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Todos los días, mientras Mago y Carlos estaban en la escuela, me quedaba junto a la cerca mirando el camino de tierra en el que mamá había desaparecido, deseando verla regresar.

—Ve adentro, Nena —me dijo Mago cuando llegó con Carlos de la escuela.

Me acompañó al interior de la casa, donde pasamos el resto de la tarde haciendo las tareas del hogar.

—No os quedaréis aquí gratis —nos había dicho la abuela Evila en cuanto la puerta se cerró detrás de nosotros la mañana en que mamá se marchó. Y ahora ya sabía qué significaba eso.

Habían pasado dos semanas y todo el vecindario sabía que nuestra madre se había ido. No podíamos ir a ningún sitio sin que la gente nos mirara con lástima. Un día, de camino a la fábrica de tortillas, Mago y yo pasamos frente a la casa del panadero, y su esposa nos miró y le dijo a su marido: «Míralos, pobrecitos, los pequeños huérfanos».

—¡No somos huérfanos! —le grité.

Cogí una piedra para tirársela, pero me detuve al comprender que mamá se sentiría muy decepcionada si lo hacía. Así que la solté y cayó al suelo.

Sin embargo, la esposa del panadero había visto la mirada en mis ojos. Sabía lo que yo había estado a punto de hacer.

—¡Qué vergüenza, niña! —me regañó—. Desearía que la tierra me tragara si tuviera una hija como tú.

—Vamos, no seas tan dura con la niña —le dijo el panadero—. Es muy triste no tener a tus padres.

Se subió a su bicicleta y se marchó a hacer el reparto del pan. Lo observé hasta que dobló la esquina, hipnotizada por cómo maniobraba la bicicleta entre las piedras por el camino de tierra sin perder el equilibrio y sin que se le cayera el pan de la enorme canasta que llevaba en la cabeza.

—Si tu madre regresa alguna vez, le hablaré de tu comportamiento —dijo la esposa del panadero, señalándome con un dedo.

Entró en su casa y cerró la puerta de un golpe.

—No te entiendo —dijo Mago, sacudiéndome con la canasta de las tortillas.

Mis ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Es que no somos huérfanos!

Estaba demasiado enfadada para hablarme. Me agarró fuerte por la muñeca y tiró de mí hacia la fábrica de tortillas. Me tropecé con una piedra y me hubiera caído de no ser porque Mago me tenía agarrada. Aminoró la marcha y comenzó a aflojar la presión en mi muñeca.

—No quiero que la gente sienta lástima de nosotros —le dije.

De pronto se detuvo y se llevó una mano a las cicatrices de su rostro, causadas por un accidente que tuvo cuando era pequeña. Tenía una en la mejilla, una en el párpado y otra en el puente de la nariz. La gente siempre sentía lástima por Mago debido a las heridas, y ella no lo soportaba.

—Siento haberte pegado, Nena —me dijo.

La perdoné de inmediato.

Cuando regresamos de la fábrica de tortillas, mi prima Élida estaba esperando junto a la cerca, preguntando por qué habíamos tardado tanto.

—¿No veis que tengo hambre?

Élida, de trece años, tenía un rostro regordete y circular, con grandes ojos saltones que se parecían a los de una rana. Yo pensaba que, como todos estábamos en la misma situación (nuestros padres nos habían abandonado), podríamos ser amigas. Pero Élida no estaba interesada en ser nuestra amiga. Al igual que los vecinos, nos llamaba «pequeños huérfanos», a pesar de que su madre también la había abandonado a ella. Los hermosos vestidos que la abuela Evila le hacía en su máquina de coser, y los muchos regalos que Élida recibía de su madre desde El Otro Lado, hacían que ella pasara de ser una pequeña huérfana a una nieta privilegiada. Era todo lo que nosotros no éramos.

Al verla, me enfadé de nuevo por haber sido calificada de huérfana, porque Mago me había pegado, porque mi madre me había abandonado, porque mi padre se la había llevado lejos.

—Tu cabello parece una cola de caballo —le dije.

—¡Estúpida huérfana! —me contestó, tirándome de la coleta.

La abuela Evila cogió las tortillas que llevaba Mago y no le dijo nada a Élida por tirarme del pelo.

Carlos, Mago y yo nos sentamos en dos escalones de hormigón que llevaban de la cocina a la habitación de mi abuela, dado que en la mesa solo había cuatro sillas y ya estaban ocupadas. La abuela Evila le sirvió una porción de cerdo a mi abuelo, otra a Élida, la tercera a mi tía Emperatriz y la última a sí misma. Para cuando la sartén llegó a nosotros, solo quedaba aceite. Con una cuchara, tomó un poco y lo vertió sobre nuestros frijoles.

—Para darles gusto —nos comentó.

«Si papá estuviera aquí, si mamá estuviera aquí, no estaríamos comiendo aceite», pensé.

—¿No queda nada de carne? —preguntó la tía Emperatriz.

La abuela Evila negó con la cabeza.

—El poco dinero que me has dado esta mañana no ha durado mucho en el mercado —le explicó—. Y sus padres aún no me han enviado nada esta semana.

Mi tía miraba con detenimiento nuestros frijoles aceitosos. Cogió su monedero y le dio una moneda a Mago para que fuera a comprar un refresco. Al rato, Mago regresó de la tienda con una Fanta. Le dimos las gracias a nuestra tía y bebimos de la botella por turnos, pero el dulce sabor a naranja no eliminó por completo el aceite de nuestras bocas.

—¿Qué sentido tiene que estén en El Otro Lado si vamos a comer como vagabundos? —dijo Mago después de la comida.

Llevamos los platos sucios a la pila de piedra y luego limpiamos la mesa y fregamos el suelo. Carlos sacó la basura al patio trasero, para prenderle fuego con el resto de los residuos.

—¡Regina! —La abuela Evila llamó desde su habitación, donde estaba arreglando su vestido—. ¡Regina, ven aquí!

Tardé un momento en comprender a quién estaba llamando, ya que Regina no es mi nombre. Nací el 7 de septiembre, el día de Santa Regina, y mi abuela eligió ese nombre. Mamá no le hizo caso y me puso Reyna en su lugar.

—¿Sí, abuela? —le dije mientras me acercaba a la puerta.

—Ve a la tienda de don Bartolo a comprarme una aguja —me pidió, entregándome una moneda—. Y date prisa.

Las dos hijas de don Bartolo estaban jugando a la rayuela frente a la puerta de la tienda. Cuando pasé a su lado me señalaron y dijeron por lo bajo: «Mira, allí va la pequeña huérfana». Esta vez no lo pensé dos veces. No me importaba que todo el vecindario pensara que era una salvaje y una vergüenza para mi familia. Les tiré la moneda con todas mis fuerzas y le dio a la niña más alta justo por encima del ojo derecho. Gritó y entró corriendo a la tienda mientras llamaba a su padre. Corrí a casa tan rápido como pude, dejando la moneda en el suelo. Cuando la abuela Evila me pidió la aguja, no tuve otra opción que decirle la verdad.

Entonces llamó a Mago.

—Lleva a tu hermana a disculparse con don Bartolo y no vuelvas sin mi aguja.

Mago me agarró la mano y me arrastró a la calle con fuerza.

—Ahora sí lo has logrado —me dijo.

—¡No debería haberme llamado «huérfana»!

Me solté con fuerza de la mano de Mago y me quedé quieta. Me miró un largo rato. Pensé que me iba a pegar pero, en cambio, me cogió de la mano de nuevo y me llevó en otra dirección.

—¿Adónde vamos? —le pregunté.

No me respondió pero, en cuanto doblamos la esquina, apareció la pequeña casa donde vivíamos antes. Nos detuvimos frente a ella. La ventana estaba abierta y noté el olor de los frijoles que hervían en la cocina. Oí la voz de una mujer cantando con la radio. Mago dijo que no sabía quiénes eran los nuevos inquilinos, pero siempre sería la casa en la que habíamos vivido con nuestros padres.

—Nadie puede borrar eso —añadió—. Sé que no recuerdas para nada a papá, pero lo que recuerdes sobre mamá y esta casa son tuyos para siempre.

La seguí hasta el canal al pie de la colina. Mamá lavaba la ropa allí.

—Aquí es donde mamá te salvó la vida, Nena. ¿Te acuerdas? —me preguntó Mago.

Asentí con un nudo en la garganta. El año anterior había estado a punto de ahogarme en el canal. La estación lluviosa lo había convertido en un río muy caudaloso y la corriente era muy rápida y fuerte. Mamá me había pedido que me quedara sentada a su lado en las rocas que usaba para lavar, pero dejó que Mago y Carlos fueran a jugar al agua con los demás niños. Yo también quería ir, y por eso, cuando mamá estaba ocupada enjabonando nuestra ropa con la vista en otro lado, salté al agua. La corriente me llevó canal abajo. No hacía pie, pero mamá me agarró justo a tiempo.

Regresamos a casa de la abuela Evila sin saber qué íbamos a decirle. Antes de entrar, Mago me llevó hasta una pequeña cabaña hecha de cañas, palos y cartón que había cerca del patio. Dentro había grandes vasijas de cerámica, una enorme parrilla, algunas vasijas más y sartenes. Yo nací en ese cuartito. Allí era donde mamá y papá vivían cuando se casaron.

Me senté junto a Mago en el suelo de tierra y me habló del día en que nací de la misma forma en que lo hacía mamá. Señaló un círculo de rocas y una pila de cenizas mientras me contaba que, durante mi nacimiento, un fuego había estado prendido en ese lugar. Cuando nací, la partera me puso en los brazos de mi madre, que se volvió hacia el fuego para darme calor. Escuchaba a Mago con los ojos cerrados, y sentí el calor de las llamas y el latido del corazón de mamá sobre mi oído.

Mago señaló un lugar en el suelo sucio y me recordó que mi cordón umbilical fue enterrado allí. «Así —le dijo mamá a la partera—, dondequiera que la lleve la vida, nunca olvidará de dónde viene.»

Pero luego Mago me tocó el ombligo y dijo algo que mi madre nunca había dicho. Me contó que mi cordón umbilical era como una cinta que me conectaba con mamá.

—No importa que ahora haya distancia entre nosotros. Ese cordón estará siempre ahí.

Me llevé la mano al ombligo y pensé en lo que había dicho mi hermana. Tenía la fotografía de papá para mantenerme conectada con él. No tenía ninguna de mi madre, pero ahora mi hermana me había dado algo para poder recordarla.

—Todavía tenemos una madre y un padre —me dijo Mago—. No somos huérfanos, Nena. Que no estén aquí con nosotros no significa que ya no tengamos padres. Ahora ven, vamos a contarle a la abuela lo de la aguja.

—Me pegará —le dije mientras nos encaminábamos hacia la casa—. Y también a ti, aunque no tengas la culpa.

—Ya lo sé —me contestó.

—Espera —le dije.

Salí corriendo y crucé la cerca antes de que el miedo se apoderase de mí. Corrí hacia la calle tan rápido como pude. Frente a la tienda, las hijas de don Bartolo seguían jugando. Me miraron con furia en cuanto me vieron llegar. De pronto, mis pies no querían seguir caminando y me llevé un dedo al ombligo.

—Lamento haberte dado con la moneda —le dije a la niña.

Se volvió para mirar a su padre, que había salido de la tienda y estaba junto a la puerta.

—Mi padre dice que tenemos suerte de que trabaje en una tienda. Si no lo hiciera, debería marcharse hacia El Otro Lado. No quiero que se vaya.

—Yo tampoco quería que mi madre se fuera —respondí—. Pero volverá pronto. Y mi padre también.

Don Bartolo sacó de su bolsillo la moneda de mi abuela y me la entregó.

—Nunca creas que tus padres no te quieren —me dijo—. Han tenido que marcharse precisamente porque te quieren mucho.

Compré la aguja para la abuela Evila y, mientras caminaba de regreso a casa, me dije a mí misma que quizá don Bartolo tenía razón. Debía seguir creyendo que mis padres se habían marchado porque me querían mucho y no porque no me quisieran demasiado.

La distancia entre nosotros

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