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Cuando Petty volvió al Sands, había despejado y el cielo parecía una perfecta cúpula celeste, en la cima de la cual se encontraba un débil sol de invierno que hacía cuanto podía para derretir la nieve de la noche anterior. Petty ni siquiera se molestó en subirse la cremallera de la chaqueta mientras recorría el aparcamiento. Avanzó esquivando los charcos, que parecían pequeños espejos en los que se miraban los coches, el casino e incluso una bandada de pájaros que pasó justo en ese instante; espejos en los que el viento no dejaba de hacer ondas.

Tinafey, recién duchada y muy maquillada, estaba sentada en el borde de la cama, viendo uno de esos programas de televisión dedicados a la venta de productos variopintos. Llevaba puesta la peluca rubia, unos vaqueros ajustadísimos y una camiseta sin mangas de un concierto de Rihanna. La habitación olía a jabón y a perfume y, una vez más, a marihuana acre.

«¡Bienvenida, Barb de Kentucky!», graznó la vendedora en la televisión.

Tinafey se levantó para saludar a Petty, que se dio cuenta de que la mujer ya había hecho la maleta.

—Es hora de desayunar —le dijo él.

—Huevos revueltos, beicon muy hecho y panecillos con carne de cerdo en salsa.

—¡No cabe duda de que eres de Memphis!

Lo excitó ver cómo la mujer se ponía los tacones altos. De hecho, cada uno de sus movimientos hacía que notara la sangre fluyendo por todo el cuerpo. Tuvo incluso que recolocarse el paquete para que no se le notase la erección. No recordaba la última vez que se había sentido tan cachondo.

Bajaron al restaurante y se sentaron a una mesa que daba al aparcamiento. Su camarera, que tendría unos sesenta años e iba vestida como si trabajara en uno de aquellos antiguos autorrestaurantes, mascaba chicle. En el hilo musical sonaba Buddy Holly.

—¿Y tú, guapo? —le preguntó a Petty después de que Tinafey hubiera pedido.

Por lo normal, Petty no desayunaba mucho, un café y una tostada, pero esa mañana se sentía como si fuera capaz de comerse un caballo, así que pidió un Wolfman Jack, que era como si a uno le emplataran un infarto de miocardio: tortitas, huevos, beicon, jamón, salchichas y tortitas de patata.

Se fijó en que Tinafey le sonreía a una niña que estaba sentada en una trona, con su familia, en una mesa de la entrada, una niña negra con trenzas. La madre le estaba dando de comer una papilla de avena mientras el padre hacía ruidos con la boca fingiendo tragar para animarla a comer.

—Qué mona es —comentó Petty.

—¡Ya te digo! —Tinafey adelantó la mano por la mesa y le hizo cosquillas en el envés de la mano a Petty con una de aquellas uñas rojas suyas—. ¿Tienes hijos?

—Una hija. Acaba de cumplir veintiuno.

—¿Estáis unidos?

«No, en eso también la cagué», fue la primera respuesta que se le vino a la cabeza.

—No mucho. Hace años que no hablamos. No quiere saber nada de mí.

—Bueno, a ver..., tú eres el padre y quien tiene que dar el primer paso para arreglar la situación.

—¿Tú crees?

—¡Por supuesto! Los niños no tienen la culpa. Ellos no pidieron que los trajeran al mundo.

—¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿Tienes hijos?

—No puedo. Me pasa algo en los ovarios, pero no me importa. Yo creo que no tendría paciencia. —Toqueteó los botes de salsas, acorralados al final de la mesa—. Deberían tener tabasco, ¿no? Todo el mundo tiene tabasco.

Petty le dio la vuelta a la taza de café para alcanzar el asa. La última vez que había visto a Sam, la muchacha tenía catorce años. Para entonces, la chica llevaba cinco años viviendo con su abuela, la madre de Petty. Sus llamadas semanales habían degenerado en que él le hacía preguntas y ella respondía musitando monosílabos, así que, en una ocasión, camino de Miami, se había desviado en Tampa y le había hecho una visita sorpresa. Había sido él el que había llevado el peso de la conversación mientras comían una hamburguesa y tomaban un batido de cereza en un Sonic, pero ella estaba más interesada en quitarse y en ponerse las chancletas y en mirarse en el espejito de su polvera fucsia. Cada año, desde que Carrie los había abandonado, padre e hija habían hecho un viaje juntos en verano y, aquel año, Petty estaba pensando en llevarla a Cancún. En un momento dado, le había preguntado qué le parecía.

—A decir verdad, no quiero ir a ninguna parte contigo.

—Ah, ¿no?

—No. De hecho, no sé ni qué haces aquí. ¿Es para sentirte mejor o por algo así?

—Eres mi hija. Me gusta verte cuanto puedo.

—¡Venga, por favor...! ¿Ahora me vienes con que somos familia? Ni lo somos, ni lo hemos sido, ni lo vamos a ser. No pienso ser una mentirosa, como mamá y tú.

Así que nada de Cancún. De hecho, no había vuelto a haber viajes. Las llamadas de teléfono también terminaron; Sam había dejado de ponerse al teléfono, así que Petty había dejado de marcar el número. Era su madre la que lo ponía al día y él siguió enviándole dinero a través de ella hasta que esta le comunicó que Sam se había propuesto donar a una organización dedicada a rescatar gatos callejeros todo el dinero que le enviase. A lo largo de los años, había logrado convencerse de que había hecho cuanto había podido; desde luego, había hecho más que la madre. Nunca se había planteado forzar a su hija a que mantuvieran una relación, le parecía que no tenía derecho, pero, a decir verdad, siempre había albergado la esperanza de que, algún día, la muchacha se lo pensara mejor y le llamara.

—¿Tiene jacuzzi el otro hotel? —le preguntó Tinafey.

—Es probable que sí. Es un sitio bonito.

—Me gustan los jacuzzis...

La mujer, que estaba mirando por la ventana, se quedó de piedra, boquiabierta.

—¿Qué sucede? —le preguntó Petty mientras se volvía para lograr entender qué había hecho que Tinafey se quedara así.

—Bo —respondió esta mientras se deslizaba hacia abajo por la butaca como para esconderse.

Y, en efecto, allí estaba el cabrón, caminando a toda prisa por la acera como si llegara tarde a alguna parte. Petty se quedó mirando cómo se alejaba y, entonces, le dijo a la mujer:

—Tranquila, se ha ido.

—Tengo que largarme de aquí.

—Nos iremos en cuanto hayamos desayunado.

—No me refiero a este hotel ni al otro al que pretendes llevarme..., me refiero a largarme mucho más lejos.

—¿Tienes algún lugar en mente?

—Pienso volver a Memphis. Allí tengo familia y sitios en los que quedarme.

Petty sabía que aquello era lo más inteligente, pero no es que se sintiera ansioso por despedirse de ella. Hacía mucho que no conocía a una mujer así. Tinafey era divertida, sexi y tenía los pies en la tierra, y Petty era capaz de sentirse relajado con ella; no se veía obligado a mentirle acerca de a qué se dedicaba y de los círculos que frecuentaba. Y era agradable, muy agradable, de hecho; una cualidad difícil de encontrar en el mundo. Se le ocurrió una idea y, de pronto, se vio compartiéndola con la mujer antes siquiera de haberla pensado del todo.

—Mira, yo salgo para Los Ángeles esta misma mañana. En coche. ¿Por qué no vienes conmigo y me haces compañía? Nos alojamos en un hotel cuando lleguemos, nos damos un garbeo por la ciudad y, después, puedes tomar un vuelo a Memphis desde allí.

Tinafey cerró un ojo y miró a Petty de reojo.

—¿A Los Ángeles? —dijo ella—. ¿A visitar la ciudad?

—¡Claro! ¿Por qué no?

—Hace menos de veinticuatro horas que me conoces ¿y ya quieres llevarme de vacaciones?

—No son unas vacaciones, tan solo pretendo ayudarte a que pongas tierra de por medio con Bo. Si no te parece bien, me vale con un «no, gracias».

—¿Acaso te da la impresión de que no sepa cuidar de mí misma?

—No es eso. Ya vi lo que le hiciste a ese gilipollas anoche.

—Eso es..., y será mejor que no se te olvide.

Permanecieron callados mientras la camarera les servía el desayuno. Los llamó «cariño» y «muñeco», y Petty se preguntó si aquella pronunciación suya, arrastrando las palabras, sería real o si la fingiría con los clientes.

—No te habrás enamorado de mí, ¿verdad? —le preguntó Tinafey en cuando se marchó la camarera.

La mujer se quedó mirando a Petty mientras untaba mermelada de uva en la tostada.

—Puede que un poco —dijo él—. Eres tan bonita que es difícil no caer rendido a tus pies.

Tinafey se rio.

—Qué labia tenéis los timadores. ¿Cuánto se tarda en llegar en coche a Los Ángeles?

—En ocho horas estamos allí.

—No irá a dejarnos tirados tu coche en medio del desierto, ¿verdad?

—Acabo de repararlo. Ahora mismo, va de maravilla.

—Porque no quiero quedarme en medio del desierto con todos esos asesinos en serie y toda esa mierda.

Petty sonrió y centró la atención en las tortitas.

Petty llamó a Avi desde el coche mientras Tinafey y él salían de la ciudad. Conectó el manos libres y le dijo que se podía meter el trabajo de pesca por el culo. Avi empezó con el clásico: «Desgraciado hijo de puta», y siguió con un: «Con todo lo que he hecho por ti», pero Petty le cortó.

—¡Eh! ¡Eh! ¿Es que te has olvidado de Jersey? Aún seguirías viviendo en aquel Corolla de no ser por mí.

—No me jodas. Lo que tengo lo he conseguido por iniciativa propia, y tú me llamarás dentro de una semana implorándome que te deje limpiarme los zapatos.

—No me esperes, que prefiero verme obligado a comer mierda.

Al oír aquello, Tinafey empezó a carcajearse y dio un brinco en el asiento.

—¿Es que tienes a alguien escuchando? —rugió Avi—. ¡A mí no me pongas en manos libres!

—Que te jodan —le soltó Petty.

—¡Eres un perdedor, Rowan! Nadie te lo dice a la cara, pero todos lo piensan.

—Claro, claro.

Petty colgó y tiró el teléfono al salpicadero.

—Qué hombre tan duro, ¿no? —le dijo Tinafey.

—Bah, ese de hombre no tiene nada —le respondió Petty.

—Me refería a ti. —Y le dio una palmada en el muslo para dejarle claro que estaba de broma.

Petty se puso cómodo y sonrió mientras dejaban atrás la maleza de las zonas altas del desierto. Los copetes de hierba amarilla que asomaban por entre la nieve a medio derretir parecían llamas titilantes. A Petty siempre le emocionaba echarse a la carretera. Era como si algo estuviera a punto de pasar, bueno o malo, pero algo, y esa posibilidad hacía que desapareciera cualquier decepción que la hubiera precedido.

Petty estaba tan ocupado disfrutando del momento que no se fijó en el todoterreno que los había estado siguiendo desde que salieron del Sands: un Ford Explorer cubierto de barro que había estado manteniendo dos coches de por medio mientras ambos vehículos aceleraban en la carretera.

Un golpe brutal

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