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ОглавлениеRowan Petty valoró las alternativas. Podía ver el partido de los Packer en su habitación o abajo, en uno de los bares del hotel. El casino incluso tenía una sala de apuestas pequeña y soporífera con cinco televisores en los que transmitirían el partido. Era el día de Acción de Gracias, así que le apetecía cambiar de escenario. Se estaba volviendo un poco loco después de haber pasado la última semana encerrado en una suite diminuta, colgado del teléfono mientras miraba por las enormes ventanas que iban del suelo al techo lo que quedaba de la franja de Reno y las colinas nevadas que había más allá. Estaría bien dar un paseo y tomar algo que no fuera el café del hotel.
—¿Señora Carson? ¿Qué tal está? Bien, bien, me alegro mucho. Me llamo Bill Miller y soy el vicepresidente del Departamento de Crecimiento y Beneficios de la empresa minera Golden Triangle. Tengo entendido que habló usted ayer con el señor Bludsoe, mi socio, ¿no es así? Estupendo. La cuestión es que el señor Bludsoe me ha comentado que está usted interesada en recibir más información acerca de las acciones que estamos ofreciendo actualmente y, si tiene dos minutos, me gustaría hablarle de ellas. Genial. La cuestión es la siguiente: nuestros ingenieros han encontrado hace poco un depósito descomunal de un mineral de alta densidad en nuestras minas de Perú y, por lo tanto, por tiempo limitado, estamos ofreciendo a un grupo selecto de inversores la oportunidad de unirse a nuestro negocio minero, en expansión por todo el mundo. ¿Qué le parece?
Era todo mentira, claro. No había veta, no había mina. Lo único que había era una página electrónica muy lograda, y papel de carta y sobres muy caros. La base de la estafa la componía una cuadrilla de borrachos y heroinómanos sin techo de Miami que llamaban, cada día, a cientos de números al azar en busca de personas tan crédulas o que se sintieran tan solas como para morder el primer anzuelo. El nombre de esos gilipollas se lo pasaban a Petty, cuyo trabajo consistía en tirar del sedal, para lo que les prometía un veinticinco por ciento de beneficio libre de impuestos al tiempo que intentaba extraer tanta información personal como fuera posible: cuentas bancarias, tarjetas de crédito, el número de la Seguridad Social, etc. Todo el que siguiera picando después de aquello le llegaba a Avi, que cerraba los tratos y le enviaba a Petty el diez por ciento de lo que hubiera conseguido que invirtieran.
A Petty no le gustaba estar tan abajo en el escalafón. De hecho, lo consideraba humillante, en especial porque había sido él quien le había enseñado a Avi cómo dirigir una estafa igual que esta cuando el tipo aún vendía droga puerta por puerta y lo único que le preocupaba eran los granos que le salían en la cara. Por aquel entonces, Petty tenía veinticinco años y vivía en Nueva Jersey. Llevaba desde los quince buscándose la vida y había ganado lo suficiente de varias estafas como para que a su esposa y a su hijita no les faltase de nada y permitirse unas pocas extravagancias de esas que distinguen a los seres humanos de las bestias.
Un amigo de un amigo había llegado con Avi un día y le había pedido a Petty que ayudara al chaval. Petty había hablado con él y el chaval le había parecido espabilado, así que lo acogió bajo el ala, le enseñó los tejemanejes del negocio y lo dejó que metiera el hocico en una estafa de primera en la que andaba metido por aquel entonces. Supuso que aquello sería bueno para su karma.
De vuelta al presente, quince años después, resulta que Petty se queda colgado en Sacramento con un timo inmobiliario que no ha salido bien. Se dirige a Reno con la intención de recuperar sus pérdidas en las mesas de póquer, pero su coche revienta nada más cruzar los límites de la ciudad. El mecánico le dice que le va a costar mil pavos que vuelva a arrancar. Petty no tiene una buena racha. Busca entre sus contactos y ve el nombre de Avi. Decide llamarle para ver en qué anda metido y si hay un hueco para él. Pero ¿qué le dice el tipejo ese? «Puedes dedicarte a llamar y soltar el rollo, eso es lo mejor que te puedo ofrecer».
¿Soltar el rollo? ¿El mismo trabajo que Petty le había dado a él hacía no sabía cuándo? Aquello era una afrenta, pero, al mismo tiempo, lo comprendía. La ley de la selva es la ley de la selva: a nadie le importa una mierda un perdedor. Marcó otro número, se aclaró la garganta y empezó una vez más con la perorata.
—¿Señora Fedor? Feliz día de Acción de Gracias. ¿Qué tal está?
Apenas había comenzado con la presentación cuando el señor Fedor se puso al teléfono y empezó a increparle, a decirle que debía de ser un verdadero gilipollas para intentar colársela en un festivo. Petty cortó al tipo, que seguía con la bronca, y pasó al siguiente número de la lista. Antes de que llegara a marcarlo, le sonó el teléfono, pero el suyo personal, no el de prepago que utilizaba para trabajar.
Era Don O’Keefe, Don el Dandi, que había sido amigo del padre de Petty. Lo último que Petty había oído de él era que había caído muy bajo antes de verse obligado a pasar un tiempo en la sombra. Petty se planteó dejar que la llamada fuera al buzón de voz, pero le picaba la curiosidad.
—¿Diga?
—¿Rowan?
—Don.
—Me han dicho que estás en Reno.
—¡Ah!, ¿sí?
—Sí, ¿y sabes qué?, que yo también. Ahora vivo aquí.
—Ah.
Don se dio cuenta de lo cauteloso que se mostraba Petty.
—Vale, vale, quieres que te diga quién me ha dado el soplo, ¿verdad? La cuestión es que he llamado a Avi por un asunto que tengo entre manos y me ha dicho que no podía abarcar más, pero que quizá tú estuvieras interesado.
Petty se levantó de la cama y fue a la ventana. La tarde, encapotada, estaba yendo a peor y, abajo, en la calle mojada, una figura solitaria se encorvaba para protegerse del frío y marchaba resoluta hacia su destino. Petty tocó el cristal con un dedo y se quedó mirando la huella que había dejado. Avi no hacía favores, así que eso de que hubiera avisado a Don tenía que ser una broma. Sin embargo, Petty no quería colgar al anciano. Después de que su padre los hubiera abandonado, Don había cuidado de Rowan y de su madre. Les daba cien pavos de vez en cuando y llegaba con comida y se aseguraba de que los pagos del gas y la electricidad siempre estuvieran al día. Petty le debía, por lo menos, una pizca de respeto, así que siguió al aparato.
—Yo también estoy servido, pero tengo un minuto.
—¿Por qué no quedamos?
—¿No me lo puedes contar por teléfono?
—Es mejor que lo hablemos en persona. Te invito a una copa y te lo cuento.
La desesperación que a duras penas se ocultaba en el tono de voz de Don apenaba y asqueaba a Petty.
—¿Hoy? —dijo Petty.
—¿Por qué no? —contestó Don—. Vivo con mi hija..., y no me vendría mal descansar un rato de esos críos. Hablan a gritos. ¿Será culpa de la tele?
—Pues no lo sé.
—Cenamos a las siete, ¿quedamos a eso de las cuatro y media?
Petty se alojaba en el hotel del casino Sands Regency. El sitio estaba a dos manzanas al oeste de Virginia Street, donde se concentraban la mayoría de los casinos del centro de Reno. Dado que la noche costaba la mitad que en otros hoteles de Virginia, que las habitaciones estaban limpias —aunque deterioradas— y que el personal tenía buena disposición, el Sands les gustaba a los jubilados, a los viajantes, a los adictos a las tragaperras y a los amantes de los casinos con poco dinero para apostar. El casino satisfacía a un público local, al que atraía con bebidas baratas y con cinco dólares para jugar al blackjack en mesas con tapetes desgastados. Entre las opciones para comer, el hotel ofrecía una cafetería decorada como en la década de 1950 que ofrecía desayunos especiales las veinticuatro horas del día, un «asador italiano» pretencioso que servía raciones generosas y los viernes, un bufé de marisco típico de Carolina a diez dólares con noventa y nueve centavos.
Petty se había alojado en sitios mucho peores, dado que había tenido que ir saltando de hotel barato en hotel barato desde que, hacía seis meses, el banco hubiera embargado el edificio de apartamentos de Phoenix en el que vivía. No obstante, había algo en el hecho de que se viera atrapado en el Sands en aquel momento de su vida que le pesaba y le hacía pensar que iba por el hotel con aire de rey destronado y humillado. Hacía poco que había cumplido cuarenta años y era incapaz de dejar de darle vueltas al tema cuando veía las quemaduras de cigarrillo de la estridente colcha de poliéster, mientras cenaba un perrito caliente de un dólar, cuando se lavaba los calzoncillos en el lavamanos o cuando le colgaban el teléfono viudas de Des Moines.
Si aquella mala racha era temporal, vale. Tampoco es que fuera la primera. Lo que le preocupaba era que aquel parón fuera peor que los demás, que se le hubiera acabado la suerte. Porque, no nos engañemos, uno no tiene oportunidades ilimitadas. Es cierto que todos tenemos algún traspié de vez en cuando, pero, los traspiés, con la edad, se curan más despacio y dejan grietas..., grietas por las que acaba filtrándose la poca suerte que te queda.
Como en el caso de Don O’Keefe, por ejemplo. Hacía diez años, Don era el operador por excelencia. Estaba en lo más alto, le caía pasta de media docena de timos diferentes. Ahora, en cambio... ¡Joder! Las cosas habían empezado a irle de mal en peor después de que su esposa falleciera. La había amado con toda su alma y aquella pérdida lo había vuelto descuidado. Don había llenado el gran agujero que había dejado la mujer con alcohol, había pasado las horas solitarias apostando y, al final, le habían echado el guante en Seattle por un estúpido timo de la estampita y había pasado ocho meses en la cárcel del condado de King. Don el Dandi, el que no había pasado ni una noche en comisaría. Desde entonces, no había levantado cabeza. Llevaba seis meses en la calle y no conseguía que le saliera nada. Setenta años y viviendo de sobras, de lo que dejaban los peces gordos. Los antiguos socios lo ponían a parir y se cambiaban de acera cuando lo veían venir. Nadie quería mirarle a los ojos. Nadie quería pillar lo que fuera que tuviera.
Petty brindó por el pobre desgraciado con la primera copa de la tarde. Lo hizo porque él mismo estaba tirando de sus últimos cinco mil dólares y, si aquello era todo, el final de los buenos tiempos, quería que, por lo menos, hubiera alguien que brindara por él mientras lo recordaba en la cresta de la ola.
Estaba sentado en el salón Jackpot, su bar preferido de entre los tres del Sands y que atendía una vieja vaquera escuálida de horrenda sonrisa. Para compensar, la mujer llevaba el pelo, pelirrojo y brillante, cardado e iba maquillada como si hubiera pasado por unos grandes almacenes y la hubieran maquillado para intentar venderle una tonelada de mierda que, en realidad, ninguna mujer necesita. Petty y ella habían intimado, la mujer lo llamaba «Rowan» y él la llamaba «cariño». Petty deseaba de corazón que la mujer tuviera a alguien en casa que la hiciera feliz —un gato, un programa de televisión preferido.
Después de hablar por teléfono con Don, Petty se había duchado y afeitado, se había secado el pelo y palmeado un poco de colonia Armani de noventa pavos el bote. Unos vaqueros elegantes, una camisa de vestir y una chaqueta de cuero. No se ponía anillos en el meñique o cadenas de oro, como los macarras; él prefería que fueran su reloj y sus zapatos los que hablaran por él. El Submariner que llevaba era falso, y a sus Bruno Maglis empezaba a notárseles que tenían unos cuantos años, pero ambos estaban más que bien para Reno. Había tenido cuidado con la bebida en cuanto empezó a trabajar para Avi porque quería tomarse el trabajo en serio, así que el primer sorbo de Black Label le supo a gloria. Paladeó el whisky antes de dejar que bajara despacio por la garganta. Feliz día de Acción de Gracias de los cojones.
—¿Vas a querer pavo para cenar? —le preguntó la vaquera.
—Si he de serte sincero, nunca me ha gustado mucho el pavo. Es una tradición y todo eso, lo entiendo, pero prefiero un buen filete de ternera.
—Me recuerdas a mi padre. Solía decirnos: «¿Sabéis por qué los colonos comían pavo? ¡Porque no tenían KFC!».
—Debía de ser un tipo divertido.
—Si tenemos en cuenta que era un miserable borracho... ¿Has oído hablar del pavopatopollo?
—¿Qué es eso?, ¿un pavo dentro de un pato y, a su vez, dentro de un pollo?
La vaquera se rio y dejó a la vista sus dientes mellados y torcidos.
—Al revés, un pollo dentro de un pato, dentro de un pavo.
—¡Ah, vale, eso tiene que estar mucho más rico!
Petty se giró en el taburete para examinar el casino. Como era festivo, estaba más lleno de lo normal a las tres de la tarde. Los jugadores que ocupaban las mesas del blackjack que tenía delante aullaban y abucheaban al crupier, pero no eran más que una panda de capullos. Jugaban una partida de cinco dólares con un solo mazo, lo que podría estar bien, dado que las probabilidades de ganar a la banca siempre eran mejores con un mazo que con el clásico «sabot», o dispensador de cartas, ¿no? Pues no. No cuando el pago por un blackjack en una mesa con un solo mazo estaba seis a cinco en vez de al habitual tres a dos, que era lo que lo cambiaba todo.
Un jugador con veinticinco dólares y una estrategia básica en una mesa de tres a dos con un zapato que contuviera ocho mazos solía perder once dólares con veinte centavos a lo largo de ochenta manos. En una mesa con un solo mazo pero que estuviera seis a cinco, perdería veintinueve dólares.
A lo largo de los últimos años, los casinos de todo el mundo habían ido cambiando, poco a poco y en silencio, las mesas de un solo mazo a esta versión del juego y, aunque lo que se pagaba estaba impreso en el fieltro, los incautos que llegaban para pasárselo bien el fin de semana se sentaban de todos modos y entregaban al casino esa pasta que tanto sudor les había costado ganar, lo que suscribía el viejo dicho de que las mesas de un solo mazo estaban donde tenían que estar.
Petty no tenía nada en contra de sacarles un poco más, pero, en este caso, la estafa era tan descarada que hasta a él le molestaba. No eran necesarias ni habilidad ni profesionalidad. No era necesario tener huevos. Los cicateros de la industria del juego estaban aprovechando el hecho de que los jugadores ocasionales acostumbraran a aferrarse a la sabiduría popular en vez de hacer números. Petty no tenía claro quién le tocaba más la moral, si los don nadie corporativos que repartían cartas en las mesas o los que se sentaban a jugar y dejaban que los desplumaran con impunidad.
Le dolía la cabeza de pensar en aquello. Llevaba una semana respirando únicamente el aire reciclado del hotel, y el apestoso humo de los cigarrillos, la desesperación y la desilusión se le habían pegado a los huesos como un cáncer. Con la esperanza de preservar la tímida chispa de ánimo festivo que había conseguido encender en su corazón, apuró el whisky y se apresuró a la salida.