Читать книгу La distancia entre nosotros - Reyna Grande - Страница 10

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No pasó mucho tiempo hasta que Élida se convirtió en nuestra enemiga. Ella era la nieta preferida y siempre se aseguraba de que no lo olvidáramos. Cuando llegó a la casa de la abuela Evila hacía seis años, cuando ella tenía siete, mi abuela echó a mi abuelo de la cama para hacer sitio para Élida en su habitación. Le daban todo lo que quería: un vestido nuevo, un nuevo par de zapatos, lujos y horas ilimitadas de televisión. Ante la insistencia de mi abuela, su madre incluso le enviaba regalos. Una vez recibió un walkman de El Otro Lado y se convirtió en la envidia de todo el vecindario. Se pasaba horas en la hamaca escuchando en su walkman canciones de Michael Jackson, mientras nosotros tres limpiábamos la casa de punta a punta.

Una vez, mi abuela consideró que Élida debía aprender a escribir a máquina para convertirse en la mejor secretaria de la historia de Iguala y, al poco tiempo, una máquina de escribir llegó de El Otro Lado. Se pasaba horas tecleando mientras nosotros no hacíamos otra cosa que las tareas del hogar y esperar regalos de El Otro Lado.

Nunca compartió sus cosas con nosotros y, cuando nos dejaba jugar con sus muñecas, teníamos que hacer de sirvientas mientras ella hacía de mujer adinerada. ¡Era incluso más mandona que mi abuela! No queríamos jugar con ella porque ya éramos suficientemente maltratados en la vida real como para soportarlo cuando estábamos jugando.

Pero lo peor de todo eran los apodos que Élida nos había puesto. A mí me llamaba «Patituerta» porque, como soy zurda, decía que era deforme. A Carlos lo llamaba «Calavera» porque era extremadamente flaco, excepto por su estómago inflamado por los parásitos. Y a Mago la llamaba «Piojosa» por todas las liendres que tenía en su cabeza. Carlos y yo nos aguantábamos, pero Mago no. Ella y Élida se peleaban constantemente como si fueran mujeres mayores, hasta que un día todo empeoró cuando Mago amenazó a Élida con llenarle la cabeza de piojos.

El cabello era la posesión más preciada de Élida. Era tan largo que caía por su espalda como una brillante cascada negra, y, cada dos o tres días, por la tarde, la abuela Evila se lo lavaba con jugo de limón para mantenerlo brillante y saludable. Llenaba un balde de agua, tomaba algunos limones del limonero y exprimía el jugo para añadirlo al balde.

Mago, Carlos y yo nos escondíamos detrás de un arbusto y la observábamos a través de las hojas. La abuela Evila le lavaba el cabello como si fuera una seda delicada y muy valiosa. Luego, Élida se quedaba sentada bajo el sol para que su cabello se secara y, más tarde, mi abuela se lo peinaba con pasadas cortas, empezando por las puntas. Se pasaba media hora peinando el largo, largo cabello de Élida mientras nosotros la observábamos a escondidas.

Nuestro cabello estaba lleno de piojos, nuestros estómagos, hinchados por los parásitos, pero a mi abuela no le importaba. Decía: «Quizá ni siquiera sois mis nietos».

Algunas veces deseaba que eso fuera cierto. Tampoco yo quería que ella fuera mi abuela.

—Vuestra madre no vendrá a recogeros —nos dijo Élida una tarde mientras estaba recostada con su cabello al sol para secarlo—. Ahora que ha encontrado trabajo y está ganando dólares, no querrá regresar, creedme.

Tres semanas atrás, mamá nos había llamado por teléfono para contarnos que había encontrado trabajo en una fábrica de ropa. Dijo que finalmente podía ayudar a papá a ahorrar para la casa y prometió enviarnos dinero para comprar zapatos y ropa. No podíamos decirle que no se preocupara, que el dinero que mandaba desaparecía cuando la abuela iba al banco a recogerlo. Mi abuela se sentaba a nuestro lado mientras hablábamos por teléfono, y si hubiéramos dicho algo malo de ella nos habría pegado.

—Volverá. Estoy segura —le dijo Mago a Élida.

Durante los dos meses y medio que habíamos estado allí, mis padres nos habían llamado todos los fines de semana. Mago siempre le recordaba a mamá su promesa de regresar en un año.

—No te engañes a ti misma —le dijo Élida—. Se olvidarán de ti por completo, ya lo verás. Siempre seréis los pequeños huérfanos.

—Habla por ti. Es tu madre la que no volverá —le contestó Mago, furiosa—. ¿Acaso no tiene otro niño en El Otro Lado?

Cuando mi hermana le recordó la existencia de su hermano estadounidense, Élida miró hacia otro lado. La abuela Evila salió de la casa con un gran peine de plástico. Se sentó detrás de Élida y comenzó a peinar su largo cabello con aroma a limón. Élida se quedó en silencio, sin responderle nada a la abuela cuando le preguntó qué le pasaba.

Una hora más tarde, Élida regresó al patio. Se recostó sobre la hamaca y se quedó mirándonos mientras realizábamos las tareas del hogar. Mago limpiaba y yo regaba las macetas de vincas y geranios de la abuela Evila. Por su parte, Carlos se encontraba en el patio trasero ayudando a mi abuelo a cortar el césped.

Élida se mecía en la hamaca mientras se comía un mango que había comprado en la tienda de don Bartolo. Era un delicioso mango cortado en forma de flor, con la pulpa amarilla espolvoreada con chile rojo. Se me hizo la boca agua al verla dando un mordisco.

—Mi mamá me ama —dijo.

—Oh, cállate —le dijo Mago.

Se volvió hacia Élida con la escoba y empezó a barrer en su dirección.

—¡Huérfana estúpida! —gritó Élida, escapando a toda prisa de la nube de polvo que Mago había formado—. ¡Piojosa!

—¿Y qué si tengo piojos? —le replicó Mago—. Si te descuidas te los pasaré todos a ti y veremos qué ocurre con ese hermoso cabello que tienes.

Mago tiró de mí y comenzó a escrutar mi pelo.

—Mira, mira, ¡un piojo! —exclamó, sosteniéndolo a la vista de Élida.

—¡Abuelita, abuelita! —comenzó a gritar Élida con los ojos bien abiertos por el miedo.

Entró en la casa agarrando su larga trenza. Mago y yo nos miramos.

—Mira lo que has hecho. Ahora sí que nos darán nuestro merecido —le dije.

Creí que mi abuela nos golpearía con su cuchara de madera, o con una rama o una sandalia, como hacía siempre. En realidad, hubiera preferido una paliza a lo que pasó.

Por la noche, cuando mi tía regresó del trabajo, la abuela Evila le pidió que se encargara de nuestros piojos. Mi tía le dio dinero a Mago para que fuera a comprar queroseno, un combustible realmente apestoso que se usa para encender las lámparas y también para matar los piojos. Los últimos rayos de luz desaparecían y la oscuridad caía sobre nosotros. Mi abuela quiso encender la bombilla del patio, pero no funcionaba. Esa noche no había luz. Trajo algunas velas y las colocó sobre el tanque de agua.

Cuando Mago regresó con el queroseno, mi tía nos hizo sentar uno por uno.

—¿Qué pasa si no funciona? —preguntó Élida.

—Si el queroseno no sirve, ¡os cortaré todo el pelo! —dijo la abuela Evila.

Al oír las palabras de mi abuela, me quedé helada. La tía Emperatriz me peinó con una lendrera y luego me hizo inclinar la cabeza hacia atrás y vertió un poco de queroseno sobre mi cabello. El olor hizo que empezara a marearme. Mi tía se aseguró de que todo el pelo se hubiera impregnado y entonces lo envolvió en una toalla y puso una bolsa de plástico sobre esta para inmovilizarla. Me quedé sentada, tan quieta que podía oír el zumbido de los mosquitos a mi alrededor. Me picaban en las piernas y brazos, pero el solo hecho de pensar que pudieran raparme la cabeza impedía que me moviera.

—Ahora, a la cama —nos dijo mi tía cuando terminó—, pero manteneos lejos de las velas.

Mi abuela nos había adjudicado una cama de dos plazas para que la compartiéramos los tres. Estaba en un rincón del dormitorio de mi abuelo. Yo dormía en el medio, entre Mago y Carlos, para no caerme al suelo. Por la noche nos acurrucábamos bien apretados, a pesar de que Carlos había comenzado a mojar la cama al poco tiempo de la partida de mamá.

Pero esa noche no estaba preocupada porque me mojaran con pis. Fue una noche larga, ¡estábamos inquietos y no podíamos dormir! Lo único que quería hacer era rascarme, rascarme, rascarme, pero no podía. El abrumador olor del queroseno me mareaba, así que intentaba contener la respiración tanto como podía y, cuando mis pulmones ya no aguantaban más, tomaba otra bocanada de aire y sentía cómo mi cabeza daba vueltas como una peonza. Al final me llevé las manos a la toalla y tiré con fuerza de ella, porque ya no podía soportar el dolor.

—No te la quites —me dijo Mago.

—Me duele mucho —le contesté—. Necesito rascarme. Lo necesito de verdad.

—¡Noto como si mi cabeza estuviera en llamas! —agregó Carlos—. No lo soporto más.

—¡No lo hagas! —gritó Mago—. Nos cortarán el pelo si lo arruináis ahora.

—¡No me importa! —le contestó Carlos, quitándose la toalla con un movimiento rápido.

Media hora después, yo hice lo mismo.

La abuela Evila cumplió su palabra. La tarde siguiente, cuando mi abuelo regresó del trabajo, le pidió que sacara la máquina de cortar el pelo y unas tijeras. El cabello de Carlos desapareció por completo. Pasamos nuestras manos sobre su cabeza rapada y notamos los cortos pelitos rasposos sobre nuestras palmas. Cuando Élida lo vio, estalló de risa.

—Ahora sí que pareces un esqueleto. —Y comenzó a cantar una canción—: «La calavera, rapada entera. La calavera, rapada entera».

Me reí porque era una canción graciosa y, además, podía imaginarme un esqueleto delgado y sin vida bailando con ese ritmo.

—Regina, tu turno —dijo la abuela Evila.

—¡Por favor, abuelita, no! —grité mientras ella me arrastraba hacia la silla.

Mi abuelo me dio un cachete y me ordenó que me quedara quieta.

—Tú decides si quieres moverte —dijo al ver que no me estaba quieta—. Después no me culpes del resultado.

Me agité llorando y pidiendo a gritos que mi madre regresara. Me odiaba por haber sido tan débil la noche anterior y haberme quitado la toalla. Las lágrimas corrían por mi rostro mientras lloraba por mi cabello. Porque me encantaba mi cabello. Era lo único bonito que tenía, unos rizos tan perfectos que las mujeres se detenían en la calle para tocarlos mientras le decían a mi madre: «Qué pelo tan hermoso tiene su hija. Parece una muñeca», y mamá sonreía con orgullo.

—¡No te muevas, Nena, le está saliendo muy mal! —me gritó Mago.

Pero no la escuché, y las tijeras sonaron junto a mi oreja. Me agité aún más al ver mis rizos caer al suelo y sobre mis piernas, como si fueran los pétalos de una flor. Al rato, las gallinas de mi abuela aparecieron cacareando para ver qué estaba ocurriendo. Se acercaron hasta mis rizos y comenzaron a sacudirlos. Los pisaban y los arrastraban con sus patas por el suelo de tierra.

Al final, cuando el abuelo Augurio terminó, corrí hasta el espejo. Mi cabello era ahora corto como el de un varón y estaba tan mal cortado que parecía que una vaca lo había arrancado a mechones. Me escondí bajo las sábanas. Miré la fotografía de papá colgada en la pared. Me había mirado en el espejo las veces suficientes para darme cuenta de que sus ojos rasgados eran iguales a los míos. Ambos teníamos una frente pequeña, mejillas grandes y una nariz bastante ancha. Y ahora, el cabello corto y negro.

—¿Cuándo volverás? —le pregunté al Hombre Tras el Cristal—. ¿Me quieres?

Deseaba tener una fotografía de mamá. Quería decirle que extrañaba estar con ella. Extrañaba ir al canal y sentarme sobre las rocas mientras ella lavaba nuestra ropa y me contaba historias. Cuando el agua estaba tranquila, me dejaba meterme y perseguir la espuma de jabón cada vez que sumergía la ropa para enjuagarla.

Extrañaba ir a visitar a la abuelita Chinta y echar una siesta en su cama mientras ellas hablaban. Extrañaba dormirme escuchando la voz de mamá y el arrullo de las palomas de mi abuela. Y también echaba de menos acurrucarme con ella en la cama que antes compartía con papá. Mago y yo siempre tratábamos de darle calor a mamá para que no lo extrañara tanto.

Mago entró y me dijo que era hora de cenar. La miré y el odio me invadió porque a ella no le habían cortado el cabello. Resistió la condenada picazón toda la noche y, cuando se levantó por la mañana, los piojos estaban todos muertos. Aunque se lavó el cabello veinte veces con el champú de la tía Emperatriz, que olía a rosas, aún apestaba a queroseno. Pero al menos no parecía un varón.

—Déjame sola —le dije.

—Vamos, Nena, ven a comer.

A mi panza no le importaba que mi cabello se hubiera echado a perder. Rugía de hambre, y no tuve más opción que ir hacia la cocina, donde todos podían verme. La tía Emperatriz, que estaba trabajando cuando me cortaron el cabello, suspiró sorprendida al verme.

—Ay, madre, ¿qué le has hecho a esta pobre niña? —preguntó.

—¿Qué niña? ¿No es Carlos? —dijo Élida. Cuando la miré, comenzó a reírse y agregó—: Ups, creía que eras tu hermano.

Esa noche soñé con mamá. En el sueño, ella estaba lavando mi largo cabello negro con jugo de limón y lo acariciaba con tanta suavidad que me hacía suspirar de placer. Me desperté con un dolor en el corazón y muchas ganas de llorar. Luego me di cuenta de que Carlos había mojado la cama y de que yo estaba empapada.

La distancia entre nosotros

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