Читать книгу La distancia entre nosotros - Reyna Grande - Страница 8
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—¿Cuánto será? —quería saber. Necesitaba saberlo.
—No mucho —me contestó mi madre, cerrando su maleta.
Se dirigía a un lugar del que la mayoría de los padres nunca regresa, un lugar que primero se llevó a mi padre y ahora estaba haciendo lo mismo con mi madre.
Estados Unidos.
Mi hermana Mago, mi hermano Carlos y yo cogimos nuestras bolsas con ropa y acompañamos a mamá hacia la puerta de la pequeña casa que alquilábamos. Los hermanos de mamá estaban empaquetando nuestras pertenencias para guardarlas. Apenas salimos a la luz del sol, vi a papá durante un segundo. Mi tío estaba guardando un retrato de mi padre en una caja, así que corrí a toda prisa para quitárselo.
—¿Por qué te llevas eso? —me preguntó mamá mientras avanzábamos por el camino de tierra hacia la casa de la madre de papá, donde nos quedaríamos mientras mamá no estuviera aquí.
—Él es mi padre —le dije, y apreté el retrato contra mi pecho.
—Tu abuela tiene más fotos de él en su casa —me explicó mamá—. No tienes que llevarte esta.
—Pero ¡este es mi padre! —le señalé.
Ella no entendía que esa cara de papel detrás de una barrera de cristal era el único padre que conocía.
Papá se había marchado a Estados Unidos hacía dos años. Quería construir para nosotros una casa, una casa de verdad hecha de ladrillos y hormigón. Si bien era albañil y podía construir una casa con sus propias manos, no encontraba trabajo en México a causa de la debilidad de la economía, por lo que se vio obligado a marcharse hacia el lugar al que en mi pueblo todos llamaban El Otro Lado. Tres semanas atrás había llamado a mamá para decirle que necesitaba su ayuda. «Si los dos estamos aquí juntando dólares, será mucho más fácil conseguir los materiales para la casa», le había dicho.
Pero, al mismo tiempo, nos estaba dejando sin madre.
Mago (diminutivo de Magloria) cogió mis bolsas de ropa para que pudiera sostener la foto de papá en mis manos. El camino de tierra estaba lleno de rocas que esperaban hacerme tropezar, pero ese día me movía con mucho más cuidado que nunca, debido a que llevaba a papá entre mis brazos y podía romperse con facilidad.
Mi pueblo, Iguala de la Independencia, en el estado sureño de Guerrero, está rodeado de montañas. Mi abuela vivía en las afueras y, de camino hacia su casa, no aparté la mirada de la montaña más cercana. Era muy grande y suave, como si estuviera recubierta de terciopelo verde. Durante la temporada de lluvias, un círculo de niebla envolvía la cima, como el pañuelo blanco que la gente se ata sobre la frente cuando sufre dolores de cabeza. Por esto los lugareños la llamaron La Montaña que Tiene Dolor de Cabeza. Por entonces, yo no sabía cómo era El Otro Lado, ni tampoco mi madre. Ella nunca había salido de Iguala. Hasta ese día.
No vivíamos lejos de la madre de papá: al doblar la esquina, su vivienda ya estaba a la vista. La casa de la abuela Evila se encontraba en la falda de la montaña. Era una pequeña casa de adobe pintada de blanco y con techo de tejas. Algunas buganvillas subían por una de las paredes. La enredadera, densa y con flores rojas, creaba la ilusión de que la casa estuviera sangrando.
—Hacedle caso a la abuela —dijo mamá, mirándome fijamente. Los cuatro habíamos caminado guardando silencio. Se detuvo y se puso frente a nosotros—. Portaos bien. No le deis ningún motivo para enfadarse.
—Ella nació enfadada —dijo Mago por lo bajo.
Carlos y yo nos reímos. Mamá también, pero paró enseguida.
—Silencio, Mago. No digas esas cosas. Tu abuela nos está haciendo un gran favor al cuidar de vosotros. Escuchadla y hacedle caso en todo lo que os diga.
—Pero ¿por qué tenemos que quedarnos con ella? —preguntó Carlos, que iba a cumplir siete años el mes siguiente. Mago tenía ocho y medio, cuatro más que yo.
—¿Por qué no nos podemos quedar con la abuelita Chinta? —preguntó Mago.
Yo también había pensado en la madre de mamá. Su voz era suave como el arrullo de las palomas enjauladas alrededor de su humilde casa, y olía a aceite de almendras y a hierbas. Pero, por más que quisiera a mi abuela, siempre preferiría estar con mi madre.
—Papá quiere que os quedéis con su madre. Piensa que estaréis mejor aquí… —dijo mamá, suspirando.
—Pero…
—Basta. Ha tomado una decisión y debemos cumplirla —contestó mamá.
Seguimos caminando. Mago, Carlos y yo aminoramos la marcha y mamá pronto se quedó sola caminando por delante. Observé la foto que tenía entre mis manos, el cabello oscuro ondulado de papá, sus labios bien marcados, su ancha nariz y sus ojos color café mirando hacia un lado. Deseaba que hubiera estado mirándome a mí, y no detrás de mí. Deseaba que pudiera verme.
—¿Por qué te la llevas? —le pregunté al Hombre Tras el Cristal.
Como siempre, no respondió.
—¡Señora, ya estamos aquí! —gritó mamá desde la entrada de la casa de mi abuela.
En la acera de enfrente, el perro del vecino nos ladraba.
—¡Señora, soy yo, Juana! —agregó mamá, solo que más fuerte esta vez.
No abrió la puerta para entrar porque a mi abuela no le gustaba mi madre. Y la verdad era que tampoco le gustábamos nosotros, por lo que no entendía por qué papá quería que nos quedáramos allí.
Finalmente, la abuela Evila salió de la casa. Su plateado cabello estaba atado en un rodete tan tenso que estiraba todo su cuero cabelludo. Caminaba inclinada hacia delante, como si cargara con un saco de maíz invisible. Mientras avanzaba hacia la cerca, se secó las manos en el delantal, manchado con una salsa roja fresca.
—Hemos llegado —dijo mamá.
—Ya lo veo —le contestó mi abuela.
No abrió la puerta ni tampoco nos invitó a pasar para resguardarnos a la sombra del limonero que tenía en el patio. Como el radiante sol del mediodía me quemaba la cabeza, me acerqué a mamá para cobijarme bajo su sombra.
—Gracias por cuidar de los niños, señora —le dijo mamá—. Todas las semanas le enviaremos dinero para los gastos.
La abuela nos miraba a los tres y yo no podía distinguir si estaba enfadada o no. Siempre tenía el ceño fruncido, no importaba de qué humor estuviera.
—¿Y cuánto tiempo se quedarán?
—El que sea necesario —le contestó mamá—. Solo Dios sabe cuánto tiempo tardaremos en construir la casa que Natalio quiere.
—¿Que Natalio quiere? —le preguntó la abuela Evila, inclinándose sobre la cerca—. ¿Acaso tú no la quieres?
Mamá nos miró y nos rodeó con los brazos. Nos acercamos a ella. De pronto, las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas y sentí como si me hubiera tragado una de las canicas de Carlos.
—Claro que sí, señora. ¿Qué mujer no querría una bonita casa de ladrillo? Pero no al precio que tenemos que pagar para tenerla —le contestó mamá.
—Los dólares estadounidenses sirven mucho aquí —dijo la abuela Evila, señalando una casa de ladrillo a lo lejos en su terreno—. Mi hija se construyó ella misma una casa muy bonita con el dinero que ganó en El Otro Lado.
Nos volvimos para admirar la casa. Era la más grande de la manzana, pero mi tía no vivía allí. Nunca había regresado de Estados Unidos, a pesar de haberse marchado mucho antes que mi padre. Dejó atrás a mi prima Élida, de quien mi abuela se hacía cargo desde entonces.
—No estoy hablando de dinero —le indicó mamá a la abuela, y luego se volvió hacia nosotros y se agachó para ponerse a nuestra altura. Respiró hondo y añadió—: Trabajaré tan duro como pueda. Cada dólar que gane será para vosotros y para la casa. Estaremos de vuelta antes de que os deis cuenta.
—¿Por qué papá quiere que vayas solo tú y yo no? —preguntó Mago—. Yo también quiero verlo.
Al ser la mayor, ella podía recordar mucho mejor que yo a papá. Llevaba mucho más tiempo esperándolo.
—Ya te lo expliqué. Tu padre no tiene dinero suficiente para las dos. Además, voy allí para trabajar. Para ayudarlo con la casa.
—No necesitamos una casa. Necesitamos a papá —le contestó Mago.
—Te necesitamos a ti —agregó Carlos.
Mamá peinó el cabello de Mago con los dedos.
—Me marcharé durante un año. Prometo que después volveré y traeré a vuestro padre conmigo. ¿Prometes cuidar de Carlos y Reyna por mí, ser su pequeña mamá?
Mago miró a Carlos y luego a mí. No sé qué vio mi hermana en mis ojos, pero fue algo que hizo que su expresión se dulcificara. ¿Acaso veía cuánto miedo tenía yo? ¿Sentía que se me estaba rompiendo el corazón al perder a mi madre?
—Sí, mamá. Lo prometo. Pero tú también debes mantener tu promesa, ¿de acuerdo? ¿Volverás?
—Claro que sí —le contestó mamá.
Abrió los brazos y nos envolvió en ellos.
—No te vayas, mamá. Quédate con nosotros. Quédate conmigo. Por favor —le rogué, aferrándome con fuerza a ella.
Me dio un beso en la coronilla y me empujó suavemente hacia la puerta cerrada.
—Tienes que resguardarte del sol antes de que te dé dolor de cabeza.
Por fin la abuela Evila abrió la puerta para que pudiéramos entrar, pero nos quedamos quietos. Permanecimos allí con nuestras bolsas, y la idea de tirar la foto de papá al suelo para que estallase en pedazos cruzó mi mente. No soportaba que se llevara a mi madre solo porque él quería una casa y un terreno propios.
—No te vayas, mamá. ¡Por favor! —le rogué.
Mamá nos dio un fuerte abrazo a cada uno y nos besó para despedirse. Apreté mi mejilla contra sus labios coloreados con un pintalabios rojo de Avon.
Mago me sujetó con fuerza mientras veíamos cómo mamá se marchaba. Cuando desapareció en una curva del camino, me solté de la mano de mi hermana y eché a correr, llamando a gritos a mi madre. Entre lágrimas, vi cómo un taxi se la llevaba lejos. Entonces sentí una mano en mi hombro y me giré para ver a Mago detrás de mí.
—Vamos, Nena —me dijo.
No había lágrimas en sus ojos y, mientras caminábamos de regreso a la casa de mi abuela, me pregunté si, cuando le pidió a Mago que fuera nuestra pequeña mamá, nuestra madre también le estaba diciendo que no se le permitía llorar.