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El curso terminó y, para celebrar las buenas notas, ¡íbamos a ir al cine por primera vez! La tía Emperatriz nos llevaría a ver La niña de la mochila azul, protagonizada por Pedrito Fernández.

Nos dirigimos a toda prisa hacia el pozo comunitario a buscar agua para bañarnos. Cuando regresamos a casa, me di cuenta de que quedaba muy poca agua de la que había recogido y de que tenía los tobillos casi en carne viva por el roce con los bordes de los cubos, y las palmas de mis manos, rojas y llenas de ampollas.

Pero pensé en Pedrito Fernández y casi podía oírlo cantar mi canción favorita: «La de la mochila azul. La de ojitos dormilones…».

Cuando salimos de casa tarareaba la canción, pero me callé cuando vi a una mujer en medio del patio con una niña pequeña en brazos. La mujer llevaba un vestido lila y tacones dorados que brillaban bajo el sol. No veía bien su rostro porque llevaba puestas unas enormes gafas de sol. Su cabello era rizado y estaba teñido de un rojo vivo. Parecía una estrella de televisión. La pequeña que cargaba en sus brazos llevaba un vestido rosa con volantitos y encaje. Era un bebé gordito, con las mejillas tan infladas que parecía que tuviera la boca rellena de algodón de azúcar. Nunca había visto un bebé tan saludable.

—Bueno, ¿es que no vais a saludar a vuestra madre? —nos dijo la mujer con una sonrisa.

Nos quedamos quietos en la puerta, sosteniendo los cubos de agua.

—No os quedéis ahí parados —dijo la abuela Evila—. Id a buscar vuestras cosas.

La tía Emperatriz vino hacia nosotros y cogió los cubos que yo cargaba.

—Id a abrazar a vuestra madre —nos susurró.

Pero nos quedamos quietos junto a la cerca. Mamá se acercó a nosotros. Me agarré fuerte al vestido de Mago y me escondí detrás de ella. Mamá no se parecía a la madre que yo había intentado con todas mis fuerzas no olvidar durante los últimos dos años y medio.

—Pero bueno…, ¡habéis crecido mucho!

Cuando se quitó las gafas de sol y vi sus ojos, ya no podía negar que se trataba de nuestra madre. Carlos corrió a abrazarla, pero yo esperé a ver qué hacía Mago para hacer lo mismo. Pero ella se quedó allí parada, sosteniendo sus cubos de agua. Élida se apartó de mi abuela y se metió en casa sin mirarnos.

—¿Dónde está papá? —le preguntó Mago—. ¿Él también ha regresado?

—No, no ha venido. Id a recoger vuestras cosas para que podamos marcharnos —le contestó mamá.

—¿Ya nos vamos? —pregunté—. ¿Qué hay de la película?

—Vaya… —me contestó mamá—. ¿Preferís quedaros aquí?

—Iré a buscar nuestras cosas —dijo Mago.

Me puso una mano en el hombro y luego se metió en casa mientras Carlos y yo nos quedábamos con mamá.

—Ya tengo nueve —le comentó Carlos, y se enderezó cuanto pudo. Era casi tan alto como mamá.

Me quedé mirando a la hermana pequeña que no conocíamos. «Existe de verdad. Es real.»

—Ven aquí, Reyna —me pidió mamá.

Me acerqué y la dejé abrazarme con el brazo que tenía libre. Incómoda, coloqué mis brazos alrededor de su cintura, como si aquello fuera un sueño y ella estuviera a punto de desaparecer en cualquier momento.

Pero, de pronto, la pequeña niña me tiró del pelo.

—¡Ay!

—¡Betty, no! —la riñó mamá.

Me alejé del alcance de la pequeña y me llevé una mano a la cabeza. Mago regresó con nuestras pertenencias metidas en dos fundas de almohada y, al instante, nos despedimos.

—Venid a visitarnos —me dijo mi tía mientras nos acompañaba hacia la puerta.

Élida se quedó en la habitación de la abuela Evila y no salió a despedirse.

—¡Espera! La fotografía… —le dije a mi madre, y regresé a toda prisa a la casa.

Si bien podía recordar cada rincón de su rostro, no podía dejar atrás al Hombre Tras el Cristal.

Los tres nos sentamos en el asiento trasero del taxi, y mamá, con el bebé, delante. Teníamos muchas preguntas que hacerle, pero nadie las pronunció porque el taxista comenzó a darle conversación a mamá.

—Viene de El Otro Lado, ¿verdad? —le preguntó.

La gente de Iguala siempre notaba si alguien había estado en Estados Unidos.

Mamá se rió y le contestó que sí.

—Llegué anoche.

—¿Le ha gustado? ¿Es tan bonito como dicen?

—Oh, sí. Es precioso —le contestó mamá—. Es un lugar verdaderamente maravilloso.

—Y entonces, ¿por qué ha regresado? Quiero decir, con nuestra economía por los suelos, todos se marchan hacia El Otro Lado, no al revés.

La pequeña comenzó a llorar y mamá no le respondió al taxista.

Nos apeamos en la carretera y caminamos el resto del recorrido hasta la casa de la abuelita Chinta en fila detrás de mamá. Algunas flores de buganvilla secas se mecían a nuestro alrededor con la suave brisa de la tarde. El aire tenía aroma a humo y se veían pilas de basura ardiendo a ambos lados de la vía del tren. Cruzamos la vía y el balasto crujió bajo nuestros pies.

La casa de la abuelita Chinta era la única en la manzana que estaba construida con cañas. El exterior estaba recubierto con cartón bañado en alquitrán, y el techo, con chapa. Las casas de los vecinos, en cambio, estaban hechas de ladrillos y cemento. La casa más bonita era la de doña Caro. Su marido era soldador. Ganaba mucho dinero y su familia tenía frigorífico y agua corriente. La abuelita Chinta no tenía ninguna de esas cosas, pero sí un fogón y electricidad. Le compraba el agua a su vecino y la llevaba a su casa en un cubo.

Doña Caro estaba sentada a la puerta de su casa.

—Juana, has vuelto —dijo cuando vio a mi madre.

Yo quería gritar: «¡Sí, mamá ha vuelto y ya no seremos huérfanos!».

Las preguntas que tanto deseábamos hacerle brotaron finalmente.

—¿Cómo está papá?

—Cuéntanos cosas de Estados Unidos.

—¿Qué hacías allí?

—¿Nos has echado de menos?

—¿Papá nos echa de menos?

—¿Por qué no ha regresado contigo?

—¿Por qué no salís a jugar con vuestros nuevos vecinos? —nos dijo mamá, sin responder ninguna de nuestras preguntas.

Solo Carlos le hizo caso y se marchó a buscar a alguien con quien jugar. Mamá le entregó el bebé a Mago y le dijo que lo cuidara mientras ella y la abuelita Chinta preparaban la cena.

Pero Mago se negó a sostener a la pequeña.

—Es tu hermana —le dijo mamá.

—Es tu hija —le replicó Mago, y salió de casa a toda prisa.

—Reyna, cuídala tú.

—Pero…

Colocó al bebé sobre mi regazo y, como no quise ser tan desafiante como Mago, le hice caso. La choza de mi abuela era simplemente una habitación grande con una cama, una mesa, una cocina y una hamaca que colgaba del techo, en donde mi tío Crece dormía. La cama que solíamos compartir con mamá estaba en el rincón más alejado y, a diferencia de la casa de la abuela Evila, allí no había paredes interiores, por lo que era muy difícil tener intimidad.

Me senté en la cama de mi abuela y observé cómo ella y mamá preparaban arroz, carne y salsa verde. Por fin íbamos a probar comida de verdad. Comida más sustancial que los frijoles y las tortillas.

Estaba tan contenta por la comida que me olvidé de que debería estar enfadada por tener que cuidar a Elizabeth —o Betty, como la llamaba mamá—. Mi hermana pequeña. Una completa extraña. Tenía apenas un año y tres meses, y ya me miraba sonriente. Una parte de mí quería devolverle la sonrisa, sostenerla fuerte entre mis brazos y aspirar el aroma de polvo para bebés y leche, pero no lo hice. En cambio, miré su rostro con detenimiento y me comencé a sentir celosa porque era mucho más bonita que yo, con su cabello más ondulado que el mío. Además, sus pestañas eran mucho más tupidas y largas, justo sobre sus ojos, que no eran rasgados como los míos, sino más bien redonditos, y estaban enmarcados por sus densas y oscuras pestañas, lo cual daba la apariencia de que llevaba puesto maquillaje.

Aquella niña era de tez bastante oscura. Un tono más oscuro que Mago y mucho más oscuro que el mío. Me hacía sentir aliviada que ella fuera más oscura. Había oído rumores de que en El Otro Lado había mucha gente con el cabello dorado, con ojos tan azules como el cielo de verano y piel tan blanca como la panza de un cerdito. Pero esta pequeña, que había nacido en aquel lugar especial y hermoso, era tan oscura como los nahuas, la tribu indígena que bajaba de las colinas para vender vasijas de lodo en la estación de trenes.

Mamá se olvidó de que yo estaba allí y dejó de susurrar, así que oí algo de lo que le estaba contando a la abuelita Chinta. Algo sobre otra mujer. Una pelea que mamá había tenido con papá. Estaba preparando la salsa verde y, mientras hablaba, aplastaba los tomates verdes asados con un mortero tan pesado que el jugo le salpicaba todo el vestido. Pero no parecía importarle. Decía que odiaba a papá y que nunca más quería volver a verlo.

—Me voy a vengar, madre. Lo juro.

—Cállate, Juana. No digas esas cosas. Él todavía es el padre de tus hijos —le recordó la abuelita Chinta.

—Pero ¡eso no puede ser! —las interrumpí—. Papá no puede querer a otra mujer.

Mamá levantó la vista, sorprendida. Al darse cuenta de que yo estaba en la habitación con ellas (y de que hacía un rato largo que estaba allí), se enfadó conmigo.

—¿Qué haces ahí? ¡Ve afuera y no vuelvas hasta que te llame!

Betty comenzó a llorar y yo misma comencé a notar algunas lágrimas asomando a mis ojos, pero a mamá no parecieron importarle nuestros lamentos.

—¡Fuera! —me gritó, y le hice caso.

Carlos estaba jugando a las canicas con algunos chicos, pero Mago no se había unido a las niñas para saltar a la cuerda. Cargué a Betty en mis brazos y me esforcé por sostenerla. Sus mejillas podían parecer rellenas de algodón de azúcar, pero ella pesaba más que un saco de maíz. Mago estaba sola, mirando a la nada, más allá de los árboles huizaches, y cuando miré en aquella dirección pude ver las torres de la iglesia La Guadalupe, cerca de la casa de la abuela Evila, asomándose como dos dedos. Detrás de ellas, La Montaña que Tiene Dolor de Cabeza se elevaba hacia el firmamento.

—¿La echas de menos? —le pregunté.

—¿A quién? ¿A mamá? Pero si acaba de volver… —me contestó—. ¿Y por qué estás llorando?

Comencé a llorar otra vez. No sabía por qué todavía sentía ese vacío tan familiar en mi interior cuando miré hacia La Montaña que Tiene Dolor de Cabeza. Si mamá ya había regresado, ¿por qué parecía como si no lo hubiera hecho?

Al rato se acercó Carlos, sonriendo y señalando hacia la casa.

—¿Os podéis creer que está aquí? Por fin será todo como antes.

Mamá asomó la cabeza por la puerta y nos pidió que regresáramos a la casa. Al mirarla, supe por qué aún sentía aquel vacío y aquel anhelo. Carlos estaba equivocado.

La mujer que estaba allí entonces no era la misma persona que nos había abandonado.

La distancia entre nosotros

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