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APARECE UN PASTOR

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Cuando estaban terminando la merienda se presentó de improviso un pastor con un rebaño de ovejas. Era un hombre de unos cincuenta a sesenta años, con la cara ennegrecida por el sol, los ojos azules, de un aire de candidez y de inocencia extraño, la expresión alegre y sonriente.

—Buenos días, señores—dijo—. Salud.

—Buenos días.

—Se merienda, ¿eh?

—Sí. ¿Quiere usted tomar pan y queso?—le preguntó Leguía.

—Es lo único que tenemos—repuso Corito.

—¡Gracias! ¡Muchas gracias!

El joven Leguía alargó al pastor un trozo de pan y queso, que comió, y luego la bota de vino.

—¿No tiene usted miedo del ganado con estas cosas de la guerra?—dijo Corito.

—Sí; por eso ando aquí, oxeando las ovejas, porque me han dicho que va a venir por estos contornos la tropa de Zurbano.

—¿Le quitarán a usted muchas ovejas?

—¡Ah, claro, si pueden!

—¿Los carlistas, o los liberales?—preguntó Leguía.

—Los dos. Unos y otros tienen hambre. ¡A ver, qué vida! Este oficio es muy emportuno, ya se sabe; pero emportuno y todo más vale cuidar del ganado que andar matando gente por ahí.

—Pero los que matan prosperan y tienen galones y sueldos—observó Leguía—, y usted no prosperará.

—Ya es comprendido—contestó el pastor—; pero uno prefiere su pobreza tranquila a los cuidados y cavilaciones.

—Más vale que esté usted contento.

—Pues contento está uno. ¿Y por qué no? Salud no falta, come uno su otana, bebe el agua limpia de la fuente, y ¿para qué se quiere más?

—¿Cuánto tardaremos desde aquí a Laguardia?—le preguntó Corito.

—De aquí, con estos caballos cansados, tardarán ustedes dos horas y media: media, hasta el puerto, y dos, desde el puerto a la ciudad. Cuando lleguen ustedes arriba, como hoy está claro, verán desde allí cinco provincias y gran parte de la Rioja. Por eso le llaman a ese sitio el balcón de la Rioja, porque de él se alcanza todo el país.

El aprendiz de conspirador

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