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Minsk, 1941

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La mañana del 7 de julio de 1941, yo estaba al mando de un pelotón que ejecutó a treinta prisioneros de guerra rusos. En aquel momento no me sentí mal por hacerlo, porque todos eran de la NKVD, y menos de doce horas antes ellos mismos habían asesinado a dos mil o tres mil prisioneros en la prisión de la NKVD en Lutsk. También habían asesinado a algunos prisioneros de guerra alemanes que habían encerrado allí, lo cual era un espectáculo miserable. Supongo que pueden decir que ellos tenían todo el derecho a hacerlo, dado que nosotros habíamos invadido su país. También pueden decir que las ejecuciones que llevamos a cabo en represalia estaban mucho menos justificadas, y probablemente tendrán razón en las dos cosas. Bueno, lo hicimos, pero no por la llamada «orden del comisario» o el «decreto Barbarosa», que no eran más que una autorización para disparar dada por el cuartel general de campaña alemán. Lo hicimos porque considerábamos —yo consideraba— que se lo tenían merecido y que, desde luego, ellos nos hubieran matado a nosotros en circunstancias similares. Así que los fusilamos en grupos de cuatro. No les hicimos cavar sus tumbas ni nada por el estilo. No me interesaba esa clase de cosas. Olían a sadismo. Los fusilamos y los dejamos donde cayeron. Más tarde, cuando fui un pleni en un campo de trabajo ruso, algunas veces deseé haber fusilado a más de treinta, pero ésa es otra historia.

No me sentí mal al respecto hasta el día siguiente, cuando mis hombres y yo nos encontramos con un antiguo colega de la jefatura de policía del Alex, en Berlín. Un tipo llamado Becker, que estaba en otro batallón de policía. Cuando lo encontré, estaba matando a civiles en un pueblo, en algún lugar al oeste de Minsk. Había cerca de un centenar de cadáveres en una zanja, y me pareció que Becker y sus hombres habían estado bebiendo. Incluso entonces no lo entendí. Continuaba buscando explicaciones para algo que en esencia me parecía inexplicable y, desde luego, imperdonable. Y entonces, cuando comprendí que algunas de las personas a las que Becker y sus hombres estaban a punto de matar eran mujeres ancianas, reaccioné.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —le pregunté.

—Obedezco órdenes —respondió.

—¿Qué? ¿Matar viejas?

—Son judíos —dijo, como si fuese la única explicación necesaria—. Me han ordenado matar a todos los judíos que pueda, y eso es lo que estoy haciendo.

—¿Por orden de quién? ¿Quién es tu comandante de campo y dónde está?

—El comandante Weis. —Becker señaló un edificio de madera que se levantaba detrás de una cerca blanca, a unos treinta metros de distancia—. Está allí. Está comiendo.

Caminé hacia el edificio y Becker me gritó:

—No creas que quiero hacerlo. Pero las órdenes son órdenes, ¿no?

Cuando llegué a la cabaña oí otra descarga. Una de las puertas estaba abierta y un comandante de las SS estaba sentado en una silla. Iba en mangas de camisa. En una mano sujetaba una hogaza de pan a medio comer y en la otra una botella de vino y un cigarrillo. Me observó con una mirada de cansada diversión en su rostro.

—Oiga, nada de esto ha sido idea mía —dijo—. Si me lo pregunta, le diré que es una pérdida de tiempo y munición. Pero yo hago lo que me ordenan, ¿correcto? Es así como funciona el ejército. Un oficial superior me da una orden y yo obedezco. —Señaló un teléfono de campaña que estaba en el suelo—. Llame al cuartel general si quiere. Ellos le dirán lo mismo que me dijeron a mí. Que lo haga. —Sacudió la cabeza—. No es usted el único que piensa que esto es una locura, capitán.

—¿Quiere decir que ya ha pedido que le confirmen las órdenes?

—Por supuesto. El cuartel general de campaña me dijo que plantease el asunto al cuartel general de la división.

—¿Qué le dijeron?

El comandante Weis sacudió la cabeza.

—¿Cuestionar una orden del cuartel general de la división? ¿Se ha vuelto loco? No seguiría siendo comandante durante mucho tiempo si lo hiciera. Se quedarían con mis galones y mis pelotas, y no necesariamente en ese orden. —Se rió—. Le invito. Adelante, llámeles. Sólo asegúrese de no mencionar mi nombre.

Sonó otra descarga en el exterior. Cogí el teléfono de campaña y di vueltas a la manivela con furia. Treinta segundos más tarde estaba discutiendo con alguien del cuartel general de la división. El comandante se levantó y apoyó su oreja en el otro lado del teléfono. Cuando comencé a maldecir, sonrió y se alejó.

—Ahora los ha cabreado —comentó.

Colgué el teléfono de un golpe y permanecí allí, temblando de furia.

—Tengo que presentarme a la división, en Minsk. De inmediato.

—Se lo dije. —Me pasó la botella y bebí un trago de lo que resultó ser vodka en vez de vino—. Le quitarán el rango, eso seguro. Confío en que crea que ha valido la pena. Por lo que he oído, esto —señaló la puerta—, esto es sólo el humo después del disparo, pero alguien ya había apretado el gatillo. Es a eso a lo que tiene que aferrarse, amigo mío. Intente recordar lo que dijo Goethe: «La mayor felicidad para nosotros los alemanes es comprender lo que podamos comprender y, una vez hecho esto, hacer lo que puñeteramente nos digan que hagamos».

Salí y les dije a los hombres que había traído conmigo en un camión Panzer y un coche blindado Puma, que nos íbamos a Minsk, para informar de la acción antiguerrillera de la mañana. Mientras viajábamos me dominaba un humor melancólico, pero sólo en parte tenía algo que ver con el destino de unos pocos centenares de judíos inocentes. Me preocupaba más la reputación de los alemanes y del ejército alemán. ¿Dónde acabaría esto?, me pregunté a mí mismo. Nunca habría concebido que cientos de miles de judíos estaban siendo asesinados ya de la misma manera.

Minsk fue fácil de encontrar. Sólo había que conducir por una larga carretera recta —en realidad una carretera muy buena, incluso para las normas alemanas— sin perder de vista la columna de humo gris que se alzaba sobre el horizonte. La Luftwaffe había bombardeado la ciudad unos pocos días antes y destruyó la mayor parte del centro. Incluso así, los vehículos alemanes que circulaban por la carretera mantenían la distancia entre ellos por si acaso se producía un ataque aéreo ruso. Por lo demás, el Ejército Rojo se había retirado y el servicio de inteligencia de la Wehrmacht informó de que la población, de unas trescientas mil personas, también había abandonado la ciudad, pero nuestro bombardeo de la carretera al este de Minsk —que llevaba a Mogilev y Moscú— había forzado a unas ochenta mil a volver a la ciudad, o al menos a lo que quedaba de ella. Y esto tampoco fue una idea muy buena. La mayor parte de las casas de madera de las afueras todavía ardían, mientras que, cerca del centro, montones de escombros se acumulaban tras los edificios de apartamentos y oficinas vacíos. Nunca había visto una ciudad destruida tan a conciencia como Minsk. Esto hacía todavía más sorprendente que el Uprava, el ayuntamiento y la sede del Partido Comunista hubiesen sobrevivido al bombardeo sin sufrir grandes daños. Los habitantes de la ciudad lo llamaban la Casa Grande, que era algo así como una redundancia: con nueve o diez pisos de altura y construido con cemento blanco, el Uprava parecía un gigantesco archivador que contenía los detalles de todos los ciudadanos de Minsk. Delante del edificio se alzaba una enorme estatua de bronce de Lenin que contemplaba pasar los numerosos coches y camiones alemanes con una comprensible expresión de ansiedad y preocupación, tal vez porque se daba cuenta de que el edificio era ahora la sede del cuartel general del Reichs Kommissariat Ostland, una zona administrativa creada por los alemanes y que se extendía desde la capital bielorrusa al mar Báltico.

Empujé una pesada puerta de madera, tan alta que bien podría estar todavía creciendo en un bosque, entré en un vulgar vestíbulo de mármol que parecía el de una estación de metro y me acerqué a una mesa central del tamaño de una locomotora, donde varios soldados alemanes y de las SS intentaban imponer alguna especie de orden administrativo a la colonia de hormigas que formaban los hombres vestidos de gris que entraban y salían del lugar. Capté la atención de un oficial de las SS que estaba detrás de la mesa y le pregunté por el despacho del comandante de la división de las SS. Me indicó que subiese al segundo piso y me recomendó que utilizase las escaleras porque el ascensor no funcionaba.

En el primer piso había una cabeza de bronce de Stalin, y en el segundo una cabeza de bronce de Félix Dzerzhinsky. La Operación Barbarroja prometía ser una mala noticia para los escultores rusos, lo mismo que para todos los demás. El suelo estaba cubierto de cristales rotos y había una línea de agujeros de bala en la pared gris, a lo largo de un amplio pasillo que llevaba a un par de puertas abiertas frente a frente, a través de las cuales entraban y salían oficiales de las SS envueltos en una nube de humo de cigarrillos. Uno de ellos era el comandante de mi unidad, el Standartenführer Mundt, uno de esos hombres que parecen haber salido del vientre de su madre vestidos con uniforme. Al verme enarcó una ceja y levantó una mano, mientras respondía indiferente a mi saludo.

—El pelotón de fusilamiento —dijo—. ¿Los alcanzó?

—Sí, Herr Oberst.

—Buen trabajo. ¿Qué hizo con ellos?

—Los fusilamos, señor. —Le entregué un puñado de documentos de identificación que había recogido de los rusos antes de ejecutarlos.

Mundt los repasó como si fuese un oficial de inmigración en busca de algo sospechoso.

—¿Incluidas las mujeres?

—Sí, señor.

—Es una pena. En el futuro todas las guerrilleras y miembros de la NKVD serán ahorcados en la plaza de la ciudad, como un ejemplo para los demás. Órdenes de Heydrich. ¿Comprendido?

—Sí, Herr Oberst.

Mundt no era mucho mayor que yo. Cuando estalló la guerra había sido coronel de policía con la Schutzpolizei de Hamburgo. Era inteligente, sólo que la suya era una inteligencia inapropiada para la Kripo: para ser un buen detective tienes que entender a las personas y para entender a las personas tienes que ser una de ellas. Mundt no era como las demás personas. Ni siquiera era una persona. Supongo que por eso llevaba un dachshund con él; para que le hiciese parecer un poco más humano. Pero a mí no me engañaba. Era un cabrón despiadado y pomposo. Cada vez que hablaba parecía como si estuviese recitando a Rilke, y a mí me entraban ganas de bostezar, reírme o hundirle los dientes a patadas. Y se me debió de notar.

—¿No está de acuerdo, capitán?

—No me interesa mucho ahorcar mujeres —respondí.

Me miró desde lo alto de su elegante nariz y sonrió.

—Quizá prefiera hacer alguna otra cosa con ellas.

—Quizás está usted pensando en otra persona, señor. Lo que digo es que no me gusta librar una guerra contra las mujeres. Soy un tipo convencional. Figura en la Convención de Ginebra, por si acaso le interesa.

Mundt fingió parecer intrigado.

—Tiene usted una manera curiosa de respetar la Convención de Ginebra —dijo—. Ha fusilado a treinta prisioneros.

Eché una ojeada al despacho, que era demasiado grande para albergar una sola mesa. Tenía el tamaño adecuado para contener un aserradero. En una esquina de la habitación había un armario con su propio lavabo, donde otro hombre se estaba lavando el torso desnudo. En la esquina opuesta había una caja de caudales. Un sargento de las SS escuchaba lo que parecía ser un aparato de radio e intentaba, sin éxito, abrir la caja. En la mesa había un trío de teléfonos de diferentes colores que bien podrían haber sido dejados allí por los Reyes Magos de Oriente; al otro lado de la mesa había otro oficial de las SS sentado en una silla; y detrás del oficial un gran mapa mural de Minsk. En el suelo yacía un soldado ruso, y si ésta había sido alguna vez su oficina, ya no lo era; el agujero de bala detrás de la oreja izquierda y la sangre sobre el linóleo parecían indicar que muy pronto ocuparía un lugar mucho más pequeño y permanente en el globo terráqueo.

—Además, capitán Gunther —añadió Mundt—, quizá se le haya pasado por alto que los rusos nunca firmaron la Convención de Ginebra.

—Entonces creo que está bien fusilarlos a todos, señor.

El oficial que estaba al otro lado de la mesa se levantó.

—¿Ha dicho capitán Gunther?

Él también era Standartenführer, es decir, coronel, igual que Mundt, lo cual significaba que mientras él daba la vuelta a la mesa para colocarse delante de mí, yo me vi obligado a ponerme en posición de firmes una vez más. Había nacido en la misma charca aria que Mundt y no era menos arrogante.

—Sí, señor.

—¿Es usted el capitán Gunther que telefoneó para cuestionar mis órdenes de matar a aquellos judíos en la carretera de Minsk esta mañana?

—Sí, señor. Fui yo. Usted debe de ser el coronel Blume.

—¿Qué diablos pretende, cuestionando una orden? —gritó—. Usted es un oficial de las SS, que ha prestado juramento de lealtad al Führer. Aquella orden fue dada para garantizar la seguridad en la retaguardia de nuestras tropas de combate. Aquellos judíos incendiaron sus casas cuando el comandante de combate local dijo que debían cederlas para alojar a nuestras tropas. No se me ocurre una mejor razón para una represalia que el incendio de aquellas casas.

—No vi ninguna casa ardiendo en aquel sector, señor. Y el Sturmbannführer Weis tenía la impresión de que aquellas ancianas fueron fusiladas sólo por ser judías.

—¿Y si lo eran? Los judíos de la Rusia soviética son los portadores intelectuales de la ideología bolchevique, y eso los convierte en nuestros enemigos naturales. No importa lo viejos que sean. Matar judíos es un acto de guerra. Incluso ellos parecen comprenderlo así, aunque usted no. Lo repito, aquellas órdenes debían ser cumplidas por la seguridad de todas las zonas ocupadas por el ejército. Si cada soldado cumpliera las órdenes después de considerar si estaban de acuerdo o no con su propia conciencia, no habría disciplina ni ejército. ¿Está usted loco? ¿Es un cobarde? ¿Está enfermo? ¿O quizá le gustan los judíos?

—No me importa quién o lo que sea —dije—. No he venido a Rusia para fusilar ancianas.

—Escúchese a sí mismo, capitán —señaló Blume—. ¿Qué clase de oficial es usted? Se supone que debe dar ejemplo a sus hombres. Se me ocurre que podría llevarle al gueto sólo para ver si esto es puro teatro; si de verdad le causa repulsión matar judíos.

Mundt había comenzado a reírse.

—Blume —dijo.

—Puedo prometerle una cosa, capitán —añadió el coronel Blume—. No será capitán mucho más si no puede controlarlo. Será el soldado más raso de las SS. ¿Me oye?

—Blume —insistió Mundt—. Mira esto. —Le dio a Blume los documentos de los miembros de la NKVD que había ejecutado en Goloby—. Mira.

Blume miró los documentos mientras Mundt los abría para él.

—Sara Kagan —comenzó Mundt—. Salomón Geller, Joseph Zalmonowitz, Julius Polonski. Todos son nombres judíos. Vinokurova. Kieper. —Sonrió un poco más, muy contento ante mi creciente incomodidad—. Trabajé en la sección judía en Hamburgo, así que sé algunas cosas de estos cabrones. Joshua Pronicheva. Fanya Glekh. Aaron Levin. David Schepetovka. Saul Katz. Stefan Marx. Vladya Polichov. Éstos son los nombres de los judíos que ha fusilado esta mañana. Vaya con sus jodidos escrúpulos, Gunther. Usted apresó a un pelotón judío de la NKVD para fusilarlo. Ha fusilado a treinta judíos, le guste o no.

Blume abrió otro documento de identidad al azar. Luego otro.

—Misha Blyatman. Hersh Gebelev. Moishe Ruditzer. Nahum Yoffe. Chaim Serebriansky. Zyana Rosenblatt. —Ahora él también se reía—. Tienes razón. ¿Qué le parece? Israel Weinstein. Ivan Lifshitz. A mí me parece que acertó el premio gordo, Gunther. Hasta ahora ha conseguido matar a más judíos en esta campaña que yo. Quizá debería recomendarle para una condecoración. O por lo menos un ascenso.

Mundt leyó unos cuantos nombres más sólo para ahondar la herida.

—Tendría que sentirse orgulloso de usted mismo. —Después me palmeó en el hombro—. Vamos. Sin duda puede ver el lado divertido de todo esto.

—Y si no puede, aún lo hace más divertido —dijo Blume.

—¿Qué es eso tan divertido? —preguntó una voz.

Todos nos volvimos para ver a Arthur Nebe, el general al mando del Grupo de Trabajo B, de pie en el umbral. Todos se pusieron en posición de firmes, incluido yo. Mientras Nebe entraba en el despacho y se acercaba al mapa de la pared, casi sin mirarme, Blume intentó darle una explicación.

—Me temo que este oficial estaba mostrando algunos escrúpulos respecto a matar a judíos que resultó ser un tanto erróneo, general. Al parecer ya mató a treinta miembros de la NKVD esta mañana. Sin darse cuenta de que todos eran judíos.

—Era esa bonita distinción entre los dos lo que nos pareció divertido —añadió Mundt.

—No todos están hechos para esta clase de trabajo —murmuró Nebe, que continuaba estudiando el mapa—. Oí que Paul Blobel está en un hospital de Lublin después de una acción especial en Ucrania. Un colapso nervioso. Y quizá no recuerden lo que dijo el Reichsführer Himmler en Pretzsch. Cualquier repugnancia sentida al matar judíos es motivo de felicitación, pues afirma que somos personas civilizadas. Por lo tanto, no acabo de ver qué tiene de divertido nada de todo esto. En el futuro, les agradeceré que traten con mayor sensibilidad a cualquier hombre que exprese su reparo en matar judíos. ¿Está claro?

—Sí, señor.

Nebe señaló un cuadrado rojo en la esquina superior derecha del mapa.

—¿Y esto, qué es?

—Drozdy, señor —respondió Blume—. A tres kilómetros al norte de aquí. Hemos establecido un campo de prisioneros algo rudimentario a orillas del río Svislock. Todos son hombres. Judíos y no judíos.

—¿Cuántos en total?

—Unos cuarenta mil.

—¿Separados?

—Sí, señor. —Blume se reunió con Nebe delante del mapa—. Los prisioneros de guerra en un lado y los judíos en el otro.

—¿Y el gueto?

—Al sur del campo de Drozdy, en el noroeste de la ciudad. Es el viejo barrio judío de Minsk. —Apoyó un dedo en el mapa—. Aquí. A partir del río Svislock, al oeste por la calle Nemiga, al norte a lo largo del límite del cementerio judío, y de nuevo al este hacia el Svislock. Ésta de aquí es la calle principal, Republikanskaya, y en el cruce con Nemiga es donde estará la entrada principal.

—¿Qué clase de edificios son estos? —preguntó Nebe.

—Casas de madera de una o dos plantas con cercas de madera. Incluso mientras estamos hablando, señor, todo el gueto está siendo rodeado con alambre de espino y torres de vigilancia.

—¿Cerrado por la noche?

—Por supuesto.

—Quiero acciones mensuales para reducir el número de judíos bielorrusos para acomodar a los judíos que nos están enviando desde Hamburgo.

—Sí, mi general.

—Puede comenzar reduciendo el número ahora, en el campo de Drozdy. Haga una selección voluntaria. Dígales a los que tienen títulos universitarios y calificaciones profesionales que se adelanten. Prívelos de comida y agua para animar a los voluntarios. A esos judíos los puede conservar, de momento. Al resto los puede liquidar de inmediato.

—Sí, mi general.

—Himmler vendrá aquí dentro de un par de semanas, y querrá ver si hacemos progresos. ¿Comprendido?

—Sí, mi general.

Nebe se volvió y por fin me miró.

—Usted. Capitán Gunther. Venga conmigo.

Seguí a Nebe al despacho vecino, donde cuatro oficiales subalternos de las SS estaban leyendo expedientes sacados de un archivador.

—Ustedes, fuera —ordenó Nebe—. Cierren la puerta al salir. Y díganles a esos cabrones de la otra oficina que se deshagan del cadáver antes de que comience a apestar por el calor.

Había dos mesas en este despacho, junto a dos puertas ventanas y un mal retrato de Stalin en uniforme gris con una raya roja a lo largo de la pernera, y con un aspecto menos caucasiano y más oriental de lo habitual.

Nebe sacó una botella de aguardiente y un par de copas de uno de los cajones de la mesa y las llenó. Se bebió la suya sin decir palabra, como un hombre cansado de ver las cosas con claridad, y se sirvió otra mientras yo aún olía el licor y preparaba mi hígado.

Gris de campaña

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