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Alemania, 1954

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Es una de las pequeñas bromas de la vida: a veces, cuando crees que las cosas no pueden ir a peor, lo hacen. Debí haberme quedado dormido de nuevo, y por un momento creí que sólo se trataba de otro mal sueño. Sentí que varios pares de manos me agarraban, me ponían boca abajo y me arrancaban la chaqueta del pijama; y a continuación me encapuchaban y esposaban al mismo tiempo. Cuando las esposas mordieron mis muñecas, grité de dolor y recibí un golpe en la cabeza.

—¡Silencio! —ordenó una voz, era una voz americana—. O recibirás otro.

Las manos, protegidas por guantes de goma, me pusieron de pie. Alguien me bajó los pantalones del pijama y fui arrastrado y obligado a caminar fuera de mi celda, a lo largo del pasillo y escaleras abajo. Salimos al exterior por un momento y cruzamos el patio. Se abrieron y cerraron varias puertas detrás de nosotros y no tardé en perder la noción de dónde estaba, más allá del hecho evidente de que aún me encontraba entre los muros de Landsberg. Sentí que una mano empujaba hacia abajo mi cabeza encapuchada.

—Siéntese —dijo una voz.

Me senté, y todo hubiese ido bien si hubiera habido una silla. Oí varias sonoras carcajadas mientras yacía transido de dolor en el suelo de piedra.

—¿Se le ocurrió a usted solito? —pregunté—. ¿O sacó la idea de alguna película?

—Le he dicho que se calle. —Alguien me dio un puntapié en la rabadilla, no tan fuerte como para causar daño, pero lo suficiente para hacerme callar—. Hable sólo cuando le pregunten.

Otras manos me levantaron y me hicieron sentar, y esta vez sí que había una silla.

Luego oí muchas pisadas que salían de la habitación y una puerta que se cerraba pero que sin que echaran la llave. Me habría parecido estar solo de no ser por el hecho de que olía el humo de un cigarrillo. Habría pedido uno para mí si hubiera creído que podía fumar con una capucha en la cabeza. Por eso, y por la probabilidad de que me diesen de puntapiés o me golpeasen de nuevo, decidí permanecer callado, diciéndome a mí mismo que, a pesar de sus amenazas, esto sería lo contrario a lo que ellos esperaban. A menos que vayas a colocar a un hombre en la trampilla del patíbulo para colgarlo, cuando lo encapuchas lo haces por una única razón: para ayudar a ablandarlo y hacer que hable. El único problema era que no podía imaginar qué querían que les dijese que no les hubiese dicho ya.

Pasaron unos diez minutos. Quizá más, o probablemente menos. El tiempo comienza a expandirse cuando te quitan la luz. Cerré los ojos. De esta manera, era yo quien tenía el control y no ellos. Ahora, aunque me quitaran la capucha no vería nada. Respiré hondo y solté el aire tan lentamente como pude, en un intento de contener mi miedo. Me dije a mí mismo que había estado en situaciones más difíciles. Después del fango de Amiens en 1918, esto era fácil. Ni siquiera había obuses estallando por encima de mi cabeza. Todavía conservaba los cuatro miembros y las pelotas. Una capucha no era nada. Querían que no viese nada, y por mí ya estaba bien así. Había pasado por días oscuros y sin visión antes. No hubo nada más negro que Amiens. El «día negro del ejército alemán», lo había llamado Ludendorff, y no sin justificación. ¿De qué otra manera puedes llamarlo cuando te enfrentas a cuatrocientos cincuenta tanques y a trece divisiones del ANZAC.[1] Y siguieron llegando más durante todo el día.

Oí el rascar de una cerilla y olí el humo de otro cigarrillo. ¿Un fumador en serie? ¿O había alguien más? Respiré hondo e intenté aspirar un poco de humo con mis propios pulmones. Tabaco americano, eso quedaba claro por el olor dulce. Probablemente le ponían azúcar, de la misma manera que le echaban azúcar a casi todo: al café, el licor, la fruta fresca. Quizá le ponían azúcar a sus esposas, y, si los hombres servían de ejemplo, también ellos necesitaban un poco de dulzura.

No mucho después de mi llegada a Landsberg, Hermann Priess, el antiguo comandante de las tropas de las SS en Malmédy durante la batalla de las Ardenas, me había hablado de esta clase de maltratos a manos de los americanos. Antes de ser juzgados por el asesinato de noventa soldados americanos, Priess, Peiper y otros setenta y cuatro hombres habían sido encapuchados, golpeados y obligados a firmar confesiones. Aquel incidente había causado mucho revuelo en la Corte Internacional de Justicia y en el Senado norteamericano. Dado que aún no me habían pegado, tal vez sería prematuro afirmar que los militares americanos eran incapaces de aprender una lección de derechos humanos pero de momento, debajo de mi capucha, no estaba conteniendo el aliento.

—Le felicito, Gunther. Es lo máximo que alguien ha aguantado con la boca cerrada bajo una capucha aquí dentro.

El hombre hablaba alemán muy bien, pero yo estaba seguro de que no se trataba de Silverman o Earp.

Por el momento mantuve la boca cerrada. De todas maneras, ¿qué tendría que decir? Es lo importante de ser interrogado: siempre sabes que en algún momento alguien acabará por hacerte una pregunta.

—He estado leyendo las notas del caso —añadió la voz—. Las notas de su caso. Las que han tomado Silverman y Earp. Por cierto, no se reunirán con nosotros durante el resto de su interrogatorio. No aprueban nuestra manera de hacer las cosas.

Durante todo el tiempo que estuvo hablando me preparé para el golpe que estaba seguro que llegaría. Uno de los prisioneros me había dicho que los americanos le pegaron durante una hora en Schwabisch Hall para conseguir que inculpase a Jochen Peiper.

—Tranquilícese, Gunther. Nadie le va a pegar. Mientras coopere todo irá bien. La capucha es para mi protección. Fuera de este lugar podría ser incómodo para ambos, si alguna vez me reconociese usted. Verá, trabajo para la Agencia Central de Inteligencia.

—¿Y qué me dice de su amigo? ¿El otro hombre que está aquí? ¿Trabaja también para la CIA?

—Tiene buen oído, Gunther. Lo reconozco —manifestó el otro americano—. Quizá por eso ha vivido tanto tiempo. —Su alemán también era bueno—. Sí, yo también soy de la CIA.

—Enhorabuena. Deben de sentirse ustedes muy orgullosos.

—No, no. Las felicitaciones son para usted, Gunther. Silverman y Earp le han librado de cualquier acto criminal. —Era la primera voz que había hablado—. Están seguros de que usted no asesinó a nadie. Al menos, no en gran escala, como todos los demás que están aquí. —Se rió—. Sé que eso no es mucho decir, pero es lo que hay. En lo que al Tío Sam se refiere, usted no es un criminal de guerra.

—Bueno, es un alivio —manifesté—. Si no fuese por estas esposas podría dar puñetazos al aire.

—Nos han dicho que es usted muy listo. No se equivocaban. Pero tal vez sean un poco ingenuos. Respecto a usted, me refiero.

—A lo largo de los años —dijo el otro hombre— nos ha causado unos cuantos problemas. ¿Lo sabía?

—Me complace saberlo.

—En Garmisch-Partenkirchen. En Viena. Por cierto, usted y yo nos conocimos antes. ¿En el hospital militar de Stiftskaserne?

—Usted no hablaba alemán en aquella época —dije.

—Sí que lo hablaba. Pero me convenía dejar que usted y el oficial del ejército americano, Roy Schields, creyesen lo contrario.

—Me acuerdo de usted. Como si fuese ayer.

—Estoy seguro de que sí.

—Y no olvidemos a nuestro mutuo amigo, Jonathan Jacobs.

—¿Cómo está? Espero que muerto.

—No. Pero todavía insiste en que usted intentó matarlo. Al parecer encontró una caja llena de mosquitos anófeles en el asiento trasero de su Buick. Por fortuna para él, todos habían muerto de frío.

—Una pena.

—Los inviernos alemanes pueden ser tremendos.

—Por lo que parece, no tan tremendos —señalé—. Casi diez años después de la guerra usted todavía está aquí.

—Ahora es otra clase de guerra.

—Todos estamos en el mismo bando.

—Claro —dije—, lo sé. Pero si es así como tratan a sus amigos, empiezo a comprender por qué los rusos se pasaron al otro lado.

—No es muy inteligente pasarse de listo con nosotros, Gunther. No en su posición. No nos gustan los listillos.

—Siempre creí que ser listo era algo útil en los servicios de inteligencia.

—Hacer lo que le digan y cuando le digan que lo haga es de gran valor en nuestro trabajo.

—Me decepciona.

—Eso no tiene la menor importancia, mientras usted no nos decepcione a nosotros.

—Eso lo puedo sentir. No siento mis manos, pero eso sí. Sin embargo, debo advertirles algo. Puede que lleve una capucha, pero he visto sus cartas. Quieren algo de mí y, dado que no puede ser mi cuerpo, tiene que ser alguna información importante para ustedes. Y créanme, no sonaría igual si me hubiesen arrancado los dientes de un puntapié.

—Hay otras cosas que podemos hacer para aflojarle la lengua, aparte de arrancarle los dientes.

—Claro. Y yo también puedo hacer ficción tan bien como no ficción. Ni siquiera notarán la diferencia. Oiga, la guerra ha terminado. Estoy más que dispuesto a decirles lo que quieran saber. Pero deberían saber que respondo mucho mejor al azúcar que al látigo. Así que, ¿por qué no me quitan estas esposas y me traen algunas ropas? Ya han dejado claro lo que querían.

Los dos agentes de la CIA permanecieron en silencio durante unos minutos. Me imaginaba a uno de ellos asintiendo mientras el otro probablemente sacudía la cabeza y movía los labios para decir un claro «No», como un par de viejas cotillas. Entonces uno de ellos se rió.

—¿Has visto a este tipo traer una caja llena de muestras?

—Un vendedor de cepillos en toda regla, ¿no?

—Red Skelton con una capucha en la cabeza. Todavía intentando vender.

—¿No quieren comprar, eh? —dije—. Mala suerte. Quizá debería hablar con el hombre de la casa.

—No creo que una capucha sobre su cabeza sea suficiente.

—Aún no es demasiado tarde para ponerle una soga. Quizá tendríamos que entregarlo a los rusos y acabar con esto de una vez.

—Ah, mira, ahora ya no habla.

—¿Hemos llamado su atención, Red?

—No quieren cepillos —dije—. Vale. ¿Entonces por qué no me dicen lo que quieren?

—Cuando estemos listos, Gunther, no antes.

—Mi amigo aquí presente podría partir una guía de teléfonos en dos, pero prefiere hacer esto como una demostración de nuestro poder sobre usted. Cuesta mucho menos esfuerzo y además de ver el poder del espíritu, también lo puede sentir. No queremos que salga de aquí y les diga a todos sus amigos nazis lo blandos que somos.

—Lo hemos descubierto. La gente le tiene más miedo a los rusos que a nosotros.

—Así que entonces decidieron parecerse más a ellos —señalé—. Jugar tan duro como ellos. Claro que sí, ya lo entiendo.

—Así es, Gunther. Esto nos lleva de nuevo a los cepillos. O mejor dicho, a un cepillo en particular.

—Un nombre que les mencionó a Silverman y Earp. Erich Mielke.

—Lo recuerdo. ¿Qué pasa con él?

—Llegaron a la clara impresión de que usted le conocía.

—Nos cruzamos. ¿Y qué?

—Debió de conocerle usted muy bien.

—¿Cómo lo ha deducido?

—Usted estaba mirando a través de la ventana a Erhard Milch, cuando salía por la puerta principal. ¿A qué distancia está?

—A unos veinte o veinticinco metros. Tiene muy buena vista, Gunther.

—Para leer necesito gafas —dije.

—Las tendrá. Cuando firme su confesión.

—¿Qué confesión?

—La que va a firmar, Gunther.

—Creía que había dicho usted que Silverman y Earp me habían exonerado de cualquier cargo.

—Lo hicieron. Ésta es nuestra política de seguridad. Añade fidelidad y seguridad a lo que usted nos diga de Erich Mielke.

—Eso significa que somos dueños de su culo, Gunther.

—¿Qué dice la confesión?

—¿Acaso importa?

Tenía razón. Podían decir cualquier cosa que quisieran y a mí me tendría que gustar.

—De acuerdo. La firmaré.

—Sabe tomárselo con calma.

—Solía ser el gigante del circo. Además, llevo caminando mucho tiempo y estoy cansado. Sólo quiero irme a casa y dar un descanso a mis largas piernas.

—¿Qué le parece si nos ofrece un número diferente? El del Señor Memoria.

—Aún no me han dicho por qué están tan interesados en él —señalé—. Eso significa que no sé qué debo callarme o qué debo decir.

—Lo queremos todo —dijo el otro—. Hasta el último detalle. Llegaremos al por qué más tarde.

—¿Quieren todo el Levítico? ¿O sólo a Mielke?

—Volvamos al principio.

—Entonces el Génesis. Claro. La oscuridad se cernía sobre el rostro de Berlín. Para mí, en cualquier caso. Y Walter Ulbricht dijo, dejemos que haya algunos matones comunistas; y Adolf Hitler dijo, dejemos que haya también algunos matones nazis. Y el canciller Brüning dijo, dejemos que los polis intenten mantener a las dos partes separadas. Y Dios dijo: ¿Por qué no encargan a los polis algo más fácil de hacer que eso? Porque la noche y la mañana eran una misma cosa después de otra. Problemas. Y el nombre del río era Spree, y estábamos pescando cuerpos del agua todos los días. Un día un comunista y al día siguiente un nazi. Y algunos hombres miraban aquello y decían que era bueno. Mientras se matasen entre ellos todo estaba bien, ¿no? Yo creía en la República y en el imperio de la ley. Pero muchos polis eran nazis y no se avergonzaban de serlo. Desde aquel momento en adelante podías decir que Berlín y Alemania se habían acabado y todo lo demás —Suspiré—. Olvidé. ¿No lo sabían? Es el pasatiempo nacional de Alemania.

—Entonces haga memoria.

—Déme un minuto. Aquí estamos hablando ahora de hace veintitrés años. Uno no escupe eso como si fuese una bola de pelo.

—1931.

—Un año desafortunado para Alemania. Había..., veamos, ¿cuántos? Cuatro millones de parados en Alemania. Y una crisis bancaria. El Kreditanstalt austríaco se había hundido, ¿sabe?, sí, un par de semanas antes. Ahora lo recuerdo. Era el 11 de mayo. Estábamos mirando el rostro de la ruina. Y eso era lo que los nazis estaban esperando, supongo. Para aprovecharse. Sí, las cosas estaban mal. Pero no para Mielke. Su suerte estaba a punto de cambiar para mejor. ¿Tienen sus agendas a mano?

—Como si fuese su secretaria.

Gris de campaña

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