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3.2.6. Participación/Co-gobernanza/Diálogo civil

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Sin discutir que el poder de dirección de la política pública, para lo cual está sobradamente legitimada en una sociedad organizada democráticamente, recae en la autoridad oficial –gobierno o instancia de la administración responsable–, la participación de los grupos de interés de dicha política es hoy condición absolutamente necesaria, hasta el punto de constituir un elemento definitorio y hasta de validez. No se concibe ya la política pública sin que en su dibujo, desarrollo, aplicación y seguimiento estén integradas, mediante vías efectivas de participación, todas las expresiones con potencial interés en la misma, a saber, la ciudadanía más directamente concernida –a título particular y grupal–, las organizaciones cívicas intermedias, el tercer sector, la sociedad civil, en suma. La gobernanza de las políticas públicas se ha comunitarizado, abriéndose, no solo como factor de legitimidad reforzada, sino asimismo de eficacia y resultados, a la presencia y a la influencia del entorno civil de esa política. Y no como favor que generosamente se dispensa, al arbitrio del propio poder director, apto para ser revocado si así lo decide soberanamente el gobierno y la administración, sino como regla ínsita de funcionamiento. Esta gobernanza enriquecida que supone una participación estructurada confiere legitimidad ampliada a las políticas públicas, las torna más permeables y receptivas a las aspiraciones y deseos cívicos, las robustece y contribuye asimismo a su eficacia, por cuanto extiende la base social que se sentirá en mayor grado identificada y hasta coprotagonista de esa parte de la acción pública.

La participación es un proceso vivo y dinámico, que el poder director debe promover y alentar, no experimentar como una limitación o una penosa servidumbre, que tratará de eludir, inhibir o minimizar. Debe producirse en todas las etapas o fases de la política pública –tanto en el origen como en la culminación– y ha de adoptar también todas las modalidades en cuanto a intensidad, desde la consulta estrecha –cuyo carácter sistemático es ineludible–, la presencia activa en órganos y foros de debate y contraste, hasta llegar, en la expresión máxima de la interlocución, a la codecisión, cuando esta proceda.

La participación no consiste en mero desiderátum, en una aspiración de perfección de la política pública que opera como horizonte inalcanzable por más que se persiga. Es ya un imperativo jurídico en virtud de normas internacionales y españolas que compele al poder director de la política pública, el cual ha de proporcionarle efectividad. Tampoco es algo informe, confuso y difuso, sino que está delineado y configurado. Los procesos participativos7 están instrumentados y protocolizados, dentro de su elasticidad, por lo que son inmediatamente utilizables. No hay excusa para desatenderlos, de ningún modo. Ha surgido así y se ha puesto en práctica la noción de diálogo civil8 –adjetivado de esta guisa para distinguirlo del social, con mayor trayectoria y reconocimiento institucional– en el que toma cuerpo y se despliega la sistematización de la participación cívica en las políticas públicas9.

Una arquitecta del cambio social desde el activismo y las políticas públicas. Testimonios de rutas compartidas con Isabel Martínez Lozano

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