Читать книгу Gris de campaña - Philip Kerr - Страница 14

9
Alemania, 1954

Оглавление

Era fácil olvidar que estábamos en Alemania. Había una bandera de Estados Unidos en la sala principal y las cocinas —que parecían estar siempre en funcionamiento— servían una sencilla comida casera a sabiendas de que el hogar se hallaba a más de seis mil kilómetros de distancia. La mayoría de las voces que oíamos también eran americanas: voces fuertes y varoniles que te ordenaban en inglés que hicieras esto o aquello. Y, si no lo hacíamos deprisa, recibíamos un golpe con la porra o un puntapié en el trasero. Nadie se quejaba. Nadie nos hubiera hecho caso, salvo, quizás, el padre Morgenweiss. Los guardias eran policías militares, escogidos con toda intención por su enorme estatura. Resultaba difícil ver cómo Alemania podría haber soñado con ganar la guerra contra esta raza obviamente superior. Caminaban por los pasillos y rellanos de la prisión de Landsberg como pistoleros del OK Corral o boxeadores entrando en el cuadrilátero. Entre ellos tenían un trato cordial: eran corpulentos, con sonrisas impecables y risas resonantes, y se contaban a gritos chistes y los resultados de béisbol. Con nosotros, los internos, sin embargo, sólo mostraban rostros impenetrables y actitudes beligerantes. Parecían decirnos: que os follen, aunque tengáis vuestro propio gobierno federal, nosotros somos los amos en este país de parias.

Disponía de una celda para dos para mí solo. No era porque fuese un preso especial o porque aún no me hubiesen acusado de nada, sino porque la cárcel estaba medio vacía. Al parecer, cada semana soltaban a alguien. Pero, inmediatamente después de la guerra, Landsberg había estado llena de prisioneros. Los americanos también habían alojado aquí a los judíos desplazados de los campos de concentración de la cercana Kaufering, junto con destacados nazis y criminales de guerra; pero obligar a esos pobres y míseros judíos a vestir uniformes de las SS había demostrado una falta de sensibilidad que rayaba en lo cómico. No es que los americanos fuesen capaces de ver el lado cómico de cualquier cosa con frecuencia.

Los judíos desplazados se habían marchado hacía mucho de Landsberg, a Israel, Gran Bretaña y Estados Unidos, pero el patíbulo continuaba allí, y de vez en cuando los guardias lo probaban sólo para asegurarse de que todo funcionaba bien. Eran así de concienzudos. Nadie creía de verdad que el gobierno federal alemán fuese a restablecer la pena de muerte; claro que nadie creía tampoco que a los americanos les importase un pimiento lo que el gobierno alemán pensase respecto a cualquier cosa. Desde luego, no les importaba en absoluto asustar a los prisioneros, porque, al mismo tiempo que hacían pruebas con el patíbulo, organizaban ensayos del siniestro procedimiento de ejecución con algún prisionero voluntario que ocupaba el lugar del condenado. Estos ensayos mensuales se celebraban en viernes, porque según una vieja tradición de Landsberg el viernes era el día de las ejecuciones. Un pelotón de ocho policías militares marchaba solemne junto al condenado hasta el patio central y subía las escaleras hasta la plataforma donde estaba instalado el patíbulo, y allí colocaban una capucha sobre la cabeza del hombre y un nudo corredizo alrededor de su cuello; el director de la prisión leía la sentencia de muerte mientras los policías militares permanecían en posición de firmes, simulando —y probablemente lo deseaban— como si todo fuera real. O, al menos, eso es lo que me lo contaron. Parecía razonable preguntarse por qué alguien, y mucho menos un oficial alemán, se podía presentar voluntario para representar ese papel; pero, como sucedía con todo lo demás en Alemania, los americanos conseguían siempre lo que querían ofreciendo más cigarrillos, chocolate y una copa de aguardiente. Y siempre era el mismo prisionero quien se ofrecía voluntario para subir hasta el patíbulo: Waldemar Klingelhöfer. Es posible que los americanos fueran un poco imprudentes al insistir en ello, puesto que Klingelhöfer ya había intentado abrirse las venas con un imperdible; claro que no sirve de nada pretender utilizar un rebaño entero cuando sólo dispones de una oveja.

No era el sentimiento de culpa por matar judíos lo que había llevado a Klingelhöfer a intentar suicidarse y ofrecerse como voluntario para los ensayos de ejecución: se sentía culpable de haber traicionado a otro oficial de las SS, Erich Naumann. Naumann le escribió una carta en la que le daba instrucciones sobre lo que debía confesar a sus interrogadores y le recordaba que no había informes de las actividades del Grupo de Trabajo B, que él mismo había comandado después de Nebe; pero este consejo reveló también la auténtica dimensión de la criminalidad de Naumann en Minsk y Smolensk. Klingelhöfer, que estaba profundamente desconcertado por el hundimiento del Reich, entregó la carta de Naumann a los americanos, y éstos la presentaron como prueba en el juicio contra los Einsatzgruppen celebrado en 1948. La carta sirvió para condenar a Naumann y lo envió al patíbulo en junio de 1951.

La consecuencia de todo ello fue que ninguno de los demás prisioneros le dirigía la palabra a Klingelhöfer. Nadie excepto yo. También era probable que nadie hubiera hablado conmigo de no haber sido por el hecho de que era el único que estaba siendo interrogado por los americanos. Esto ponía muy nerviosos a algunos de mis antiguos camaradas, y un día dos de ellos me siguieron fuera de la sala donde comíamos, jugábamos a las cartas y escuchábamos la radio, hasta al patio.

—Capitán Gunther. Por favor, nos gustaría tener una pequeña charla con usted.

Ernst Biberstein y Walter Haensch eran oficiales superiores de las SS y, como no se consideraban criminales sino prisioneros de guerra, persistían en el uso de los rangos militares. Biberstein, un Standartenführer, grado equivalente al de coronel, habló casi todo el tiempo, mientras que el joven Haensch, que era sólo teniente coronel, se limitaba sobre todo a asentir.

—Han pasado varios años desde que me interrogaron los americanos —dijo Biberstein—. Creo que hace ya casi siete años. No hay duda de que las cosas han cambiado bastante desde entonces. Las circunstancias actuales son más positivas y esperanzadoras que antes.

—Los americanos ya no parecen dejarse llevar por su sentido de superioridad moral y su deseo de retribución —añadió Haensch sin ninguna necesidad.

—No obstante —continuó Biberstein—, es importante tener cuidado con lo que se les dice. Durante los interrogatorios, a veces se comportan de manera campechana y tratan de presentarse como amigos, cuando en realidad son todo lo contrario. No estoy seguro de si conoció usted a nuestro difunto y recordado camarada Otto Ohlendorf, pero durante mucho tiempo fue muy útil para los americanos. Les proporcionó información sin límites, en la errónea creencia de que con ello conseguiría obtener un trato de favor y, tal vez, la libertad. Sin embargo, cuando comprendió su error ya era demasiado tarde. Después de testificar contra el general Kaltenbrunner en Nuremberg, con lo cual lo envió a la muerte, descubrió que su locuacidad sólo sirvió para que lo llevasen al patíbulo a él también.

Biberstein tenía un rostro pensativo, la frente despejada y una expresión escéptica en la boca. Había algo del payaso serio en él: la figura autoritaria, el hombre recto de rostro blanco cuyos agrios diptongos y manera de hablar me recordaban que, antes de unirse a las SS y el SD, había sido un ministro luterano en una ciudad rural del norte donde no parecía importar que el pastor fuese un veterano del partido nazi. Probablemente tampoco les habría importado que mandase un comando asesino en Rusia antes de ser ascendido y de desempeñar un alto cargo de la Gestapo en el sur de Polonia. Muchos luteranos habían visto a Hitler como el legítimo heredero de Lutero. Quizá lo era. No creo que Lutero me hubiese gustado mucho más que Hitler. O Biberstein.

—No me gustaría que usted cometiera el mismo error que Otto —dijo Biberstein—. Así que me voy a permitir darle un consejo. Si no puede recordar algo, no tiene por qué decirlo. No importa que pueda sonar falso o que le pueda hacer parecer culpable. Cuando tenga cualquier duda, contésteles que todo eso ocurrió hace quince años y que no puede recordarlo.

—Hablo por mí mismo —dijo Haensch—, siempre he mantenido que cualquier prisionero tiene derecho a guardar silencio. Es un principio legal reconocido y respetado en todo el mundo civilizado. Y en particular en los Estados Unidos de América. Yo mismo fui abogado en Hirschfelde antes de unirme a la RSHA, y puede creer que no hay ningún tribunal en el mundo occidental que pueda obligar a un hombre a testificar contra sí mismo.

—Consiguieron condenarle a usted, ¿no?

—Fui condenado por error —insistió Haensch, que tenía un rostro de abogado baboso que hacía juego con sus modales de abogado babosos y con su babosa forma de dar la mano—. Heydrich no me ordenó ir a Rusia hasta marzo de 1942, y por aquel entonces el Grupo C ya había cumplido su misión. Para decirlo bien claro, ya no quedaban judíos que matar. Sin embargo, esto no tiene nada que ver con el asunto. Como dice Biberstein, ocurrió hace casi quince años. No se le puede pedir a nadie que recuerde las cosas que ocurrieron entonces.

Se quitó las gafas, las limpió y añadió con exasperación:

—Además, era la guerra. Estábamos luchando por nuestra propia supervivencia como raza. En la guerra ocurren cosas que después lamentamos en la paz. Es natural. Pero los americanos tampoco fueron unos santos durante la guerra. Pregúntele a Peiper. Pregúntele a Dietrich. Todos se lo dirán. No fueron sólo las SS las que fusilaban a los prisioneros; los americanos también lo hicieron. Por no hablar del sistemático maltrato a los prisioneros de guerra de Malmédy, que han ocurrido aquí y en otras prisiones.

Haensch se movió, nervioso. Tenía el tipo de facciones débiles y sin personalidad típicas de algunos criminales de guerra y asesinos de masas. No es que los americanos mirasen a Haensch con más desagrado que a cualquier otro. Esta distinción particular estaba reservada a Sepp Dietrich, Jochen Peiper y los ejecutores de la llamada masacre de Malmédy.

—Recuerde esto —dijo Biberstein—. No carecemos de amigos en el exterior. No debe creer que está usted solo. El doctor Rudolph Aschenauer ha defendido a centenares de nuestros viejos camaradas, incluido Walter Funk, nuestro antiguo ministro de Economía. Es un excelente abogado. Además de ser un antiguo miembro del partido también es un devoto creyente católico. No estoy muy seguro de cuál es su adscripción religiosa, capitán Gunther, pero no se puede negar que en esta parte del país, los católicos llevan la voz cantante. El obispo católico de Munich, Johannes Neuhäusler, y el cardenal de Colonia, Joseph Frings, son activos defensores de nuestra causa. Pero también lo es el obispo evangélico de Baviera, Hans Meiser. En otras palabras, quizá le convendría reencontrarse con su fe cristiana, dado que ambas iglesias apoyan al comité de ayuda eclesiástica a los prisioneros.

—Yo he contado también con el apoyo personal del obispo evangélico de Württemberg, Theo Wurm —manifestó Haensch—. Como también lo ha tenido nuestro camarada Martin Sandberger. Y no tiene por qué preocuparse del pago de su defensa. El comité se hará cargo de todos los gastos de su equipo legal. Y el comité cuenta incluso con el respaldo de unos cuantos senadores y congresistas norteamericanos.

—Así es —afirmó Biberstein—. Son hombres que no ocultan su oposición a las ideas de venganza inspiradas por los judíos. —Se volvió por un momento y movió la mano en un gesto despectivo hacia los muros de ladrillo de la prisión—. De las que todo esto forma parte, por supuesto. Tenernos encerrados aquí va contra todas las normas de las leyes internacionales.

—Lo importante es que todos debemos mantenernos unidos —dijo Haensch—. Lo último que debemos hacer es alimentar especulaciones innecesarias sobre lo que algunos de nosotros hicimos o dejamos de hacer. ¿Lo entiende? Eso sólo complicaría las cosas.

—En otras palabras, sería deseable, capitán Gunther, que sus declaraciones a los americanos se limitasen a cuestiones que le afecten sólo a usted mismo.

—Ahora lo entiendo, y yo que me pensaba que en realidad lo que más les preocupaba a ustedes era mi bienestar.

—Oh, y así es —afirmó Haensch—. Mi querido amigo, así es.

—Tienen una gran montaña de patatas calientes en las oficinas de la Junta de Libertad Condicional y Clemencia —dije—, y no quieren que alguien como yo la tire abajo.

—Como es natural, queremos salir de aquí —añadió Haensch—. Algunos de nosotros tenemos familia.

—No es sólo por nosotros que nos deben poner pronto en libertad —manifestó Biberstein—. Es por el bien de Alemania que debemos trazar una línea entre lo que ocurrió y lo que debemos hacer de aquí en adelante. Sólo entonces, cuando el último prisionero de guerra haya salido de aquí y de Rusia, podremos los alemanes hacer planes para el futuro.

—No es sólo por el interés de los alemanes —añadió Haensch—. Es también del mayor interés para los norteamericanos y los británicos restablecer las buenas relaciones con un gobierno alemán de plena soberanía, para enfrentarnos adecuadamente al verdadero enemigo ideológico.

—¿No creen que ya hemos matado a bastantes rusos? —pregunté—. Stalin está muerto. La guerra de Corea ha acabado.

—Nadie habla de matar a nadie —insistió Biberstein—. Pero todavía estamos en guerra con los comunistas, le guste o no. Es una guerra fría, es cierto, pero de todas maneras es una guerra. Mire, no sé lo que hizo usted durante la guerra y no quiero saberlo. Ninguno de nosotros quiere saberlo. Aquí nadie habla de lo que ocurrió entonces. Lo importante es recordar que todos los hombres en esta prisión estamos de acuerdo en una cosa: que ninguno de nosotros es o fue responsable criminal de sus actos o de los que cometieron sus hombres, porque todos nosotros cumplíamos órdenes. Fuesen cuales fuesen nuestros sentimientos y nuestras dudas personales ante el odioso trabajo que debíamos hacer, se trataba de órdenes del Führer y era imposible desobedecerlas. Si nos ceñimos a esta historia, seguro que todos nosotros saldremos de este lugar antes de que acabe la década.

—Y, con un poco de suerte, quizá mucho antes —añadió Haensch.

Asentí, lo cual era engañoso porque podía hacerles creer que me importaba lo que les pudiese ocurrir a cualquiera de ellos. Asentí porque no quería tener problemas, y el hecho de que fueran convictos no impedía que me pudiesen causar algunos problemas. A los americanos no les hubiese importado en absoluto. A diferencia de la Junta de Libertad Condicional y Clemencia, la mayoría de los policías militares de Landsberg eran de la opinión que todos merecíamos ser ahorcados; y con toda probabilidad tenían razón. Pero la auténtica razón por la que asentí fue que estaba cansado de no caerle bien a nadie, incluyéndome a mí mismo. Eso está bien cuando puedes ahogar tus sentimientos en unos cuantos litros de alcohol, pero los bares de las prisiones nunca abren, sobre todo cuando necesitas un trago tal como yo lo necesitaba en ese momento. La vida en la mayoría de las prisiones sería más llevadera con una ración diaria de licor, como en la Royal Navy. No es una teoría penal con la que Jeremy Bentham podría estar de acuerdo, pero es una verdad como un templo.

Me habría ido muy bien poder tomarme una copa por la noche, justo antes de irme a la cama. Quizá fuera por tener que revivir el verano de 1941 y hablar de ello, pero mientras estuve en Landsberg el sueño me daba poco respiro de las preocupaciones del mundo. A menudo me despertaba en la sombría penumbra de mi celda, bañado en sudor después de haber tenido una horrible pesadilla. La mayoría de veces se trataba del mismo sueño. La tierra se movía de una forma extraña bajo mis pies, pero no revuelta por un animal invisible, sino por alguna fuerza elemental subterránea y oscura. Mientras yo observaba con atención, veía la tierra negra moverse de nuevo, y la cabeza sin ojos y las manos como patas de araña de algún Lázaro asesinado surgían de entre sus propios gases corporales y aparecían en la misteriosa superficie. Delgada y blanca como una pipa de arcilla, esa criatura desnuda levantaba el trasero, el pecho y, por último, su cráneo, moviéndose hacia atrás y de forma antinatural, como una marioneta caída tratando de acomodar sus miembros, hasta que al final se quedaba arrodillada delante de una nube de humo que se deshacía repentinamente, succionada por el cañón de la pistola que yo sostenía con mano firme.

Gris de campaña

Подняться наверх