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FRENTE A PEÑACERRADA
ОглавлениеVarias veces se habían repetido los saltos y crujidos del vehículo en los zig-zag violentos que daba, cuando al llegar a poca distancia de Peñacerrada, cerca de una venta, uno de los ejes del coche saltó, dando un estallido y la caja del coche fué inclinándose rápidamente y hundiéndose entre las ruedas. El joven sacó la cabeza por la ventanilla y mandó al cochero que parase al instante.
El cochero tiró de las riendas; los caballos retrocedieron, y el coche fué a meterse en la cuneta y a dar un topetazo contra un talud de la carretera. El viajero abrió la portezuela y saltó al camino; luego ayudó a salir del interior a la niña y a la vieja.
—Este cochero es un salvaje—murmuró el joven elegante, y añadió—: ¿Qué vamos a hacer ahora?
El cochero contempló a los viajeros desde el pescante, sonriendo con su extraña sonrisa. Luego saltó a tierra, entró en la venta, pidió un vaso de vino, lo bebió de un trago, salió después y quedó contemplando el coche con una indiferencia notable.
—¿Esto no se podrá arreglar?—preguntó el joven al cochero.
—¿Esto?
—Sí.
—Yo, al menos, no sé arreglarlo.
—Ya lo veo. ¿Dónde ha aprendido usted el oficio de cochero?
—¿Por qué lo dice usted?
—¡Por qué lo voy a decir! Porque dirige usted muy bien.
—¡Qué vamos a hacer, Dios mío!—exclamó la vieja.
—Nos quedaremos aquí—contestó la muchacha.
—¡Parece mentira que digas esas tonterías, Corito! Parece mentira—replicó la vieja, con voz agria.
—¡Y qué le vamos a hacer! Yo no tengo la culpa.
—¿Qué pueblo es éste?—preguntó el joven al cochero, que se había sentado en un montón de piedras del camino, y parecía más dispuesto a dormirse que a otra cosa.
—¿Este pueblo?
—Sí. ¿Qué pueblo es?
—Peñacerrada... Buen pueblo de pesca.
Y como si el esfuerzo para decir esto le hubiese aniquilado, balbuceó algunas palabras ininteligibles, sonrió, inclinó la cabeza y se quedó completamente dormido.
Los tres viajeros avanzaron por la carretera hasta un estrecho camino que subía a Peñacerrada. Era una calzada sinuosa, entre dos paredes llenas de maleza; un verdadero río de fango y de inmundicias.
La muchachita y la vieja, horrorizadas, afirmaron que por allí no se podía pasar.
—Vamos a ver si hay algún camino más arriba—dijo el joven.
Siguieron por la carretera y a unos cien pasos se encontraron con otra calzada, igualmente estrecha y hundida, con las márgenes pobladas de zarzas, y el fondo lleno de lodo y de detritus; que echaba un olor pestilente.
La vieja y la niña encontraron que no se podía cruzar.
—Yo voy a subir al pueblo—dijo el joven—y volveré. Si hay posada donde pararnos, nos quedaremos aquí, y si no, ya veremos lo que se hace.
—Me parece bien—contestó la muchacha—; pero no vaya usted a pie por ahí; se va usted a poner perdido. Tome usted uno de los caballos del coche.
—Es verdad; eso haré.
El joven desenganchó uno de los caballos, montó en él y tomó el ronzal como brida.
—Me voy a hundir en esta alcantarilla maloliente—dijo después, con aire de indiferencia, dirigiéndose a la muchacha—; si hubiera que hundirse en el infierno, por usted lo haría lo mismo. Puede usted creerlo, Corito.
—Muchas gracias, señor Leguía—dijo la aludida, sonriendo.
El joven levantó su sombrero de copa y se inclinó finamente. Luego hizo avanzar al caballo por el camino; fué hundiéndose el animal, hasta dar con el vientre en el cieno, y siguió hacia adelante, chapoteando en aquella cloaca, hasta dar en una empalizada que cerraba la muralla.