bebí el aguardiente. ¿Qué otra cosa podía hacer? Las personas dicen toda clase de locuras cuando beben, incluido yo. Hablan de Dios y los santos, de oír voces y de ver al diablo; hablan a gritos de matar a franceses e ingleses y cantan canciones de Navidad en un día de verano. Dicen que sus esposas no les entienden y que sus madres no les aman; que lo blanco es negro, que lo de abajo está arriba y que el calor es frío. Nadie espera que una copa le ayude a decir cosas con sentido. Arthur Nebe se había tomado unas cuantas copas, pero no estaba borracho. Aun así, lo que estaba diciendo me sonaba más enloquecido que cualquier otra cosa que hubiese oído o esperase oír alguna vez de un borracho.

Me quedé en Lenin House durante dos o tres semanas, compartiendo un alojamiento en el séptimo piso con Waldemar Klingelhöfer, un Obersturmbannführer, es decir, un teniente coronel de las SS, al mando de la lucha antiguerrillera en la zona de Minsk.

Minsk era un lugar donde la propaganda alemana no exageraba la fuerza de los guerrilleros locales, que se ocultaban en los espesos bosques de la zona, llamados pushcha. La mayoría de estos guerrilleros eran jóvenes soldados del Ejército Rojo, pero unos cuantos eran judíos que habían escapado de los pogromos a la relativa seguridad que les ofrecía el bosque. ¿Qué iban a perder con ello? No es que los judíos fuesen siempre recibidos con los brazos abiertos: algunos bielorrusos eran tan antisemitas como los alemanes, y más de la mitad de estos refugiados judíos fueron asesinados por los popovs.

Klingelhöfer hablaba ruso muy bien —había nacido en Moscú—, pero no sabía nada sobre el trabajo de la policía o sobre cómo perseguir guerrilleros. Guerrilleros de verdad. Le di algunos consejos sobre cómo reclutar confidentes.

Mis consejos a Klingelhöfer no tuvieron mucha importancia, porque a finales de julio Nebe le ordenó que fuese a Smolensk para buscar pieles destinadas a las ropas de invierno del ejército alemán. A mí me enviaron a Baranowicze, a unos ciento cincuenta kilómetros al sudoeste de Minsk, a esperar un transporte de regreso a Berlín.

Antigua ciudad polaca hasta que los soviéticos la ocuparon a principios de la guerra, Baranowicze era una pequeña y próspera localidad de unos treinta mil habitantes, y una tercera parte de ellos eran judíos. En el centro había una larga y ancha calle bordeada de árboles con tiendas de dos pisos y casas, que el ejército alemán ocupante había bautizado como Kaiser Wilhelm Strasse. Había una catedral ortodoxa construida en estilo neoclásico y un gueto: seis edificios en las afueras, donde estaban confinados más de doce mil judíos; al menos, estos judíos no habían huido a los marjales de Pripet. Dos regimientos de la brigada de caballería de las SS al mando del Sturmbannführer Bruno Magill estaban recorriendo aquellos pantanos y matando a todos los judíos que encontraban. Esto había dejado la ciudad en calma, tan en calma que durante un par de días pude dormir en una cama en lo que había sido antes la tienda de cueros y zapatería de un tal Girsh Bregman, antes de encontrar un asiento disponible en un Ju 52 que volaba de regreso al aeródromo de Tegel, en Berlín.

Intenté no pensar en lo que el destino les habría deparado a Girsh Bregman y su familia, cuyas fotos enmarcadas aún se mantenían en lo alto de un armario en la pequeña salita que había detrás de la tienda; pero era fácil imaginármelos soportando las privaciones del gueto o, quizás, escapando de sus perseguidores, que incluían no sólo a las SS sino también a la policía polaca, antiguos soldados del ejército polaco e incluso clérigos ucranianos dispuestos a bendecir estas operaciones de «pacificación». Por supuesto, era posible que los Bregman ya hubiesen sido pacificados, es decir, que estuvieran muertos. Eso era todo lo pacificado que podías estar en el verano de 1941. A pesar de todo, aún confiaba en que siguieran con vida. Aunque tenían menos posibilidades de sobrevivir que un canario en una mina llena de gas. A mí no me hubiese importado que me gasearan un poco. Lo suficiente para dormir unos cien años y despertarme cuando hubiera pasado la pesadilla en que se había convertido mi vida.

Gris de campaña

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