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Educar con ideas y sin ideologías
ОглавлениеExistió por tierras antioqueñas y colombianas un gran académico que nos presentó el profundo sentido de vivir en una democracia: Carlos Gaviria Díaz. Fue un ilustre profesor, jurista y político. Como buen académico, centró su reflexión en las ideas, no en las ideologías. Ser un “animal político”, como lo afirmaba Aristóteles, es la forma más noble de convivir con, para y por los otros. Un hombre político es un ser de ciudad, porque esta ofrece el ambiente natural de la democracia y la convivencia. De manera que una democracia debe propender por que quienes la habitan se desarrollen conforme a la política y a la ciudad. En este sentido nos civilizamos. Esa dialéctica entre la educación y la democracia es el foco de desarrollo de cualquier proyecto políti- co comunitario. Todos estamos llamados a conformar territorios conforme a nuestras necesidades, preocupaciones, anhelos y esperanzas. Este ideal, muchas veces tildado de utópico, es posible solo gracias a la educación. La utopía, según Ignacio Ellacuría, es aquella capaz de tejer la historia6. Esa utopía se hace realidad con un proceso educativo cimentado en el ideal de la libertad.
Pedagogos como John Dewey definen la democracia como el mejor sistema político para liberar la inteligencia de todos y ponerla al servicio de la solución de los problemas sociales7. El economista Amartya Sen y la filósofa Martha Nussbaum realizan un proceso argumentativo consciente del ideal de la democracia como posibilitador de una educación de calidad y de la educación como el principal eslabón de una democracia integral8. La filosofía aristotélica nos invita a retornar a la cosa pública, la res de los ciudadanos, lo que les corresponde a todos como ideal supremo y, de esta forma, desarrollar la educación de tal manera que permita el florecimiento pleno de las capacidades de seres siempre diversos, no simplemente de aptitudes racionales útiles para desempeñarse en el mundo técnico de las sociedades capitalistas. Cabe entonces afirmar que lo que denominamos democracia utópica es, sin temor al error, la democracia posible.
¿Qué debería entonces hacer una institución educativa para construir una democracia posible, que se distancie de las ideologías y se acerque a las ideas? Tres cosas: enseñar a pensar, convivir y comunicar. Esto va en sintonía con el pensamiento platónico que plantea como ideal de ciudadano (gobernante) a aquel que es capaz de saber qué son la verdad, la justicia y la belleza9. Imaginen ustedes un proyecto pedagógico que se fundamente en el saber pensar ordenado a la verdad, en el saber convivir ligado a la justicia y en el saber comunicar como una expresión de la belleza. Una institución de estas características rescata el ideal de la paideia griega. De la forma como hacemos una cultura ciudadana, como enseñamos a convivir a partir de nuestras diferencias, nacen las verdaderas políticas de inclusión, de rescate de las culturas, de empoderamiento de la mujer como promotora del ideal de una democracia posible y de hacer de la educación el lugar común para desarrollar la ciudad.
Quien ideologiza convierte la obediencia en diplomacia hipócrita; la fraternidad en complicidad; la austeridad en esclavitud del dinero; el género en imperio de una construcción personal que riñe con la idea de transformación social; la democracia en confusión de normas con los deseos de las personas. “Una verdadera democracia presupone personas que piensan, reflexionan, discuten y, por lo mismo, disienten permanentemente. El disenso es constitutivo de una democracia sana, mientras el fanatismo o la unanimidad signos de lo contrario”10.
Una ideologización de la democracia cierra el paso a la capacidad de disentir y de discernir. La ideologización nos lleva a la polarización. ¿Cuál es entonces la solución? Ya lo hemos dicho, una educación que no solo sea integral sino integradora. Una educación capaz de hacer del disenso y del discernimiento su estructura central, que los focos sean el pensar, el convivir y el comunicar. Que su base epistemológica esté centrada en la verdad, como sujeto de la pertinencia; en la justicia como instrumento de equidad; en la belleza como motor de la verdad y la justicia. La democracia es posible porque somos esencialmente iguales en cuanto que todos gozamos de discernimiento, algo resaltado por autores tan diversos como Platón, Descartes y Erasmo de Rotterdam.