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ОглавлениеPetty sintió el mordisco del frío en cuanto salió a la calle. Se encogió y buscó la cremallera de la chaqueta. A pesar de haberse subido el cuello y de haber metido las manos en los bolsillos, aún temblaba. No tenía ropa adecuada para aquel clima, pero es que su primera intención había sido trasladarse a un sitio más cálido.
La nieve plumosa que había empezado a caer iluminó la nieve a medio derretir del día anterior. Copos delicados caían sobre los coches abollados y las camionetas embarradas que había en el aparcamiento del Sands y se enredaban en las pestañas de Petty. Petty odiaba la nieve. Odiaba el hielo. Aquella antipatía provenía del miedo a resbalarse; miedo que, de hecho, había empezado a convertirse en una fobia. La mera posibilidad de dar un traspié lo ponía muy nervioso. No es que le preocupara hacerse daño si se caía, le inquietaba más el ridículo que pudiera hacer; no soportaba que se rieran de él. Subió por la calle Cuarta en dirección a Virginia vigilando cada paso que daba.
Un coche pasó muy despacio a su lado, con los faros ya encendidos. Aún faltaban dos horas para que anocheciera, pero parecía que fuera mucho más tarde. Las nubes oscurecían la luz del sol y la nieve amortiguaba el sonido, mientras que el gris e implacable avance de un invernal anochecer prematuro intensificaba la sensación melancólica que producían las luces de neón del casino que tenía delante.
La calle estaba llena de moteles viejos, la mayoría de ellos con puertas y ventanas entabladas. Los pocos que seguían en marcha, aunque a trancas y a barrancas, alquilaban habitaciones por meses o por horas con intención de captar a cualquier tipo de cliente. En la entrada de coches del hotel Rancho Sierra Motor había una negra alta y delgada con una gabardina rosa y unos tacones de vértigo. Quería hacer ver que estaba hablando por teléfono, pero levantaba la vista y sonreía cada vez que pasaba un coche. Tendría unos veintiuno o veintidós años, tenía los labios carnosos y los dientes grandes, y llevaba una peluca rubia que hacía que pareciera famosa. Petty le devolvió la sonrisa cuando la mujer dio un paso adelante para bloquearle el camino.
—¿Cómo estás, cielo? —le arrulló la mujer.
—Muy bien —contestó él—. ¿Y tú?
—Helada. ¿Te gustaría hacerme entrar en calor?
La mujer se abrió la gabardina y Petty se fijó en que llevaba un top con la bandera de Estados Unidos de América y unos minúsculos shorts vaqueros. Con aquel tiempo. Una fortaleza digna de admiración.
—Resulta tentador —respondió Petty.
—Pues venga, déjate tentar. Date un capricho el día del Pavo.
—¿Y si el capricho te lo doy yo a ti? Ven, que te invito a una copa.
—¿Para qué perder el tiempo? Tengo una habitación aquí al lado. Podríamos entrar en calor enseguida.
—Es que yo soy de la vieja escuela. A mí me gusta coquetear primero.
—¿Coquetear? —repitió la prostituta con cara de «pero ¿qué coño...?»—. Te das cuenta de que estoy trabajando, ¿no?
—Claro, pero también sé que las leyes de Nevada te dan derecho a parar para tomar un café.
—¡Ja! ¡Qué gracioso! Me gustas, Vieja Escuela.
La mujer tecleó un número en su teléfono móvil y se volvió para hablar en voz baja con quien fuera que hubiera respondido a la llamada.
Petty esperó. Cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro. Sentía debilidad por las prostitutas. No por las enganchadas a la droga o por las siniestras que odian a los hombres, sino por esas que tienen las ideas claras y que consideran la prostitución un trabajo más. Había conocido a unas cuantas putas muy inteligentes a lo largo de los años, damas que se las sabían todas.
—Te llamo cuando acabe —le dijo la prostituta a su interlocutor, que siguió hablando hasta que, de pronto, le soltó—: ¿Es que no te das cuenta de que no te estoy escuchando?
Y colgó.
—No quiero meterte en problemas —le dijo Petty.
—Aún no ha nacido el guapo que me mangonee —le contestó la mujer antes de cogerlo del brazo y atraerlo hacia ella—. Tienes unos ojos muy sexis, ¿lo sabías?
—No tanto como los tuyos. Ve con cuidado con el hielo, ¿eh?
Por mucho que le disgustara la nieve, Petty tenía que reconocer que ver nevar era realmente bonito. Se fijó unos instantes más en cómo caían los copos por entre lo que quedaba del día mientras caminaba junto a la prostituta hacia los casinos y se preguntaba si de verdad todas las personas serían diferentes o si aquello no era sino otra de las chorradas que a uno le soltaban de pequeño.
La prostituta se llamaba Tinafey.
—Como la blanca esa de la televisión, pero en una sola palabra —le explicó.
Petty no le preguntó cuál era su nombre de verdad. No había por qué. Se sentaron a una mesa en el bar del Silver Legacy, donde un tipo al piano cantó una canción de los Beatles primero y, después, algo de Neil Diamond. Tinafey pidió Kahlúa y café.
—Lo mismo —le dijo Petty a la camarera.
—¿De dónde eres? —le preguntó Tinafey a él.
—¿Te refieres a dónde nací?
—Claro.
—Nací en Detroit, pero nos mudamos en varias ocasiones. —Petty siempre les contaba la verdad a las prostitutas, porque eran capaces de calar una mentira a la legua—. Mi padre era jugador y mi madre, la esposa de un jugador.
—Pobrecito...
—Seguíamos a mi padre allí adonde lo llevara la suerte. Un par de años aquí, un par de años allí... Chicago, Las Vegas, Atlantic City... Montó un casino ilegal durante un tiempo en Filadelfia...
—¿Te gustaba eso de mudarte tanto o lo odiabas?
—¿Qué más daba? Era un niño. A nadie le preocupaba lo que yo pensara. Mi padre nos abandonó en Florida y se largó con una vendedora de Mary Kay. Debió de ser por el Cadillac rosa.*
—¿Y qué tal saliste?
—¿Habiendo crecido así?
Petty se encogió de hombros y barrió con la mano un poco de ceniza de cigarrillo que había en la mesa.
—Así que tú también eres trotamundos y te dedicas a las apuestas, ¿eh?
—Tengo casa en Phoenix, pero, en estos momentos, estoy de paso.
—Bueno, el mundo necesita trotamundos y apostadores.
—¿Y tú? ¿De dónde eres?
—De Memphis.
—Se te nota en el acento.
—Puede, pero he estado en todos los lados; incluso en México, en Cabo San Lucas.
—¿Y cómo fue?
—Cielo, fue como un sueño. El océano y el desierto juntos. Me tumbaba al sol, bebía margaritas y me quedaba dormida cada noche escuchando las olas y respirando aquel aire. Con aquello me valía. Recuerdo que le dije a la amiga con la que había ido: «Te juro por Dios que aquí podría vivir aunque fuera pobre». Allí no necesitas más que una hamaca, un poco de arroz y alubias..., y toda aquella belleza.
La mujer sonrió mientras pensaba en ello y, por primera vez, Petty vio su verdadero rostro, ese del que uno se enamora. Él también sonrió.
—¿Vas a llevarme a Cabo San Lucas? —le preguntó Tinafey con cara de pena.
—¡Coge el bolso y vamos!
—Un chico de allí me preguntó si era modelo, y no bromeaba.
La camarera les llevó las bebidas. Tenían nata montada encima, como si hubieran pedido chocolate caliente. Tinafey se comió la suya con cucharilla, por separado, y después empezó a lamerla para juguetear con Petty. Este le preguntó por sus clientes. Las prostitutas siempre tienen buenas historias de clientes, de lo raros que son. Tinafey se le acercó y empezó a susurrar. Tenía clase, no quería que todo el bar se enterara de que a don Calabacín le gustaba que le metiera un calabacín mientras él se la tiraba, o de lo del anciano que le pagaba veinticinco dólares por cada condón usado. Aunque la historia que más le gustó a Petty fue la de un tipo que se ponía a cuatro patas en una alfombra que él mismo llevaba. Al parecer, le había dicho a Tinafey que se convertía en un gatito cuando se ponía en la alfombra y, en efecto, había empezado a maullar y a ronronear nada más subirse a ella; cuando la mujer puso un pie en la alfombra, el hombre empezó a lamérselo con su lengua de gato.
—Me hacía cosquillas —dijo Tinafey—, pero se enfadaba si me reía.
Petty consultó el reloj y vio que faltaban quince minutos para reunirse con Don. Sacó un billete de cien y lo deslizó por la mesa.
—Tengo que irme pitando —le dijo él.
Tinafey fingió sorpresa.
—Pensaba que esto eran los preliminares.
—Esto ha ido de dos colegas tomando una copa, pero descuida, que, si alguna vez nos ponemos con los preliminares, no los confundirás.
Tinafey cogió el dinero y lo guardó en su bolso de mano de lentejuelas.
—Cuando decidas que quieres algo más, ya sabes dónde encontrarme.
Petty se puso de pie y se embutió en su chaqueta.
—Que tengas un feliz día de Acción de Gracias —le deseó.
—Y tú —respondió ella mientras contestaba el teléfono.
El pianista, un esqueleto vestido con un esmoquin que le quedaba grande, estaba en medio de una interpretación insustancial del Fire and Rain de James Taylor. Era muy probable que odiara tener que tocarla noche tras noche y que lo hiciera con el piloto automático puesto mientras se preguntaba cuántos cigarrillos le quedarían en el paquete. Sea como fuere, aquella era una de las canciones favoritas de la madre de Petty, una tonada que la mujer tarareaba mientras fregaba los platos, así que, de camino a la salida, le dejó cinco dólares en el bote.
En el cavernoso salón de apuestas del segundo piso del Club Cal Neva había tantos vagabundos guareciéndose del frío que aquello parecía un refugio para gente sin hogar. Recostados en las butacas y en los sofás enfocados a la televisión había hombres desgreñados y zarrapastrosos vestidos con chaquetones acolchados llenos de manchas, con las bolsas de plástico y mochilas sucias en las que transportaban sus pertenencias a sus pies. La mayoría de ellos fingía ver la televisión, pero en realidad muchos roncaban y dormían con la boca abierta de par en par, lo que violaba la prohibición de dormir en los casinos. Como era Acción de Gracias, los guardias de seguridad les daban un respiro.
Un terrible olor a cuerpos desaseados y a ropa húmeda asaltó la nariz de Petty cuando salió de la escalera mecánica que lo había subido al casino. Miró por entre los restos de aquel naufragio humano en seco y deseó que Don hubiera elegido otro lugar en el que reunirse. Estar tan cerca de suertes tan malas y de tantas malas decisiones le ponía nervioso, sobre todo cuando su propio barco se dirigía a las rocas.
Don lo saludó con la mano desde su taburete, en el bar cuadrado que había en el centro del salón, y le hizo un gesto para que se sentara en el taburete vacío que tenía al lado como diciendo: «¡Mira lo que tengo para ti!». Habían pasado quince años desde la última vez que se habían visto. El hombre se había rendido a las canas y había dejado de teñirse de moreno. Por debajo de la barbilla tenía los colgajos de piel típicos de la edad.
—Si hubiera sabido que te ibas a arreglar, habría venido con traje —le dijo Don mientras señalaba el cuello de su camisa hawaiana Tommy Bahama. La camisa la acompañaba de unos pantalones caqui anchos y de unos zapatos de tenis de abuelo, de esos con velcro en vez de con cordones. Ya no vestía bien, no tenía nada de dandi—. Ahora voy más informal —lo dijo a modo de disculpa.
—Cada uno va como quiere —le dijo Petty.
—Así es, así es —le respondió Don, que se reía entre dientes mientras se estrechaban la mano.
Al hombre se le había olvidado afeitarse parte de la cara, una zona de pelo blanco en la barbilla, pero Petty decidió darle una oportunidad. Recordó que los ancianos van a menos revoluciones. Es normal.
—Un escocés, ¿no? ¿Con hielo? —le preguntó Don.
—Veo que te acuerdas.
—Yo lo recuerdo todo.
El anciano le hizo una señal al camarero y pidió el whisky.
—¿Qué tal Reno? ¿Te gusta este sitio? —le preguntó Petty.
Don se encogió de hombros.
—Bueno, digamos que es donde estoy ahora, donde he acabado, pero mis opciones eran limitadas, ¿sabes?
—Me enteré de lo de Myra.
—No me cabe duda. A la gente le encanta contar las noticias tristes de otras personas y comportarse como si les importara una mierda. La cuestión es que aquello acabó conmigo. No he levantado cabeza desde entonces, y no me da vergüenza admitirlo. Estuvimos casados cuarenta y dos años. Tuvimos y criamos a tres chicos. Ella era lo único que me importaba en la vida. Los hijos también, sí..., pero eso es diferente. Me tocó la lotería cuando la conocí, Rowan. ¡Me tocó el gordo!
Le brillaban los ojos y se le enronqueció la voz. El camarero les sirvió las bebidas y se esfumó.
—¡Por Myra! —exclamó Petty mientras levantaba su vaso.
—Venga, no me jodas..., si apenas la conocías.
—Sí, es verdad, pero cualquiera que te soportara tantísimo tiempo es digno de admiración.
Don chocó su vaso con el de Petty y soltó:
—Y por tu viejo.
—No, a ese que le jodan.
—Hizo lo que pudo.
—Esa es la excusa que pone todo dios.
Ambos permanecieron un rato en silencio, haciendo como que veían el programa previo al partido en uno de los televisores, hasta que, por fin, Don dijo:
—Bueno, da lo mismo. Dime, ¿qué tal estás? Carrie y tú os separasteis, ¿no? ¿Te has quedado con Samantha?
Petty frunció el ceño, pero se escondió detrás del vaso de whisky. Así que la gente también hablaba de él, ¿eh?
—Más o menos —dijo Petty—. Digamos mejor que Carrie se piró con Hug McCarthy hace doce años y que no la he visto desde entonces.
—¿Con Hug McCarthy? Es un mal tipo. ¿En qué estaría pensando Carrie?
—Eso vas a tener que preguntárselo a ella. Tuve a Sam conmigo un tiempo, pero acabé mandándola a vivir con mi madre. Era mejor para escolarizarla y para todo. Ahora, va a la universidad en Los Ángeles.
Don resopló.
—¿Ya? Aún la recuerdo en pañales.
A Petty estaba empezando a molestarle que el anciano estuviera haciéndole pensar en el pasado. Ya estaba bien de cháchara, era hora de ir al grano.
—Bueno, ¿de qué querías hablar?
Don miró al camarero, a una camarera que pasaba, a un vagabundo que estaba pidiendo una Bud Light de un dólar.
—Vamos a otro sitio más recogido —comentó Don como si todos los del salón estuvieran prestándoles atención.
Fueron a una mesa que había al fondo del salón, lo más lejos posible de la muchedumbre que rodeaba el bar. Petty esperó con los dientes apretados mientras Don se tiraba cinco minutos intentando calzar la mesa con un pedazo de cartón de un posavasos. Cuando, por fin, el anciano se quedó contento, se puso bien aquella ridícula camisa que llevaba, le dio un sorbo a su bebida y se inclinó para hablar en voz baja.
—Tengo algo gordo entre manos.
—Vale.
—Avi se va a arrepentir de no haberme prestado atención cuando se lo expliqué.
—Es un tipo ocupado.
Don resopló.
—¡No me vengas con esas! No sé cómo tragas a ese gilipollas.
—No lo trago. Le ayudo temporalmente.
—Pues no es eso lo cuenta por ahí. Él explica que llegaste arrastrándote, de rodillas, pidiéndole cualquier cosa, lo que fuera. Dice que estás desesperado.
—Ah, ¿sí?
—«Yo estoy a tope ahora mismo, pero Rowan está desesperado por apuntarse un tanto. ¿Por qué no se lo ofreces a él?». Palabras textuales.
Petty mantuvo su cara de póquer, como si aquello no fuera con él; por dentro, sin embargo, estaba que se subía por las paredes. Que le dieran por culo a Avi y que le dieran también a Don. Un año atrás, a esas alturas de la conversación ya estaría camino de la puerta; aunque, claro, por mucho que estuviera atravesando un bache, tampoco es que estuviera dispuesto a aguantar según qué cantidad de mierda. Respondió con un tono de voz más enfadado del que había pretendido:
—No estoy desesperado, Don. Es cierto que, ahora mismo, la cosa está floja, pero no estoy desesperado, joder, así que no me vengas con un trabajito de mierda porque creas que me voy a agarrar a cualquier cosa como a un clavo ardiendo.
—¡Oye, oye, oye, que te estoy ofreciendo algo bueno!
—Lo único que digo es que llevo dedicándome a esto el tiempo suficiente para saber que la gente como tú..., como yo..., somos caníbales que, si tuviéramos el hambre suficiente, no nos lo pensaríamos dos veces antes de comernos a uno de los nuestros, y, por lo que tengo entendido, cabe la posibilidad que tú tengas mucha hambre.
—Deja que te dé dos pinceladas del asunto, y si quieres participar en el negocio entro en materia. De lo contrario, nos olvidamos del tema, nos damos la mano y tan contentos.
Petty cogió el vaso y le dio vueltas al hielo con el dedo.
—Tres minutos.
Don se inclinó aún más hacia él.
—Sabes que he pasado una temporada a la sombra hace poco, ¿no? Porque seguro que eso también te ha llegado. Bueno, pues mientras estaba allí dentro conocí a un chaval, el típico niñato, el típico drogata, de esos que vuelven a entrar en cuanto salen, ya sabes, y nos hicimos amigos. A ver, amigos no, pero cuando uno está ahí dentro se aburre tanto que... Bueno, la cuestión es que no dejábamos de darle al pico, de compartir historias.
»La cosa es que el chico tenía un cerebro más pequeño que una nuez. Me refiero a que era incapaz de mantener la boca cerrada respecto a temas que mejor habría sido que hubiera mantenido en secreto, ya me entiendes. La mayor parte de lo que decía no eran más que chorradas, bobadas para fardar de todos los hijos de puta que conocía fuera y de los trabajitos que le habían encargado. La cosa es que, un día, una de sus historias me llamó la atención. No, más que llamarme la atención me puso en funcionamiento el corazón. Hizo que sintiera chispas en las palmas, Rowan. Así que me esmeré por engancharle. Le di sellos, le hacía depósitos para la cantina y, poco a poco, fui sacándole los detalles. Lo que conseguí..., bueno, digamos que, con lo que me contó y con unos cuantos preparativos, podríamos tener delante el golpe de nuestra vida.
Petty se recostó y sonrió.
—¿Lo dices de verdad, Don? ¿De una rata carcelaria?, ¿de un bocazas?
—El chaval era un inútil, de eso me di cuenta a las primeras de cambio, pero si tan solo la mitad de lo que me contó de este asunto es verdad... Te lo aseguro, merece la pena ponerse con ello.
—¿Y de qué se trata? ¿De qué va?
—¿Así?, ¿sin más?
—¿Para qué ibas a traerme aquí si no pretendías contármelo?
—Pues..., pues...
El anciano se puso nervioso. Don el Dandi, el tipo con más labia que Petty había conocido, balbuciendo en medio de un discurso. Al descubierto.
«Joder, tío..., todos vamos para abajo», pensó Petty.
—Sí, claro, por qué no —respondió Don después de haberse rehecho—, te lo voy a contar. ¿Por qué no? Todo empieza en Afganistán, con un soldado destacado en el aeropuerto de Bagram, la base principal de la zona. El soldado es el encargado de pagar a las empresas afganas de camiones por las entregas que hacen en otras bases, de suministros y mierdas de esas, y todos los pagos se hacen en metálico, en dólares, porque los de la toalla en la cabeza es lo único en lo que creen. Lo que acabó sucediendo..., porque no sé qué tipo de idiotas dirigen aquello, pero es que hasta un ciego lo habría visto venir a la legua..., lo que acabó sucediendo es que el soldado hizo un trato con los de los camiones: les pagaba por envíos que no llegaban a hacer y las empresas le daban a él un porcentaje de esos pagos.
»Luego, el tipo le pasaba la pasta a otro soldado de la base, uno cuyo trabajo consiste en llenar contenedores con material que el ejército envía de vuelta aquí, a Estados Unidos. Este otro soldado escondía el dinero en contenedores, a los que les ponía un sello militar especial para que los de aduanas no pudieran abrirlos, y los contenedores llegaban a una base militar de Carolina del Norte. Otro soldado de allí sacaba el dinero de ellos y se lo enviaba a un tipo que se encargaba, no te lo pierdas, de almacenar el dinero en la caja fuerte que tiene en su apartamento con la intención de dividir lo que hayan conseguido en cuanto todos vuelvan a casa.
Cuando acabó su relato, Don se echó hacia atrás y sonrió.
—Vale, ¿y cuál es tu plan? —preguntó Petty.
—Bueno, pues está claro que alguien tiene que abrir esa caja fuerte.
—Alguien.
—¡Tú!
Petty sacudió la cabeza, le dio un sorbo a su whisky y dijo:
—A ver, que no es que me crea ni una palabra de esto, pero, dime, ¿de cuánto dinero estamos hablando?
—Si no te has creído lo que te he contado hasta ahora, desde luego no te vas a creer la cantidad.
—Prueba.
—¡Dos millones!
—¿Dos millones de dólares?
—Eso es lo que me dijo mi colega.
—Tu colega el yonqui. ¿Y de dónde dices que sacó la información?
—Su hermano es el soldado de la base de Carolina del Norte, el encargado de sacar la pasta de la base. Al parecer, un día le dio el siroco y le enseñó la morterada de billetes a mi colega. Por lo visto, son una familia de putos bocazas.
Oyeron cierto escándalo cerca de las ventanillas de apuestas porque dos vagabundos se peleaban por una batería de teléfono móvil.
—¡Dame eso, hijo de puta! —gritó el más grande de los dos antes de darle un puñetazo en la cara al otro.
El vagabundo más liviano cayó al suelo y el grandullón levantó una pierna para pisarlo con la bota, pero un guardia de seguridad se acercó para separarlos. Un segundo guardia de seguridad levantó al pequeñajo de malos modos y lo empujó hasta las escaleras mecánicas mientras aplaudía un gilipollas acodado en la barra del bar.
Petty observó el alboroto pensando en que había dos millones de dólares en la caja fuerte del apartamento de un cretino y en lo increíble que sonaba todo. No obstante, no pudo evitarlo: empezó a pensar en formas de conseguir aquella pasta.
—La caja fuerte complica el asunto —le dijo a Don—. No puedes limitarte a entrar para llevarte la pasta mientras el tipo está fuera.
—Correcto. ¿Y cómo lo resolvemos?
—Hay que hacerlo mientras el tipo está en casa. Tendrías que conseguir que te dejara entrar y, después, convencerle para que te diera la combinación; y, claro, eso implica llevar un arma.
—Me parece bien.
Dos millones de dólares. El golpe con el que Petty había soñado toda la vida. ¡Abracadabra!, y todos sus problemas resueltos en un instante y para siempre, aunque la realidad era muy diferente.
—La cuestión es que creo que ese yonqui estaba diciéndote lo que querías oír —le dijo a Don.
—Ya, pero ¿y si no fuera así?
—En ese caso, llegamos al segundo punto: yo no me dedico a esto. Robar es algo muy chungo. Yo me dedico a convencer a los pardillos para que me den su dinero.
—Eres un tipo listo. Seguro que algo se te ocurre. ¡Joder, pero si ni siquiera sería necesario hacerse con todo el botín para que fuera un gran golpe! Con coger un poco sería más que suficiente para alegrarle la vida a cualquiera.
En eso tenía razón, pero Petty no se veía con una pistola y haciéndose el duro hasta el punto de conseguir convencer a otro tipo de que apretaría el gatillo si no le decía lo que quería. No estaba tan desesperado.
—Paso del tema —soltó Petty.
—Te doy un tiempo para que lo pienses —dijo Don.
—No, no es necesario. Esto no es para mí.
—No me digas eso, Rowan. Dime que sí.
—No puedo, Don. Lo siento.
—¡Vamos!
—No.
Don se dejó caer en la silla. Parecía que estuviera cansado, cansado de todo. A Petty le quedó claro que él era el último cartucho del anciano. Después de unos segundos de un incómodo silencio, Don soltó un suspiró profundo, se levantó con dificultad y se puso un plumas morado horrible.
—Tengo que irme —le dijo.
—Tomemos otra copa —le ofreció Petty.
—Mi hija me espera para cenar. Para ella es importante celebrar las festividades.
Se dieron la mano.
—Conduce con cuidado por la nieve —le dijo Petty.
—Sí, sí —respondió Don mientras se alejaba arrastrando los pies.
Petty volvió a la barra y, en esa ocasión, pidió una cerveza. Empezaba el partido de los Packers. Se quedó mirando la pantalla, pero era incapaz de dejar de pensar en el pasado y de preocuparse por el futuro. En un momento dado, alguien se le acercó y le preguntó cómo iba el marcador. No tenía ni idea. Al otro lado del local, uno de los sintecho se echó las manos a la cabeza y empezó a girar en el taburete mientras musitaba:
—¡No, no, no!
Petty ya no podía más. Bajó y se sentó a una de aquellas mesas de blackjack de seis a cinco con una sola baraja y perdió doscientos pavos en veinte minutos.