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ОглавлениеAl fondo, en el horizonte, la tremenda tormenta de arena que avanzaba hacia el aeródromo de Bagram parecía una nube de color rojo ladrillo en plena ebullición. Aquello hacía que la búsqueda de Keller por parte del sargento segundo Armando Díaz resultara más urgente. Como a alguien le cogiera una de esas hijas de puta, el polvo lunar lo iba a asfixiar e iba a estar soltando mocos negros una semana. Díaz asomó la cabeza por la puerta de la cantina, pero Keller no estaba allí, zampando perritos calientes y patatas rebozadas junto con el resto de la tropa.
—¡Qué pasa, Campanitas! —le saludó a gritos alguien desde una de las largas mesas de la cantina.
Díaz devolvió el saludo mirando hacia donde le había parecido que provenía la voz y salió. Le llamaban «Campanitas» porque era el encargado de los «camiones de campanitas», es decir, de los vehículos afganos que el ejército contrataba para transportar suministros a las diferentes bases. ¿Para qué contratar camiones y conductores estadounidenses cuando se podía pagar a los locales y que fueran ellos los que se arriesgasen a pisar un Artefacto Explosivo Improvisado —como los denominaba el ejército— o a que les volase la cabeza un francotirador de los talibanes? Y los llamaban «camiones de campanitas» porque aquellos camiones pintados de mil colores, ya fueran semirremolques, camiones de plataforma o camiones cisterna estaban llenos de cadenas que hacían un ruido de la hostia mientras recorrían las carreteras sembradas de baches del país.
El viento caliente arrastraba basura por el campo de béisbol que había pintado entre la cantina y el edificio de Moral, Bienestar y Recreación. Vasos y bolsas de plástico que giraban sobre sí mismos y que, en un momento dado, antes de abandonarlos entre los arbustos, el viento lanzaba contra la alambrada.
Keller no estaba al teléfono en el edificio de MBR. No estaba al ordenador. Por fin, Díaz dio con él en una butaca del pequeño cine de la base. Estaba solo, viendo el deuvedé de Resacón en Las Vegas. Díaz le dio unos toquecitos en el hombro y le señaló la salida con el pulgar.
Se dirigieron a uno de los búnkeres que había repartidos por toda la base. La tormenta estaba a punto de romper sobre ellos como una ola de trescientos metros de altura; daba la impresión de que su peso fuera a desequilibrar el mundo y era imposible apartar la mirada. Cuando la nube tapó el sol, pareció que acabara de anochecer.
Dentro del búnker, no obstante, estaba incluso más oscuro. Aquello era como una tumba larga y estrecha; una construcción sin ventanas hecha a partir de secciones de hormigón y reforzada con sacos de arena. Díaz y Keller entraron justo cuando la tormenta les caía encima. El viento era tan potente que las paredes temblaron y por las uniones del techo cayó arena como si lloviera.
En aquellos días, los búnkeres proporcionaban privacidad. Hacía meses que no había habido ni ataques con morteros ni ataques con cohetes. De hecho, por no haber no había habido ni falsas alarmas. Los malos sabían que las tropas estaban de retirada, por lo que no tenía ningún sentido gastar munición para intentar cargarse a uno o dos más. Aquel búnker en concreto, además, estaba lleno de telarañas como cortinas que Díaz y Keller tuvieron que apartar para llegar hasta las sillas de oficina cascadas que alguien había requisado para aquel sitio. Se dejaron caer en las sillas y Keller encendió un cigarrillo.
—Eso lo va a oler alguien —comentó Díaz.
—¿Durante una puta tormenta de arena? —Keller le dio una larga calada al pitillo y exhaló el humo despacio—. ¿Cuántos días te quedan?
—El lunes sale mi vuelo.
—¡Qué puto cabrón!
—¿Y a ti?
—Me queda un mes más.
El sargento Daniel Keller era un pueblerino de Maine con la cara llena de granos y que seguía tan blanco como Poppy Fresco aun después de tres periodos de servicio. Trabajaba en un hangar preparando cargamentos que se enviaban de vuelta a Estados Unidos y, ahora que el ejército había vuelto a activar la reducción de tropas, no paraba de trabajar. Había que meter en cajas, etiquetar y cargar de todo en los aviones: ordenadores, impresora, microondas, lavadoras.
Keller se llevaba un cuarto del tesoro de Díaz. Campanitas era el responsable de pagar a los camioneros afganos por los viajes que hacían, importes que cogía de una montaña de dinero en metálico que había en una cámara de la base. Díaz no había tardado en darse cuenta de que había fisuras en el sistema y de que podía beneficiarse de ello. En el momento álgido de sus robos, entre los sobornos que recibía de las empresas de transporte y los envíos fantasma por los que se pagaba a sí mismo, había estado sacándose cien mil al mes.
Díaz tampoco había tardado en darse cuenta de que iba a necesitar una manera de sacar el dinero del país y llevarlo a Estados Unidos, que era donde entraba Keller. Ambos habían sido socios ya en otro timo, en el que habían comprado televisores, reproductores Blu-ray y videoconsolas en el economato militar y las habían revendido en tiendas locales. Cuando Díaz le contó a Keller lo que pensaba hacer con los camiones de campanitas, este se mostró de acuerdo de inmediato. Díaz le entregaría el dinero robado y él lo haría pasar por envíos legítimos al fuerte Bragg, donde un colega suyo, que se quedaría con otra cuarta parte, recogería el dinero y lo enviaría a Los Ángeles.
Keller adelantó la mano con la palma hacia arriba y le hizo un gesto con los dedos a Díaz.
—Dame, dame —dijo.
Díaz le pasó una papelina de heroína. Se la había comprado a Izat, la rata que llevaba la tienda de los moros de la base. Izat les vendía alfombras, ropa de hombre y DVD piratas a las tropas y, en paralelo, tenía un negocio de drogas. A Keller le encantaban los subidones, pero era un cobarde y no quería pasarlos a solas, por lo que, con intención de tenerlo contento, Díaz solía hacerle el favor de estar con él.
Keller sacó una funda de gafas Oakley en la que había una jeringa, una cuchara, bolas de algodón y vitamina C en polvo —todo lo que necesitaba para meterse un pico—, y empezó a cocinar el subidón.
—En cuanto baje de las nubes —comentó Keller mientras ponía la heroína en la cuchara—, tendremos una reunión importante.
—Sobre cómo repartir la pasta.
—Deberíamos hacerlo en Las Vegas. Nunca he estado allí.
—Por mí, vale.
Díaz se removió en la silla, puso un pie en la pared y empujó para apartarse de ella. Fuera, el viento aullaba y la arena susurraba.
—Allí hay putas que chupan con tanta fuerza que serían capaces de arrancarle los cromados a un camión —comentó Keller—. Putas con tetas nucleares. —Encendió el mechero por debajo de la cucharilla y la burbujeante droga despidió un olor amargo—. Pienso comprarme un traje púrpura de chuloputas para follarme a todo el mundo. Porque seré rico, ¿sabes? Y un sombrero de esos enormes, ¡con su pluma y todo!
—Tan rico no vas a ser.
—¿Quinientos mil pavos? Allí de donde yo vengo, tío, eso es ser rico. Además, pienso doblar mi parte jugando al bacarrá mientras estoy allí.
Keller dejó un poco de algodón en la droga y se ató su cinturón amarillo reflectante al brazo.
—¿Qué coño sabes tú del bacarrá? —le dijo Díaz.
—Sé que todos los putos amarillos ricos juegan a eso —respondió Keller mientras se masajeaba una gran vena azul—, ¡y ellos saben muy bien lo que se lleva!
Díaz contuvo el aliento mientras la aguja entraba en el brazo de Keller y hasta que este empujó el émbolo de la jeringa hasta el fondo.
—¡Guau! —soltó Keller cuando se desabrochó el cinturón y mientras se recostaba en la silla. Lo dijo como si estuviera perdiendo el equilibrio—. ¡Guau! —Parpadeó y sacudió la cabeza—. Esta mierda...
Díaz le había pedido a Izat que le vendiera la mejor que tuviera, una que fuera del todo pura, no mierda cortada, y le había pagado el triple de lo habitual.
Keller se derrumbó en su silla, con la barbilla en el pecho. Ya iba camino de desmayarse. Aquella droga pura era demasiado para él. Intentó llevarse una mano a la cara, puede que para limpiarse la baba, pero la mano se detuvo a medio camino, vaciló y se le cayó en el regazo. La respiración de Keller empezó a enlentecerse. Un par de segundos después, se cayó de la silla y se quedó en el suelo, inmóvil.
Díaz se inclinó sobre Keller y vio polvo bailando alrededor de su nariz y de su boca, así que se recostó y se quedó un rato escuchando la tormenta. Cuando volvió a comprobarlo, Keller ya no respiraba. Ese ya estaba donde sea que van los imbéciles blancos de Maine cuando sufren una sobredosis.
«Uno menos».
Dejó al tipo allí y salió a la tormenta de arena, un entorno lóbrego donde el sol no era sino un punto de color rojo sangre en el cielo.