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ОглавлениеEn su sueño, Petty era incapaz de leer las señales de tráfico. Estaba perdido, desesperado, en una interestatal por la que, sin duda, no era la primera vez que conducía. Se le mezclaban números y letras que pasaban a toda velocidad y las flechas luminosas apuntaban en todas las direcciones. Qué alivio sintió cuando despertó de repente y se dio cuenta de que estaba en la habitación del Sands, tumbado en la cama en vez de sudoroso, al volante de su coche. El sol quemaba con fuerza las rendijas de las opacas cortinas y Tinafey dormía en silencio, lejos de su alcance, dándole la espalda, tirando de la sábana.
La noche anterior habían necesitado más de dos copas para relajarse, para echarse esas risas. Sin embargo, en el momento en que habían empezado a pasarlo bien, se habían entregado a ello con el celo de la gente que sabe lo escasos que son los buenos momentos. Bailaron un poco, juguetearon un poco y se olvidaron por completo de la posibilidad de que Bo apareciera por allí, tambaleándose, ávido de venganza. «Le he dado tan fuerte que, ese, ahora mismo, es incapaz hasta de arrastrarse —le había asegurado Tinafey—. Le he dado tan fuerte que está viendo las estrellas... en otro planeta».
Acabaron en la cama, con la mujer cabalgando encima de él como si fuera un caballo corcoveando. Petty recordaba cada uno de los movimientos de cabeza de ella, cada brinco de sus pechos, y que su coño lo sujetaba como si no fuera a soltarlo jamás. Cuando terminaron, la mujer se inclinó para darle un beso, pegó su pecho sudoroso al de él y le susurró: «Cariño, me has dejado para el arrastre». Petty se quedó frito con una sonrisa en los labios.
Y volvió a sonreír al verla dormida a su lado.
«Me gusta esta chica».
Y a ella debía de gustarle él si se había sentido tan cómoda como para quedarse con él toda la noche. Se planteó despertarla para ver si quería un café del bar de la planta baja, pero decidió dejar que siguiera durmiendo.
Se vistió con unos pantalones de chándal y una sudadera con capucha y se peinó. Antes de salir de la habitación se puso el reloj y cogió la cartera y el teléfono. En una ocasión, en Las Vegas, una prostituta se había largado con toda la pasta que le quedaba y, por mucho que le gustara Tinafey, no era de esos que tropezaban dos veces con la misma piedra.
La fila del bar llegaba hasta el casino. Petty se puso a la cola. El cotorreo incesante de las tragaperras incrementaba el dolor de cabeza que tenía por culpa de la resaca. «¡Rueeeda... de... la... fortunaaa!», gritó una de las máquinas por encima de oleadas de aplausos enlatados mientras otra emitía a todo volumen el sonido de monedas tintineando en una bandeja de metal a pesar de que pagara con un tique de papel que se tenía que canjear en el cajero.
Justo delante de él, en la fila, había dos mujeronas que llevaban collares de cuentas del Mardi Gras y una tiara de cartón. Su camiseta, a conjunto, era de color púrpura y conmemoraba la despedida de soltera de Sarah. Una de ellas llevaba en brazos un chihuahua que no dejaba de temblar. La mujer le acariciaba la cabeza y le hablaba como si fuera un bebé mientras el perro le daba besos en la cara.
—¿A qué hora os fuisteis a la cama? —le preguntó la del perro a su amiga.
—Ni idea. Lo único que recuerdo es que a eso de las tres comimos unos nachos.
—¿Ganasteis algo?
—No quiero hablar de eso.
—¿Cuánto perdisteis?
—Ya te he dicho que no quiero hablar de eso.
Petty se tocó un punto de la mejilla allí donde Bo le había soltado un puñetazo. Le dolía tantísimo que le sorprendía que no le hubiera salido un moratón. Su teléfono se volvió loco. Lo cogió y vio que era Avi quien le llamaba. A las siete y media de la mañana del día después de un festivo.
—Ayer no me mandaste ningún incauto —le dijo Avi.
—Lo dejé temprano —le respondió Petty.
—¿Y eso lo decidiste por tu cuenta?
—Nadie habla con comerciales el día de Acción de Gracias, con la familia de por medio, los preparativos y todo eso.
—¿Y qué hay de la gente que no tiene familia?
Las mujeres que Petty tenía delante en la fila vieron a una de sus amigas y empezaron a llamarla a voces. Aquello incomodó al chihuahua, que se puso a ladrar.
—¿Dónde coño estás?, ¿en el zoo? —exclamó Avi.
—En el zoo, sí. Esquivando mierda de mono.
—Deberías estar trabajando. ¿Qué hora es ya?
Petty imaginó que Avi miraba su reloj e intentaba recordar dónde estaba su vendedor para calcular la diferencia horaria entre Reno y Miami, sin tener muy claro si era de dos o de tres horas.
—¿Las ocho?, ¿las nueve? —continuó Avi—. Aquí ya son las once. Deberías estar haciendo llamadas.
En su día, en Jersey, cuando enseñaba a Avi, Petty se había enterado de que el chaval dormía en un coche y le había dejado que se quedara en su sofá. Incluso bajaba a por comida para que no se alimentara de bollos y del McDonald’s, y le pedía a Carrie que le pusiera un plato en alguna que otra cena. Al parecer, el cabrón se había olvidado de todo eso. Ahora, tenía la cabeza tan lejos del culo que era incapaz de ver de dónde venía o adónde iba. Desde que Petty había empezado a trabajar para él, Avi lo había tratado como una mierda y, a decir verdad, Petty estaba ya hasta el gorro.
—Oye, vigila ese tono, que ni yo soy un reloj ni me pagas por horas, así que me pondré al puto teléfono cuando me salga de los cojones.
—¡Eh!, que fuiste tú quien me llamó implorando que te diera trabajo con el cuento de la lástima ese de que fuiste tú quien me enseñó todo lo que sé, ¿recuerdas?
—¿Y acaso no es verdad? ¿Acaso no te enseñé todo lo que sabes?
—¿Y qué? Quiero gente que trabaje duro, gente con ganas de pasta. Si pretendes tomártelo con calma, echa un currículum en Walmart. Quiero que estés en esto al mil por mil. Quiero que te impliques en esto hasta los tuétanos.
—No me jodas, que te he conseguido la hostia de pasta.
—Nunca se gana suficiente pasta, y tú eres el mejor ejemplo. No quiero verme pidiendo limosna, como tú.
Pidiendo limosna. Así es como le veía el cabrón. Así es como le veía todo el puto mundo. A Petty se le encogió el estómago.
—Oye, ya te he dicho que te anduvieras con ojo con el tono.
—Si no te gusta lo que hay, ¡puerta!
—¿Sabes?, me voy a tomar el día libre.
—No me has oído, ¿verdad?
—Te ha oído la ciudad entera, la cuestión es que no te estoy prestando atención.
—Ah, ¿no? Muy bien, pues que te quede claro: como mañana no me envíes cinco peces que piquen, olvídate de seguir trabajando conmigo. Y peces que, por lo menos, se dejen cinco de los grandes.
—Eso yo no lo puedo controlar; eres tú el que los aprieta.
—¡Así son las cosas! ¡La vida es dura! Cinco peces que se dejen cinco mil o te vas a pedirle limosna a otro.
Avi no iba a recular, no era de esos, así que Petty decidió dejar el tema de momento, antes de que le explotara la cabeza.
—Te tengo que dejar.
—Sí, me tienes que dejar, porque tienes que ponerte a llamar como un loco.
Avi colgó y Petty se encontró delante de la cajera, que lo miraba de manera extraña.
—¿Qué pasa? —le soltó.
—¿En qué puedo ayudarle? —le preguntó la cajera por tercera vez.
—Dos cafés largos y..., ¿qué más tenéis? ¿Dónuts?
Ahora lo veía claro: había llegado el momento de tomar una decisión. Una decisión importante. Llevaba veinte años poniendo en práctica los mismos timos de mierda, y esos timos de mierda no lo habían llevado a ningún sitio. Además, eso de que un cabrón como Avi le hablara así... era inaceptable. Inaceptable. Dos segundos después, volvía a estar al teléfono y le pidió a la cajera con la mano que se callara cuando esta le preguntó si quería el pedido para tomar allí o para llevar.
Tinafey seguía dormida cuando Petty volvió a la habitación. De hecho, parecía que ni siquiera se hubiera movido de posición. Petty cogió algo de ropa y fue al cuarto de baño de puntillas para cambiarse.
Se miró en el espejo mientras se cepillaba los dientes. Conocía a gente que se había arruinado de la noche a la mañana, que había pasado de parecer que tuviera treinta años a parecer que tuviera cincuenta con tal rapidez que uno se preguntaba si estaría enferma. Él, sin embargo, aguantaba. Además, a decir verdad, no era su apariencia lo que más le preocupaba. Tenía entendido que la gente envejecía de dos maneras: en lo físico y en lo mental, y lo cierto era que, en lo mental, aún se sentía con todos los cilindros a pleno rendimiento. Vale, a ver, puede que aquella mañana no, por la resaca y todo eso, pero la mayoría de días ¡era mejor que echases una mano a la cartera y otra a tu esposa porque era más que capaz de convencerte de que le dieras las dos!
Se sorprendió al darse cuenta de que estaba soltándose un discurso motivacional, así que dejó de mirarse al espejo, avergonzado por sentirse tan inseguro. Tan patético.
Cuando Petty salió del baño, Tinafey se volvió, aún en la cama, y le guiñó un ojo. Petty se alegraba de que la hinchazón que le había provocado el codazo de Bo en el ojo hubiera bajado.
—Te he traído café —le dijo él—. Puedo calentártelo en el microondas.
La mujer bostezó y se rascó la cabeza. Llevaba el pelo, el suyo, el de verdad, muy corto, casi al cero.
—¿Qué hora es? —preguntó ella.
—Las ocho —respondió él.
—¿Y ya estás vestido y todo?
—Tengo una reunión.
—¿Cuándo?
—Dentro de media hora. Recogeré mi coche en el taller de camino. Cuando vuelva, iremos a desayunar y te llevaré al otro hotel.
Tinafey se sentó en la cama y se cubrió con la sábana.
—¿Puedo darme una ducha antes de irme?
—Claro.
—Qué bueno eres. ¿Me acercas el café? No me importa que esté frío.
Petty le tendió el vaso.
—¿Sabes qué? Estás tan guapa como anoche.
—¡Ja!
—Lo digo en serio.
Tinafey sacudió la cabeza. Le quitó la tapa al vaso de café y le dio un sorbo.
—¿Te importaría abrir las cortinas?
Petty se acercó a la ventana y las abrió. Una luz perlada iluminó la habitación. Fuera, un fino velo de nubes amortiguaba la luz de un brillante cielo azul y el sol resplandecía al reflejarse en la nieve de las colinas nevadas.
—Tengo que marcharme —le dijo él.
—Ven un momento.
Petty se acercó y ella tiró de él y le dio un beso en los labios.
—Para que te dé buena suerte.
—¿Qué te hace pensar que necesito suerte?
—Todos necesitamos suerte.
Petty no podía decir nada en contra de aquello. Petty cogió un taxi hasta el taller que le estaba cambiando el alternador del Mercedes, un E550 plateado de 2010. Le había comprado el coche nuevo a un «corredor de bolsa» ruso por la mitad de lo que ponía en la pegatina, había pagado en metálico y no había hecho preguntas. Ahora, el coche tenía una abolladura en la puerta del copiloto y un rasgón —poca cosa— en el cuello de los asientos traseros, pero había ido a las mil maravillas hasta el día en que le había dejado tirado. La reparación le costaba mil dólares, así que se iba a quedar con cuatro de los grandes en metálico y unos pocos cientos en las tarjetas de crédito.
El Starbucks que había en la calle Quinta era igual que cualquier otro Starbucks del mundo. Petty daba por hecho que por eso le gustaba a la gente; uno no se encontraba con sorpresas. Un par de valientes fumadores se sentaban en el patio que había delante de la cafetería, mientras que, dentro, el habitual contingente de usuarios de portátil se afanaba en lo que fuera que tuvieran entre manos. Don había elegido una mesa al fondo. El anciano tenía un periódico abierto sobre la mesa y lo leía con los ojos entornados a través de unas gafas que tenía en la punta de la nariz. Llevaba otra camisa de Tommy Bahama, pero el mismo plumas horrible y las mismas zapatillas de deporte aún más horripilantes.
—Aquí llega —comentó cuando vio aparecer a Petty.
Luego, se puso de pie y le tendió la mano, henchido de emoción.
Petty se la estrechó y ambos se sentaron, el uno frente al otro.
—Una mañana bonita, ¿eh? —le comentó Don.
—Mejor que la de ayer —le contestó Petty.
—¿Quieres un café?
—No gracias. —Petty señaló el periódico y le preguntó—: ¿Qué pasa por el mundo?
—¿Lo dices por el periódico? ¡Bah!, esto no es más que un panfleto local. Solo lo cojo para leer las páginas de sucesos. La semana pasada a un genio lo pillaron en una chimenea por la que había entrado a robar en una casa. ¿Lees tú el periódico?
—No, no tengo tiempo.
—Yo, por la mañana, tengo que tomarme un café mientras leo el periódico. Cuando era pequeño creía que en eso consistía ser mayor.
Petty prestó atención a la canción que sonaba. Alguien cantaba Jingle Bell Rock. Hay que joderse, acababa de pasar Acción de Gracias y ya estaban bombardeando con la Navidad. Gasta, gasta, gasta.
—Veo que no has dormido bien esta noche —soltó Don.
—¿Por qué lo dices? —le respondió Petty a la defensiva.
¿Qué coño sabía el viejo de lo que había pasado la noche anterior?
—Me has llamado tan temprano que estoy seguro de que los dos millones han estado dándote vueltas por la cabeza.
Petty se relajó.
—No voy a negar que he pensado en ello.
—Bien.
—Pero voy a necesitar mucha más información antes de seguir adelante.
—Te lo aseguro, ayer te conté todo lo que te puedo contar sin que hagamos un trato primero.
—Pues no es suficiente. Quiero más.
Don se quitó las gafas y entornó los ojos.
—Más... ¿como qué?
—Pues como de dónde estamos hablando. ¿Dónde está la pasta, en Nueva York, en Chicago, en la puta..., dónde dijiste..., en la puta Carolina del Norte?
—En Los Ángeles. Está en Los Ángeles.
Que era donde estaba viviendo Sam. Vaya... Petty apartó aquel pensamiento de su cabeza, porque no quería que lo influenciara.
—¿Y qué más sabes? Algo más específico —le preguntó a Don.
—Sé el nombre del tipo que guarda el dinero y dónde vive.
—Información que te dio un yonqui en la cárcel.
—Que le compré a un yonqui en la cárcel.
—¿Y cuánto le pagaste?
—Eso es cosa mía.
—¿Cien dólares? ¿Cincuenta? ¿Dos paquetes de fideos para el microondas?
Don guardó las gafas en el bolsillo de la camisa y dobló el periódico.
—¿Qué más da eso? —le respondió.
—Claro que da. Hay que saber el valor que tiene cada cosa.
—Vale diez de los grandes y el diez por ciento de lo que consigamos.
—¿Cómo?
—Eso es lo que vale. Esa es mi parte. Diez de los grandes y el diez por ciento.
—Ni loco te voy a anticipar diez de los grandes. Si tuviera diez mil dólares ni siquiera estaría hablando contigo.
—Pues es lo que vale.
—Pues ni sueñes con que te vaya a pagar eso, así que ya te estás buscando otra solución.
Don hizo una pausa y tocó el borde de su taza de cartón.
—Hazme una oferta —dijo.
Petty quería sonreír. Cuando alguien le viene a uno con eso de «hazme una oferta», ya ha ganado; aunque, si quiere asegurarse la victoria, su siguiente movimiento tiene que ser valeroso. Petty sacó la cartera y cogió dos billetes de dólar.
—¿Sabes qué es un símbolo? —le preguntó a Don.
—Por supuesto.
—Bien —empezó a decir Petty con los billetes en la mano—, pues esto es un pago simbólico por la información que vas a darme. Dos dólares contra tus doscientos mil.
Dejó el dinero en la mesa.
Don resopló disgustado.
—No sé con quién te crees que estás hablando.
—Me has pedido que te hiciera una oferta, que es, exactamente, lo que estoy haciendo. Esto —tocó los billetes con el índice un par de veces— es todo lo que estoy dispuesto a pagar por anticipado por lo que, en esencia, no es más que un rumor carcelario. Al mismo tiempo, estoy dispuesto a invertir mi tiempo y mi dinero en ir a Los Ángeles para ver si hay algo de cierto en la historieta de tu yonqui. Si doy con el tipo cuyo nombre me vas a facilitar y con la caja fuerte de la pasta..., y si encuentro la manera de echarle el guante... —volvió a golpear los billetes con el índice—, esto es lo que garantiza tu diez por ciento.
Don se recostó en la silla. Miró a Petty con una sonrisa amarga.
—¡Esta sí que es buena! —exclamó.
—No estoy de broma, Don. Lo digo en serio.
—¿Vas a ir allí?, ¿vas a averiguarlo todo?, ¿vas a conseguir la pasta y vas a darme mi parte?
—Ese es el trato.
Petty sabía que, para Don, su palabra era suficiente. Ambos eran personas honestas cuando había que ser honestos.
Don tamborileó con los dedos en la mesa, cogió el dinero y se lo metió en el bolsillo. Había empezado a sonar otra canción, Rudolph, the Red-Nosed Reindeer.
—Dime, el yonqui ese... no irá a contárselo a alguien más, ¿verdad?
—No es muy probable. Una semana después de que me soltaran lo dejaron seco de una cuchillada por un tema de drogas.
—Mejor —pronunció la palabra con un tono más duro de lo necesario, pero puede que fuera el momento de mostrarse duro.
Don le dio un sorbo al café.
—¿Te he contado alguna vez el primer timo que di? —le preguntó Don.
—No, creo que no —contestó Petty.
—Lo aprendí de un estafador de la vieja escuela, un mexicano que se hacía llamar Rudy Rodeo. El tipo había bautizado aquel timo como «Cambiazo». Solíamos pegar el palo en los bares de El Paso y de Juárez cuando volví de Vietnam. Lo primero que había que hacer era entablar conversación con un paleto que anduviera corriéndose una juerga, ya sabes, con uno que estuviera de borrachera, y hacerle hablar de sus días en el ejército, o de cuando jugaba al béisbol o a lo que fuera que se le diera bien en su pueblucho. «Te invito a una cerveza», les decía yo. «Ahora te invito yo», me decían ellos. Fumábamos un porro, esnifábamos un poco de coca y, en un abrir y cerrar de ojos éramos amigos íntimos.
»Entonces, aparecía Rudy y se hacía pasar por un sudaca borracho. Entraba en nuestra conversación por las bravas y se hacía odiar todo lo posible. En un momento dado, nos enseñaba un fajo de billetes y nos contaba que acababa de vender un coche y que se iba a fundir la pasta tirándose a mujeres blancas. Empezaba a explicarnos que se lo tragaban todo y que se las follaba por el culo, y se jactaba de lo que les gustaban las pollas mexicanas; y, así, hasta que el paleto blanquito estaba que echaba humo por las orejas.
»En ese momento, yo sugería un juego con monedas. Nada gordo, un pasatiempo para divertirnos. Teníamos que poner, los tres, una moneda de cuarto de dólar en la barra, boca arriba o boca abajo, y taparla con la mano. A la de tres, dejábamos la moneda al descubierto. La moneda que no estuviera repetida ganaba, es decir, que si dos de nosotros teníamos cara, el que tuviera cruz se llevaba los tres cuartos de dólar. Si todas las monedas mostraban lo mismo, esa mano no contaba.
»Nos tirábamos así un rato. Todos ganábamos y perdíamos. Entonces, Rudy iba a mear. En cuanto desaparecía, yo le soltaba al paleto: “Vamos a darle una lección a este sudaca. A partir de ahora, tú pones la cara de la moneda y yo, la cruz y, de esa manera, uno de nosotros siempre gana. Luego, cuando el tipo se largue, nos repartimos las ganancias”.
»El juego empezaba de nuevo en cuanto Rudy volvía y, después de que hubiera perdido cuatro o cinco veces seguidas, fingía que empezaba a frustrarse. Nos decía que si éramos hombres de verdad deberíamos jugar con dinero de verdad y que a ver qué nos parecía jugar a cinco pavos la partida. El paleto y yo dudábamos, pero, claro, como ya nos habíamos puesto de acuerdo... Rudy perdía unas cuantas partidas más y se ponía como loco: “¡A la mierda con este juego de niños!”, soltaba antes de poner el fajo de billetes en la barra. “Una última ronda”, decía. Ya sabes, que si todo o nada, que si igualaría cualquier apuesta que hiciéramos...
»Resulta que yo siempre llevaba quinientos pavos que aseguraba que mi tío rico me había mandado por mi cumpleaños y el paleto echaba mano al banco que llevaba en la bota o salía corriendo a cobrar un cheque. Entonces, poníamos nuestra apuesta en la barra, la vez que más pasta recuerdo había mil pavos por cabeza, y destapábamos la moneda. Cómo no: o ganaba el paleto o ganaba yo, y Rudy la liaba parda. Escupía, maldecía y aseguraba que teníamos al demonio de nuestra parte. Airado, al rato se iba del bar.
»Era entonces cuando llegaba la resolución del timo. Yo le decía al paleto que la gente del bar estaba empezando a mirarnos, y conseguía convencerle de que me pasara sus ganancias. Metía su dinero en un sobre, junto con el mío, y lo lamía y lo cerraba allí mismo, en sus narices. A continuación, quedábamos en ir a un sitio más tranquilo a dividirnos las ganancias. “Quédate tú el dinero hasta que lleguemos”, le decía. Sin embargo, mientras le pasaba la pasta, le soltaba que acababa de ver a un poli y me metía el sobre en el bolsillo. Un momento después, le decía que me había equivocado, que no se trataba de un policía, y le tendía otro sobre al pobre paleto, uno lleno de recortes de periódico. “Espérame, que voy a echar una meada”, le decía, y me escapaba por la puerta de atrás con el dinero. Fuera, Rudy me esperaba en un coche.
Don pegó una palmada en la mesa y se rio a voz en cuello cuando acabó la historia.
—¿Te puedes creer que hubo un tiempo en el que estuve tan loco? Te lo aseguro, Rowan, el subidón que nos daba aquello... ¡Aunque solo hubiéramos ganado cincuenta pavos! Para nosotros, aquellos memos se merecían que los desplumáramos. Les estábamos dando una lección.
—Es que no se puede engañar a una persona honesta.
—No me vengas con esas. Yo puedo engañar a quien me proponga.
De pronto, apareció una mujer con un loro al hombro. Don le preguntó el nombre del animal y se levantó para acariciarlo. El pájaro graznó y Don apartó la mano haciendo como si se hubiera pegado un susto del copón. Petty miró la hora. Estaba empezando a esbozar el horario que tendría que seguir los dos días siguientes. Por fin tenía un plan propio, una dirección, un destino. Se sentía bien.
—Vale, pues dime el nombre del tipo y la dirección —le pidió Petty a Don.