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Estuvimos seis meses en casa de la abuela Evila, y fue peor que estar en prisión. No nos dejaba salir a menos que fuera para una urgencia. Ni siquiera nos dejaba jugar con los vecinos porque decía que éramos su responsabilidad y no quería que nos metiéramos en líos. Pero los sábados por la mañana, cuando ella y Élida se iban al centro, nos escapábamos de casa para ir al descampado. Allí había un coche abandonado en el que nos gustaba jugar. El vehículo estaba todo oxidado y con los asientos llenos de agujeros. No tenía neumáticos, pero el volante funcionaba a la perfección.

—¿Adónde vamos hoy? —preguntó Carlos, sujetando el volante.

—Hacia El Otro Lado —le respondí.

—¡Brum, brum! Allá vamos —dijo él.

Los ruidos se tornaron más fuertes y el coche aceleró.

—¡Sujetaos fuerte para el salto! ¡Yupiii!

Mientras él conducía, yo miraba hacia La Montaña que Tiene Dolor de Cabeza y estaba segura de que El Otro Lado estaba justo allí. Mago decía que Estados Unidos estaba realmente lejos, pero ¿qué podría ser más lejano que un pueblo desconocido al otro lado de la montaña?

—Ve hacia allí —le dije a Carlos, señalándole la montaña—. Allí es donde están mamá y papá.

Carlos comenzó a hacer ruidos otra vez, el motor aceleró y, en pocos segundos, ya estábamos en camino. «¡Yupiii!»

Desde que decidí creer que mis padres estaban al otro lado de La Montaña que Tiene Dolor de Cabeza, todas las noches miraba hacia allí y les deseaba buenas noches. Por la mañana les deseaba buenos días. Carlos y Mago también lo hacían, aunque Élida se reía y decía que éramos idiotas por creer que nuestros padres estaban tan cerca de nosotros.

—Mi mamá y mi papá están tan cerca como yo quiero que estén —le solté.

Al principio no sabía realmente dónde encontrar a papá. Lo único que tenía de él era una fotografía. Pero un día, mientras caminábamos hacia una tienda, Mago se detuvo en la puerta de una casa para escuchar la canción Escuché las golondrinas, que sonaba en una radio.

—A papá le encantaba esa canción —me dijo y, desde ese momento, comencé a encontrarlo en la voz de Vicente Fernández.

En otra ocasión, de camino a la fábrica de tortillas, el cartero pasó en su bicicleta muy cerca de nosotros y dejó a su paso un aroma bastante fuerte, parecido a la canela, y Mago exclamó:

—¡Así es como olía papá!

Y aprendí a encontrarme con él en una botella de Old Spice que rescatamos de un montón de basura.

Por otro lado, mamá era mucho más fácil de encontrar. Ella estaba en el aroma que emanaba el champú de esencia de manzana que mi tía nos había comprado, en la fragancia de los perfumes de Avon que llevaban sus viejas amigas cuando hacía cola con ellas en la fábrica de tortillas. Veía el color de sus labios en las buganvillas que trepaban por las paredes de la casa de mi abuela; oía su voz en las letras de sus canciones favoritas de Los Dandys. Y cuando la abuelita Chinta venía a visitarnos, mamá estaba presente en los ojos de su madre.

No había un día en el que no visitara el pequeño cuarto en el que nací. Dibujaba un círculo alrededor del lugar donde estaba enterrado mi cordón umbilical y pensaba en ese cordón tan especial que me conectaba con mamá.

Cada dos semanas, cuando llamaban, encontraba a mis padres en el teléfono de mi abuela. Pero esos preciosos minutos que la abuela Evila nos dejaba hablar pasaban siempre demasiado rápido. Dos minutos para decirles todo lo que sentía. Había muchas cosas que contarles, pero una noche de agosto no dijimos nada. Fue mamá quien habló, nos dio la peor noticia de todas.

Estaba embarazada.

—Ya nos está reemplazando —dijo Mago, entregándole el teléfono a la abuela Evila.

Nos marchamos hacia la habitación que compartíamos con nuestro abuelo y, como no tenía puerta, solo una delgada cortina, podíamos escuchar todo lo que nuestra abuela les decía a mis padres sobre lo difícil que era la situación y si podían enviarle más dinero.

—Vuestros hijos necesitan zapatos y ropa… —decía la abuelita Evila.

Sin embargo, la última vez que le enviaron el dinero que les había pedido, lo usó para hacerle un nuevo vestido a Élida.

—Nos dejarán aquí y se olvidarán de nosotros —dijo Mago.

Carlos y yo tratamos de hacerla sentir mejor, pero no sirvió de nada. Abracé a mi hermana y lloré con ella. Estaba muy enfadada con mis padres. No podía entender por qué le habían pedido a Dios otro niño. ¿Acaso nosotros tres no éramos suficiente? Me llevé un dedo al ombligo y pensé en el cordón que me mantenía unida a mi mamá. Mientras ese cordón existiera, nunca me olvidaría, no importaba cuántos niños tuviera. Pero papá…, ¿qué me mantenía unida a él? ¿Qué le impedía olvidarme?

El día siguiente a la llamada telefónica, Mago se negó a ir a la escuela y Carlos tuvo que ir solo, sin compañía. Ella pasó todo el día en nuestra habitación. Cogió un libro de historia y lo hojeó hasta que encontró un mapa. Trazó una línea entre dos puntos y, como yo todavía no sabía leer, no entendía las palabras.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté, y ella me mostró el mapa.

—Aquí está Iguala. Y aquí, Los Ángeles, y esta… —añadió arrastrando un dedo entre un punto y el otro— es la distancia entre nosotros y nuestros padres.

Enseguida me llevé la mano al ombligo.

—Pero estamos conectados —le dije.

Mago se encogió de hombros.

—Me lo inventé para que te sintieras mejor.

—¡Mentirosa! —exclamé.

Le di una patada en la pantorrilla y salí corriendo de la habitación, con un dedo aún sobre el ombligo. Me escondí en el cuartito en el que había nacido y lloré hasta dormirme.

Al cabo de un rato me desperté por los gritos de alguien que llamaba a mi abuela en la puerta. Salí y me encontré con doña Paula. Como vivíamos en las afueras de Iguala, no teníamos agua corriente. Doña Paula venía cada tres días para traernos agua del pozo comunitario. Tenía un burro que llevaba dos grandes baldes de agua en sus alforjas. Sus dos hijos iban montados en el animal mientras ella caminaba a su lado con las riendas.

—Buenas tardes —le dijo a la abuela Evila mientras cruzaba la cerca con el burro.

Como siempre, besó a sus hijos en la boca mientras los ayudaba a bajar del burro uno a uno. Nosotros ya no teníamos a nuestra madre para darle besos, y ahora ella tendría un bebé nuevo a quien besar.

—Mira a esos niños de mamá —dijo Mago detrás de mí—. Menudo par de cursis.

Cuando su madre no miraba, les saqué la lengua.

Doña Paula les dijo a sus hijos que jugaran con nosotras mientras ella hablaba con mi abuela. Nos encantaba jugar en el patio, pero ese día Mago no quería estar con los hijos de doña Paula. Por eso se fueron a entretenerse por su cuenta y nosotras nos dirigimos hacia la cara norte de la casa, donde estaba la galería. Junto a la cerca que rodeaba el terreno de la abuela había una enorme pila de estiércol.

—Nena, ve a buscar dos tortillas —me dijo Mago sacudiéndome por los hombros.

—¿Para qué?

—Tú hazlo. Y caliéntalas, no las queremos frías.

Entonces me escabullí en la cocina, con cuidado para que mi abuela y doña Paula no me pillaran. «¿Qué estará tramando Mago?» Regresé a toda prisa y le entregué las tortillas. Saltó por encima de la cerca, recogió un poco de estiércol con un palo y lo untó en las tortillas. Luego las dobló por la mitad y fue a buscar a los hijos de doña Paula.

—¿Tenéis hambre? —les preguntó.

—No queremos nada —le contestaron, mirando los tacos con desconfianza.

Mago cerró el puño frente a ellos.

—Si no os los coméis, os atizaré —los amenazó—. Lo digo en serio.

—Mago, detente —le pedí—. ¡Por favor!

Pero ella me apartó a un lado. Me dieron ganas de llorar porque ya no reconocía a mi hermana. No era culpa de esos niños que mamá nos hubiera dado la peor noticia. No era culpa suya que aún tuvieran una madre y la nuestra, en cambio, estuviera muy, muy lejos.

Me horroricé cuando los niños dieron un bocado a los tacos. Abrieron los ojos con asco cuando empezaron a masticar, y escupieron al suelo.

—¿Qué llevan?

—Solo son tacos de frijoles —les contestó Mago.

—No los queremos —respondieron, y corrieron hasta su madre.

—¡No puedo creer lo que has hecho, Mago! —exclamé.

Observamos cómo doña Paula hacía su rutina: primero aupaba a un niño, lo besaba en la boca y lo colocaba sobre el burro. Cuando levantó al más pequeño y lo besó, puso una expresión de asco. Lo olfateó una y otra vez y le quitó algo de los labios.

—Hueles a caca, hijo —le dijo. Lo olfateó una vez más y añadió—: ¡Es caca! ¿Por qué tienes caca en la boca?

El pequeño nos señaló y le dijo que les habíamos dado tacos de frijoles.

—Vosotras, pequeñas brujas, ¿por qué habéis dado de comer caca a mis hijos?

No esperamos a oír lo que la abuela Evila tuviera que decir. De inmediato corrimos a toda prisa hasta el patio trasero y trepamos a un árbol. Nuestra abuela nos llamó, pero no bajamos. Cuando nos vio se puso debajo de nosotras y comenzó a sacudir una rama.

—¡Será mejor que bajéis ahora mismo!

No le hicimos caso. Finalmente se cansó de gritar y regresó a la casa.

—Ya bajaréis cuando tengáis hambre.

Estuvimos allí hasta que Élida y Carlos regresaron de la escuela. Carlos no logró hacernos bajar, así que trepó al árbol y, cuando ya estaba sentado con nosotras, le contamos lo que habíamos hecho.

—La gente nos llama pequeños huérfanos porque es lo que somos, ¿no lo ves? —dijo Mago.

Carlos trató de hacerla reír contándole una de sus bromas favoritas sobre un niño llamado Pepito.

—Cállate —le dijo ella.

El sol se ocultó y pronto las luciérnagas comenzaron a salir a merodear por el lugar. Los mosquitos también revoloteaban con su zumbido habitual y nos picaban una y otra vez. Teníamos el trasero dolorido de haber estado sentadas tanto tiempo en esa rama. Al cabo de un rato, desde allí arriba, vimos a la tía Emperatriz llegar a casa.

—Ay, Dios mío, niños, ¿qué hacéis ahí arriba a estas horas?

Bajamos para contarle lo que habíamos hecho. Nuestra tía intentó que la abuela Evila no nos pegara, pero no lo logró. La abuela nos golpeó uno por uno, comenzando por Mago, ya que fue la instigadora. Mago se mordió los labios para no llorar cuando la rama cortó el aire e impactó contra sus piernas, espalda y brazos. Carlos, en cambio, sí lloró. Primero, porque no había hecho nada, y segundo, por la humillación a la que lo sometía la abuela Evila al forzarlo a bajarse los pantalones, porque, según ella, si lo golpeaba con los pantalones puestos, no aprendería la lección. Yo grité como la mismísima Llorona y pedí a gritos que mi madre perdida viniera a salvarme.

La distancia entre nosotros

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