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Habían pasado cuatro años desde que papá se había marchado a Estados Unidos y dos desde que mamá se unió a él cuando, finalmente, comenzó la construcción de nuestra casa. Eso solo podía significar una cosa: ¡mis padres regresarían pronto!

Papá nos había descrito la casa de sus sueños en las cartas que le enviaba a mamá desde El Otro Lado. La casa estaría hecha de ladrillos, con un suelo brillante de hormigón. Tendría tres habitaciones, ventanas altas y anchas para dejar entrar la luz del sol y las paredes pintadas de un color azul como el de la sombra de ojos que usaba mamá.

Quería una casa con televisión, equipo de música, frigorífico y horno. Una casa con electricidad, gas y agua corriente, y quizá también con baño interior, uno con ducha para hacerte sentir como si estuvieras bajo la lluvia en un caluroso día de verano.

Mi abuela le había dado a mi padre una parte de su terreno, así que nuestra casa se comenzaría a construir al lado de la suya. Mago, Carlos y yo no estábamos para nada conformes con eso. ¡No queríamos vivir cerca de la abuela Evila! Pero eso les permitiría a mis padres ahorrar un poco de dinero, de manera que era la única opción que tenían.

Los albañiles llegaron temprano una mañana para comenzar a desarmar la letrina y el cuartito en el que nací. Me quedé allí plantada, triste al ver que mi pequeño espacio estaba siendo destruido. Al rato, Mago se acercó y colocó un brazo sobre mi hombro.

—Piensa en lo que construirán justo allí.

Los albañiles regresaron al día siguiente y así en lo sucesivo, y comenzaron a colocar los cimientos y, de inmediato, las paredes. En cuanto salíamos de la escuela, Mago, Carlos y yo corríamos por la colina para ayudar a los trabajadores. Carlos se esforzaba mucho. Era rápido y fiable con los ladrillos y los baldes de cemento.

Teníamos los dedos raspados de acarrear ladrillos de aquí para allá. Por la noche no podíamos dormir por el dolor, pero cada día que pasaba poníamos toda nuestra energía en construir nuestra casa y, cuando sentíamos que los dedos nos dolían demasiado o que las rodillas estaban a punto de doblarse por el peso de los baldes de cemento fresco, nos decíamos a nosotros mismos que, cuanto más rápido trabajáramos, antes tendríamos a nuestra familia unida de nuevo. Pensar eso nos hacía mucho más fuertes.

Pero no pasó mucho tiempo hasta que los albañiles dejaron de visitarnos. Para cuando terminó febrero y Carlos cumplió nueve años, ya no se veía a los trabajadores por ningún lado.

—Vuestros padres no tienen más dinero, la casa tendrá que esperar —nos dijo la abuela Evila.

Cada mañana nos quedábamos junto a la puerta antes de ir a la escuela, deseando ver en el camino de tierra el camión que traía a los albañiles. Luego nos marchábamos hacia la escuela, donde lo único que hacíamos era mirar por la ventana y suspirar durante largas horas, apoyando la cabeza sobre las palmas de las manos.

Al finalizar la primera semana, Mago dejó de mirar el camino de tierra por la mañana. Nos empujó a Carlos y a mí hacia la colina y dijo que ya no importaba. No importaba cuántos ladrillos o baldes de cemento hubiéramos cargado: la casa nunca se terminaría porque era simplemente un sueño tonto, tan tonto como nuestro sueño de volver a tener una familia de verdad.

—¡La terminarán! —exclamó Carlos—. ¡Volverán!

Salió a toda prisa hacia la colina y, para cuando llegamos a la puerta de la escuela, no había rastro de él.

Cuando regresamos de la escuela, entré a la casa para mirar al Hombre Tras el Cristal.

—¿Cuánto va a durar? ¿Cuánto tiempo vais a estar lejos?

Como siempre, no hubo respuesta.

La distancia entre nosotros

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