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ОглавлениеMago y Élida tenían la costumbre de quedarse junto a la entrada todas las tardes para esperar al cartero, que pasaba en su bicicleta. Si traía correo, hacía sonar el timbre, un suave tintineo que podría transformarse en el sonido más hermoso del mundo si el correo era para ti.
Pero yo no lo sentía de esa forma, sino como una pequeña aguja que atravesaba mi corazón dolorosamente, ya que nunca sonaba para nosotros. Siempre era para Élida o para los vecinos.
Un día lo vimos acercarse en su bicicleta haciendo movimientos torpes sobre el camino de tierra, ya que no era tan buen ciclista como el panadero. En la parte trasera de su bicicleta llevaba una caja sujeta con cuerdas y, a medida que se acercaba a la casa, empezó a sonar el tintineo del timbre. Mi corazón estaba roto porque sabía que el sonido no sería para mí. Élida nos apartó y le sonrió al cartero con los brazos extendidos, lista para recibir el paquete. En dos días sería Navidad, pero, si bien en México los niños no recibían regalos ese día, sino el 6 de enero, el Día de los Reyes Magos, Élida nos decía que su madre le había enviado un regalo de Navidad porque es lo que hacen en El Otro Lado, y su madre sabía todo sobre la cultura estadounidense.
Pero ¡la caja no era para Élida! El cartero se la entregó a Mago y se marchó de la casa, como un hada que desaparece en la distancia haciendo sonar su campanilla.
—Ese estúpido se habrá confundido —dijo Élida mientras intentaba quitarle la caja de las manos a Mago.
—No se ha equivocado —le dijo Mago.
Carlos y yo también sujetábamos la caja para que Élida no pudiera quitárnosla. Cuando vio que llevaba el nombre de Mago, Élida fue hacia la casa refunfuñando y llamando a la abuela Evila.
Abrimos la caja para ver qué contenía. ¡Regalos de nuestros padres! Papá y mamá nos habían enviado a Mago y a mí dos vestidos idénticos. La parte de arriba era blanca y la de abajo de color púrpura, como las flores del jacarandá. El cuello estaba fabricado con un tejido de encaje y adornado con hermosas orquídeas de seda. También nos enviaron zapatos de charol brillantes. Carlos, por su lado, recibió unos vaqueros y una camisa.
Nos abrimos paso a toda prisa hacia la habitación de mi abuelo, para ponernos la ropa nueva. Pero nuestros padres no se habían percatado de que, mientras no estaban, habíamos crecido, como si de alguna forma en El Otro Lado el tiempo se hubiera detenido y yo no hubiera cumplido seis años, Mago diez y Carlos casi nueve. Los zapatos eran demasiado pequeños, igual que los vestidos. Incluso las mangas de la camisa de Carlos terminaban a unos cinco centímetros por encima de sus muñecas. La falda de mi vestido ni siquiera me rozaba las rodillas.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Carlos, desabrochándose la camisa nueva—. Quizá deberían habernos enviado algunos juguetes.
Mago le dio un cachete.
—¡Ay! ¿Por qué me pegas? —preguntó Carlos, frotándose la cabeza.
Mago se sentó en la cama y suspiró.
—No lo sé —dijo finalmente.
Se quedó mirando fijamente el suelo de tierra. Su actitud hacía que me preguntara en qué estaba pensando. Miré los zapatos. Una parte de mí quería usarlos desesperadamente. Eran nuevos. Nuestros padres nos los habían mandado. ¡Eran de Estados Unidos! Pero luego pensé en ellos. El hecho de que ni siquiera supieran qué talla usaba me hacía querer tirar los zapatos a la basura.
Nos miramos los tres. En ese momento comprendimos que la distancia entre nosotros y nuestros padres nos estaba destrozando.
Mago se levantó para hablar.
—Vamos, Nena. Lavémonos los pies.
Limpiamos la suciedad que cubría nuestros pies y nos pusimos los bonitos zapatos brillantes.
—Dobla los dedos hacia adentro —me aconsejó.
Hice lo que me dijo y de esa forma los zapatos no apretaban tanto.
Mago, Carlos y yo nos cogimos de las manos y comenzamos a dar vueltas en círculo, girando y girando, mezclándonos hasta parecer una nube púrpura, rosa, blanca y azul. Luego, sin soltarnos, corrimos hacia fuera, hacia la calle, riendo y llorando a la vez.
Y mientras corríamos más allá de la tienda de don Bartolo, cruzando el descampado en dirección a la iglesia, atravesando la fábrica de tortillas y nuestra antigua casa, todos miraban nuestra ropa nueva sin decir «pobres pequeños huérfanos». Nuestros vecinos admiraban nuestra bonita ropa y los zapatos traídos desde lejos, sin saber que, cuando regresáramos a casa, nuestros pies estarían llenos de ampollas.