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De la universidad “moderna” a la “original”

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Hay un santo maravilloso en la historia de la Iglesia católica, Santo Tomás de Aquino. Cuando oímos hablar de este santo, la palabra que primero se nos viene a la mente es: profesor. Pero al mismo tiempo, el santo es denominado el Doctor Común de la Iglesia. Profesor y doctor tienen un sentido en común y un mismo propósito. Doctor viene del latín Docens, que quiere decir ‘el que enseña’, por lo tanto, la docencia, ya desde el Medioevo, es el acontecer de los profesores y los doctores. La universidad medieval es profundamente inspiradora. Cuando se revisa el origen de esta institución, quizás el principal problema es intentar comparar las universidades actuales con las de entonces, pues se desconoce el periodo en que nacen. Sin embargo, quiero hacer hincapié en los grandes aciertos de la universidad de la Edad Media que en gran parte se han venido desfigurando y perdiendo.

Entre la necesidad social y eclesial, nació la universidad en un contexto en que el Imperio romano venía en declive, lo que deterioraba su sistema educativo. Este fue un periodo de la historia de grandes construcciones, desarrollos artísticos y arquitectónicos, experiencias en términos de logística producidas por la urgencia de atender las guerras. La administración misma nació como una experiencia para manejar los recursos del Imperio para su beneficio. En tal contexto, la Iglesia tomó fuerza y asumió el manejo de las instituciones para garantizar la estabilidad social que no podía, no quería o no lograba el gobierno de la época.

A partir del siglo VI, con la aparición de los primeros monasterios, en general benedictinos, se empezaron a organizar los territorios, las cadenas de sostenibilidad provenientes de la agricultura, el desarrollo del arte, la escritura y la culinaria. En los monasterios se empezaron a producir textos, las primeras Biblias, selectas traducciones, y los escritos provenientes de la patrística, además, se comenzó a responder a la urgente necesidad de aprender a leer y escribir. De manera que el origen de la universidad se dio a partir de estos factores, con el propósito de transmitir el conocimiento como fuente de valor frente a las exigencias siempre cambiantes del mundo.

Con la conquista del norte de África y el sur de España por parte del islam, las reflexiones de algunos árabes, en particular de Avicena y Averroes sobre Aristóteles, que recogieron este pensamiento, hicieron accesible el mundo griego al mundo occidental. Tomás de Aquino tomó estos conocimientos y los sistematizó. El saber se fue ordenando y nació, en mi concepto, el asignaturismo, que aún hace parte del contenido curricular de los programas académicos. Fue el Medioevo el que dio lugar a esa capacidad de síntesis y estructura sobre los saberes.

El Medioevo, lejos de ser como muchos afirman un milenio de oscuridad, fomentó la deliberación como fuente real del conocimiento. Se desarrollaron metodologías para contrastar el conocimiento, que fundamentalmente permitían que, frente a las tesis postuladas o defendidas por algunos, hubiera una persona o un grupo de personas destinado a objetar lo que se estaba proponiendo, para que finalmente el “docens” pudiera dar una solución frente al problema planteado. Un estudiante del Medioevo recibía una profunda capacitación en el arte de la deliberación y el debate. Triste que seis siglos después, en los salones de clase, nadie sea capaz de deliberar y debatir. ¿De qué hablamos cuando decimos “Medioevo”? ¿Cuál es el periodo de real oscuridad? Esta preocupación es relevante, máxime cuando muchos de nuestros estudiantes rotulan los temas centrales de la vida como clases de relleno o costuras, como tristemente se les llama a los idiomas, las humanidades, las formas y contenidos que orientan la vida, el arte mismo.

La universidad medieval investigaba sobre la base de las realidades éticas, críticas y creativas. Se trataba de hacerse el máximo de preguntas posibles de manera que ellas, como fuente real de conocimiento, trazaran los desarrollos sobre los cuales se debería aprender. Gracias a este proceder se lograba que los contenidos curriculares fueran hechos por los mismos que estaban inmersos como actores fundamentales en el proceso de enseñanza-aprendizaje: docentes y discentes. Posteriormente, la educación logró salir del seno de la Iglesia para trasladarse a los grandes palacios, lo que conocemos como las escuelas palatinas, en donde, con la ayuda de la sistematización antes realizada, se estudiaban los grandes asuntos de la época. El caso concreto fueron las diversas summas que se hicieron a partir de la gramática, la música, el lenguaje y la aritmética, que eran las artes estudiadas en la época. Tomás de Aquino escribió la Summa theologiae (1266-1273) con la misma intención de sistematizar y estructurar el saber sobre Dios.

La medieval fue una sociedad educada en torno a la deliberación, el debate y las disputas, que contaba con la suficiente madurez para hacerse cargo de sí misma. Fue una sociedad que, frente a la inmensa dificultad de información, en la que la tecnología no tenía efectos tangibles, llevaba sus problemas al ágora, donde surgían sus grandes decisiones y acuerdos, que se permitió además trazar el sueño de la paideía, del liceo, de la academia y de la universidad como lugares en donde la sociedad nace y se desarrolla.

El Medioevo y el surgimiento de las universidades nos permiten entender por qué, frente a tantas situaciones críticas, podemos decir que poco avanzamos en la actualidad, que se nos perdió el propósito fundamental de la universidad, a saber, ser el lugar en donde se gesten los acuerdos fundamentales de la sociedad. Queremos más de esas universidades que, aun corriendo el riesgo de ser tildadas de conservadoras y tradicionalistas, ponen de manifiesto que el ser humano sigue siendo el centro y que declaran que el humanismo siempre estará por encima de la técnica. Necesitamos universidades donde se dialogue más, donde los docentes guíen y acompañen, como bien lo inspira Tomás de Aquino.


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