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Petty se despertó al amanecer con la sensación de que su cabeza llevaba horas trabajando. Se levantó de la cama con cuidado para no despertar a Tinafey y observó cómo la luz del sol iba iluminando el letrero de Hollywood. Intentó valerse de aquel silencio para planear los primeros pasos a dar, pero se sentía como si pretendiera dibujar un mapa en un tornado. Demasiados pensamientos dando vueltas a su alrededor demasiado rápido. Además, todo lo que sucediese más adelante dependía de lo que pasara a lo largo de aquel primer día. Se lavó los dientes, se vistió y bajó al vestíbulo.

Junto a la barra del café había una legión de huéspedes que empezaban el día temprano porque tenían mucho que visitar. Un par de alemanes miraban un catálogo de Disneylandia, una familia de japoneses se esforzaba por descifrar el menú y un británico tatuado que llevaba un sombrero de paja apuñalaba su teléfono con el índice mientras gritaba: «¡Diga! ¿Diga?». A Petty no le apetecía hacer cola, así que salió del hotel en busca de otra opción.

Por el día, el boulevard parecía resacoso, mareado. Se le veían los moratones a través del colorete y del carmín. Las aceras estaban vacías; las papeleras, a rebosar. Las persianas de acero de los comercios estaban decoradas con horribles pintadas de estrellas del cine en blanco y negro, y Petty pensó en buitres a la espera de algo de comida cuando vio el ruidoso grupo de cuervos que se habían posado en las decoraciones de estilo art déco de un viejo edificio cercano.

Compró chicle y un café de mierda que le sirvieron en un vaso de plástico en una tienda que había enfrente del museo de cera. En el banco del autobús en el que se sentó, también enfrente del museo de cera, había un anuncio de un dentista económico. Algún gracioso le había pintado los dientes de negro con un rotulador y le había dibujado un 666 en la frente. Petty le dio un dólar al primer vagabundo que se lo pidió, pero ignoró a los dos siguientes.

En un momento dado, le llamó la atención un tipo alto con barba, gorra de camionero y botas de vaquero. El tipo en cuestión estaba al final de la manzana, apoyado en una farola, fumando un cigarrillo. Al principio, a Petty le pareció que era uno de los artistas del disfraz que se hacían fotos con los turistas, uno de esos que fingía que acababa de salir de alguna peli, pero ni su camisa ni sus pantalones vaqueros parecían parte de un disfraz. A Petty le daba la sensación de que el tipo lo estaba observando e intentó pillarle, para lo que apartó la mirada y, al rato, la volvió de golpe. En efecto, se encontró con los ojos del interfecto durante un instante violento, hasta que ambos decidieron dejar de mirarse.

Aquella interacción lo incomodó, así que se levantó del banco y se dirigió hacia el hotel. De camino, miró por encima del hombro para ver si el vaquero le seguía, pero el tipo se había quedado donde estaba, apoyado en la farola, observando el tráfico como si nada. Debía de ser un tarado, un paleto con una buena cogorza, azorado de tanto sol y tanto destello.

Petty hizo mucho ruido al entrar en la habitación, silbó y cerró la puerta de golpe, porque no quería asustar a Tinafey, que estaba en la ducha.

—¡He vuelto! —dijo gritando.

—Salgo enseguida.

Petty se sentó en la cama y encendió el televisor para ver las noticias. En un momento dado oyó que el agua dejaba de correr y, poco después, la mujer salió del cuarto de baño envuelta en una toalla.

—Hoy tengo que encargarme de unos negocios —le dijo Petty.

—¿Y lo de ir a ver la ciudad?

—Iremos, te lo prometo.

Tinafey estaba decepcionada, pero intentó que no se le notara.

—Bueno, en ese caso, creo que iré a nadar. Aquí tienen una buena piscina.

Petty sacó doscientos dólares de la cartera y se los tendió.

—Toma, para que te compres un traje de baño.

—Ya tengo dinero.

—Venga, cógelo, que quizá la próxima vez no pueda darte nada.

Tinafey dejó que Petty le pusiera los billetes en la mano, pero se quedó delante de él.

—¿De verdad vas a volver?

—¡Por supuesto! Y tú seguirás aquí, ¿verdad?

—¿Es lo que quieres?

Petty la sentó en la cama, a su lado.

—Ven, que quiero ser sincero contigo.

—¿A qué viene eso? ¿Acaso has estado mintiéndome todo este tiempo?

—Solo me quedan unos pocos miles de dólares. He venido aquí con intención de apuntarme un tanto, pero puede que tenga que apretarme el cinturón antes de que lo consiga. Me gustas mucho y me gustaría que te quedases, pero, en cuanto quieras marcharte, dímelo y te compro un billete de avión para Memphis.

Tinafey se apartó de él y se subió la toalla.

—No pienso ser tu puta. Si es eso lo que estás pensando, olvídalo.

—Nunca te lo he pedido, ¿no?

—Ya, es lo que todos decís hasta que se os vacía el bolsillo.

—No soy ningún chuloputas, Tinafey. No es a eso a lo que me dedico.

La mujer entornó los ojos y miró a los ojos a Petty en busca de la verdad. Entonces, dijo:

—Nadie me espera en Memphis, así que puedo quedarme un poco más. ¡Pero si ni he ido a la playa!

—Iremos.

—¿Y a Beverly Hills? ¿Y a Rodeo Drive?

—Adonde quieras.

—Y si alguien me lo pregunta, ¿puedo decir que soy tu novia?

Aquella pregunta pilló por sorpresa a Petty.

—¿Te gustaría decir que eres mi novia?

—Facilitaría el asunto.

—¿Puedo decir yo que soy tu novio?

La mujer puso cara rara y dijo:

—Eso sonaría raro, ¿no te parece?

—A mí no.

—«Novio» —dijo con voz rara—. «Novia».

—¿Alguna vez has tenido un novio blanco?

—Una vez, en el instituto. Su padre era un mierda. Le obligó a que cortara conmigo.

—Eso es lo que te espera en Memphis.

—Es lo que te espera a ti en todos los lados.

Petty jugueteó con una gota de agua que la mujer tenía en el hombro.

—¿Alguna vez has tenido una novia negra?

—Claro.

—Pero digo sin pagar.

De la calle les llegó el sonido de las sirenas, que ascendía en espiral. Tinafey corrió a la ventana para ver qué sucedía y Petty la acompañó. Vieron tres camiones de bomberos y una ambulancia serpenteando entre el tráfico, luces que relumbraban, bocinazos. A lo lejos, una columna de humo negro se elevaba hacia el cielo como un puñetazo iracundo.

—Alguien está teniendo un mal día —comentó Tinafey.

Petty miró el reflejo de la mujer en la ventana. Quería besarla, pero decidió no empezar algo que quizá no fuera capaz de terminar.

—¿Y bien? —le había preguntado a Don el día anterior en el Starbucks—. ¿El nombre? ¿La dirección?

Fue entonces cuando Don empezó a balbucir. Resultó que la única información que de verdad le había sacado al yonqui era que el tipo que guardaba la pasta se llamaba Tony, que vivía en la zona este de Los Ángeles y que su madre tenía una tienda, Fiestas Alma, en Cesar Chavez Avenue. Petty buscó la tienda en Google en el mismo Starbucks, confirmó que, en efecto, existía y dejó que Don se quedara con el depósito de dos dólares. Ya había decidido mandar a tomar por el culo a Avi y largarse de Reno, y, como quien dice, Los Ángeles estaba de camino a Phoenix, que era adonde pensaba ir a continuación, así que, ¡qué más daba! El par de horas que iba a perder si resultaba que lo del dinero del ejército no era sino una quimera no eran nada en comparación con el pelotazo que iba a dar si resultaba que era verdad.

Tardó veinte minutos en llegar de Hollywood a Boyle Heights. Cogió la 101, que recorría el centro, cruzó el canal de cemento del río Los Ángeles y salió a las calles de la superficie en una barriada mexicana de mala muerte.

La tienda de la madre del tal Tony estaba en una manzana de viejos edificios de ladrillo construidos en la década de 1930. A un lado tenía un salón de belleza que ofrecía tintes, rayitos y facials, y, al otro, una farmacia regentada por una familia. Petty aparcó en una zona de carga y descarga que había al otro lado de la calle, a la sombra de un ficus gigante cuyas enormes y retorcidas raíces habían abombado y quebrado la acera de tal manera que las ancianas que volvían a casa con las bolsas de la compra se tropezaban cada dos por tres con las baldosas de cemento levantadas. Se quedó observando la entrada de la tienda desde el coche. En veinte minutos solo entró una persona, una joven con una sillita de bebé, y no tardó en salir.

Petty arrancó, volvió a incorporarse al tráfico y dobló la esquina para aparcar donde el Mercedes no se viera desde la tienda. Se miró en el espejo retrovisor, salió del coche y fue hasta Fiestas Alma.

En aquel sitio se vendía de todo lo que uno pudiera necesitar para organizar una fiesta, y en aquella época del año estaba lleno de decoraciones navideñas. Las había de todos los tipos y tamaños, además de abetos de pega, Santa Claus que no paraban de carcajearse y ángeles, muchos ángeles. También había cajas de refrescos de marca blanca apoyadas contra la pared y un expositor de productos de limpieza. Colgando del techo había piñatas polvorientas que se movían a un lado y a otro por efecto del ventilador que había sobre la puerta.

—¿Alquilan ustedes juguetes hinchables? —le preguntó Petty con una sonrisa en los labios a la mujer que había detrás del mostrador.

La mujer andaría por los cincuenta años, era rubia de bote, tenía un lunar en la mejilla y llevaba las uñas largas y pintadas a rayas naranjas y negras, como un tigre.

—Sí, tengo unos cuantos —respondió la mujer sin devolverle la sonrisa y, acto seguido, le enseñó fotografías en un álbum de fotos.

Había uno que representaba un castillo, otro que representaba un pastel de cumpleaños y uno que era como un coche de carreras. Petty fingió interés, para lo que pidió precios y detalles sobre los envíos y el montaje. Entonces, de pronto, se quedó callado y entrecerró los ojos.

—¿No es usted la madre de Tony?

La mujer frunció el ceño.

—¿Por qué lo pregunta? ¿Quién es usted?

—Mi primo fue al colegio con Tony.

—¿Al Garfield?

—Claro, al Garfield. ¡Qué casualidad! Llevo un rato pensando: «Pero cómo me suena esta mujer». Nos vimos en un par de ocasiones.

—¿Cómo se llama su primo?

—José. Se mudó a Texas después de graduarse. ¿Qué es de Tony? ¿Sigue por aquí?

—Entró en los marines, pero volvió hace un par de años. ¿José qué?

—¿Cómo dice?

—Que cómo se apellidaba su primo.

—Garza. José Garza. ¿Suele ver usted a Tony?

—A diario. Es él quien me hace los envíos.

—¿Sigue conduciendo aquel... aquel...? ¿Cómo era?

—Nunca tuvo coche, pero le regalaron una camioneta cuando volvió de Afganistán. —En la cabeza de la mujer había saltado una alarma y era evidente que estaba rebuscando en su memoria para situar a Petty—. ¿Dónde vive usted? No es de por aquí, ¿verdad?

—Vivo en Hollywood, pero mi novia es de por aquí.

Petty había ido bastante lejos y la mujer estaba a punto de empezar con preguntas más complicadas, así que sacó la cartera y le preguntó qué señal tenía que dejar para reservar el coche de carreras hinchable para el segundo sábado de diciembre.

—Veinte dólares.

Petty le dio el dinero y ella sacó un formulario de alquiler.

—Mi novia la llamará y le dará todos los detalles. Es para su hijo.

—Pero tengo que poner un nombre en el formulario. ¿Cómo se llama su novia?

—María Rosales. Le llamará esta misma tarde.

La mujer estaba aturullada. Primero aparecía un amigo de su hijo del que no se acordaba y, ahora, le entregaba una señal sin pedirle que le diera un comprobante ni nada parecido. Petty se llegó a la puerta antes de que la mujer pudiera rehacerse.

—¡Me ha alegrado volver a verla! —le dijo Petty antes de salir—. ¡Dígale a Tony que Bill Miller le manda un saludo!

Petty apretó el paso para dar la vuelta a la esquina cuanto antes. El sol había convertido su coche en un horno en el poco tiempo que había estado en la tienda. Bajó las ventanillas y condujo sin rumbo hasta que llegó a un puesto de tacos, donde se detuvo para comer un burrito de huevo y chorizo.

Una hora después, Petty había vuelto y vigilaba la tienda. Estaba aparcado a media manzana de distancia, al otro lado de la calle, arrellanado en el asiento del conductor. Nadie entró en la tienda durante la primera hora y solo lo hizo uno de UPS durante la segunda. Petty encendió la radio en un momento dado, pero no tardó en apagarla, preocupado porque se le agotara la batería del coche. Un perro callejero pasó trotando por la acera. Parecía que tuviera muy claro a donde iba. Durante un rato, un helicóptero de la policía estuvo dando vueltas por la zona. Petty se quedó mirándolo hasta que desapareció. Luego, jugó a chasquear la lengua cada vez que pasaba un coche.

Pensó en Tinafey y en qué estaría haciendo. Se preguntó cuánto tiempo más se quedaría ahora que sabía que estaba arruinado. Pensó en Sam, su hija. No se podía creer que hubieran transcurrido siete años desde que no se veían y cinco desde que no hablaban por teléfono. Era increíble lo rápido que pasaba el tiempo. Quizá la llamara mientras estaba en Los Ángeles. Tendría que telefonear primero a su madre para preguntarle el número.

Se le quedó el pie dormido, así que salió del coche para estirar las piernas. Mientras deambulaba y empezaba a sentir los dedos de los pies de nuevo, una F-150 negra aparcó en la zona de carga y descarga que había delante de la tienda de artículos de fiesta. De la camioneta bajó un muchacho mexicano fornido y de baja estatura vestido con una camiseta blanca y unos vaqueros. Daba la impresión de que caminara un poco raro, renqueando, como si cojeara.

Petty subió al Mercedes y arrancó el motor. Condujo hasta pasada la tienda, cambió de sentido en la siguiente esquina y volvió a aparcar a media manzana, por detrás de la camioneta, en la misma dirección. La matrícula de la Ford le llamó la atención porque en ella aparecía una silla de ruedas junto a las letras VM. Petty se metió en Internet para ver qué significaba aquello y descubrió que en aquel vehículo viajaba un veterano minusválido.

Cinco minutos después, el muchacho salió de la tienda cojeando y volvió a la camioneta. Petty esperó a que se reincorporara al tráfico para hacerlo también él y ponerse detrás. Pasaron la siguiente hora dando vueltas por el vecindario. Petty tuvo que esperar frente a un supermercado, frente a una barbería y frente a un Burger King. Su última parada fue junto a un edificio de apartamentos estucado situado en una calle ruidosa llena de edificios de apartamentos. El muchacho tomó una rampa que daba a un aparcamiento subterráneo justo debajo de su edificio, metió una tarjeta en una ranura y una valla de acero empezó a subir. La valla sonaba como si fuera de cadena. Entonces, el chico entró en el garaje y Petty lo perdió de vista.

Petty dio dos vueltas a la manzana antes de encontrar un hueco en el que aparcar. Dejó el Mercedes entre Nissans, furgonetas y camionetas de jardinero abolladas, viejas y con pegotes de masilla. A Petty le preocupaba más perder el rastro del muchacho que la posibilidad de que le robaran el coche. Abrió el maletero y cogió un chaleco reflectante. Se puso el chaleco por encima de la camiseta negra, se cubrió con una gorra y cogió un portapapeles. Aquel disfraz le resultaba muy adecuado cuando quería timar a las inmobiliarias para pujar por una propiedad sin que llegaran a enterarse de su interés, porque podía hacerse pasar por lector de contadores, instalador de televisión por cable o repartidor.

La mayoría de los edificios de apartamentos por delante de los que pasó Petty de camino al edificio del muchacho casi ni se tenían en pie. Las ventanas rotas las habían tapado con tablones de madera en vez de cambiar los cristales, se veían cables sueltos allí donde habían robado apliques y luces, y las pintadas ascendían por las paredes como si fueran hiedra, tan alto como alcanzara un gilipollas con un espray. No obstante, no todo el mundo se había rendido. Aquí y allí se veía un retroceso de aquella «maleza»: una maceta llena de flores, un santuario consagrado a la Virgen María bien cuidado, tres tonos de rosa diferentes allí donde alguien había tenido que tapar una y otra vez las marcas de las pandillas locales...

Parecía que, aquella tarde de sábado, todos los que vivían en la zona hubieran decidido salir a la calle. Había niños que pasaban junto a Petty con sus patinetes, chavales que jugaban al vóley en patios llenos de basura y gente que se hablaba a gritos de una acera a la otra. Junto a una furgoneta de reparto había una serie de mujeres reunidas y, en la parte de atrás, un hombre les vendía verduras, tortillas y bolsas de arroz. Un hombre acuclillado a la sombra de una marquesina dejaba que su cachorro de pitbull lamiera la condensación de su lata de Bud Light y contó un chiste con el que sus amigos se echaron a reír.

Petty consultó el directorio del edificio del muchacho, pero la mayoría de los números no tenían nombre. La puerta de seguridad de acero estaba abierta porque alguien la había calzado con un bloque de hormigón, así que Petty entró para echar una ojeada.

Dos edificios de apartamentos daban pie a un patio central con palmeras y bananeros en macetas. El sitio tenía su encanto, pero los barrotes de las ventanas hicieron que Petty pensara en una penitenciaría. Supuso que el muchacho, tullido como estaba, viviría en la planta baja, así que empezó a dar una vuelta por el patio y a mirar por las ventanas de los apartamentos al tiempo que fingía que inspeccionaba las cañerías. En el 101, las cortinas estaban echadas. A través de la puerta abierta del 102 vio a un anciano en un sofá, frente a la televisión. En el 103 no había nadie, pero la sala la ocupaban casi por completo una cuna y un colchón hinchable; en la nevera había un calendario de Jesucristo.

El muchacho vivía en el 104. Petty vio cómo salía cojeando del cuarto de baño, donde se había cambiado los vaqueros por unas bermudas. Su pierna derecha era una complicada prótesis de metal y plástico. Petty estudió la habitación y vio una bandera del cuerpo de marines de Estados Unidos de América y un televisor de sesenta pulgadas. Allí, sin embargo, no había ninguna caja fuerte. Se apartó antes de que el muchacho se fijara en él porque, desde luego, si era cierto que tenía toda aquella pasta en el apartamento, lo más seguro es que estuviera ojo avizor, y Petty no quería ponerlo sobre aviso. Mejor ir despacio. Ahora que sabía dónde vivía el tal Tony, podría trazar un plan.

Mientras volvía al coche, un par de vatos que pasaron en un Caddy con la suspensión bajada se quedaron mirándolo como si fuera un pinche gabacho. Decidió ignorarlos y mantener la vista en el portapapeles. El Mercedes seguía donde lo había dejado ¡y con las cuatro ruedas! Se subió, arrancó y entonces se dio cuenta de que tenía la camiseta empapada de sudor.

Un golpe brutal

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