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En septiembre cumplí cinco años y, a los pocos días, Mago cumplió los nueve. Una mañana de sábado, mi abuela le entregó de mala gana a la tía Emperatriz el dinero que mis padres habían enviado para que compráramos un pastel de cumpleaños. Era mi tercer cumpleaños sin papá. Pero el primero sin mamá.

El pastel era hermoso. Era blanco y tenía unas flores de azúcar color rosa esparcidas por encima. Mi tía nos tomó algunas fotos cortando el pastel, para enviárselas a nuestros padres. Nos hacían fotos en muy raras ocasiones. El solo hecho de pensar que llegarían hasta El Otro Lado, hasta papá y mamá, me llenaba de emoción. Esperaba que esas imágenes hicieran que se acordasen de nosotros. Así no se olvidarían de que aún tenían tres niños esperando su regreso.

Esbocé la sonrisa más amplia que pude, para demostrar lo mucho que apreciaba el dinero que habían enviado para el pastel. Por su lado, Carlos no sonrió tanto, ya que se sentía muy avergonzado de sus dientes torcidos. Mago, en cambio, directamente no sonrió. Dijo que si parecía triste nuestros padres se darían cuenta de cuánto los extrañábamos y así, quizá, volverían. A partir de entonces salió triste en todas las fotos que nos hicieron.

Lamentablemente, su táctica no funcionó. Enviaron las fotos, los meses pasaron y, aun así, nuestros padres seguían sin aparecer.

Quien sí regresó fue la mamá de Élida. Llevábamos poco menos de un año en la casa de la abuela Evila cuando Élida cumplió quince. Se había convertido oficialmente en una señorita, una joven mujer, y su madre vino a Iguala para hacer una enorme fiesta de quinceañera y celebrar ese momento tan importante de la vida de su hija. Una fiesta de quinceañera es el sueño de toda niña, un evento en el que tienes que vestirte como una princesa y bailar el vals mientras todos te miran y aplauden por haberte convertido en una joven mujer. Mi tía llegó con tantas maletas que tuvo que coger dos taxis para viajar desde la terminal de autobuses hasta la casa de la abuela Evila. Mientras todos la saludaban muy emocionados por su llegada, nosotros nos escondimos en un rincón de la sala de estar y observamos las maletas, preguntándonos si nuestros padres nos habrían enviado algo.

El hermano menor de Élida, Javier, tenía seis años. Estaba aferrado con fuerza a la tía María Félix y, cuando Élida hizo ademán de abrazarla, la empujó para que se apartara.

—No, ella es mi mamá —dijo Javier.

Al oírlo, la abuela Evila lo regañó.

—También es la madre de Élida.

Pero él no se soltó de su madre.

Luego, mi tía nos miró y nos dio la peor noticia del mundo:

—Vuestra madre acaba de tener una niña —nos comentó—. Elizabeth, creo que así es como la llamó.

Con gran pesar, nos marchamos a la habitación de mi abuelo y nos recostamos en la cama.

—Una niña —dijo Mago, rompiendo el silencio.

Sí, una niña, igual a ella y a mí. ¿De qué se tenía que preocupar Carlos? Él seguía siendo el único varón. Pero ¿nosotras? ¿Qué probabilidades había de que nuestros padres todavía nos quisieran si tenían una nueva niña? Una niña nacida en Estados Unidos. De pronto, para mi desesperación, lo entendí: yo ya no era la más joven. Otra niña que no conocía me había quitado el puesto.

Al día siguiente, todos mis primos aparecieron para ver lo que la tía María Félix había traído desde El Otro Lado. Mientras, nosotros nos quedamos mirando cómo entregaba a cada uno de sus sobrinos los regalos: camisetas, zapatos, juguetes. Esperamos nuestro turno, pero cuando las maletas quedaron vacías, la tía María Félix se volvió hacia nosotros con una mirada triste en su rostro.

—Vuestros padres os habían enviado algo, pero lamentablemente he perdido la maleta en el aeropuerto…

—Mentirosa —dijo Mago—. ¡Esos juguetes que has regalado eran nuestros! Lo sé. Estoy segura.

—¡Niña insolente! —interrumpió la abuela Evila—. Te voy a enseñar a respetar a los mayores.

Para cuando la abuela se desabrochó la sandalia ya habíamos salido corriendo por la puerta, directos al patio trasero para trepar a los árboles.

—Podría habernos dado alguna de las cosas que ha traído. No es culpa nuestra que haya perdido la maleta —dijo Carlos.

—No seas idiota —le dijo Mago, golpeándolo en el brazo. Se bajó de la rama, cruzó la cerca y desapareció en el camino de tierra en dirección a la casa donde vivíamos antes.

El día de la fiesta todo giraba en torno a Élida. La peluquera le había hecho un peinado de pequeñas trenzas unidas con lazos rosas y blancos. Su madre, nuestra abuela y la tía Emperatriz la ayudaron a ponerse la crinolina, la faja y el hermoso vestido rosa hecho con metros y metros de raso y tul. Odiaba ver a la tía Emperatriz tan entusiasmada por Élida. Por lo general no le hacía mucho caso y en cambio era muy amable con nosotros.

Mientras todos se encontraban en la iglesia para la ceremonia, nosotros nos pasamos toda la mañana desplumando pollos. Para cuando terminamos, el patio entero estaba cubierto de plumas, algunas todavía flotaban en el aire como pétalos blancos. Más tarde, a pesar de habernos bañado y frotado con un champú de esencia de manzanas, aún olíamos a plumas de pollo mojadas, y por la noche aún encontramos alguna pluma perdida en nuestro cabello. Imaginé que me estaba convirtiendo en una paloma que se marchaba volando para buscar a mis padres.

La fiesta de quinceañera se hizo en un salón hermoso. Élida parecía una princesa con su vestido rosa y zapatos del mismo color. Mago se pasó toda la noche sentada en una esquina del salón, compadeciéndose a sí misma y sintiendo celos de Élida.

—Esa estúpida con ojos de sapo no se merece esta estúpida fiesta.

Carlos aprovechó que todos estaban muy ocupados con la fiesta para escabullirse hacia la cocina y comer cuanto quiso. Yo, en cambio, me pasé toda la noche escondida debajo de la mesa, llorando porque mis padres me habían reemplazado.

Solo salí para ver el vals, el momento más importante de toda fiesta de quinceañera. Élida bailó con su acompañante y, luego, con sus padrinos. Se suponía que el último vals debía ser con su padre, como dice la tradición, pero como él no estaba, bailó con el sobrino de mi tía, que era carnicero. Criaba y mataba cerdos, y también regentaba un restaurante donde vendía pozole, chorizo, chicharrón y todo lo que llevara carne de cerdo.

—Mira cómo baila con el hombre cerdo —dijo Mago—. Qué adecuado.

Mis ojos se llenaron de lágrimas al ver a Élida bailar con un hombre que no era su padre. Rezaba por que mi papá regresara pronto. Cuando cumpliera quince, no quería bailar el vals con nadie que no fuera él.

Al día siguiente, la tía María Félix preparó las maletas y estaba lista para marcharse de regreso a Estados Unidos.

—Tía, ¿cómo es El Otro Lado? —le preguntó Carlos, deseoso de saber más sobre el lugar en el que vivían nuestros padres.

—Es un lugar maravilloso —le contestó—. Todas las calles están pavimentadas, no se ven caminos de tierra allí. No hay basura en la acera como aquí, hay camiones que la recogen todas las semanas. ¿Y sabes qué es lo mejor de todo? Los árboles allí son especiales, en ellos crece el dinero. Tienen dólares en lugar de hojas.

Cogió algunos billetes verdes de su cartera y nos los mostró.

—Esto son dólares —nos explicó. Nunca habíamos visto dólares. Eran tan verdes como las hojas de los árboles a los que trepábamos—. ¡Ahora imaginad un árbol lleno de estos!

Por la tarde se marchó con el pequeño Javier, tras prometerle a Élida que algún día volvería por ella. Por ahora, Élida tendría que quedarse y simplemente ver cómo el taxi se llevaba a su madre lejos otra vez. La abuela Evila le pasó el brazo por los hombros y la sostuvo mientras lloraba. Era muy extraño ver el rostro de mi prima bañado en lágrimas. Su mirada burlona había desaparecido. La joven que se burlaba de nosotros, que se reía de nosotros, la que nos llamaba «pequeños huérfanos», había sido reemplazada por una chica llorona y solitaria con el corazón partido.

Mago nos cogió de la mano y nos llevó hasta el patio trasero, para darle intimidad a Élida.

—Os quiero —nos dijo, dándonos un fuerte abrazo.

Entonces comprendí lo afortunados que éramos Mago, Carlos y yo. Al menos, nos teníamos los unos a los otros. Élida, en cambio, estaba sola.

Hablamos sobre esos árboles especiales donde crecían los dólares. Aunque estábamos seguros de que lo que mi tía había dicho no podía ser verdad, de todas formas fantaseábamos con esos ello.

—Si hubiéramos tenido árboles como esos aquí, papá no se habría ido —dije—. Podría haber comprado los ladrillos y el cemento para construir la casa con sus propias manos.

Hablamos sobre el día en que nuestros padres regresaran. El sueño de Carlos era que vendrían por nosotros en su propio helicóptero privado.

—Ya lo estoy viendo —nos contó—. Aterrizaría aquí, en medio del terreno.

Nos reímos ante la imagen de papá saliendo de un helicóptero, con el cabello agitado por el viento y con el rostro enmarcado por unas gafas de sol estilo aviador, acompañado por mamá, de pie a su lado, glamurosa. Imaginamos que todo el vecindario vendría corriendo a verlos llegar. Y nosotros estaríamos muy orgullosos.

La distancia entre nosotros

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