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Nueva York, 1954
ОглавлениеCastle Williams había sido un cuartel militar hasta 1865, cuando se convirtió en un centro de detención para los prisioneros de guerra confederados, lo cual, para mí, lo hacía parecer como un segundo hogar. En 1903 el castillo fue reformado para convertirlo en una cárcel modelo para militares estadounidenses. En 1916 incluso pusieron instalaciones eléctricas y calefacción central. Todo esto me lo dijo uno de los guardias, que eran los únicos hombres que hablaban conmigo. Sólo que, desde luego, ahora ya no era una prisión modelo. Ruinoso y superpoblado, el castillo apestaba a excrementos humanos cuando fallaban las cañerías, cosa que ocurría a todas horas. Al parecer el drenaje era malo, el resultado de un castillo construido sobre tierra traída a la isla desde Manhattan. Por supuesto, supuse que ese relleno sólo era de tierra; en Rusia los rellenos del terreno a menudo significaban algo muy diferente. La vista desde mi ventana era lo mejor de Castle Williams. Algunas veces podía ver los yates ir y venir por la bahía como una geometría marina; pero la mayor parte del tiempo sólo veía ruidosas barcazas con desperdicios haciendo sonar las sirenas antiniebla y la implacable ciudad en expansión. Tenía muy poco que hacer aparte de mirar a través de aquella ventana. Cuando estás en la cárcel miras mucho. Miras las paredes. Miras el suelo. Miras el techo. Miras el aire. Una bonita vista era un lujo. Cuando los prisioneros se matan a sí mismos, o unos a otros, suele ser porque no tienen otra cosa en qué ocuparse. Dediqué muchos pensamientos al suicidio, porque la visión de una ciudad sólo te mantiene funcionando durante un tiempo. Pensé en cómo hacerlo. No tenía cinturón ni cordones de zapatos, pero la mayoría de los convictos consiguen ahorcarse muy bien con una camisa de algodón. Casi todos los prisioneros que conocí que acabaron suicidándose —en Rusia era uno a la semana—, se ahorcaron utilizando una camisa. Después de esto, sin embargo, decidí vigilarme de cerca por si acaso se me ocurría hacer alguna tontería, y de vez en cuando intentaba mantener una conversación conmigo mismo. Pero no era fácil. Para empezar, Bernhard Gunther no me caía muy bien. Era cínico, estaba cansado del mundo y a duras penas tenía algo bueno que decir de cualquiera, y mucho menos de sí mismo. Había pasado por una guerra bastante dura; y había hecho unas cuantas cosas de las que no se sentía orgulloso en absoluto. Muchísimas personas se sienten de esa manera, por supuesto, pero la vida tampoco había sido una fiesta para él desde entonces; no importaba mucho dónde colocase la manta de su vida, siempre había excrementos en la hierba.
—Supongo que también tuviste una infancia difícil —dije—. ¿Es por eso que te hiciste poli? ¿Para vengarte de tu padre? Nunca te has llevado bien con las figuras autoritarias, ¿verdad? A mí me parece que hubiese sido mucho mejor que te hubieses quedado tranquilo en La Habana, trabajando para el teniente Quevedo. Puestos a pensar, diría que hubiese sido mucho mejor que no te hubieras hecho poli. Intentar hacer lo correcto nunca ha funcionado contigo, Gunther. Tendrías que haber sido un criminal, como la mayoría de los demás. De esa manera habrías estado en el bando de los ganadores un poco más a menudo.
—Eh, creía que tú debías convencerme de que no me suicidase. Si quisiera abandonarme a la desesperación, podría hacerlo yo mismo.
—Vale, vale. Mira, este lugar no está tan mal. Tres comidas al día, una habitación con vistas y toda la paz y el silencio que un hombre de tu edad podría desear. Incluso lavan los platos de la cena. ¿Recuerdas aquellas latas oxidadas en las que comías en Rusia? ¿Al ladrón del pan que ayudaste a asesinar? No me digas que te has olvidado de él. O de todos los otros camaradas muertos, apilados como leños porque la tierra era demasiado fría y demasiado dura para enterrarlos. Quizás hayas olvidado cómo los «azules» solían ponernos a echar paletadas de cal en el viento. Y cómo eso te hacía sangrar la nariz todo el día. Vaya, si esto es el Hotel Adlon comparado con el Campo Once.
—Ya lo has conseguido. Quizá no me mate. Sólo desearía saber qué está pasando.
Después de tanta charla estuve callado como Hegel durante un tiempo. Quizá varios días o, lo más probable, semanas, no lo sé. No marcaba el paso del tiempo en la pared como se supone que deben hacer los presos, con seis rayas seguidas por una séptima que las cruza por la mitad. Dejaron de hacer esos calendarios después de que el hombre de la máscara de hierro se quejase por los graffiti que había en la pared de su celda. Además, la manera más rápida de pasar el tiempo es fingir que no estás allí. Las personas fingen mucho cuando están en la cárcel. Y sólo cuando has conseguido convencerte a ti mismo de que hay algo casi normal en estar encerrado como un animal, dos desconocidos vestidos de traje y sombrero entran y te dicen que te deportan a Alemania: uno de ellos te pone las esposas y antes de que te des cuenta estás otra vez de camino al aeropuerto. Los trajes eran buenos. Las rayas de los pantalones casi perfectas, como la proa de un gran barco gris. Los sombreros eran elegantes y los zapatos bien lustrados, como las uñas. No fumaban, al menos no en el trabajo, y olían un poco a colonia. Uno de ellos tenía una pequeña cadena de oro donde llevaba la llave de mis esposas. El otro llevaba un anillo de sello que resplandecía como un borgoña helado. Eran amables, eficientes y seguramente muy duros. Tenían unos buenos dientes blancos, que me recordaban que yo debería visitar al dentista. Y no les caía bien. En absoluto. Es más, me odiaban. Lo sabía porque cuando me miraban hacían una mueca, gruñían en silencio o rechinaban los dientes y daban la impresión de querer morderme. Durante la mayor parte del viaje al aeropuerto no hice otra cosa que enfrentarme a aquellos dientes blancos; y luego, al cabo de unos treinta minutos, cuando pareció que ya no podían contenerse más, comenzaron a ladrar.
—Jodido nazi —dijo uno.
No dije nada.
—¿Cuál es el problema, puto nazi? ¿Has perdido la lengua?
Sacudí la cabeza.
—Alemán —señalé—. Pero nunca nazi.
—No hay diferencia —dijo el otro—. Al menos para mí.
—Además —manifestó el primero—, eras de las SS, y eso te convierte en algo peor que un asesino nazi. Te convierte en alguien que disfrutaba.
No podía discutir con él al respecto. ¿De qué hubiese servido? Ellos ya habían tomado su decisión. John Wilkes Booth me hubiera escuchado con más comprensión que estos dos. Pero, después de pasar semanas incomunicado, tenía la necesidad de hablar un poco.
—¿Qué son ustedes? ¿Del FBI?
El primer hombre asintió.
—Así es.
—Muchos de las SS eran polis como ustedes —añadí—. Era detective cuando comenzó la guerra. No tuve elección en este asunto.
—No soy en absoluto como usted, amigo —dijo el segundo agente—. Nada. ¿Me oye? —Me pinchó en el hombro con el dedo índice para dejar las cosas claras y fue como si alguien estuviese perforando para buscar petróleo—. Recuérdelo cuando vuelva a casa para reunirse con sus colegas asesinos de masas. Ningún ciudadano estadounidense ha matado nunca a ningún judío, señor.
—¿Qué me dice de los Rosenberg? —pregunté.
—Un nazi con sentido del humor. ¿Qué te parece, Bill?
—Lo necesitará cuando regrese a Alemania, Mitch.
—Los Rosenberg. Es muy divertido. Es una pena que no podamos freírlo a usted, Gunther, igual que freímos a esos dos. Tuvieron abogados y un juicio justo, y resulta que el juez y el fiscal también eran judíos. Sólo para su información, boche.
—Es tranquilizador —manifesté—. Sin embargo, quizá me sentiría más tranquilo si hubiera podido consultar a un abogado. Creía que en este país una persona tenía derecho a acudir a un tribunal cuando pesaba una orden de deportación sobre ella. Sobre todo porque es posible que deba enfrentarme a un juicio en Alemania. Tenía la curiosa idea de que las libertades civiles significaban algo para los americanos.
—La extradición no fue pensada para escoria como usted, Gunther —afirmó el federal llamado Bill.
—Además —dijo Mitch—, usted nunca ha estado legalmente aquí. Por lo tanto, no se le puede extraditar legalmente. En lo que a los tribunales americanos se refiere, usted ni siquiera existe.
—¿Entonces no ha sido más que un mal sueño?
Bill se puso un chicle en la boca y comenzó a masticar.
—Así es. Se lo ha imaginado todo, boche. No ha ocurrido nada. Ni tampoco esto.
Tendría que haber que haber estado preparado para ello. Sus rostros me habían estado enviando telegramas desde que habíamos subido a la furgoneta. Sólo habían estado esperando la ocasión para hacer la entrega y había llegado la hora: en la barriga, fuerte, hasta el codo. Todavía estaba oyendo repicar campanas en mis oídos, unos diez minutos más tarde, cuando nos detuvimos, se abrieron las puertas y me llevaron a la pista. Había sido un golpe de auténtico profesional. Subí las escalerillas y ya estaba en el avión antes de recuperar el aliento para despedirme de los dos.
Disfruté de una buena vista de la Estatua de La Libertad cuando despegamos. Tuve la curiosa idea de que la dama de la toga estaba haciendo el saludo hitleriano. Supuse que al libro que llevaba en el brazo izquierdo le faltaban unas cuantas páginas importantes.