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Petty cogió la 395, que bajaba casi en línea recta hasta Los Ángeles. Les hizo buen tiempo, por lo que tuvieron buenas vistas de los picos nevados de las Sierras, al oeste, y de las extensiones de desierto, al este, durante todo el camino.

Se detuvieron en el lago Mono y caminaron para ver las tobas volcánicas, que eran unas formaciones rocosas altas y delgadas que parecían castillos en ruinas o huesos rotos. No obstante, un viento frío que se levantó de repente proveniente del agua y unos enjambres de mosquitas negras los obligaron a salir corriendo de vuelta al coche a los pocos minutos. Pararon de nuevo en Bishop para echar gasolina y comieron en el Carl’s Jr., y pararon una vez más en Lone Pine, porque Petty quería enseñarle a Tinafey el lejano monte Whitney, que estaba cubierto de nubecillas.

—Es la montaña más alta de los estados contiguos del país —le explicó.

—¿Los estados contiguos?

—Todos menos Alaska y Hawái.

—Ah, vale.

—Y allí —Petty señaló hacia el este—, a ciento cincuenta kilómetros, está su punto más bajo, el valle de la Muerte.

—Debiste de ser bueno en el colegio.

—No creas, pero nunca sabes con qué te vas a quedar y con qué no.

—El área del rectángulo es el largo por el ancho. El área del triángulo es la mitad de la base por la altura. El área del círculo es pi por el radio al cuadrado.

—¡Vaya! —exclamó Petty.

—Ahora bien, no me pidas que te lo explique.

Tinafey se quedó dormida cuando se acercaban al Mojave, acurrucada en el asiento, y no se despertó hasta que Petty no salió de la autopista, a la altura de Hollywood. Para entonces, el sol ya se había puesto y la mujer parpadeó como una niña somnolienta por culpa de las luces, del tráfico y de la multitud de viandantes. En un momento dado, exclamó:

—¡Oye, pero si ya hemos llegado!

Petty consultó en el móvil una aplicación de descuentos en hoteles y encontró una oferta por una habitación en el Loews Hollywood: doscientos dólares la noche. Si hubiera estado solo habría buscado uno más barato, pero le había prometido a Tinafey que se lo pasarían bien. El hotel no admitía dinero en metálico, así que pagó con una de las tarjetas y cruzó los dedos para que hubiera suficiente dinero.

Desde las ventanas de la austera habitación en negros y grises de la décima planta tenían vistas al famoso letrero de Hollywood, que quedaba al otro lado de la autopista, y de una colina cubierta por chaparros. Tinafey acompañó su sorpresa de muchos ooohes y aaahes y sacó una decena de fotos que apenas tenían luz. Petty se puso detrás de ella sigilosamente y le dio un beso en el cuello. Ella ronroneó y se estiró cuando él le cogió las tetas por encima de la camiseta; luego, se volvió y lo empujó hasta que cayeron en la cama. La mujer lo desvistió a él y él la desvistió a ella. En un momento dado, tiraron la lámpara de la mesita de noche, pero la dejaron en el suelo hasta que acabaron.

Después, se ducharon y se prepararon para salir a cenar.

—No me lleves a un sitio demasiado elegante, que no tengo nada que ponerme —le pidió Tinafey, que se había vestido con unos vaqueros ajustados, una blusa roja de seda y unas botas negras que le llegaban por la rodilla.

—¡Pero si estás estupenda! —Lo pensaba de verdad.

—¿No te importa que las mujeres lleven el pelo corto? —le preguntó mientras se daba los últimos retoques de pintalabios.

—Me gusta cómo te queda. Te sienta bien a la cara.

Cruzaron un centro comercial al aire libre que estaba atestado para llegar al teatro Chino y echaron una ojeada a las estrellas de cine que habían dejado inmortalizadas sus huellas allí, en el cemento. Entre la multitud, por todos los lados, había artistas del disfraz posando para hacerse fotos con la gente a cambio de una propina. Superman, Darth Vader, una princesa, un Bob Esponja andrajoso.

Tinafey quería sacarse fotos con todos ellos y Petty le dio el gusto. Le daba un dólar a uno, otro dólar a otro, apuntaba con el teléfono de ella y exclamaba: «¡Sonríe!». Todo fue bien hasta que Eduardo Manostijeras le exigió cinco dólares después de que hubieran acordado hacerse la foto por dos. El tipo se puso a vociferar y a Petty no le quedó otra que acercarse a él y susurrarle:

—No me obligues a noquearte delante de todos estos niños.

Le dio al mierda aquel un par de dólares y lo mandó a tomar por el saco.

«¡Michael Jackson!», «¡Jackie Chan!», «¡Britney Spears!». Tinafey recorría Hollywood Boulevard y gritaba los nombres inscritos en las estrellas de terrazo rosa que había en la acera. «¡Tom Selleck! Me suena...», «¡Los Teleñecos!», «¿Chill Wills? ¡Ja! ¿Chill Wills? ¿Quién es ese?».

Petty tampoco conocía la mayoría de los nombres. Nunca le había interesado el cine, siempre estaba demasiado ocupado. Había llevado a Sam a ver películas de Disney de vez en cuando, Shrek y Buscando a Nemo, pero, por lo general, se quedaba dormido en cuanto atenuaban la luz de la sala.

De todos modos, aquella era la primera vez que estaba en Hollywood, y encontrarse allí, donde se desarrollaba la acción, le resultaba emocionante. Los autobuses turísticos con la megafonía a todo volumen que hacían un recorrido por las casas de las estrellas, la música a todo trapo de los bares para turistas, los óscares de juguete que había en los escaparates de las tiendas de recuerdos. Petty disfrutaba de todos aquellos pasatiempos como el que más, y le parecía bien salir de vez en cuando y tropezar por la calle con gente de verdad, con personas que no fueran jugadores o timadores.

Algo estaba pasando en uno de los cines, un acontecimiento con limusinas de por medio, con alfombra roja y un enjambre de periodistas. Tinafey tiró de Petty entre la muchedumbre hasta que llegaron a una valla metálica que separaba al público de las celebridades recién llegadas. Desde allí, la mujer observaba con gran atención a las estrellas que salían de relucientes limusinas y de Cadillacs Escalades, y se desgañitaba cada vez que veía a alguien a quien reconocía.

—¡Angie! ¡Angie! —empezó a gritarle a una pelirroja muy arreglada que llevaba unos shorts—. Es la de ese programa, ¿sabes? La que sale con su hermana.

Petty no solo no sabía de quién le estaba hablando, sino que le daba lo mismo. Sin embargo, mientras Tinafey se lo estuviera pasando bien, él estaba contento.

Después de un rato, los acomodadores cerraron las puertas del cine, momento en que los fotógrafos empezaron a fumar y a guardar las cámaras, y la multitud se esfumó. Hasta la próxima.

—Oye, me muero de hambre —le dijo Tinafey.

Petty vio un cartel una manzana más arriba: «Asador Musso & Frank, el más antiguo de Hollywood». Petty y Tinafey llegaron hasta allí y entraron en un silencioso salón con el techo muy alto y una caja registradora a un lado y mesas de estilo antiguo al otro. A Petty le gustaba lo que veía: manteles blancos de tela inmaculados, camareros con chaleco rojo. El olor a carne asada y a patatas fritas hizo que su estómago lanzara un rugido primitivo.

El jefe de sala les señaló una barra en un segundo comedor y les dijo que enseguida tendrían mesa. Detrás de la barra, un camarero que parecía un gnomo arrugado con gafas de culo de vaso los obsequió con una tierna sonrisa y les preguntó qué querían tomar. Tinafey pidió una copa de vino y Petty, un Johnnie Black.

—Me gusta el sitio —comentó Tinafey.

—Es de la vieja escuela.

—Como tú.

—¿Sois de fuera?

Se lo preguntaba un tipo bajito y con el pecho como un barril, que llevaba una chaqueta de color amarillo chillón, una camisa azul celeste, unos vaqueros desgastados y unos náuticos de lona sin calcetines. Aunque debía de rondar los sesenta, tenía la cabeza llena de un sospechoso pelo moreno peinado hacia atrás y que le llegaba hasta el cuello de la camisa.

—Sí, señor. Soy de Memphis —respondió Tinafey.

—¡Adoro Memphis! —exclamó el hombre.

Cuando el tipo se ajustó las gafas de aviador con cristales tintados y cogió su martini, Petty se fijó en que llevaba un par de anillos.

—En 1967 estuve destinado en el fuerte Campbell y solía ir a Memphis en autobús cada vez que me daban un permiso. Beale Street... ¡oh, tío! Un lugar jodidamente salvaje. Se suponía que los soldados no podíamos ir allí, pero a mí me importaba una mierda. A muchos de los míos les robaron, les dispararon..., pero a mí nunca me pasó nada malo.

—Ahora está limpia y solo van turistas.

—Hoy en día, todo está limpio y lleno de turistas. Fijaos ahí fuera. Antes uno podía meterse en problemas, divertirse un poco.

A Petty le daba la impresión de que había visto antes a aquel tipo. De hecho, tenía la sensación de que habían jugado juntos a las cartas. En esa ocasión, sin embargo, sospechaba que el anciano pretendía algo más.

—¿Has salido alguna vez en la tele? —le preguntó Petty.

El hombre se irguió en el asiento y mostró sus dientes perfectos.

—Alguna. Bastantes, a decir verdad.

—Dime algún programa en el que podría haberte visto.

—¿En su día? Pues, en La ley del revólver, en The Rockford Files, en Se ha escrito un crimen, en La doctora Quinn... ¿Recientemente? En Hijos de la anarquía, en Boardwalk Empire, en CSI... y he hecho multitud de apariciones. ¡Bruce Willis me pegó una paliza en La jungla de cristal!

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Petty.

—Stanley Beckett. —Les tendió la mano—. Pero llamadme Beck.

—Yo soy Rowan Petty y esta es Tinafey.

—Como la que sale en televisión —comentó la mujer.

—Sí, pero tú eres más guapa —la lisonjeó Beck.

—¡Venga ya! —dijo Tinafey.

Beck le guiñó un ojo y le dio un sorbo a su martini.

—¿Habéis venido de vacaciones? —preguntó el hombre.

—Digamos, más bien, que estamos mezclando negocios con placer —respondió Petty.

—¡Muy inteligente! ¿A qué te dedicas? —dijo Beck.

—Soy agente inmobiliario —contestó Petty.

Beck miró a Tinafey.

—¿Y tú?

—Canto un poquito..., bailo... Siempre he querido probar en el mundo del cine.

—Pues has venido al lugar indicado. Puede que te descubran mientras estás aquí.

—Pero esas cosas no pasan de verdad, ¿no? —le dijo ella.

Petty le dio un sorbo a su escocés. Se preguntaba cuánta pasta se levantaría alguien como Beck. Siempre se decía que en las películas pagaban de escándalo, pero se dicen muchas cosas que son mentira. En cualquier caso, lo único que decía de él la ropa que vestía era que cabía la posibilidad de que fuera daltónico. Aunque, claro, a veces la gente viste de manera informal. La cuestión era cómo de inteligente había sido con la pasta que había ganado. Petty había estafado a médicos, a abogados, a profesores de universidad..., pero nunca a actores. Sería un reto eso de engañar a un mentiroso profesional.

En medio de aquel pensamiento, se regañó. Ahí estaba el hombre, más agradable imposible, contándole a Tinafey anécdotas sobre las estrellas con las que había trabajado, y él, pensando en cómo desplumarlo. A ver, que resultaba aterrador que solo le quedaran tres de los grandes, pero tampoco era necesario que le entrase el pánico, y menos ahora que tenía la posibilidad de hacerse con dos millones de dólares.

Tinafey le pidió un autógrafo a Beck, que le pidió un bolígrafo al camarero. «Para mi belleza de Memphis», le escribió en una servilleta antes de estampar una rúbrica ornamentada.

El jefe de sala llegó y les dijo que la mesa estaba preparada. Beck se puso de pie al mismo tiempo que ellos.

—Ese también es mi pie de salida —comentó el anciano, que echó mano al bolsillo de atrás y puso cara de estar confundido. Luego, se dio unos golpecitos en los bolsillos de la chaqueta—. No me lo puedo creer... He debido de salir de casa sin la cartera.

—No te preocupes —le dijo Petty, que aún se sentía culpable por haber estado a punto de intentar timar al tipo—, yo te invito.

—Pues muchas gracias, amigo. —Beck le estrechó la mano a Petty y a Tinafey le dio un abrazo rápido—. Manny —se dirigió al camarero—, este apuesto diablo me invita.

Manny trajo la cuenta del anciano y la dejó delante de Petty. ¡Treinta y seis pavos! Resultó que el tipo se había tomado tres martinis, no uno solo. Petty se rio para sus adentros. Aquel cabrón se había reído de él a base de bien.

El jefe de sala llevó a Petty y a Tinafey a una mesa desde la que se veía todo el comedor: vigas de madera formando arcos, percheros y candelabros antiguos, una clientela sofisticada concentrada en sus chuletas. La acústica del sitio amortiguaba las muchas conversaciones y las convertía en un gentil murmullo, y el revestimiento y el papel amarillecido impregnaban la luz del cálido brillo color caramelo del barniz envejecido. Aquel era el típico sitio en el que los viejos se sienten jóvenes y los jóvenes, sabios.

Petty pidió tiras de ternera al estilo de Nueva York y Tinafey, espaguetis con albóndigas. Todo era a la carta: la ensalada, el aliño, los espárragos, pero Petty dejó de sumar mentalmente en un momento dado e incluso se permitió tomar postre. Ya se preocuparía al día siguiente por el dinero, que esa noche lo iba a despilfarrar.

Un golpe brutal

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