Читать книгу Edad oscura - Pierce Brown - Страница 24

15 DARROW Tyche

Оглавление

No hay un lugar como Tyche en todos los mundos.

Situada en una pendiente entre las montañas y el mar, sobre una enorme franja de tierra baja que la conecta con la Península Talariana, es el hogar ancestral de la gens Votum. Aunque la ciudad es célebre por sus arenas blancas y sus arrecifes de coral, existe una razón para que el blasón de la familia Votum sea un martillo. Son constructores. Y construyeron esta ciudad no por codicia, sino en pos de la belleza y la simetría. Su casco antiguo está tallado por completo en piedra y cristal de la zona. Unas bibliotecas del tamaño de naves estelares pero con forma de extrañas cabezas humanas bordean las montañas que hay detrás de la ciudad. Hay puentes altos y arqueados que unen complejos sistemas de archipiélagos, algunos de los cuales migran hacia el mar del norte a finales del verano. Los bosques y los jardines desbordan los tejados, y las plantas florecientes trepan por las calles estrechas y empedradas que después ascienden en espiral por sus doce grandes colinas.

Recuerdo el Día de la Liberación, hace ya casi medio año, cuando me desperté a primera hora de la mañana, antes del desfile, y me fui a dar un paseo a solas por la playa para oír los chillidos de las gaviotas. Pensé que ojalá mi esposa y mi hijo hubieran podido estar conmigo para ver aquel amanecer. Por una vez, no me enfrenté al mar y me pregunté a cuántos de mis hombres había devorado. No sentí rencor hacia el mundo por estar hecho por esclavos. Solo vi una multitud de esplendores. Creo que así es como lo llamaba Sevro. Aquel día, Tyche fue la segunda ciudad más hermosa que había visto en mi vida. Quise compartirla con Pax y Virginia.

Ahora estoy a punto de verla morir.

Mientras avanzábamos entre las legiones tambaleantes, la tormenta mutó de amiga en salvaje, violenta y convulsionante. Desde el mar arremetían olas gigantescas que se estrellaban contra la costa norte de Helios. Cuando ya estábamos cerca de Tyche, un muro de agua de casi medio kilómetro de altura nos obligó a retirarnos a la carrera hacia terrenos más elevados para que no nos aplastara como hizo con las partidas de dorados que desembarcaban en la orilla.

Las naves flotan en el centro de los campos. Un tiburón chasquea los dientes en busca de aire en la copa de un árbol. Nuestros caparazones estelares ya no pueden pretender el cielo. Árboles, rocas y señales que vuelan a cientos de kilómetros por hora dañan nuestros trajes y matan a dos de mis preciados exploradores obsidianos.

Esta no es la tormenta que me habían prometido.

O bien Orión me ha desobedecido o ha perdido el control.

Ahora, con el pánico en el vientre, trepo con paso inestable entre los aullidos del viento hasta la cima de una montaña. Desde allí, los Caballeros Arcosianos contemplan cómo se ahoga una ciudad.

Desde el embarcadero meridional de Tyche hasta el distrito económico del norte, un tercio de la ciudad está sumergida bajo el agua. La ola de la tormenta del hiperacán se extiende hacia el este y no muestra síntomas de detenerse antes de llegar a las montañas. En cuestión de horas, toda la ciudad habrá desaparecido y solo las torres más altas asomarán por encima del mar. El tramo occidental de Tyche, donde las tierras bajas conectan con la Península Talariana, está en llamas y destrozado por el asedio. Los restos retorcidos de tanques y Drachenjägers se esparcen por el suelo entre las enormes brechas de la muralla defensiva, donde la legión de Feranis plantó su última y fatídica batalla contra un ejército que los superaba treinta veces en tamaño pese al hecho de que solo una pequeña parte del mismo estaba participando en el asedio a la ciudad. El resto se concentra más hacia el interior, en las tierras altas de la península. Unas formas enormes y sombrías descienden en la tormenta, sus contornos sobrecogedores sugeridos por los espasmos de los relámpagos. No es el poder bañado en oro de los Carthii venusinos —que ya aplastamos en su momento—, sino las Legiones de la Ceniza de la Luna y la Tierra. El corazón del ejército partidario del régimen de Atalantia.

Sus legiones de vanguardia, que habían tomado la ciudad, ahora se ahogan en su victoria. Una parte considerable de su fuerza se ha adentrado bastante en la ciudad para dirigirse hacia las montañas, pero está aislada de la hueste principal. Miles de personas obstruyen las tierras bajas inundadas que conectan Tyche con la Península Talariana. Los tanques araña y los titanes que destrozaron las murallas se hunden en el fango. Los hombres se hacinan en aerodeslizadores y en cualquier aeronave que se atreva a emprender el vuelo.

No tienen ninguna posibilidad.

Mientras lo observo, el mar se hincha como un único organismo y, de la oscuridad gris de la tormenta, surge una ola que haría que un habitante del satélite Europa se detuviera y se quedara mirándola. El maremoto tiene un kilómetro de altura. Arrasa las primeras veinte manzanas de la costa de la ciudad y avanza cuesta arriba hacia las montañas. La pendiente solo consigue detenerlo en las inmediaciones de la plaza Harper. El cuerpo principal de la ola continúa hacia las Legiones de la Ceniza de las tierras bajas. Una hilera de caballeros dorados ataviados con armadura negra contempla desde las alturas rocosas de la península cómo el mar se traga a las legiones de abajo.

Cien mil hombres desaparecidos en un momento. Debería alegrarme.

Pero la población de Tyche no tardará en seguirlos. ¿Cuántos millones de personas hay ahí abajo? ¿Cuántos millones a lo largo de la costa? Esto no será un caos aislado. Una cadena de maremotos devastará el norte de Helios. La promesa que le hice a Glirastes se ha roto, pero no por orden mía.

Saco el interruptor maestro que me fabricaron por si todo salía mal. Activarlo es como matar una parte de mi propio ser. Jamás pensé que llegaría este momento. El momento en que Orión me fallaría.

No tiene intención de contener la tormenta que iba a darme ventaja. La está utilizando como un martillo para castigar no solo a los dorados, sino a un planeta que odia. Con los mares batidos hasta la locura por los generadores de tormentas, asesina a todo el litoral.

El viento sopla a nuestro alrededor.

—Esto es un genocidio —me ruge Alexandar al oído.

Lo aparto de un empujón.

«Orión, ¿qué has hecho? ¿Qué te he permitido hacer?».

Enfoco un láser de comunicaciones hacia la oscuridad para establecer una línea directa con la máquina de Orión, que se cierne sobre el mar a unos veinte kilómetros de la costa. La piloto aparece en mi pantalla. Respira con dificultad. Tiene la piel cubierta de sudor. Está arrodillada en el centro de su sincronido circular, desde donde guiaba la mente colmena. De los seis hologramas azules que deberían rodearla, solo uno conserva la vida. El hombre está de rodillas, temblando, y la sangre le brota a borbotones de la nariz y las orejas a causa de una hemorragia cerebral. Las puertas acorazadas del nido están selladas. Orión les ha bloqueado el paso a mis equipos de seguridad.

—¿Orión? —digo—. Orión, ¿me oyes? Si me oyes, levanta el pulgar derecho. —Despacio el pulgar se estira—. Tengo que hablar contigo, Orión. ¿Puedes salirte de la sincronización?

Espero. No sucede nada. De repente, abre los ojos. Su voz es un susurro débil.

—El flujo de datos era... demasiado.

—Orión, estamos en el segundo horizonte y vamos de cabeza hacia el tercero. Me juraste que no pasaríamos del primario. ¿Qué ha pasado?

—El cuarto... es deseable. —Entorna los ojos hasta convertirlos en dos meras hendiduras—. El cuarto les enseñará.

El cuarto es el nivel de terraformación. La aniquilación completa de la superficie del planeta por la tormenta. Tiene los ojos casi cerrados. No puede prestarle atención a nada que esté fuera de la deriva durante mucho más tiempo.

—Orión, soy Darrow. Escúchame. Tienes que desconectar los motores. Reducir la tormenta. ¿Lo harás por mí?

—No pueden ganar solo con Venus. Así que tomaré Mercurio.

—Orión, piensa en el ejército. Piensa en la gente. Hay casi mil millones de personas aquí.

—Las ratas son... cómplices... transacción racional.

—Puedo detenerte. —Le aletean los párpados—. Te dije que podía hacerlo. No me obligues a ello.

Ya no me contesta. Ha vuelto a sincronizarse. Sin la conexión de Orión, los Dioses de la Tormenta se estabilizarán y evitarán la destrucción planetaria. Pero si la desactivo, la escisión repentina hará que pierda la mente. Bajo la mirada hacia la ciudad y luego observo de nuevo el holograma de mi amiga en el visor. La muerte de la tormenta no será instantánea. Pero cuanto más espere, peor será.

Inicio la anulación.

Durante un instante, no ocurre nada.

Entonces el cuerpo de Orión sufre una sacudida y después se vuelve flácido.

Sucede así de rápido.

Se queda ahí tumbada, con la boca abierta, con los brillantes ojos azules mirando hacia la nada mientras se crispan en su cabeza. Su dedo de metal araña el suelo y después se queda quieto. Me trago el nudo que se me ha formado en la garganta. Durante diez años, ningún dorado vivo, ni sus equipos científicos, ni la flor y nata de sus academias astrales, ni sus asesinos, pudieron acabar con esta mujer. Era un mito. Y yo la he apagado con solo apretar un botón. No estaba preparada para esto. Lo presentía, pero no logré creérmelo. Y ahora lo paga Mercurio.

Aturdido y silencioso por dentro, apago el holograma y utilizo el modo manual para reducir a cero la potencia de salida de los Dioses de la Tormenta. Y después regreso a la tempestad.

El ruido del viento y los truenos es tremendo. Más caballeros han subido corriendo hasta aquí para ver cómo se ahoga la ciudad. Alexandar le grita a su primo Elandar. Los dos jóvenes dorados señalan a la gente que se dirige en desbandada hacia el gravicircuito, y a las Legiones de la Ceniza que los pisotean para llegar antes que ellos.

Trato de entender el caos y me pregunto cómo podemos ayudar a los que continúan atrapados en la ciudad. No encuentro respuesta. Ninguna nave de transporte podría volar con este clima. No podemos trasladarlos. Ni siquiera podemos mantenernos en el aire nosotros mismo. Alexandar se acerca a mí corriendo.

—He hablado con Elandar. —Poco más de doscientos dorados con el grifo púrpura estampado en el pecho esperan detrás de él, con el casco bajado—. Solicitamos permiso para entrar en la ciudad a prestar ayuda.

—Permiso denegado.

—Señor...

—No podéis hacer nada ahí abajo. Tyche está perdida.

—Pero su gente no tiene por qué estarlo —replica. Me vuelvo hacia Alexandar, furioso de que me contradiga en este preciso momento—. Se dirigen en masa hacia el gravicircuito, muchos aún podrán escapar por debajo de las montañas. Pero las Legiones de la Ceniza que hay en la ciudad saben que es la única salida. Si lo alcanzan, acabarán con los civiles y lo usarán para evacuar a sus hombres directamente hasta Heliópolis. Una vez más, los caballeros de la Casa de Arcos piden permiso para impedírselo.

—No.

—¡Señor!

Me doy la vuelta y veo a Rhonna subiendo la colina a toda prisa en su Drachenjäger. Lo hace arrodillarse para que podamos hablar. Mi sobrina entorna los ojos para protegerse del viento cuando abre la cabina. El sudor le chorrea por la cara.

—¿Y ahora qué? —pregunto agotado.

Ve el interruptor maestro que tengo en las manos. Sabe que Orión está muerta y no se inmuta. Hasta ahora somos dos los que sabemos que está muerta. El ejército no puede averiguarlo, ahora no. Los destrozará.

—Los chicos han atrapado a un explorador enemigo. De la Fulminata, a juzgar por su aspecto.

¿Uno de los de hombres de Octavia, nada más y nada menos?

—Tráemelo.

Echo un vistazo por encima del istmo sumergido hacia la hueste más grande de las legiones de Atalantia. Esos caballeros dorados siguen de pie en la cima rocosa. Aumento mi visión sobre dos de las figuras que se alzan en primer plano. La cara de Atalantia me devuelve la mirada. Ella también dispone de unos ópticos. Imita el gesto de una masturbación y luego lanza la carga al viento al mismo tiempo que sacude la cabeza en mi dirección. Me escondo detrás del acantilado por miedo a los francotiradores. Si hay alguien capaz de disparar con tino en esta tormenta, esos son sus dragones grises.

Mis Caballeros Arcosianos me lanzan un hombre a los pies. En efecto, lleva la armadura de la Fulminata. He aquí la esperanza...

Lo levanto agarrándolo por el pelo y me encuentro con el rostro hermoso y delgado de un hombre dorado de treinta y tantos años de edad. Unos ojos que podrían haber sido del más puro de los linajes dorados —y que, de hecho, una vez lo fueron, antes de que Muecas se apoderara de su dueño y se los diera a Mickey— me miran con fijeza.

Lo estrecho entre mis brazos, con cuidado de no aplastarlo con mi caparazón estelar. La confusión de los Caballeros Arcosianos no es poca, pero solo Sevro, mi esposa, Teodora y Mickey conocían los detalles relativos al nuevo rostro que le tallamos al hombre que, hace casi tres años, enviamos al bando enemigo a modo de topo. Aunque tendrá que explicarme por qué no nos avisó de la emboscada de Atalantia a la flota de Orión, me alegro de verlo. De repente me siento más seguro.

—Muecas, viejo psicópata —le digo apoyándome en él.

Alexandar se tensa ante la presencia de uno de los Aulladores originales. Rhonna sonríe. Quiere a Muecas casi tanto como a Freihild, el asesino personal de Sefi.

—Me llamo Horacio au Savag, pedazo de idiota. En cuanto a lo de «viejo»... —Muecas emite un leve resoplido—, rondo los treinta y cinco. ¿Entendido, buen hombre? —Esboza una desagradable sonrisa torcida—. Ya me imaginaba que estarías cerca de Tyche.

Si ha renunciado a la tapadera, algo malo se aproxima.

—¿Qué ha pasado?

—Malas noticias, jefe. Están atacando Heliópolis.

Siento que me inunda una inevitabilidad gélida.

—¿Qué?

—Veinte legiones de la segunda oleada consiguieron aterrizar. Veinte se estrellaron o tuvieron que abortar. La tormenta ha retrasado a los que están en tierra, pero es probable que envíe una fuerza de ataque a por la máquina de tormentas.

Más de un millón de hombres y tanques.

—¿Las legiones de quién?

—Los Leopardos van a la vanguardia.

—Áyax.

—Lo sé.

Cuando capturaron a Apolonio en la Luna se produjo un vacío en el mando de tierra de los dorados. Me preguntaba quién ascendería para ocupar el lugar del Minotauro como legado preeminente. Falce parecía estar preparado, pero Áyax se ha esforzado mucho. Tan violento como su madre, pero el doble de ambicioso, atacará la ciudad hasta que caiga, sin tener en cuenta las bajas. Ese hombre es una bestia furiosa, con el lamentable peligro de disponer también de inteligencia.

—Darrow... —dice Muecas, que da un paso hacia mí—. ¿Qué pasa?

—Orión está muerta.

Parece aturdido. A los hombres como él, como yo, que hemos luchado en esta guerra desde el principio, son muy pocas las personas que nos inspiran. Orión era una de ellas. Somos inferiores en su ausencia.

No puedo permitirme el lujo del duelo.

Con Tyche ahogada y Heliópolis caída, mi ejército no tendrá adónde retirarse. Nos rodearán, nos bombardearán y nos destruirán.

Por fin ha llegado el momento que Hárnaso predijo. Debo elegir entre salvar mi ejército y destruir el suyo. Por encima de la ciudad que se ahoga, miro hacia las Legiones de las Cenizas, que están a salvo en el interior de la Península Talariana. Atalantia está allí. Atrapada por la tormenta. Encontraré una forma de cruzar, estoy seguro.

Si Thraxa sobrevive, si el Estrella de la Mañana ha llegado hasta ella, si la Primera Legión todavía existe, me proporcionarán el poder de destruir a Atalantia y a toda su Legión de la Ceniza, el núcleo duro de su ejército, formado por efectivos de la Luna.

Sería la mayor victoria de la guerra.

Pero me costará Heliópolis, y al final, mi ejército.

La República podría recuperarse. Los dorados no.

Nosotros por ellos sería la transacción racional.

Orión consideraba que merecía la pena pagar ese precio.

Oír las palabras del Señor de la Ceniza de labios de mi amiga me ha angustiado. «Una transacción racional». Miro a la población medio ahogada de Tyche, que nos acogió cuando Heliópolis nos escupió y aun así ha caído en el lado equivocado de la aritmética moral de un ser humano. Y veo una espiral de oscuridad espiritual. Me atrapa no solo a mí, no solo a los amigos cuya crueldad he alentado, sino también al sueño cada vez más lóbrego de Eo. ¿Comenzó todo esto con la traición de los Hijos de Ares en el Confín? ¿Con la destrucción de los astilleros Ganímedes? ¿Con mi Lluvia sobre Mercurio? Tantas concesiones en nombre de la necesidad. Tantos horrores en nombre de la libertad. ¿Dónde está la belleza que vi cuando Ragnar tendió la mano hacia Sefi en lugar de hacia su hoja cuando murió? ¿Adónde ha ido a parar nuestra humanidad? ¿Es este el motivo por el que se marchó Sevro? ¿Sintió el progreso de la destrucción e intentó de aferrarse a la luz?

Permití que el miedo desplazara a mi esperanza. Permití que la guerra se convirtiera en mí, y mis hombres me siguieron.

No merece la pena pagar con mi ejército por el de Atalantia.

Si muero, no debería ser quitándole la vida a esa mujer, sino salvando la de mis hombres.

—Rhonna, te necesito. —Esas tres palabras la hacen diez metros más alta—. Tú sí puedes moverte con este maldito viento. Coge los dos drachens más rápidos y vete a buscar al Estrella de la Mañana. Encuentra a Thraxa. Diles que Tyche está perdida. Que están atacando Heliópolis. Deben cruzar el Ladón para socorrer a Heliópolis.

Se queda boquiabierta.

—Dijiste...

—Sé lo que dije.

El Ladón se ha comido tres de los mayores ejércitos que los mundos han conocido. ¿Será el mío el cuarto que lo alimente?

—¿Cómo van a cruzar el Ladón con esta tormenta? —pregunta Muecas.

—El Estrella de la Mañana será su rompetormentas. El capitán Pelus es más que capaz de llevar a cabo esa maniobra. Si no lo es, puede que Char esté con ellos. Dile a Thraxa que lo siga como una sombra. Yo llevaré las fuerzas acorazadas al otro lado de las montañas por el Paso Kylor y me reuniré con ellos en Heliópolis. Vete.

Rhonna le lanza una mirada a Alexandar, algo pasa entre ellos, y después mi sobrina se alza cuarenta metros.

—Me alegro de haberte visto, chavala —le grita Muecas mientras Rhonna se aleja en estampida.

Ahora la siguiente parte.

Cojo aire con tranquilidad y, reacio, me vuelvo para enfrentarme a Alexandar, que continúa mirando Tyche con pena.

—¿Sigue en pie tu petición? —pregunto.

Se tensa a causa de la sorpresa.

—Sí, señor.

—No habrá rescate. El mar entrará.

—Bueno, hace semanas que no me baño.

—¿Por qué haces esto? —pregunto escudriñando los fuertes huesos de su cara—. No son más que campesinos al horno.

—Ni siquiera los campesinos flotan, señor.

No hay arrogancia capaz de ocultar el dolor de su mirada. Se echa la culpa de lo de Angelia, quizá incluso de esto, pero también lo desgarra ver el sufrimiento de la ciudad. Me daba miedo que quisiera hacerlo por mí, para buscar mi favor. Durante todo este tiempo he conservado un leve desprecio hacia él, porque pensaba que lo único que le importaba al joven era mi aprobación. Pero cree en el Amanecer. Ahora lo veo, igual que me veía venir este momento. El momento en que debo elegir renunciar a su vida. Pero me ha sorprendido al decidir renunciar él mismo. No podría estar más orgulloso de él.

Se ha convertido en lo que Lorn debería haber sido. Y aunque la idea de perderlos a Orión y a él en menos de una hora está a punto de hacerme caer de rodillas, asiento con la cabeza.

—Muy bien. Llévate a tus caballeros.

—Gracias, señor. Si pudieras hacerme un favor... —Busca a Rhonna con los ojos brillantes, pero ella ya ha desaparecido en el interior—. Dile que deje de morderse las uñas. Es repugnante. —Guarda silencio—. Y que se equivocaba conmigo.

Obedeciendo un impulso, saco mi filo y estoy a punto de otorgarle la cicatriz de Único cuando él me para la mano.

—Sé lo que soy.

—¿Lo sabes? —Levanto los brazos para desabrocharme la capa de lobo de la anilla que llevo en el hombro izquierdo. Luchando para no perderla contra el viento, pongo los ganchos en el caparazón estelar de Alexandar. Él hinca una rodilla y la mira como si estuviera hecha de diamantes por entero. Lo levanto—. Los Aulladores nunca se arrodillan.

Por una vez, no tiene nada que replicar. Y menos cuando Muecas se acerca a escupirle en la cara para darle una bienvenida como es debido. El viento vuelve a meterle el escupitajo en la boca.

—El cubo y la caja tendrán que esperar, chaval.

Muecas le estrecha la mano y se tira un pedo.

—Contened a Atalantia durante el máximo tiempo posible, luego coged el último tranvía y volad el túnel a vuestra espalda. Si eso falla, volad el túnel y dirigíos a las montañas.

Me quito las baterías de repuesto. Alex las rechaza.

—Debes llegar a Heliópolis, señor.

Tiene razón, así que me las quedo.

—Entonces tu armadura se quedará sin energía antes de que llegue la mañana, pero si consigues llegar al Paso Kylor, puedes seguirlo hacia el sur y llegar a Heliópolis en dos semanas. Te prohíbo que mueras, Aullador. Quiero que me devuelvas mi capa. O Sevro no dejará de darme la lata en la vida.

—Sí, señor. —La determinación convierte su boca en una línea fina—. Hail, Segador.

Los saludo a él y a los caballeros que tiene detrás.

—Hail, Arcos.

Hace una ligera venia en dirección a Muecas.

—Un honor, señor. Soy un gran admirador tuyo.

Junto a Muecas, contemplo desde lo alto de la montaña a Alexandar y a sus hombres marcianos mientras se alejan. Acosados por la lluvia y la tormenta, los famosos Caballeros del Elíseo trotan por la ladera con su armadura púrpura y plateada para sumergirse en la ciudad inundada. Parecen los últimos lores y ladies de una era condenada. Doscientos tres contra un ejército y el mar.

Me vuelvo, con el corazón apesadumbrado, y me encamino de nuevo hacia mis hombres para guiarlos en dirección sur, a la batalla en el desierto que decidirá el destino de todos nosotros.

Edad oscura

Подняться наверх