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Alemania, 1954

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—Al menos usted pudo despertar —dijo Silverman—. A diferencia de otros seis millones.

—Usted es un tipo divertido. ¿Siempre es tan rápido con las matemáticas o es que ese número le gusta?

—No me gusta nada en absoluto, Gunther —precisó Silverman.

—A mí tampoco. Y por favor, no cometa el error de creer que a mí me gusta.

—No soy yo quien ha cometido errores, Gunther. Es usted.

—Tiene razón. Tendría que haberme asegurado de nacer en algún otro lugar que no hubiese sido Alemania en 1896. De esa manera quizás hubiese acabado en el bando ganador. Dos veces. ¿Qué les parece, muchachos? ¿Ser sometido a juicio por los errores de otras personas? Supongo que les parece bien. Por la manera en que ustedes dos actúan, cualquiera creería que los americanos se creen de verdad que son mejores que los demás.

—No todos los demás —reprochó Earp—. Sólo mejores que usted y sus camaradas nazis.

—Puede continuar diciéndoselo a usted mismo si le agrada. Pero los dos sabemos que no es verdad. ¿O es que sentirse moralmente superiores es algo más que una aspiración para ustedes? Quizá sea también una necesidad constitucional. Pero sospecho que, debajo de toda esa santurronería, son como nosotros los alemanes. Ustedes creen de verdad que el poder es un derecho.

—En este momento —manifestó Silverman—, lo único que importa es lo que creamos de usted.

—Cuenta una buena historia —le comentó Earp a Silverman—. Este tipo es todo un Jakob Grimm. Sólo le falta decir «érase una vez» y «vivieron felices y comieron perdices». Tendríamos que ponerle unos zapatos de hierro calientes y hacerle bailar por la habitación, como la madrastra de Blancanieves, hasta que nos diga la verdad.

—Tienes toda la razón —dijo Silverman—. Ya sabes que sólo a un alemán se le podría haber ocurrido un castigo como ése.

—¿No me han dicho que sus padres eran alemanes? —pregunté—. Supongo que sólo están seguros de la madre.

—No nos sentimos muy orgullosos de nuestra herencia alemana —afirmó Earp—. Gracias a personas como usted.

Durante unos momentos los tres guardamos silencio. Luego Silverman dijo:

—Había un Gunther del que oímos hablar en aquella ciudad que mencionó. Baranowicze. Era un Sturmbannführer de las SS al mando de una de las pequeñas unidades de asesinos pertenecientes al Grupo de Trabajo B de Arthur Nebe. Un Sonderkommando. Organizó unas de las primeras matanzas con gas. Mataron a todos los internos de un manicomio en Mogilev. Ése no sería usted, ¿verdad?

—No —respondí. Pero en vista de que no se iban a conformar con una negativa directa, levanté un dedo para indicar que estaba tratando de recordar algo. Y lo hice—. Creo que había un Sturmbarnnführer de las SS llamado Günther Rausch. Destinado al Grupo B en el verano de 1941. Debe de ser él en quien están pensando. Yo nunca gaseé a nadie. Ni siquiera a las chinches de mi cama.

—Pero fue usted quien sugirió a Arthur Nebe la idea de asesinatos en masa utilizando explosivos, ¿no? Usted mismo lo ha admitido.

—Aquello fue una broma.

—Un chiste muy poco divertido.

—Cuando se trata de volar a la gente no creo que nadie lo haya hecho mejor que ustedes —dije—. ¿A cuántas personas volaron en Hiroshima? ¿En Nagasaki? A un par de centenares de miles, y aún se siguen contando. Eso es lo que he leído. Tal vez Alemania inventó el proceso de llevar a cabo matanzas sistemáticas pero, desde luego, ustedes han sabido perfeccionarlo.

—¿Visitó el Instituto de Tecnología Criminal en Berlín?

—Sí —respondí—. Iba allí a menudo, cuando trabajaba como detective. Para pruebas y resultados forenses.

—¿Se reunió en alguna ocasión con un químico llamado Albert Wildmann?

—Sí. Me reuní con él. Varias veces.

—¿Y con Hans Schmitt? ¿También del mismo instituto?

—Eso creo. ¿Adónde quiere ir a parar?

—¿Acaso no regresó usted a Berlín por encargo de Arthur Nebe, y no para unirse a la Oficina de Crímenes de Guerra alemana, como nos dijo, sino para encontrarse con Wildmann y Schmitt para desarrollar su idea de los explosivos?

Negué con la cabeza, pero Silverman no me prestaba ninguna atención y yo comenzaba a sentir mayor respeto por sus habilidades en el interrogatorio.

—Y después de debatir esa idea en detalle, usted volvió a Smolensk acompañado por Wildmann y Schmitt, en septiembre de 1941.

—No. No es verdad. Como he dicho, creo que usted debe de confundirme con Günther Rausch.

—¿No es verdad que usted llevó consigo una gran cantidad de dinamita? ¿Que la utilizó para colocar explosivos en una casamata rusa? ¿Que metió allí a casi un centenar de personas procedentes de un asilo mental de Minsk? ¿Y que después hizo detonar los explosivos? ¿No es eso lo que ocurrió?

—No. No es verdad. No tuve nada que ver con aquello.

—De acuerdo con los informes que hemos leído, las cabezas y los miembros de los muertos estaban dispersos en un radio de medio kilómetro. Los hombres de las SS estuvieron recogiendo partes de los cuerpos colgados en los árboles durante varios días.

Sacudí la cabeza.

—Cuando le hice aquel comentario a Nebe, sobre volar a los judíos con explosivos, nunca pensé que él llegaría a hacer algo así. Fue un sarcasmo; no una sugerencia. —Me encogí de hombros—. Claro que no sé por qué me sorprende tanto, después de todo lo que ocurrió después.

—Siempre creímos que fue Arthur Nebe el autor de la idea de las cámaras de gas móviles —dijo Silverman—. Así que quizá aquélla fue otra de sus bromas. Dígame, ¿visitó alguna vez esta dirección en Berlín, el número 4 de la Tiergartenstrasse?

—Era poli. Visitaba muchas direcciones que no recuerdo.

—Ésta era especial.

—La Compañía de Gas de Berlín estaba en otra parte, si es eso lo que quiere dar a entender.

—El número 4 de la Tiergartenstrasse era una finca judía confiscada —explicó Silverman—. Una oficina donde se planeó y administró el plan de eutanasia para los minusválidos alemanes.

—Entonces estoy seguro de que nunca estuve allí.

—Quizás oyó hablar de lo que pasaba allí y se lo mencionó a Nebe. Como una manera de darle las gracias por haberle sacado de Minsk.

—Por si acaso lo ha olvidado —señalé—, Nebe era jefe de la Kripo, y antes de eso, general en la Gestapo. Es muy probable que conociese a Wildmann y Schmitt por la misma razón que yo. Me atrevería a decir que él podría haberlo sabido todo de este lugar en Tiergartenstrasse. Pero yo no.

—Su relación con Waldemar Klingelhöfer —dijo Silverman—. Usted le ayudó mucho. Le dio consejos.

—Sí, intenté hacerlo.

—¿De qué otra manera le ayudó?

Sacudí la cabeza.

—Por ejemplo, ¿le acompañó alguna vez a Moscú?

—No, nunca he estado en Moscú.

—No obstante, habla ruso casi tan bien como él.

—Lo aprendí más tarde. En el campo de trabajo.

—Así que, entre el 28 de septiembre y el 26 de octubre de 1941, dice que no estuvo con el Vorkommando Moscú de Klingelhöfer, sino en Berlín.

—Sí.

—¿Que no tiene nada que ver con los asesinatos de quinientos veintidós judíos durante ese tiempo?

—Nada que ver, no.

—Algunos de ellos eran criadores de armiños que no alcanzaron a cubrir la cuota de pieles que les exigía Klingelhöfer.

—¿Nunca mató a un criador de armiños judío, Gunther?

—¿Ni voló a unos cuantos en una casamata?

—No.

Los dos abogados guardaron silencio por un momento, como si se hubiesen quedado sin preguntas. El silencio no duró mucho.

—O sea, que no estaba en Moscú sino en un avión, volando a Berlín —dijo Silverman—. Un Junkers 52. ¿Algún testigo?

Lo pensé por un momento.

—Un tipo llamado Schulz. Erwin Schulz.

—Continúe.

—Él también era un oficial de las SS. Creo que Sturmbannführer. Pero antes había sido poli en Berlín. Y luego instructor de la Academia de Policía en Bremen. Después de aquello, algo en la Gestapo. Quizá también en Bremen. No lo recuerdo. No nos habíamos visto desde hacía más de diez años cuando coincidimos en aquel avión en Baranowicze.

»Me parece que era unos pocos años más joven que yo. No mucho. Creo que había estado en el ejército durante los últimos meses de la Gran Guerra. Y después en el Freikorps, cuando era estudiante en la Universidad de Berlín. Estudió Derecho, creo. Era alto, rubio con un bigote parecido al de Hitler, y con la tez muy morena. No presentaba muy buen aspecto cuando subió a aquel avión. Tenía unas bolsas muy grandes debajo de los ojos que parecían hematomas, como si le hubieran pegado.

»Bueno, pues nos reconocimos el uno al otro, y al cabo de unos momentos comenzamos a hablar. Le ofrecí un cigarrillo y advertí que su mano temblaba como una hoja. Tampoco podía mantener las piernas quietas. Parecía tener el mal de San Vito. Era una ruina nerviosa. Poco a poco quedó claro que regresaba a Berlín más o menos por la misma razón que yo. Porque habían dispuesto transferirlo.

»Schulz dijo que su unidad había estado operando en un lugar llamado Zhitomir. Que no era más que un agujero de mierda entre Kiev y Brest. Nadie en su sano juicio hubiese querido ir a Zhitomir. Tal vez por eso los jefazos de las SS, representados por el general Jeckeln en persona, habían establecido allí su cuartel general en Ucrania. Por lo que yo sabía, Jeckeln nunca había estado en su sano juicio. En cualquier caso, Schulz dijo que Jeckeln le había contado que todos los judíos de Zhitomir serían fusilados de inmediato. A Schulz no le preocupaban los hombres, pero tenía serios reparos respecto a las mujeres y los niños. A la mierda, dijo. Pero nadie le escuchaba. Las órdenes son órdenes, y él debía callarse la boca y acatarlas. Bueno, al parecer había muchos judíos en Zhitomir. Solo Dios sabe por qué. Después de todo, los popovs nunca les habían dado la bienvenida. El zar también los había odiado, y hubo pogromos en Zhitomir en 1905 y en 1919. Me refiero a que cualquiera hubiera podido creer que habrían captado el mensaje y se habrían largado a alguna otra parte. Pero no. Ni hablar. Había tres sinagogas en Zhitomir, y cuando se presentaron las SS había treinta mil judíos esperando por allí a ver qué pasaba. Y pasó.

»Según Schulz, el primer día que las SS llegaron allí colgaron al alcalde, o quizás era el juez local, que era judío, y a varios más. Luego fusilaron a cuatrocientos allí mismo, por una razón u otra. Les hicieron marchar fuera de la ciudad hasta un pozo, les obligaron a tumbarse unos encima de otros como sardinas, y los fusilaron por capas. Bueno, Schulz creyó que con eso bastaría. Había hecho su parte y era suficiente. Me refiero a los cuatrocientos. Pero no, dijo, continuaron viniendo. Día tras día. Y los cuatrocientos judíos muy pronto se convirtieron en catorce mil.

»Después le dijeron a Schulz que también tendrían que fusilar a las mujeres y a los niños, y aquello fue la gota que colmó el vaso. A la mierda, pensó, no me importa si el Todopoderoso lo ha ordenado. No voy a matar mujeres y niños. Así que le escribió al jefe de personal del cuartel general de la RSHA. Al general Bruno Streckenbach. Solicitó un traslado. Y ésa fue la razón de que estuviese en aquel avión conmigo.

»Al parecer se cabrearon muchísimo con él. Sobre todo su comandante, Otto Rasch. Acusó a Schulz de ser débil y de fallarle a los suyos. Le preguntó a Schulz dónde estaba su sentido del deber, y todas esas estupideces. No es que a Schulz le sorprendiera. Me dijo que Rasch era uno de aquellos cabrones a quienes les gustaba asegurarse de que todos, incluidos los oficiales, hubiesen disparado al menos a un judío. De esa manera todos eran igual de culpables, supongo. Sólo que él tenía otra palabra para ellos: una de aquellas palabras compuestas que Himmler utilizó en Pretzsch. Una parte de sangre, creo que era.

»Schulz no sabía qué destino le aguardaba en Berlín. Se sentía nervioso y aprensivo. Supongo que esperaba que pasaran por alto su conducta y que le darían el visto bueno para volver a su trabajo como policía en Hamburgo o en Bremen. No estoy hecho para esta clase de cosas, dijo. No me interpretes mal, añadió. No me importan nada los judíos, pero a nadie se le puede pedir que haga este tipo de trabajo. A nadie. Tendrían que encontrar otra manera de hacerlo. En cualquier caso, eso es lo que me dijo a mí.

—Así que —intervino Earp—, ¿nos está diciendo que su coartada es otro criminal de guerra convicto?

—¿Schulz fue convicto? No lo sabía.

—Se entregó en 1945 —continuó Earp—. Fue condenado en octubre de 1947 por crímenes contra la humanidad y sentenciado a veinte años. Se le conmutaron por una pena de quince años en 1951.

—¿Está diciendo que está aquí, en Landsberg? Bueno, pues entonces él puede confirmar nuestra conversación en el vuelo de regreso a Berlín. Y que le dije lo mismo que le he dicho a usted. Que me enviaban de vuelta por negarme a matar judíos.

—Salió en libertad condicional en enero pasado —dijo Earp—. Mala suerte, Gunther.

—No creo que hubiese servido como un testigo de mucho valor para usted —dijo Silverman—. Era general de las SS cuando se entregó.

—La razón por la que Bruno Streckenbach trató a Schulz con tanta consideración es obvia —puntualizó Earp—. Fue porque participó en la matanza de quince mil judíos antes de acabar asqueado de su trabajo. Es probable que Streckenbach considerase que Schulz había hecho más de lo que le correspondía en aquella carnicería.

—Supongo que también es por eso que ustedes le dejaron marchar —señalé.

—Ya le he dicho —manifestó Silverman—, que eso depende del Alto Comisionado. Y de las recomendaciones de la Junta de Libertad Condicional y Clemencia para Criminales de Guerra.

Sacudí la cabeza. Estaba cansado. Me habían estado mordiendo los talones durante todo el día como dos sabuesos profesionales. Tenía la sensación de estar atrapado en la copa de un árbol sin tener dónde escapar.

—¿Alguna vez han considerado la posibilidad de que pueda estar contándoles la verdad? Y si no lo hiciera, quizá me sentiría tentado a rendirme y admitirlo todo sólo para quitármelos de encima. Por la manera en que conceden las libertades condicionales por aquí, tendría que ser el mismísimo Hideki Tojo para que me encerraran más de seis meses.

—Nos gusta que las cosas queden claras —dijo Silverman.

—Y usted tiene más hilos sueltos que el costurero de una vieja —añadió Earp.

—Así que, cuando acabemos con este trabajo, queremos estar seguros de que lo hicimos lo mejor que pudimos.

—El orgullo del trabajo bien hecho. Lo entiendo.

—Por lo tanto —dijo Silverman—, vamos a estudiar su historia. Indagaremos a fondo. A ver si aparecen liendres.

—De todas maneras eso no me convertirá en un piojo.

—Usted era de las SS —afirmó Silverman—. Y yo soy judío. Usted siempre será para mí un piojo, Gunther.

Gris de campaña

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